martes, 31 de diciembre de 2013

Feliz 2014


Mientras termino de perpetrar una entrada absolutamente terrible, os regalo esta estupenda versión del Auld Lang Syne y os deseo un feliz año nuevo lleno de buenas lecturas y mucha guaracha.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Restos de temporada 2013 (1)

A veces es porque son demasiado buenos; otras, porque son, si no malos, sí susceptibles de caer en el olvido; las más de las veces por falta de tiempo, ese embustero eufemismo que sustituye a la pereza; el caso es que parece que cuanto más leo, menos reseño. Tampoco estoy seguro de que eso sea algo malo. Pero como soy de los que piensan que, así como todo matao tiene derecho a sus quince minutos de gloria, del mismo modo todo libro, por muchos méritos que tenga o deje de tener, merece también sus dos líneas de reseña, aquí van los restos de temporada de este año (primera parte).


El sombrero del cura, de Emilio de Marchi. De Marchi (1851-1901) está considerado como el creador del giallo, un tipo de novela policiaca que, en lugar de centrarse en la resolución de un misterio, explora las repercusiones sociales que tiene un crimen en una pequeña comunidad. La obra gozó en su época de gran popularidad y la nueva editorial Ginger Ape ha tenido un gran acierto al recuperarla. Todo un descubrimiento.


Reportajes, de Joe Sacco. Sacco es uno de los más grandes autores de reportajes gráficos, y su excelente, celebrada y controvertida Notas al pie de Gaza ya la reseñé aquí. Reportajes se basa en una serie de ídems escritos hace unos años. Son todos ellos muy interesantes, pero lo mejor es la lectura crítica, y nada benévola, que el propio autor hace hoy de estos reportajes.


La vida para principiantes, del polaco Slawomir Mrozek. Estos relatos son geniales, divertidísimos y, desgraciadamente, se leen en un ratito.


Asesinos sin rostro, de Henning Mankell. Los thrillers de este tío siempre vienen bien para descongestionarnos de lecturas más enjundiosas. Estos días me he acordado mucho de esta novela, dado que parte de la acción sucede en Sudáfrica, con un plan para llevar a cabo un magnicidio en un país con un Mandela recientemente liberado y un Frederik de Klerk hostigado por los afrikáners.


De repente llaman a la puerta, de Etgar Keret. Otro libro de relatos absolutamente genial. Keret es todo un fenómeno social en Israel, y en estas historias se muestra como un escritor de una imaginación desbocada.


Cuerpos extraños, de Cynthia Ozick. Jamás había oído hablar de esta señora, hasta las entradas que le dedicó Óscar. Este libro es una especie de revisitación, como decimos los pedantes, de The Americans, de Henry James, pero se disfruta igual de bien sin haber leído dicha novela.


Las hermanas Makioka, de Junichiro Tanizaki. Pedazo de novela, comparable a una película de Yasujiro Ozu. Poética, lenta, centrada en la familia y en la contemplación de los cerezos en flor, todo muy respetable y muy contenido en apariencia, pero hirviendo bajo esa superficie con un conflicto entre el mundo de ayer, que no se quiere ir, y el nuevo, que no acaba de llegar. Tiene, así, cierto aire que nos recuerda a esas grandes novelas centroeuropeas situadas en la decadencia del Imperio Austro-húngaro. Apasionante.


La muñeca rusa, de Juan Miguel Contreras. El autor de este libro, antiguo librero y creador del blog El caimán sincopado, creó la Internazional samizdat para poder publicar esta estupenda novela, que espero un día poder reseñar como Dios manda. De momento, estoy disfrutando de su segundo libro, Cardiopatías.


El cercano oriente, de Isaac Asimov. Asimov es uno de esos genios a los que el mundo se les hace pequeño. No sólo fue el escritor de ciencia-ficción que todos conocemos, sino que escribió también una Historia Universal, cada una de cuyas páginas no tiene desperdicio. En este volumen, nos habla de asirios, sumerios, acadios, y lo leí en plena fiebre de epopeyas. En concreto, me acompañó en la lectura del Gilgamesh.


Bajo una estrella cruel, de Heda Margolius Kovály. Salir de Guatemala y meterse en Guatepeor (o Guateigualdemala, si preferís), léase, del nazismo al estalinismo. La vida de una judía huida de un campo de concentración en la Praga de finales de la guerra y los años posteriores. Salvadores convertidos en verdugos.


La muerte salió cabalgando de Persia, de Péter Hajnoczy. Menudo tipo, el húngaro éste. Un alcohólico crónico que murió antes de los 40 y que parece que escribió este librito en estado de ebriedad. Y no le salió nada mal.


El caballo negro, de Borís Savínkov. Entrañable terrorista que se ganó el cariño de Maugham y Picasso, entre muchos otros intelectuales de la época, Savínkov nos cuenta en forma de diario las tribulaciones de un grupo de revolucionarios bolcheviques comprensiblemente reconvertidos en antirrevolucionarios viscerales. Asesinatos a gogó y la guerra civil rusa vista desde bambalinas.


Thoreau. La vida sublime, de Maximilien Le Roy y A. Dan. Creo que éste ha sido el año Thoreau, por su aniversario o algo así. Esta novela gráfica nos da una somera, pero intensa, visión del filósofo, eremita y pananarquista norteamericano.


La promesa de Kamil Modracek, de Jiri Kratochvil. Impresionante, divertida, original y genial novela de este autor checo.


Pizzeria Kamikaze, de Etgar Keret. Después de leer la ya mencionada De repente llaman a la puerta, esperaba otra gran colección de relatos de este autor israelí. Pero en esta pizzería, escrita anteriormente, me he encontrado con muchas buenas ideas echadas a perder por la excesiva verborrea del autor. A veces hasta la imaginación más poderosa requiere un poco de contención si no quiere convertirse en pasto exclusivo de veinteañeros colocados. Eso sí, extraordinaria la historia sobre el pueblo situado a las puertas del infierno.


A la caza del amor, de Nancy Mitford. Leí esta obra en una racha de autores británicos con mala leche, y la verdad es que, pese a los grandes elogios que ha recibido, me ha dejado un poco frío. No sé si se debe a su mezcla de sátira social y biografía, centrada sobre todo en su hermana, pero me ha parecido que la autora no tenía muy claro adónde quería llegar.


El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov. La figura del perro como personaje central e incluso narrador goza de larga tradición en la literatura universal. En la rusa, además, ya nos brindó la genial Corazón de perro. En esta novela de Vladímov, el chucho en cuestión se queda desconcertado el día en que, por algún motivo inexplicable, los campos del gulag abren las puertas y dejan salir a los presos. Y a partir de ese momento, nuestro amigo no sabe qué hacer con su vida.


North and South, de Elizabeth Gaskell. Llevaba este libro años rondando por casa, y no fue hasta que leí la genial trilogía de campus de David Lodge, y en concreto la tercera parte, Nice work, que decidí que había llegado el momento. Literatura industrial con garantía inglesa del XIX.


The film club, de David Gilmour. Un planteamiento mucho más interesante que la obra en sí. Propuse esta lectura a mis alumnos, muchos de los cuales son profesores de secundaria. En ella, el autor, que no tiene nada que ver con el guitarrista de Pink Floyd, se enfrenta al problema de su hijo, drogata a punto de dejar los estudios colgados, y no se le ocurre otra cosa que permitirle al susodicho que haga lo que quiera y deja la escuela, pero con dos condiciones: dejar de meterse, y sentarse a ver, junto a su padre, crítico de cine, tres películas a la semana. El modo en que se puede educar a un hijo por medio de clásicos del cine resulta más que atractivo; el problema es que el libro no trata de eso.


Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Reader, I read it.


Limónov, de Emmanuel Carrère. Uno de los libros del año. Jamás había oído hablar de este tío, que es todo un personaje en Rusia. En esta especie de biografía (Carrère se cura en salud diciendo que es una obra de ficción), el autor nos lleva a un paseo por el tiempo, desde los años dorados de la URSS hasta su crisis y caída, pasando por la Guerra de los Balcanes. De un tirón.


No vendrá el diluvio tras  nosotros, de Joseph Brodsky. Y tanto aparecía Brodsky en el libro de Carrère, que el nene no pudo resistirse y rescató de su biblioteca esta antología del gran poeta y Nobel ruso. No es lo que se dice un libro fácil.


Nuestro pan de cada día, de Predrag Matvejevic. Fascinante viaje por tahonas, pueblos milenarios, clásicos de la literatura, refraneros y etimología.


Any human heart, de William Boyd. Menuda decepción. Boyd no es un gran autor, pero hasta ahora, todo lo que había leído de él me había entretenido y hasta interesado. Esta novela, traducida al español como Las aventuras de un hombre cualquiera, gozó de gran éxito en Inglaterra y la verdad es que el planteamiento es, a priori, bastante atractivo: una especie de historia del siglo XX paralela a la vida de un hombre, supuestamente vulgar y corriente, que vivió de cerca sus mayores acontecimientos históricos.
Cuando has leído 100 páginas y piensas "a ver si al llegar a la guerra la cosa se anima un poco" es que algo no marcha. Abandonada por aburrida.


¿Eres mi madre?, de Alison Bechdel. De esta autora había leído Fun home, sobre su relación con su padre. El libro no era precisamente fun, pero sí muy interesante. En ¿Eres mi madre? nos habla del periodo de creación de aquella novela y de su relación con la madre. La erudición de la autora a ratos me hacía sentirme como un auténtico ignorante.


Los forajidos del Misisipí, de Allan Pinkerton. Al fundador de la celebérrima agencia de detectives le dio por escribir las crónicas de algunos de sus casos más sonados, con fines más bien de marketing que literarios. Y sin embargo, este libro, uno de los muchos que escribió, tiene tanta frescura, acción y tiroteos que puede decirse que, sin darse cuenta, ni mucho menos proponérselo, el señor Pinkerton renovó el imaginario del western y sentó las bases de la literatura de detectives moderna.


Buick Rivera, de Miljenko Jergovic. Como sabemos, la guerra de Yugoslavia no empezó en 1991, y probablemente tampoco acabó en el 1999. De hecho, siguió librándose en otros escenarios. Jergovic la traslada al medio oeste americano, en las inesperadas relaciones entre dos ex-compatriotas cuyos caminos se juntan un buen día. Aunque difícilmente podía el autor escribir algo tan grande como La casa de nogal, si me decidí a leer esa maravillosa novela fue gracias a esta excelente Buick Rivera. Pocos personajes, pocos escenarios, todo ello muy teatral, buena historia y logrado final. ¿Qué más quieres, Baldomero?


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Por qué nos gusta Cartarescu


Creo no pecar de hiperbólico si afirmo que, en el ámbito de la literatura europea actual, Mircea Cartarescu es el puto amo. Huelga decir que eso no significa que sea el mejor, dado que, en literatura, hablar del más mejor siempre es una memez. Quizá sea menester, por tanto, explicar de qué hablamos cuando hablamos del puto amo, máxime tratándose de alguien discreto y modesto como Cartarescu, a quien, pese a esa mirada hipnótica, ese aire de bohemio atormentado, y ese abrumador prestigio internacional, hay que creer cuando se sacude los elogios de encima:

No vivo como un escritor y no me siento un escritor. Me siento tan sólo un hombre muy libre y, como el precio de la libertad es el más alto, muy triste. Trataré de seguir viviendo. No sé si alguna vez volveré a escribir algo ni me preocupa saberlo. No me gustaría quedar internado en el asilo de la historia de la literatura.

Éste es el Cartarescu de Lulu y El ruletista

Escritores que convierten en arte todo lo que escriben hay muchos. Casi cualquier página de, por poner tres ejemplos, Nabokov, Faulkner o Borges vale más que toda la obra de muchos otros. Sin embargo, en estos escritores es palpable la intención de crear arte; en cada una de sus líneas vemos el fruto de horas de trabajo combinado con el don, innato o no, de la palabra, para crear una prosa bella, un estilo único y una obra inmortal.

Pero eso no es así con todos los grandes escritores. Existe otro tipo de escritor, tocado también por la gracia de las musas, que es capaz de cautivarnos con una prosa sencillamente sencilla y natural de manera natural (no confundir con prosa sencilla y natural). Son escritores que, evidentemente, pulen su escritura como el que más, y que, a diferencia de tantos grandes grandísimos, consiguen una sencillez inocente que parece decirnos "no quiero crear arte, sino tan sólo contarte una historia". En fin, yo me entiendo.

Sinceramente, me vienen a la cabeza muy pocos nombres dentro de esta categoría, tan pocos como dos. El primero de ellos es W.G. Sebald, cuya escritura, que algunos definen como hipnótica, es capaz de atrapar al lector con frases de una sencillez que desarma.


Muchos autores afirman que con sus obras se dirigen al lector, a un solo e hipotético lector, y sin embargo este lector, el menda, no deja de tener la sensación de que en realidad sus páginas hablan a un público. Pues bien, de los dos escritores que, y aquí podéis moriros de envidia, escriben única y exclusivamente para mí, uno es -era- Sebald.

El otro es 1/2 Cartarescu, concretamente la mitad que ha escrito la desternillante Las bellas extranjeras, o la que nos ocupa, Por qué nos gustan las mujeres. Esta mitad de Cartarescu tiene muy poco que ver con la otra mitad, la que escribe sobre adolescentes atormentados en el infierno de sus hormonas, sobre la fisiología de los arácnidos o sobre devotos del suicidio. En el Cartarescu digamos, más lyncheano, el humor nunca está completamente ausente, si bien la atmósfera de pesadilla reinante en obras como Lulu o El ruletista lo cubre casi por completo, y uno difícilmente sale de esas impresionantes y angustiosas lecturas diciendo qué bien me lo he pasado.

Pero el Cartarescu ligeresa parece, sencillamente, otro escritor. Las bellas extranjeras, que reseñé aquí para Librosyliteratura, es uno de los libros más divertidos que he leído en mucho tiempo, y el relato que da título a la obra me hizo reír a mandíbula batiente en más de una ocasión.

Y éste, el de Por qué nos gustan las mujeres. Mejor rollo

De las cuatro obras que he leído de Cartarescu, esta Por qué nos gustan... es posiblemente, no, indiscutiblemente, la más floja, pero con este autor sucede algo parecido a lo de Woody Allen: sus obras menos logradas están muy por encima de las mejores de otros autores. Este libro de Cartarescu es en realidad, pásmense, la recopilación de artículos y relatos que el autor escribió para una serie de revistas, sobre todo Elle. Bueno, quizá aquí me esté dejando llevar por mi ignorancia y mis prejuicios y no sea consciente de que la susodicha revista es no sólo una publicación más que digna, sino todo un estandarte de la vanguardia literaria. ¿Y por qué no? También conocí, tiempo atrás, gente que compraba el Playboy porque encontraba en él artículos muy interesantes.

El caso es que, aunque estos relatos estaban, a priori, dirigidos a mujeres, en realidad, y como ya he dicho, los escribió para mí. Fijaos si no, los que, como yo, en vuestra juventud no os comíais un rosco, en este maravilloso párrafo:

Ahora pienso en Ester, con la que no me acosté nunca, una circunstancia que evoca la menuda pero tan intensa pregunta: ¿qué significa tener una mujer? Porque en realidad no has tenido decenas de mujeres con las que has hecho el amor, y en cambio sientes que nunca has poseído a ninguna más plenamente, más extáticamente, que a la pobrecilla que te ha lanzado una mirada en un trolebús abarrotado y a la que desde entonces nunca más has vuelto a ver.

Habla de mí. Yo era el rey de los trolebuses.


Don Mircea ha declarado en alguna ocasión que estas historias no son autobiográficas. Tal declaración resulta innecesaria en una época en que ni un solo escritor admite el carácter autobiográfico de la mayoría de sus obras. No sé si esta actitud general se debe a la precaución, para evitarse líos, o más bien a un deseo de fardar de imaginación. En todo caso, a nuestro autor no le duelen prendas en reconocer los orígenes de algunos de sus ejemplos más notables de desbordante fantasía. Así, en el relato sobre D., nos dice:

Más tarde, al narrar sueños en mis libros, me aproveché en innumerables oaciones, miserablemente, de una fisura en la ley de propiedad intelectual -la ausencia de copyright de los sueños- para robarle las más encantadoras y mejor trabadas visiones, los decorados más místicos, los tránsitos más discretos de lo real a lo irreal y part way back. De ella fue el sueño con el palacio de mármol invadido por las mariposas en Orbitor (...), e igualmente suyo es el sueño del inmenso recinto-cripta por el que Maria deambula durante semanas enteras sobre losas dulces de calcedonia y malaquita.

De acuerdo, es muy posible que también este párrafo sea completamente inventado, uno de esos casos en que la ficción construye una realidad basada en una ficción (seguro que esto tiene un nombre), pero de lo que no me cabe duda es que, por ejemplo, la anécdota central del relato "Con las orejas gachas", de tan surrealista y absurda que es, tiene que ser auténtica. En este relato, el narrador nos presenta a  Rodica, de quien nos dice:

Tenía también una particularidad notable. Cada dos o tres palabras decía, sin que se supiera por qué ni respecto a qué, "con las orejas gachas". Esta frase parecía salpicarlo todo, de manera imprevisible. (...) Habíamos empezado a hablar de poesía, en la terraza pobremente iluminada, de mis recientes lecturas de Ezra Pound, en concreto; yo le estaba leyendo unos versos (aquéllos de la aparición de unos rostros en una estación de metro) a lo que ella, mirando directamente al jarro de cerveza, me había respondido: "¡Sí... con las orejas gachas!", pero nos habíamos hecho amigos...


Zaraza, de Cristian Vasile, tema central de uno de los relatos

Y con tonterías como ésta, este escritor crea un puñado de relatos absolutamente redondos. El conjunto de la obra, no obstante, no está a la altura de otras del autor, pero a mí sinceramente me ha entusiasmado. Cartarescu sólo flojea cuando se pone solemne, como en los relatos "¿Quien soy yo?" y "Queremos con un cerebro de niño", así como en la historia que da título al libro, una larga lista de porques bastante divertidos y sorprendentes, que, lamentablemente, no se puede quitar de encima el tufillo paternalista de dicho título. El resto de relatos, no obstante, impecables, soberbios, sencillos, divertidos, en el estilo característico de un autor que en unos libros te lanza al pozo de tu peor pesadilla, y en otros te encandila con cuatro chorradas escritas para Elle. Eso es ser el puto amo.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Ruslán y Liudmila



Existen pocos países que sientan una devoción tan absoluta por un autor nacional como la que sienten los rusos por Pushkin. No se puede comparar esta devoción con la gloria de esos profetas llamados Cervantes, Shakespeare, Twain o Balzac en sus respectivas tierras, pues siempre habrá algún español que se enorgullezca de no haber leído el Quijote, o un inglés que piense que Shakespeare es un muermo. Pushkin, pues, de quien se dice que renovó, o, yendo aún más lejos, fundó la lengua literaria rusa, hizo en realidad algo mucho más difícil: unir a crítica y lectores a lo largo de dos siglos, y contando, en el elogio más superlativo a toda su obra.

Es habitual que, al hablar de Alexandr Serguéyevich, en primer lugar se recuerde que murió en un duelo, y en segundo lugar, se lamente que sólo se hable ruso en Rusia, pues eso, dicen, nos priva de apreciar los versos de nuestro bardo en todo su esplendor. No sorprende, por tanto, que su popularidad fuera de Rusia se deba más a sus relatos, algunos tan conocidos como "La dama de picas", sus novelas en prosa, como La hija del capitán, o a su gran novela en verso Eugenio Oneguin, en la que argumento, personajes y el espíritu del romanticismo compensan la pérdida de la magia del verso ruso. No nos paramos a pensar que poco contribuye a la popularidad de Pushkin la ignominiosa ausencia de obras como Ruslán y Liudmila en nuestro mercado editorial. En efecto, si los datos no me engañan, no existe ni una sola traducción de esta obra al español.

Frontispicio de la primera edición

El Pushkin que escribió Ruslán y Liudmila era poco más que un mozalbete lenguaraz, mujeriego, amante de la juerga, y con el descaro del niñato que, además de pertenecer a la alta aristocracia, tiene una formación humanística que ya quisiera para sí más de un catedrático de nuestras universidades. En el Liceo Imperial de Tsárskoye Seló, nuestro héroe no hizo sino consolidar su conocimiento de los clásicos que ya había iniciado desde niño en la inmensa bilioteca de su padre. Y como no sólo de Virgilio, Dante y Byron vive el poeta, su abuela materna, una humilde campesina, le había abierto desde la cuna la imaginación a la magia de los cuentos populares rusos.

Algunos de los motivos más populares de esos cuentos están ya presentes desde el mismo prólogo, que se nos antoja más bien una dedicatoria a ese mundo mágico de cabañas sobre patas de gallina, baba-yagas viajando en sus morteros, lobos, rusalkas y un gato atado con una cadena a un roble, al que da vueltas y vueltas, y le cuenta al poeta la historia que viene a continuación...

La imagen más emblemática del Ruslán

Digamos de entrada que el поэмa ruso abarca un terreno diferente del poema español. Un поэмa es una larga narración en verso, mientras que lo que nosotros solemos entender como "poema", en la lengua de Putin suele llamarse стихи, es decir, versos. Pushkin fue un genio en ambas formas, pero, volviendo a la difiucltad de traducir poesía, es cierto que la belleza, el ritmo, la creatividad y la sorprendente sencillez de sus versos sólo la pueden disfrutar al cien por cien los hablantes nativos.

Los pechenegos masacrando a las huestes de Sviatoslav I de Kiev

Así pues, dividido en seis cantos, Ruslán y Liudmila es el primer поэмa de Pushkin y está considerado un cuento de hadas épico. La historia, situada en esa fascinante época que fue la Rus de Kiev y durante el reinado de Vladimir el Grande, se abre en el palacio de éste, donde se celebra la boda de Liudmila con el gallardo y apuesto guerrero Ruslán. El matrimonio, sin embargo, no puede tener peor comienzo, pues justo cuando Ruslán, arma en ristre, se dispone a consumarlo, una extraña presencia llena la habitación y entre rayos y centellas se lleva a Liudmila y deja a nuestro héroe con dos palmos de... narices. No es de extrañar que, aparte de las críticas que cuestionaban su estilo y temática, la obra fuera recibida entre acusaciones de obscenidad.
Con la desaparición de la dulce y virginal Liudmila, comienza la aventura de Ruslán y otros tres guerreros llamados Rogday, Ratmir y Farlaf, y comienza, sobre todo, la aventura del lector. Una vez más, nos encontramos con un clásico aparentemente soso y dulzón, valga la contradicción, y que en realidad es un polvorín de magia, acción, fantasía y un surrealismo que llega a ser casi grotesco.

La bruja Naina se aparece a Farlaf

Pushkin se inspiró para esta obra en, por decirlo en una palabra, todo. Todo lo que había leído, desde los clásicos griegos y latinos hasta la literatura rusa contemporánea, pasando por las obras de Byron o Voltaire, sale a relucir en esta extraordinaria parodia, porque, en esencia, eso es lo que es. Lo que más destaca en ella, no obstante, es la parodia de las obras de caballerías, sobre todo del Orlando Furioso. Este tipo de obras, con caballeros andantes, doncellas prisioneras y perversos brujos, gozaba de cierta popularidad en la literatura de la época, pero Pushkin añadió algo hasta entonces inédito en esos tristes intentos de épica pergeñados por sus contemporáneos rusos: el humor. Ruslán y Liudmila está preñado de humor, ironía y autoparodia desde el primer hasta el último verso, y, como suele suceder con las grandes obras clásicas, es una obra de lectura fácil, apasionada e, insisto, divertida.

Preciosas escenas de la versión cinematográfica de la obra, de 1972

La incontenible fuerza visual del Ruslán ha creado imágenes inmortales que todo ruso conoce. Una de ellas es esa cabeza gigante que Ruslán se encuentra en un campo de batalla. Sorprendido, pero no mucho, el héroe le mete la lanza por el agujero de la nariz para hacerle cosquillas. A continuación escucha maravillado su trágica historia y jura venganza. Otra de esas imágenes emblemáticas podría ser cualquiera de las intervenciones de Chernomor, el perverso mago enano. Desde su entrada en escena, cuando una fila de sirvientes negros entra en el dormitorio de Liudmila transportando sobre unos cojines la barba de Chernomor, tras la cual aparece su dueño, hasta el impagable duelo entre Ruslán y el enano, con éste volando por los aires y el héroe agarrado a su barba, y que podéis ver en la primera ilustración de esta entrada, pasando por Ruslán llevándoselo metido en su faltriquera, esta obra rebosa imágenes icónicas en la cultura rusa.

Vladimir el Grande, Gran Príncipe de Kiev

Aparte de toda la historia de la literatura occidental y rusa, la otra gran fuente de inspiración en esta obra de fantasía es, curiosamente, la historia. Así, por ejemplo, los nombres de muchos de los personajes están sacados de la Historia del estado ruso, de Karamzin, del mismo modo que algunos de los hechos narrados tienen una incuestionable base histórica. Entre éstos destaca el asedio a la ciudad de Kiev por parte de los pechenegos, que tuvo lugar en repetidas ocasiones hacia finales del primer milenio. Los pechenegos eran un pueblo seminómada que hablaba una lengua emparentada con el turco, y que habían ido avanzando desde Asia central hasta  Bulgaria, Hungría y Ucrania. Sus enfrentamientos con la Rus fueron constantes, y se dice que tras matar a Sviatoslav I de Kiev, padre de Vladimir I, personaje del Ruslán, se hicieron un cáliz con su cráneo. La escena final del poema se centra en la lucha de Ruslán contra los pechenegos que asedian la ciudad.

Pushkin recitando ante Derzhavin

Hablaba más arriba del Pushkin que escribió Ruslán y Liudmila, que era un hombre muy diferente del hombre que escribió el epílogo, varios años más tarde. El joven poeta apasionado, amante del vino, del juego, de la risa y de las mujeres se ha convertido en un hombre maduro, con no menos pasión pero sí con la carga del desencanto encima. Pushkin, que siempre combinó su innata rebeldía con su proximidad al zar, y a quien de hecho el zar mismo protegía y censuraba, había visto a algunos de sus amigos ejecutados o exiliados por haber tomado parte en la Revuelta Decembrista de 1825. Ahora, lejos de los salones de Petersburgo, donde antaño deslumbrara a todo el mundo literario y sedujera a todo el mundo femenino, desde una curva del Cáucaso, triste y solo el poeta recuerda a la última rubia que vino a probar el asiento de atrás.



miércoles, 6 de noviembre de 2013

¿Cuándo se jodió la URSS, vampirito?

Instituto de Lengua Rusa Pushkin

La memoria es un instrumento muy rudimentario y poco fiable. Los recuerdos de nuestra juventud nos llegan hoy tamizados por los años, endulzados por la nostalgia, y distorsionados por el hecho de que la persona que los vivió nos parece hoy prácticamente un extraño. Y han pasado ya 24 años de mi viaje a la Unión Soviética.

Al buscar información sobre algunos hechos que voy a mencionar en esta entrada, me he encontrado con datos que contradicen mis recuerdos. Respecto al rublo de oro, por ejemplo, sólo he encontrado referencias a los tiempos del zar. Y sin embargo, yo estoy convencido de que había algo llamado rublo de oro, que nos benefició enormemente en un momento muy concreto. Asimismo, no he encontrado ninguna referencia a la retirada de los billetes de 50 rublos, que a tanto ahorrador en negro perjudicó, y que nosotros supimos aprovechar para dejar bien alta nuestra reputación como país de pícaros. De la misma manera, el nombre del embajador español que yo recuerdo no se parece nada al que nos indica wikipedia.


A estos datos, supongo que incuestionables, que ponen en evidencia la escasa solvencia de mi memoria, hay que añadir que muchas de las cosas que hicimos parecen, con el recuerdo, haber sido guiadas por una especie de mano de santo. Estoy convencido de que, en los aspectos prácticos de la vida cotidiana, pocas veces me vi en la tesitura de tener que tomar una decisión importante, pues siempre había alguien con más experiencia o más información, que me inidicaba los pasos que había de tomar. Dado que soy un auténtico pardillo, aún me asombro al pensar que no cometí ninguna metedura de pata gorda, no me robaron, no me timaron y no me arrestaron. Bien mirado, sin embargo, podría decirse que esa sensación indica que, en los pocos meses que estuvimos allí, todos conseguimos integrarnos plenamente en aquella vida de privaciones, caótica, bañada de gris y que me empapa de nostalgia cada vez que la recuerdo.
Así que disculpad los más que posibles errores factuales y permitidme que me ponga medio lírico en un par de ocasiones.

Partida
Desde un camino forestal cerca de Premià, a través de los cristales empañados del coche vimos cómo el cielo empezaba a teñirse de rosa sobre el mar. Levantamos el respaldo de los asientos, puse el coche en marcha y fuimos en silencio hasta su casa. Aparqué. Después de un largo silencio, nos dimos un último beso. Entonces, en un susurro prácticamente imperceptible, S. me dijo:
-Te quiero.
En diez días, se iba a vivir a Alemania, donde la esperaba su novio. En una semana, yo me iba a la Unión Soviética, donde me esperaba quién sabe qué. S. había intentado varias veces poner fin a la relación, pero a base de insistir o de poner morritos, yo siempre conseguía que cediera. Quizá mi vida hubiera sido diferente si aquella madrugada le hubiera respondido de otra forma. Pero también podría haber acabado todo diez minutos más tarde, cuando, de vuelta a Barcelona por la N-II, me caía de sueño al volante. Naturalmente, en aquel momento, y a mis 21 años, no pensé en las vueltas que podrían dar nuestras vidas. Así que simplemente, en uno de mis ataques de sinceridad y no sin cierto afán de sacrificio, decidí que lo mejor para los dos era hacer, literalmente, oídos sordos a su declaración.
-Adiós -le dije.

Lo dicho. Apenas una semana más tarde, subía, junto con siete u ocho compañeros de mi clase de ruso, a un avión de las líneas aéreas rumanas que nos había de llevar a Moscú, con escala de día y medio en Bucarest. De las impresiones de aquella brevísima estancia ya dejé constancia al final de esta entrada.

Unión Soviética, 1990
A finales de aquel año, la mayoría de la población de la URSS encaraba cada día como una operación de supervivencia. Los afortunados que tenían una bolsa de plástico salían pertrechados de ella a buscar alguna cola. Dichas colas eran completamente erráticas, aparecían y desaparecían como los ojos del Guadiana, y no era raro que se formara una para comprar, por ejemplo, jabón en una tienda de sombreros. Pero en todo caso, no había error posible en el binomio cola = artículo de primera necesidad que dentro de dos horas se habrá agotado.


No hay sitio aquí para explicar por qué la Unión Soviética que me esperaba se encontraba al borde del colapso. Entre otras muchas razones, es sabido que el país no pudo aguantar el ritmo que Reagan había impuesto a la carrera armamentística. Dentro del país, la corrupción había hecho que muchísimos productos, tanto de lujo como de primera necesidad, no llegaran a entrar en las redes de distribución y pasaran directamente al mercado negro. Era cada vez más evidente la imposibilidad de mantener a la población en la ignorancia respecto a la vida en occidente, y las historias sobre la decadencia moral y la miseria que reinaban en el mundo capitalista hacía décadas que no se las creía nadie. La gente había podido soportar la falta de libertad y la calidad de los artículos de producción soviética mientras las tiendas estaban abastecidas, pero había llegado un momento en que el orgullo de ser una supuesta superpotencia no bastaba para compensar a la población por las privaciones que pasaba. "Libertad, sí, muy bien, pero para comer ¿qué?", oí rezongar a más de un taxista.

No obstante, todo esto era muy reciente. Los acontecimientos, inevitables o no, se habían precipitado con la llegada al poder de Gorbachov, tan denostado en la URSS como admirado en occidente. Así, justo es reconocer que la vida que yo conocí era muy diferente de la que habían vivido los ciudadanos soviéticos hasta hasta hacía pocos años.

Mathias Rust y su avioneta, en plena Plaza Roja

La caída en picado de aquel gigantesco imperio estuvo marcada por sucesos a veces trágicos, otras veces casi ridículos, ocurridos con sorprendente regularidad a lo largo de los sies años del mandato de Gorbachov. El creador de la perestroika llegó a la dirección del PCUS en 1985. Casi lo primero que hizo fue admitir el estancamiento de la economía soviética y poner en marcha una serie de reformas económicas con el fin de reconducir la situación. Un año más tarde tenía lugar el desastre de Chernóbyl, de proporciones colosales, y que ponía en evidencia, entre otras cosas, las terribles consecuencias internacionales de la política de encubrimiento y censura soviéticas.
En 1987 tuvo lugar un incidente aparentemente menor, pero muy representativo de lo que estaba ocurriendo. Un aviador alemán llamado Mathias Rust consiguió burlar las defensas antiaéreas del segundo ejército más poderoso del mundo y aterrizar en la mismísima Plaza Roja. Este incidente le vino de perlas a Gorbachov, que lo aprovechó para deshacerse de su ministro de defensa, del comandante de defensa antiaérea, y depurar el ejército de todo quisqui antiglasnost y antiperestroika que se le había puesto por delante. Hasta 2.000 se cargó el tío.
Un año más tarde, estallaba el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán por la región de Nagorno-Karabaj. Las repúblicas se subían a las barbas del Kremlin. Lo impensable se iba convirtiendo en posible, probable e inevitable. Y por fin, en 1989, caía el muro de Berlín.

Primeras impresiones
Llegados a Moscú, lo primero de lo que nos dimos cuenta es que, después de tres años de nueve horas de ruso a la semana, no entendíamos nada. Éramos capaces de traducir notas de prensa de la agencia TASS y fragmentos de discursos del PCUS, por lo que, si hubiera ido a recibirnos el Ministro de Exteriores o el Presidente de este o aquel Sóviet, quizá nos hubiéramos enterado de algo. Pero lo cierto es que en la Escuela de Traductores no nos habían preparado para entender al miliciano que controlaba los pasaportes, al pseudo taxista que nos llevó a la residencia, ni al conserje que nos asignó las habitaciones. De hecho, no sabíamos ni decir "hola". Zdravstvuite es el saludo formal. El informal priviet no lo habíamos oído nunca.


Primeras dos o tres semanas, en las que los ocho o diez españoles vamos descubriendo la ciudad juntos. Extiendes un brazo y el primer conductor que pasa se detiene. Diez rublos al centro. Conductores que guardan los limpiaparabrisas en el interior del coche, y los colocan cuando empieza a llover. Mujeres con dientes de oro. Muchos. Gafas con más pasta que cristal. Desesperada búsqueda de una shapka para mi cabezón; tuve que comprar tres, las dos primeras me dejaban un surco en la frente y me apepinaban la cabeza. Servicio de metro espectacular, columnas con sus capiteles y todo, esculturas y pinturas en las estaciones. En supermercados y librerías, las cajas registradoras son la excepción. Todas las cajeras utilizan ábacos. Y mueven los dedos a una velocidad de vértigo.

Clases
Apenas recuerdo a cuatro de nuestros profesores. En primer lugar, estaba Grigori, a quien ya mencioné aquí. Grigori era nuestro profesor de literatura, y consiguió que por lo menos yo no haya olvidado jamás el nombre de Zóschenko. Sin embargo, más que hablar de autores soviéticos, con él lo que más nos gustaba era oírlo despotricar, dentro de los límites de lo razonable, claro está, contra el sistema. El pobre Grigori, que debía de tener alrededor de 40 años, parecía un hombre prematuramente derrotado por la vida, y sólo ahora, con el régimen soviético tambaleándose, se veía capaz de sacar de dentro toda aquella rabia acumulada. La glasnost había permitido la aparición de publicaciones independientes, y la recién adquirida rebeldía de Grigori se expresaba, por ejemplo, en forma de encendidos elogios a Aргументы и факты, es decir, Argumentos y Hechos, al que definía como el mejor periódico del país. Puede sorprender, en una persona culta, esa admiración por una publicación como ésta:


... pero claro, toda la vida leyendo el Pravda tiene que tener sus consecuencias.

Teníamos también una asignatura de pronunciación, impartida por una profesora joven, guapísima y muy competente; una de conversación, por otra profesora excelente, y una asignatura llamada страноведение (stranovedenie), que consistía en algo así como el estudio de la organización política y administrativa del país, y que era absolutamente soporífera. La impartía un profesor soso y desmotivado que era capaz de dormir a las ovejas. Eso sí, stranovedenie me brindó, en el momento del examen final, un momentito de revancha. Sucedió cuando el profesor, que había decidido hacernos un examen oral, preguntó a R.
La convivencia durante meses en una misma habitación puede tener graves consecuencias para la amistad, y algo de esto hubo entre R y yo. Por eso, no pude evitar el regodeo cuando mi antiguo amigo fue incapaz no ya de responder, sino ni tan siquiera de entender las preguntas del profesor. Éste, sin embargo, debía de sentirse piadoso aquel día, y decidió darle a R una última oportunidad.
-Acércate al mapa.
R así lo hizo.
-A ver, señálame Armenia.
Con titubeante determinación, mi compañero estampó el dedo en mitad de Hungría.
-Hay que estudiar más -dijo el profesor.

Mustafá
El Pushkin era una ciudad vertical. En sus catorce inmensas  plantas vivían todo tipo de nacionalidades, culturas y estilos de vida juntos, pero no revueltos, y en ocasiones los estudiantes tenían que compartir espacio con seres de otro planeta. Así, en nuestra habitación vecina, con baño compartido, teníamos al norcoreano Song, un tipo solitario y discreto, al que era difícil arrancar dos palabras, y al que hoy me comería a preguntas.
En otras habitaciones vivían familias, padre estudiante, madre estudiante, y niño nacido en el Pushkin, como quien dice. Y hablo de habitaciones de 7 u 8 metros cuadrados. Otros tenían allí su negocio, como los vietnamitas, a quienes uno jamás veía por los pasillos del Instituto, y que se dedicaban a proveer de champán y pepsi a toda la residencia
Era imposible, pues, saber qué se escondía tras las puertas de aquellos interminables pasillos, inhóspitos durante el día, por los cuales transitaban incomprensibles y severas señoras de la limpieza, que jamás sonreían, y que probablemente consideraban que su licenciatura en arquitectura o física merecía un reconocimiento profesional mayor.


Entrar en la habitación de Mustafá era penetrar en uno de esos incontables microcosmos, un ambiente perfumado a incienso, con cálidas alfombras, cojines de colores, y, a diferencia de nuestra habitación, alma de hogar. Mustafá era de Uganda, aunque sería más preciso definirlo como ciudadano del Pushkin, y debía de llevar unos cuantos años en el instituto, años que él iba alargando con la excusa, suponíamos, de terminar su tesis doctoral. Como algunos otros estudiantes de países en vías de desarrollo, se había hecho su vida en Moscú. En todo caso, lo más probable era que no volviera nunca a vivir en su país.
A Mustafá nadie podía exponerle directamente las razones de su visita, pues se habría sentido ofendido. Las visitas a su piso se regían por un estricto ritual que consistía en agasajar al visitante con un derroche de hospitalidad africana. Se sentaba uno ante él, que estaba recostado en su cama, y esperaba a que, tras servirle un vaso de vodka, coñac o una copa de champán, le hiciera la primera pregunta.
-¿Cómo va todo, amigo?
-Bien, muy bien.
-Ah, cuánto me alegro. La familia, ¿bien?
Las clases, el frío, mi país... La cortesía se alargaba los minutos que fuera necesario, hasta que por fin Mustafá preguntaba:
-Bien, ¿y qué puedo hacer por ti?
Y sólo entonces respondía uno:
-Quería cambiar dólares.
-Ah, estupendo. ¿Y cuántos quieres cambiar?
No había cantidades pequeñas ni grandes. Quisieras cambiar 200 dólares o 20, Mustafá te agradecía de corazón tu visita, tus dólares, y te hacía sentir como si le estuvieras haciendo un enorme favor al elegirlo como cambista. Ofrecía el mejor cambio de todo el Pushkin, y era capaz de competir con los cambistas de la Lumumba.

Otra vista del Pushkin, con la residencia detrás.

Un día vi la otra cara de Mustafá. Estaba yo, como de costumbre, sentado ante él en un taburete e intercambiando cumplidos mutuos, cuando alguien entró al piso sin llamar. De repente, Mustafá se abalanzó sobre el escritorio, abrió un cajón, sacó un machete y salió disparado hacia la puerta, que yo no podía ver desde donde estaba. Oí unos gritos en una lengua desconocida para mí y a continuación un  portazo. Al cabo de unos segundos mi anfitrión volvió a entrar, algo alterado. Sin embargo, para cuando hubo devuelto el machete al cajón y se hubo recostado de nuevo sobre los cojines, ya había recuperado la compostura.
-Cuánto lamento la interrupción, amigo.
Unos meses más tarde, ya de vuelta en Barcelona, oí que a Mustafá le habían dado una paliza en la calle.

Más impresiones
Gris. No sólo el del cemento. También el del cielo, el de la nieve sucia, el de los abrigos. Las pocas notas de color en las calles eran el rojo de los ubicuos anuncios de Pepsi y, en alguna calle del centro, los colores de, si no recuerdo mal, Esteé Lauder. Gris acentuado en el recuerdo por la escasez de luz y la calidad de los carretes de fotos.


Frío. Recién llegados del setembrino calor barcelonés, nos embutimos en nuestras camisetas térmicas y gayumbos largos. Más adelante, nos acostumbramos, nos limitamos a abrigo, tejanos, shapka y botas y, hasta 15 bajo cero, no se pasaba especialmente mal. El cuerpo se convierte en un termómetro infalible. Salías a la calle, decías hoy debe de hacer menos 10, y acertabas.
Terroríficas leyendas. Historias de apéndices faciales que se congelan y se caen, y de viejas que te ven sin bufanda y se ponen a frotarte la nariz.
Mercados callejeros, donde por fin encontré una shapka de piel de mapache lo bastante grande para mí. Precios de lujo para el bolsillo ruso, abundancia de productos de todo tipo en mercados casi exclusivamente en manos de georgianos, azerbaiyanos y armenios.
Los quioscos de kvas, bebida tradicional rusa omnipresente en los manuales de lengua, siempre cerrados. Nos fuimos sin poder probarlo.

Comida
En el Pushkin había una stolóvaya (cantina) y un pequeño bar. La primera vez que entramos en éste, había en el mostrador un par de latas de pepsi, embutido, pan negro, leche, y tres o cuatro cosas más. No sabíamos entonces que, comparado con lo que vendría más tarde, aquello era el cuerno de la abundancia.
La stolóvaya era un buen sitio para desayunar. Tenían una kasha -una especie de gachas de avena- muy apetitosa, siempre que uno no le hiciera demasiado asco a las cucarachas que se paseaban entre las ollas o incluso por la bandeja. Las comidas que ofrecían a mediodía, a base de patatas, remolacha, carne de ínfima calidad y kéfir, nos permitían quedarnos en la residencia los días de lluvia, resaca y ganas de ahorrar.

Inauguración del primer McDonald's

Apenas unos meses antes de nuestra llegada se había inaugurado el primer y hasta entonces único McDonalds de toda la URSS, sito en la Plaza Pushkin. Las colas para entrar en él podían obligarte a una espera de entre media hora, si ibas un día entre semana por la mañana, a dos o tres horas un sábado por la tarde. En esas ocasiones, la cola se extendía en zigzag por toda la Plaza Pushkin, que no es pequeña precisamente. Naturalmente, había un modo muy sencillo de saltarse la cola: pagarle el correspondiente dinero (uno o dos dólares) al soldado de turno. No había necesidad de actuar con discreción. Se acercaba uno a él, le entregaba el dinero, y pa' dentro. Nadie se enfadaba, nadie se molestaba, todo el mundo lo entendía.

Kéfir, embutido y, para variar, pan blanco

Una vez dentro, podías disfrutar de una experiencia probablemente única en el mundo de los McDonalds: ser atendido por tres jóvenes atentos, sonrientes, radiantes, felices, que te deseaban un buen día y veías que lo decían de corazón. Los precios, aunque baratísimos para el bolsillo occidental, estaban fuera del alcance del ruso medio, y por ello era normal ver a una familia pasarse tres horas compartiendo un batido.

Otra opción para comer pasaba por ir a una cooperativa, una especie de restaurante privado, negocio legal por primera vez desde el NEP gracias a la Ley de Cooperativa de Gorbachov, y donde por 10 rublos uno podía disfrutar de una comida  más que pasable. Estas cooperativas eran muy discretas, uno podía pasar por delante sin saber que allí había comida. En el interior eran casi todo hombres, y se respiraba un ambiente algo raro, como si se esperara de un momento a otro una visita no deseada.

Llegado el invierno, la stolóvaya dejó de servir comidas, y a duras penas tenía kasha para abastecer a todas las cucarachas y los pocos estudiantes que todavía nos acercábamos por allí. En el bar, que extrañamente seguía abierto, no quedaban más que los pósters descoloridos de modelos vietnamitas o búlgaras. Afortunadamente, a estas alturas ya éramos unos veteranos en supervivencia, y cada pocos días nos aprovisionábamos de kefir, uvas, plátanos y avellanas en algún mercado callejero.

Eso sí, cuando apretaba el hambre de verdad, sólo había un sitio. Llegué a zamparme nueve hamburguesas en una tarde.

Diplomacia
A las pocas semanas de haber llegado a Moscú, recibimos una invitación nada menos que de la Embajada de España, para una pequeña presentación y reunión informal. Té y pastitas, vamos.
No sé si esto era parte del convenio con nuestra Escuela Universitaria. La verdad es que, como ya he dicho, al recordar todos estos episodios, tengo la sensación de que había una especie de mano mágica que se encargaba de todo. Probablemente eran las chicas del grupo.
 El señor Embajador y su esposa fueron amibilísimos, nos dieron consejos bastante útiles para la vida en Moscú, y se mostraron muy interesados por nuestros estudios y proyectos. En todo caso, no tardamos en darnos cuenta de que habíamos sobrestimado la importancia de la palabra "informal", porque allí nos presentamos de una guisa que dejaba bastante que desear: muchos tejanos, barba de tres días, zapatillas de deporte y riñoneras que desentonaban un tanto en el salón del embajador. Ninguno de nosotros estaba acostumbrado a tamaña formalidad, por muy informal que fuera ésta. Recuerdo que hubo quien, taza de café en una mano, se peleó con unas extrañísimas pinzas para coger una galleta de la bandeja que la sirvienta sostenía ante él con encomiable paciencia. Tras un violento silencio de más de un minuto, consiguió hacerse con la elusiva galletita, para luego, sin saber qué hacer con ella y con la otra mano ocupada, proceder con gran delicadeza a depositarla sobre su rodilla.

Encantadoras ediciones de libros para niños

Por eso, cuando días más tarde recibimos otra invitación de la embajada, con motivo del Día de la Hispanidad, para una recepción en uno de los restaurantes de más postín de todo Moscú, nos juramentamos para no caer por segunda vez en el mismo error. Peluquería, ropa planchada, vestidos, alguna corbata y rumbo al restaurante. Allí pudimos constatar que nuestro esfuerzo había sido en vano. Aquella recepción, habitual por otra parte, era una costumbre pensada sobre todo para los Niños de Moscú, aquellos hijos de republicanos que sus padres enviaron a Rusia para salvarlos de los estragos de la Guerra Civil. Estos niños rondaban hoy los 60 años, seguían hablando, en su mayoría, un español impecable, y sufrían, naturalmente, las mismas privaciones que sus vecinos. Para ellos aquella recepción era, pues, un auténtico oasis en medio de la economía soviética. Cada vez que el camarero salía de la cocina con la bandeja de canapés, no podía dar más de dos pasos antes de que se la vaciaran. Llevábamos apenas un mes en Moscú, pero comprendimos perfectamente aquella voracidad.

Comprando libros
Como todo el mundo sabe, en los regímenes comunistas no existe el desempleo. Una de las mejores maneras de observar en qué se ocupaba la población activa era en las librerías.
Dom knigi era una de las mayores librerías del país. A diferencia de otras tiendas del estado, La casa del Libro no estaba desabastecida. Sus enormes estanterías estaban repletas de libros, y uno podía encontrar allí los más de cincuenta volúmenes de las obras completas de Lenin, todos los clásicos del XIX, las ediciones cubanas de Lorca, Machado y Pérez Galdós, y diccionarios bilingües ruso-persa. Si uno sabía buscar, podía adquirir a precio de ganga auténticas joyas. El problema era que esa búsqueda no resultaba fácil. Un mostrador tan largo como la estantería se interponía en todo momento entre cliente y libros. Si uno quería hojear un libro, tenía que pedírselo a una de las incontables dependientas que pululaban por ahí con cara de mala hostia. Como podéis imaginar, había que seleccionar muy bien el libro que queríamos que nos mostraran, dado que nadie se atrevía a pedir su ayuda más de tres veces. Pero un momento, ¿qué es ese ruido? Un creciente rumor recorre la librería. La gente empieza a andar de un lado para otro con rostro expectante. Sin llegar a correr, tres o cuatro sí empiezan a andar a grandes pasos. En algún momento, me consta, ambos pies pierden contacto con el suelo.


En otro rincón de la librería hallo la explicación. Ha llegado una remesa de diccionarios inglés-ruso. La gente se agolpa ante el mostrador, y empiezan a comprarlos a porrillo. Aquél al que le llega el dinero, compra tres o cuatro ejemplares; el que tiene menos, sólo uno. Al cabo de un rato no queda ni un solo diccionario. Pero si os habéis quedado sin uno, no desesperéis. Volved mañana mismo y, a la puerta de la tienda, veréis a los compradores de hoy vendiendo los preciados diccionarios por cuatro o cinco veces su precio.

Red de informadores
En aquella sociedad era fundamental tener un servicio de inteligencia de confianza. Y si no, que se lo digan a los vietnamitas.
Una noche en la que no recuerdo qué estábamos haciendo, llegó alguien de repente con la noticia de que el gobierno acababa de anunciar la retirada inmediata de los billetes de 50 euros. Todos los ciudadanos que tuvieran en casa dinero en billetes de esa denominación podrían cambiarlos en el banco al día siguiente. Naturalmente, había un límite al número de billetes que se podían cambiar, y cualquier cantidad superior sería imposible de justificar. El gobierno quería combatir así la economía sumergida.
Como todos los residentes en el Pushkin, cada uno de nosotros tenía unos buenos cientos de rublos en billetes de 50. ¿Qué hacer? Alguien tuvo la brillante idea de gastárselo inmediatamente, así que, ni cortos ni perezosos, subimos al piso de los vietnamitas, que eran los proveedores oficiosos de champán y que, para su desgracia, jamás se dejaban ver por la sala del televisor. Les compramos unas cuantas docenas de botellas. Debieron de pensar que habían hecho el negocio del año.

Una mañana un compañero llamó a la puerta, nos despertó y dijo algo así como: hoy es el día.
Llevábamos ya varias semanas en el Pushkin y todavía no habíamos pagado el curso. Por culpa de algún malentendido, no estábamos de acuerdo con la cantidad que nos pedían, que se alejaba mucho de lo que nos habían dicho en Barcelona. El consiguiente follón puso en una situación comprometida al departamento de ruso de nuestra universidad y complicó las cosas un poquito más a la próxima quinta. Pero lo cierto es que, en mi caso, si me hubieran dicho que costaba lo que ahora pedían, ni me habría planteado el viaje. Por suerte, nuestro servicio de inteligencia era infalible, como se demostró un par de horas más tarde. Tras rellenar incontables impresos en el banco, descubrimos que, gracias a haberlo pagado aquel día, en que el rublo de oro estaba en su cotización más baja, el curso nos salió por un precio tres veces inferior al que habían pagado los estudiantes más cumplidores. Ahora por fin podíamos faltar a clase con la frente bien alta.

La farándula
Un día llegó al Pushkin un señor del cine. Buscaba sofisticados rostros occidentales para hacer de extras en una película que se iba a titular гангстеры в океане (Gángsters en el océano). Pagaban cuatro duros, pero nos daba la oportunidad de vivir una experiencia nueva y ver de cerca a Anna Samokhina, un bellezón cuyo rostro se podía ver en los carteles de películas que aportaban un poco de color a las calles. El cazatalentos nos pidió una foto en la que saliéramos favorecidos y al día siguiente vino con un autocar a recogernos y llevarnos al estudio.

Anna Samokhina

Los que hayáis estado en un rodaje, sabréis que pocas cosas hay en este mundo más aburridas. Nuestro papel como extras consistía en beber, charlar, fumar y reír con elegancia en el restaurante de un barco, mientras un crooner ruso cantaba Georgia on my mind, de Ray Charles. Debí de oír la cancioncita por lo menos treinta veces aquel día. Mientras tanto, la Samókhina se tumbaba en el sofá con aires de diva agobiada por los aspectos más mundanales del estrellato. 
Terminada la jornada, teníamos muy claro que al día siguiente no volveríamos allí ni locos. No obstante, a la mañana siguiente, a la hora convenida oímos los golpes en la puerta. Los tres chicos que compartíamos habitación estábamos durmiendo con nuestras respectivas. Nos hicimos los sordos y seguimos en la cama, con los ojos bien apretados. Se repitieron los golpes, hasta que al final, alguien abrió la puerta de la habitación. Supongo que, al encontrarse con tres parejas profundamente dormidas en sendas camas, quienquiera que había entrado sintió algo de pudor ante la perspectiva de decirnos "venga, perezosos, al rodaje". Se marchó en silencio, sin dar un triste portazo siquiera.
Hace un par de años, descargué la película. Pasé el cursor adelante y atrás, pero no había ni rastro de la escena en el restaurante y ni un solo acorde de Georgia on my mind. No había quedado nada de aquella escena, ni con nosotros ni con nadie más. Un día entero de rodaje tirado por la borda, nunca mejor dicho. Así, mi gloria cinematográfica se reduce a "yo eché a perder una escena de Gángsters en el océano".
Gangsters en el océano, o mi frustrado pasaporte al estrellato

Tiendas
Este apartado puede resumirse en una foto.


Claro que también podríamos hablar de los almacenes GUM, Principales Tiendas Universales. Ir a los GUM significaba hacer la compra con la mayor comodidad imaginable. Así, en lugar de recorrer uno tras otro todos los supermercados y tiendas estatales del barrio, siempre vacíos, en los GUM uno tenía todas las tiendas vacías juntas.

вечеринки 
Vecherinka significa fiesta, y es una de las primeras palabras que aprendía el residente del Pushkin. Estas fiestas solían celebrarse en la cocina que había en cada planta, por lo que, al caer la tarde, debía uno informarse y preguntar por ahí en qué кухня de las catorce que había era esa noche la fiesta. Éstas empezaban lo bastante tarde como para que no hubiera nadie ya cocinando, pero en la de mi cumpleaños una señora india tuvo que prepararse el curry con bastante ruido de fondo.

Bailando merengue en una de nuestras вечеринки. Esa cocina todavía se llenaría mucho más.

Los latinoamericanos eran los amos de la noche. La inmensa mayoría de ellos no residían ni estudiaban en el Pushkin, sino en la vecina Universidad Patrice Lumumba (hoy Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos). Supongo que las normas en aquella universidad eran bastante más estrictas que en nuestra residencia, donde los milicianos encargados de vigilar la entrada y de que no entrara nadie ajeno al instituto (todos teníamos nuestro carnet) se contentaban con unos pocos rublos para hacer la vista gorda.
A diferencia de la Lumumba, en el Pushkin había muchos estudiantes como nosotros, que no iban a Moscú becados para cinco años, es decir con necesidad de aplicarse en los estudios. A diferencia de ellos, muchos de nosotros, españoles, norteamericanos, italianos y alguna nacionalidad más, veíamos el final de nuestra estancia a la vuelta de unos meses, teníamos nuestros dólares y, sobre todo, muchas ganas de juerga. Este carácter de algunos estudiantes, unido a la permisividad de milicianos y autoridades del instituto hacían del Pushkin un imán para otros estudiantes internacionales, buscavidas soviéticos, y amantes de la fiesta en general. Entre estos últimos destacaban cubanos, venezolanos, colombianos y dominicanos, quienes, huelga decirlo, imprimían a las вечеринки un aire bastante poco eslavo. De hecho, nuestra banda sonora de aquellos meses consiste en La Bilirrubina, que un año después arrasó en España.

¿Qué os decía?

Lógicamente, la permisividad de aquellos corruptibles milicianos no dejaba de entrañar algunos riesgos. Una mañana tras una vecherinka de órdago, llamó alguien a la puerta de nuestra habitación. Al abrir me encontré con Juan el Venezolano, que, sin molestarse en saludar, me preguntó:
-Oye, ¿quién me apuñaló anoche?
 Acto seguido se estiró el cuello de la camiseta para mostrarme el tajo que le recorría el hombro como un desfiladero de película de Spielberg. Recordé a aquel karateka azerbayano con mallas de piel de leopardo, que se había pasado la noche abrazado a la botella de ron y exhibiendo su marcial arte. Le respondí a Juan:
-Yo no.
Naturalmente, ni Juan ni el azerbayano residían en el Pushkin.

Fuera de aquellas cocinas, las posibilidades de fiesta se reducían hasta niveles norcoreanos. Las discotecas eran en aquel entonces algo prácticamente desconocido, y la idea de salir a tomar algo era tan inconcebible para un ruso como ir a Marte. Había, eso sí, algunos escasísimos bares de divisas, que era como se llamaban, donde pagando en dólares podías tomarte una cerveza, y dos y tres, algo que nos parecía milagroso. Estaban frecuentados, como es de suponer, únicamente por extranjeros, pero en honor a la verdad, eran lugares (hablo en plural aunque de hecho sólo conocí uno) bastante civilizados. Y digo esto porque el otro recurso para buscar un poco de marcha era ir a un hotel.
Juan el Colombiano (también había un Juan el Cubano) ya había intentado impresionarnos a los pocos días de nuestra llegada con una cena que organizó en un hotel cercano al Pushkin. La cena incluía champán a gogó, mucha pepsi, caviar, salmón y espectáculo de striptease, todo ello en un exquisito ambiente de señores barrigones y putas borrachas. El paradigma del refinamiento, si lo comparamos con nuestra visita al Intourist.

El antiguo Hotel Intourist

Su eslogan podía haber sido "somos más que un hotel". Aparte de la agencia de viajes más grande del mundo, el Intourist, fundado en 1929 por Stalin, tenía entre su personal, según wikipedia, agentes del NKVD y, posteriormente, del KGB.
Una de aquellas tardes en que decidíamos buscar un poco de diversión que fuera más allá del ron y la bilirrubina, se nos ocurrió meternos en aquel inmenso y monstruoso edificio que, por lo visto, ya no existe. En la planta baja había una especie de terracita interior la mar de agradable, donde uno podía tomarse un café bastante decente. Un ambiente tranquilo, si no fuera por ese murmullo de fondo que parece proceder del sótano. Un par de nosotros decidimos aventurarnos por pasillos y escaleras, a ver si conseguimos desentrañar el misterio. El murmullo ha ido subiendo de tono hasta convertirse en inconfundibles gritos, risas, cánticos alcoholizados y música a todo trapo. Una puerta con unas escaleras que se precipitan hacia abajo nos revela el origen de aquella orgiástica fanfarria. Humo, ruido salvaje, y decenas de lo que parecían altos ejecutivos alemanes o ingleses saltando sobre las mesas, dando tumbos por la pared o desparramados sobre una silla con una puta en cada pierna. Si los del KGB buscaban el modo de hacer chantaje a gente de pasta, en aquel bar no daban abasto con las fotos.

Vida cultural
Hice lo que pude. Vi alguna que otra obra de teatro entera. Me fui al descanso de El doctor Zhivago, de la que, de todas formas, no entendía nada, para llegar al McDonalds antes de que cerrara. Aguanté la mitad del ballet El maestro y Margarita. Y no sé cómo, me tragué una ópera norcoreana de principio a fin. Era la única oportunidad de ver un espectáculo en el Bolshói. Con subtítulos y todo, como si hiciera falta seguir el argumento. En mi vida he visto semejante bazofia.

Algo estaba cambiando en el país

Algunos conciertos de rock. Al igual que empresas como Pepsi y Marlboro, había artistas que querían ser pioneros en la URSS. Así, fui a ver a Leo Sayer, a quien nos presentaban como una auténtica leyenda de la música. También asistí al concierto de Zucchero en el Kremlin.
Arrasé en librerías, donde me hice con verdaderas joyas, algunas de las cuales he perdido en las siete u ocho mudanzas que he tenido desde entonces. También en Melodia me hice con un buen surtido de LPs. Ya ves tú, qué hago ahora con eso.
Por lo demás, poco cine. En el Festival de Cine Español vi Las cartas de no sé quién, sobre la inmigración.
No recuerdo qué más. No había mucho donde elegir. Y hacía mucho frío. Lo siento.

Últimas impresiones
Todo vacío. Tiendas, bares, supermercados. Vacíos. Borrachos dormidos de pie. Nieve perpetua. Con la Navidad y la llegada del invierno, se van los primeros estudiantes, entre ellos mi chica, que vuelve a un país nuevo. El suyo, la RDA, ha dejado de existir. Alguna vecherinka debe de haberse desmadrado, y ya no permiten las fiestas en las cocinas. Una indolencia oblomoviana se apodera de nosotros. Cuando alguien nos dice que ha estallado la guerra en el Golfo, le respondemos "¿y para eso nos despiertas?" El gozo de poder ayudar a un moscovita que te ha preguntado direcciones. A 20 bajo cero, los rusos siguen diciendo que no hace frío, sino тепло, es decir, templado. Y tienen razón. Rumores de que en aquel restaurante, donde cenaste hace unas semanas, entraron unos tíos con metralletas y se cargaron a no sé quién. Viaje de vuelta en tren. Imposible meter en un avión todos los libros y también las incontables chorradas que hemos comprado. Nos fuimos sin saber que el país tenía los meses contados.

Epílogo
Hace un par de años, en la Plaza Urquinaona, una tarde de sábado de aquéllas en que la gente sube, baja, cruza Pau Claris de uno a otro lado y se apelotona en las estrechas aceras, iba yo con mi mujer y niños abriéndome paso como podía entre el gentío, cuando me encontré de repente con unos ojos que me miraban fijamente. No era una mirada amenazante, sino más bien llena de algo parecido al miedo. Hacía casi veinte años que no nos veíamos, y ahora ahí me tenía, casado, empujando un cochecito de bebé y con dos niños más a mi lado.
S. bajó la mirada y pasó de largo a toda prisa.

¡Que siga la вечеринкa!
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