miércoles, 24 de abril de 2013

Anábasis, de Jenofonte



En las primeras páginas de esa despatarrante novela titulada Las aventuras del buen soldado Svejk, se encuentra uno con un mapa donde se lee: "La anábasis de Svejk". En él vemos una línea recta, y la leyenda indica que ésa es la ruta que debería haber tomado el bravo y afable soldado. En la otra ruta - un garabato que viene, va, sube, baja y se retuerce, y que es la que siguió el héroe- están marcados los puntos donde, por ejemplo,  "a Svejk lo ayudó una anciana muy maternal", o donde "Svejk durmió en un pajar en alegre compañía". Pero las similitudes entre el soldado checo y Jenofonte van, a mi juicio, un poquito más allá de la complicada ruta que siguieron en sus respectivas anábasis.


Nos dice Carlos Varias en la introducción que, de anábasis, la Anábasis tiene más bien poco. Jenofonte tituló su diario Kíroi anabasis, es decir, "subida o marcha tierra adentro de Ciro". Dicha marcha apenas ocupa un puñado de páginas, las que tarda en morir Ciro en la batalla de Cunaxa. El resto consiste en el descenso desde Cunaxa hasta el Mar Negro, y en el viaje que siguió la costa del Mar Negro hasta llegar a Tracia. De haber sido más escrupuloso, Jenofonte hubiera debido dar a su obra el título Anábasis, katábasis y parábasis, título sin mucho gancho y que, por suerte, se quedó en lo que conocemos. El otro título con el que se la conoce, Expedición de los diez mil, es, pues, bastante más adecuado.

Tumba de Artajerjes II en Persépolis

De familia acomodada, discípulo de Sócrates, y de ideas políticas autoritarias, Jenofonte era, ya en los tiempos clásicos, un militar a la antigua usanza. Este veterano de las Guerras del Peloponeso tenía un carácter autoritario que le acercaba más al concepto de gobierno espartano o persa que a la democracia ateniense, a la que no veía con buenos ojos. Por ello se dejó convencer fácilmente por su amigo Próxeno para enrolarse en el ejército que un aspirante al trono persa estaba reclutando.

Todo empezó cuando Darío II de Persia dejó el trono a su hijo Artajerjes II. El hermano de éste, Ciro, conocido como Ciro el Joven -diferente de Ciro el Grande-, quien ya en vida de su padre se había sentido ninguneado, decidió enfrentarse a su hermano y arrebatarle el trono, para lo cual reclutó un ejército de 12.600 griegos (cifra redondeada a la baja) y 50.000 bárbaros, léase no griegos. Jenofonte consultó con su maestro y amigo Sócrates si debía o no alistarse en ese ejército de mercenarios, pero éste le dijo que mejor lo consultara con el oráculo. 

Un hoplita espartano

La historia de esta expedición tiene bastante poco de gloriosa, y si uno se introduce en ella en busca de los nobles valores y el heroísmo que conoce de otros clásicos griegos, va por bastante mal camino. Homero llevaba siglos enterrado, su obra era ya considerada una joya de la literatura, y los mercenarios al servicio de Jenofonte eran capaces de citar fragmentos de ella, pero no de emular a sus héroes. La Anábasis es una historia de mercenarios, y los mercenarios no luchan por una Helena ni persiguen la gloria eterna. Todos querían dinero, tierras y resarcirse de la ruina que habían traído las Guerras del Peloponeso.

Un grupo de ejércitos se unen para luchar, pero no saben contra quién. De hecho, el mismo Jenofonte nos dice que él tampoco conocía los planes de Ciro y que había sido engañado. Afortunadamente, una noche tuvo un oportuno sueño que le reveló la imperiosa necesidad de luchar al lado de Ciro y derrotar a Artajerjes. A la mañana siguiente, Jenofonte se erige en líder de facto y arenga a las tropas. Es interesante señalar que el carácter mercenario y heterogéneo de éstas implicaba que Ciro apenas tuviera poder alguno sobre su ejército, que era en realidad un conjunto de generales cada uno al mando de sus propios hombres. 


A las primeras de cambio, Ciro cae mortalmente herido, y los pocos griegos que se enteran de ello, se miran como diciendo "y ahora, ¿qué hacemos?" Lo mismo le pasó a Artajerjes. ¿Qué hago yo ahora con ese ejército descabezado? Los griegos apenas habían sufrido bajas y librar una batalla con ellos habría sido una carnicería para ambos bandos. Así, tras exigirles la rendición incondicional y obtener un nones por respuesta, el rey persa invita amablemente a los griegos a salir del país. A lo largo de la primera parte del viaje los acompaña a ratos, los vigila, y engaña y ejecuta a unos cuantos generales. Una vez salen del país, les espera toda una odisea, entre tribus bárbaras, puertos de montaña y las cumbres nevadas de Armenia, donde cientos de guerreros perderán la vista, cegados por la nieve, y orejas, narices y dedos de pies y manos, congelados por un frío para el que no estaban equipados.

Los emisarios de Artajerjes negociando con Clearco (gracias a Ioannes Ensis por permitirme utilizar sus excelentes ilustraciones)

La Anábasis tiene un incalculable valor histórico. Está considerado el primer diario de la historia, y el relato de la expedición es prácticamente exacto tanto en lo que se refiere a la ruta seguida como a la duración del viaje. Pero volvamos a las odiosas comparaciones. En Homero uno encuentra un lenguaje bellísimo, unas imágenes eternas y universales, y un descomunal talento poético, pero, por muchas veces que leamos la Ilíada, no aprendemos en ella cómo era la vida en un ejército griego. Jenofonte nos presenta ese mundo con una vividez insuperable, y aunque, insisto, en el libro no se guerrea tanto como uno podría imaginar, la vida de petate, tiendas, emboscadas, privaciones, escaramuzas, miedos, saqueos, traiciones y arengas salta de la página y nos engulle de un bocado.

 ¡El mar, el mar!

La referencia que hacía al principio de la entrada a la inmortal obra de Jaroslav Hasek no viene a cuento sólo por el uso de la palabra anábasis. Lo que une a Jenofonte con Svejk es la visión tan poco heroica de la guerra. Naturalmente, Hasek escribió una farsa (una farsa genial, por si no lo había dicho), mientras que Jenofonte se tomaba a sí mismo muy en serio. Tanto como para referirse en todo momento a sí mismo en tercera persona. Sin embargo, por muy en serio que se tomara el ateniense, es difícil no sonreír ante lo grotesco de alguna de las escenas. A ratos, los soldados de uno y otro bando parecen pasar más tiempo intentando asustarse mutuamente que clavándose espadas. Aquellas macabras descripciones homéricas de sesos reventados y cuerpos partidos por la mitad son reemplazadas aquí por un bando corriendo detrás del otro, hasta que el otro se detiene, se da la vuelta, se lanza al ataque, grita más fuerte y espanta a los primeros.

Muy hasekiano es también el siguiente episodio. Jenofonte era un hombre muy pío, y jamás tomaba una decisión sin antes consultarlo con los dioses. Era menester, para tal fin, realizar los sacrificios de rigor, para así poder leer los augurios en las entrañas de las víctimas. En una ocasión, estos augurios no le son propicios, por lo que decide volver a consultarlo, con los mismos resultados.

-Oh dioses, ¿conseguiremos pronto víveres?
-No.
-Espera, que sacrifico tres bueyes. ¡Oh, deidades!, ¿cuándo encontraremos comida?
-Por aquí no hay.
-A ver si con un par de bueyes más y veinte lechones. ¡Oh todopoderosos...!

A causa de esto, los soldados estaban enojados, pues en efecto, se agotaron los víveres que habían traído consigo...


Uno de los momentos inmortales que han pasado a la historia de la literatura es cuando, tras atravesar  Armenia y dejar atrás Asia Menor, los Diez Mil divisan por fin la costa, y, al célebre grito de "thalassa, thalassa!", ¡el mar, el mar!, llegan a la sorprendida ciudad griega de Trapezonte. A nuestros amigos les va bastante bien en esa ciudad, donde los habitantes les proporcionan mercado (es decir, les venden todo lo que necesitan). Todavía tendrían que suceder muchas cosas, en los siglos venideros, en esa ciudad para que su nombre (Trapezunte, Trapezonte, Trebisonda, o Trapisonda) adquiriera los significados que tiene hoy, "bulla, riña, alboroto" o "embrollo, enredo". 

En algún momento se ha utilizado el término "reportaje" para referirse a este libro. Y creo que no van desencaminados quienes así piensan. La odisea de estos hombres nos lleva todavía en un apasionante periplo por tierras míticas, hostiles, desoladas, ricas, con tribus legendarias, salvajes, sumisas. Conocemos las costumbres de colcos, cálibes, paflagones, tinos; visitamos Cerasunte, en el Mar Negro, y allí probamos por primera vez las cerezas; saqueamos Metrópoli, capital del pueblo de los mosinecos; pasamos junto a un misterioso montículo, y descubrimos que eso es todo lo que queda de Nínive, la mítica y poderosa capital asiria. Y todo ello, con la escritura sencilla, clara y también envanecida, para qué negarlo, de ese gran reportero llamado Jenofonte. 

El buen soldado Svejk en su peculiar anábasis


miércoles, 10 de abril de 2013

Ruido de fondo, de Don Delillo


En alguna ocasión he lamentado el error que he cometido con algunos autores, al leer en primer lugar su obra maestra y luego las demás. La consecuencia es que éstas, por muy buenas que sean, inevitablemente nunca llegan a la altura de aquélla. Me sucedió con Sebald y Austerlitz, o con Murakami y la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Sin embargo, con Delillo acerté al leer en primer lugar Underworld, que según muchos es su obra cumbre. Creo que si hubiera empezado con Ruido de fondo (1985), no me habría atrevido a embarcarme luego en una obra suya de 900 páginas. Y lo que me habría perdido. Y no, no es que Ruido de fondo no me haya gustado, es que...


Los 80 están de moda. Desconozco si será cosa sólo de mi generación, y si quizá dentro de unos años tendremos el correspondiente revival noventero con sus orgullosas reivindicaciones nostálgicas. Probablemente, pero sospecho que la década de los 80 marcó el mundo y la época que hoy vivimos de manera más acusada que los años que vinieron antes y después. Ahí está, verbigracia, la noticia de la muerte de Thatcher, que, más de 20 años después del final de su mandato, ha sacudido medios de información, foros y blogs. 

Puede que se deba a que los que tuvimos la suerte o la desgracia de vivir nuestra adolescencia en aquella época, somos la primera generación que, al mismo tiempo que gozamos de una perspectiva histórica lo bastante amplia como para analizarla, tenemos a nuestra disposición esto de internet para compartir recuerdos y opiniones. En cualquier caso, los 80 siguen aquí y la nostalgia es una enfermedad  que se está extendiendo descontroladamente. Uno recuerda los nombres de aquéllos que cambiaron la historia, recuerda los dibujos animados, los grupos musicales, algún que otro acontecimiento deportivo, pero tengo la impresión de que un aspecto de aquellos días ha quedado en segundo plano: los 80 estuvieron dominados por un miedo universal a la hecatombe nuclear. Ruido de fondo no tiene como trasfondo una catástrofe exactamente de ese tipo, pero sí tiene en ese pánico al desastre de consecuencias inimaginables uno de sus ejes centrales.

Chernobyl

Mi problema con esta novela puede deberse a que, tonto de mí, no leí el texto de contraportada, que, como bien sabéis, suele darnos información valiosísima para afrontar la novela que tenemos en las manos. Lo hice, un tanto perplejo, una vez concluida la lectura, y entonces me encontré con que lo que acababa de leer era, en palabras del propio Delillo, una comedia. ¡Acabáramos!

Pues puede que sí, me dije. Es verdad que la idea de que un escape tóxico produzca sensaciones de dejà vu es sencillamente genial (y hay muchas ideas igual de brillantes), y puede  que esos irritantes diálogos entre el protagonista y su esposa, repletos de non sequitur, y donde parece que cada uno va por su lado, fueran más por la comedia que por la profundidad. Bien, es posible que lo leyera en el "modo" equivocado. Pero aun así.

 La sombra de Ruido de fondo es alargada

Cabe la posibilidad de que Ruido de fondo fuera en su día tan original y divertida, tan llena de imágenes icónicas y grandes revelaciones, que se haya convertido desde entonces en fuente de referencia e inspiración para novelistas, guionistas y directores de cine norteamericanos. Porque la sensación de dejà vu fue la que yo tuve constantemente a lo largo de la novela. Tenemos, en primer lugar, eso que ya tiene un nombre reconocido por todos: una familia disfuncional. ¿Os suena? Una especie de casa de locos, donde se amontonan hijos de los anteriores matrimonios de ambos, una casa donde cada loco va con su tema. Tenemos dos chicas preadolescentes que han perdido hace tiempo todo rastro de la infancia, y un chico de catorce años que cada vez que habla suelta un discurso nihilista. Tenemos también la presencia ubicua de la televisión, y en especial de la publicidad, los eslóganes comerciales y las noticias. No falta la obsesión consumista, el miedo al desastre ecológico y, sobre todo, el pánico a la muerte como idea central de la obra, combinado con la arrogancia de la clase media norteamericana: "soy ciudadano americano de clase acomodada, no vivo en una caravana ni en un suburbio de Bangladesh. Por lo tanto, a mí no me pueden afectar los grandes desastres". En definitiva, es posible que esto en su día fuera el no va más en originalidad, pero las ideas han sido tan pirateadas que hoy parece más bien una colección de lugares comunes. A la obra se le ven las costuras, y al autor, las intenciones.

Nieve en la pantalla. El ruido de fondo en español se llama en realidad ruido blanco.

¿Significa eso que Ruido de fondo me ha parecido mala? Desde luego que no. Dudo que Delillo sea capaz de escribir nada "malo". De hecho, el final de la novela, con la resolución que toma el narrador y protagonista, así como los giros que da la historia en ese momento, son magistrales; el diálogo que mantiene el narrador con las monjas es de lo mejor que he leído en una novela en mucho tiempo, y nos encontramos con muchas frases inolvidables (ahí va una: "la muerte es impar"). Pero sí creo que esta obra ha envejecido mal. Sin duda, cuando una novela define una época es inevitable (es más: es lógico y, para el autor, hasta deseable)  que sus ideas se reflejen en otras obras posteriores, es decir, que otros autores picoteen de ella. Pero si la novela en cuestión es una obra maestra, sobrevive a ese picoteo. A mí me habían vendido Ruido de fondo como una obra maestra, o al menos como una "gran novela" (ay, esto de los grados) y no lo es. Yo a una gran novela le pido algo más que buenas ideas, algo más que oficio para presentarlas, algo más que un acertado retrato de una época. La sociedad norteamericana está obsesionada con el consumismo, la tele, y el miedo a la muerte. Vale. ¿Y?

No sé muy bien qué le pido yo exactamente a una gran novela, pero sí sé lo que no le permito: no le permito que me irrite y, sobre todo, no le tolero que me oculte hasta el último momento que se trata de una comedia. Porque me hace sentirme como un tonto.

jueves, 4 de abril de 2013

Una lectura primeriza de Ulysses

Desde hace unos días, soy miembro de un club bastante selecto. He de decir que la pertenencia a este club no me llena de un especial orgullo, pues el ingreso en él no tiene demasiado mérito. El club, como ya habréis imaginado, es el llamado "Yo he leído Ulysses".
He descubierto que dentro del club hay diferentes categorías, aunque el modo en que éstas están organizadas todavía no lo entiendo muy bien. No he averiguado, por ejemplo, cuál es la categoría VIP ni cuál la de menor rango, si es que las hay; de hecho parece que se puede pertenecer a más de una a la vez. Yo, por ejemplo, tengo un carnet donde dice "no entendí ni papa", que es bastante fácil de conseguir. También tengo otro que reza "he disfrutado como un enano", aunque éste no te lo conceden tan fácilmente. Ahora estoy en trámites de que me entreguen uno donde ponga "lo voy a leer otra vez".

Como todas las grandes obras, el Ulysses sólo tenía un comienzo posible

Tonterías aparte, la verdad es que la lectura del Ulysses me ha dejado, como no podía ser de otra manera, con multitud de preguntas. Sin embargo, estas preguntas no se refieren a la trama, ni al estilo, ni al autor, ni a la revolución literaria que supuso esta obra. Las preguntas que me surgían son del tipo:

¿Puede un lector completar la lectura de una obra de mil páginas cuando en la 200 ya se ha perdido completamente?
Más interesante todavía me resulta ésta: ¿se puede disfrutar de una obra de la que no hemos entendido ni papa?

El Ulysses es para muchos lectores un "reto", una de esas obras que "hay que leer", y suele estar en las listas de propósitos para el nuevo año de muchos lectores. Parece que uno no puede considerarse lector si antes no ha tachado en su lista la obra de Joyce. Algo parecido sucede con el turista que cree que no puede irse de Barcelona sin haber visitado el Museo Picasso, o dejar Vienna sin haber asistido a un concierto de Mozart, cuando en realidad no le gusta el arte abstracto y aborrece la música clásica. ¿Y para qué te metes? Del mismo modo, del Ulysses, aunque no todos lo hayan leído, sí se sabe lo suficiente como para que nadie se sienta embaucado.
¿Y qué es lo que sabemos del Ulysses antes de leerlo? Sabemos que se trata de una obra "muy difícil", y que ha desanimado a los lectores más intrépidos. Sabemos también que en ella Joyce desarrolló (que no inventó) el flujo de conciencia y lo llevó hasta sus penúltimas consecuencias. Sabemos que la obra fue tildada, en muchos círculos, de obscena. Sabemos que está situada en Dublín, que transcurre a lo largo de veinticuatro horas, y que nos narra los acontecimientos, muchos de ellos aparentemente banales, de varios personajes. Y sabemos, finalmente, que hay un paralelismo entre la estructura de esta obra y La Odisea de Homero.

Algunas de estas verdades sobre el Ulysses merecen de mi parte una matización. Empecemos con las menores. ¿Qué hay del flujo de conciencia? Pues que es tan sólo uno más de los muchos flujos que discurren por la obra. En Ulysses los personajes cagan, mean, se hacen pajas, vomitan, se sacan los mocos y menstrúan. De ahí la obscenidad. Y esta irreverencia escatológica no es más que una muestra de una irreverencia mucho mayor: la de la literatura misma, la del concepto de cultura. Es ahí, mucho más que en su estilo, donde radica el carácter llámese innovador, radical, rupturista o visionario de la obra. Puede decirse que, entre muchísimas otras cosas, el Ulysses representa la cúspide de la desacralización de la tradición literaria. Es el modernismo, dicen.

Algunos dicen que el Ulysses es esto

En cualquier caso, la obra nos muestra por lo menos dos tipos de flujo de conciencia completamente diferentes entre sí. En el primero de ellos la voz del personaje se mezcla con la narración, descripción y diálogo, y el resultado, así, no difiere demasiado de lo que hicieron otros autores como Sterne, Poe, o incluso Chéjov y Tolstoi. En el conocidísimo monólogo final de Molly Bloom, por otra parte, nos encontramos con un stream of consicousness puro y duro, en el que la corriente del lenguaje, sin un solo punto ni una sola coma, con sus recuerdos, a veces inconexos, y sus asociaciones de ideas, arrastra al lector en un torrente imparable y fascinante.

¿Qué hay de los paralelismos con La Odisea? Están ahí, supongo, aunque hace muy bien Declan Kiberd en su brillante introducción al advertirnos de que la búsqueda de dichos paralelismos es (o fue) más un juego de eruditos que otra cosa. "¡Anda, mira! Aquí hay un eco de Circe. Y ésta es la Escila" "¡Yo he encontrado a Telémaco!". Hoy se pueden encontrar todos esos ecos en la red. A algunos lectores les divierte mucho ese tipo de juegos que los modernos llaman "guiños". A mí no. Y por otra parte, ¿no se dice de incontables novelas que son una recreación de los temas universales y primigenios presentes en la obra de Homero?

¿Pero es que ningún otro famoso lo ha leído? Os reto a que lo encontréis

Y finalmente, ¿es verdaderamente tan difícil como dicen? Sí y no. Porque cuando una obra es tan extremadamente compleja que el lector no se entera de nada, tiene lugar una reacción química que la convierte en una lectura de lo más fluida y sencilla. Sencillamente, nos dejamos llevar, que es lo mejor que se puede hacer cuando la corriente es demasiado fuerte para nadar contra ella.

Naturalmente, exagero un poco (pero muy poquito) cuando digo que no me he enterado de nada. Algunas escenas son relativamente fáciles de seguir, por lo menos en términos de qué está pasando y quién es este personaje. Como ya he señalado, las primeras ciento y pico páginas siguen un camino narrativo más o menos "tradicional". Llega, sin embargo, un momento en que el intrépido lector se pregunta: ¿dónde te has metido, imprudente? Yo, que me consideraba lo bastante "maduro" para abordar esta obra, ¿lo estaba?

Dibujo de Leopold Bloom por Joyce

Hacía mucho tiempo que este libro figuraba entre mis propósitos de lectura para el nuevo año (sí, yo también), pero fue Nabokov, con el apasionante análisis que hace de la obra en su Curso de literatura europea, que leí hace unos meses, quien me dio el empujoncito definitivo para meterme de lleno en esta lectura. Y cuando al final lo hice, tomé antes un par de decisiones que han sido cruciales en el placer que me ha proporcionado. La primera de ellas era simplemente la de seguir adelante en todo momento,  por muy perdido que estuviera. ¿Por qué tomé esa decisión, cuando ya hace tiempo que perdí el miedo a abandonar libros, por muy obras maestras que sean? No lo sé, la verdad. Quizá a veces las recomendaciones entusiastas surten resultado.

La segunda era no utilizar en ningún momento una "guía de lectura" de ésas que ayudan al lector a saber qué esta pasando. Habría sido muy fácil ir a wikipedia (o volver al libro de Nabokov) y ver dónde estaba situada la escena que estaba leyendo y qué ocurría en ella. Pero, la verdad, me habría sentido bastante tonto recurriendo a alguien para que me interpretara lo que estaba leyendo, y la lectura se habría vuelto mucho más pesada. Como señalo en el título, la mía ha sido una lectura primeriza, y en éstas, en mi opinión, el lector debe enfrentarse a la obra con lo puesto. ¿Que no he entendido nada? Es posible, pero he conseguido algo de lo que no todos pueden presumir: he disfrutado desde la primera hasta la última página, he sido testigo del momento en que la literatura cambió para siempre, y lo he hecho de un modo parecido a como lo hizo un lector cualquiera en 1922; me he sumergido en una obra con incontables y, todavía hoy, sorprendentes recursos estilísticos y, sobre todo, en la que el autor despliega una creatividad lingüística infinita; y por último, he experimentado el inmenso placer de sentirme sometido y humillado por una inteligencia superior. Sí, leer el Ulysses tiene algo de sado-masoquismo.

En la o las lecturas segundonas que llegaren, y que llegarán,  ya habrá tiempo para consultar esas guías. Quizá la película también pueda ayudar.

Ulysses (1967), de Joseph Strick


Y si andáis un poco justos de tiempo, aquí tenéis una versión condensada. El Ulysses en cinco minutos


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