lunes, 29 de julio de 2013

De Rodríguez


Una de las cosas más saludables que puede hacer un buen marido cuando está de Rodríguez es ir al cine y, por una vez, comprobar que, al igual que los animales, los coches y los candelabros, también las personas hablan. Así que, animado por los comentarios y elogios de mis alumnos hacia esta película, esta tarde he ido al Verdi, que no pisaba desde hacía ocho años (premio para quien adivine cuántos años tiene el mayor de mis hijos).


Probablemente muchos conozcáis ya la historia de Rodríguez (apreciad ahora en todo su esplendor el sutil doble sentido con el que he titulado la entrada), que es como se conoce a Sixto Rodríguez. Desde que este Searching for Sugar Man ganó premios como el BAFTA y el Oscar al Mejor Documental, la historia de este albañil, hijo de mexicanos y nacido en Detroit, ha ido de boca en boca y de un programa de televisión a otro. Parece que sólo tipos como yo, que consultamos la cartelera de hace diez años antes de sacar un DVD de la biblioteca, no nos habíamos enterado de su existencia. No obstante, y como me consta que no soy el único padre devoto, os contaré, a muy grandes rasgos, de qué va la cosa.



A finales de los 60, Rodríguez, cantautor de extraordinario talento, y a quien los que lo conocían comparaban con Dylan, publicó dos álbumes repletos de grandes canciones que pasaron completamente desapercibidos en el mercado norteamericano. Rodríguez se vio obligado a retirarse de la música y dedicarse a la  construcción (en pequeñito, eso sí; instalando tejados y arreglando wáteres). Sin embargo, por esos azares de la vida, uno de esos álbumes viajó hasta Sudáfrica en la maleta de una turista. A los pocos años, Rodríguez se había convertido en un auténtico icono en Sudáfrica, y sus canciones se oían en casas, fiestas, programas de radio  y cualquier ocasión en la que hubiera música. 


Muchísimo más popular que los Doors o los Stones, Rodríguez fue en aquellos años una especie de símbolo de lucha contra el apartheid, y son varias las generaciones de aquel país que han crecido con su música. Cabe recordar aquí que, durante décadas, Sudáfrica fue un paria en la escena política internacional. Su inhumana política racista hizo que el país se viera aislado, boicoteado y despreciado a lo largo y ancho del planeta. Uno de los efectos menos esperados de las sanciones fue que de un éxito arrollador en la industria discográfica como el de Rodríguez ¡y en lengua inglesa! no se oyó ni hablar fuera de sus fronteras.



A lo largo de los años, Rodríguez llegó a vender medio millón de discos en Sudáfrica. Pero, y aquí viene lo bueno, él no tenía ni idea de ello y, huelga decirlo, no le llegó ni un duro. Su vida, de la que no se sabía absolutamente nada, estaba para los sudafricanos envuelta en misterio, y circulaban varias versiones sobre su muerte. Según una de ellas, se había prendido fuego en el escenario. Según otra no menos dramática, tras un concierto en que lo habían abucheado, se despidió del público y ante ellos se descerrajó un tiro en la sien.


Searching for Sugar Man nos cuenta la historia de dos sudafricanos que, a finales de los 90, se proponen averiguar qué fue en realidad de aquel "cantante maldito", auténtica leyenda de la música. Por lo visto la idea del doumental surgió cuando, en un viaje al país, el director sueco Malik Bendjelloul oyó la historia de boca de uno de ellos. Intrigado, empezó a investigar, escuchó su música y quedó prendado.



El resultado de las investigaciones de unos y la dirección de otro, un documental excelente basado en una historia tan real como increíble. Hay que decir, no obstante, que en algunos momentos ha primado el cine sobre la objetividad: después de consultar ya sabéis dónde, descubre uno que, aunque la película en ningún momento miente, sí omite por lo menos un dato que menoscababa ligeramente el mito que se pretende construir. Pero hecha esa salvedad, tengo que reconocer que Searching for Sugar Man me ha cautivado desde el primer momento y ha llegado a emocionarme. Y sobre todo, ¡qué puñado de grandes canciones!


viernes, 19 de julio de 2013

En la red de Cartarescu



Tengo que haceros una confesión. A veces, al terminar un libro y ponerme a pensar en la correspondiente reseña, me entra una especie de tembleque. ¿Lo habré entendido, siquiera mínimamente? ¿Meteré la pata si me aventuro a hacer una interpretación personal sin antes contrastarla? Esto que me parece que es lo que el autor quiere decir, ¿no resultará en realidad una memez, dado que he pasado por alto un dato crucial para entender la obra? Son los temores y complejos del diletante de la literatura, que jamás ha leído a Barthes, que nunca se ha molestado en intentar comprender el constructivismo ni el posmodernismo, y que se ha pasado la vida encerrado en un demodé y claudicante yomismo. Por eso, ante el riesgo de convertirme en el hazmerreír de la blogosfera, no pocas veces decido que más vale pasearse por otros blogs, foros, amazones y wikipedias, para así enmendar mi infantil lectura y maquillarla con la opinión y el lugar común socialmente aceptados.

En ocasiones, sin embargo, las sensaciones que nos transmite un libro son tan poderosas, viscerales e inefables, que uno decide hacer de su capa un sayo y soltar su opinión con desfachatada chulería. Cuando un libro nos conquista y confunde como lo ha hecho conmigo Lulu, uno pierde el miedo al ridículo. Por eso, en esta ocasión he decidido lanzarme al ruedo como espontáneo, y sólo después de la faena me dignaré a leer otras opiniones o, sencillamente, la introducción. Así que valor...

Perdóname, Literatura, por no haber leído a Barthes


Escrito antes de leer otras opiniones

Hace unos días, me di cuenta de que nunca acabaría el libro que estaba leyendo (con el que además cerraba de manera desafortunada una hasta entonces muy exitosa racha de novela inglesa), y había llegado el momento de decirle adiós y empezar otra novela y quizá, quién sabe, otra "temporada". Me encontraba en la biblioteca de la Vila Olímpica, donde, al no ser la mía habitual, pude recorrer las estanterías y arramblar con todo aquello que me llamaba la atención. Entre los nueve libros que cogí, había dos de un autor al que hacía tiempo le tenía echado el ojo: Mircea Cartarescu.

 No es un cantautor de los 70, sino un gran esritor

Dentro de lo relativo que puede ser el éxito internacional de un autor rumano, parece que Cartarescu está causando una especie de sensación en la novela europea. Está considerado el mejor autor rumano contemporáneo y, a juzgar por estas dos novelas que he leído, parece haber sabido, como se suele decir, asimilar la tradición, rumiarla y digerirla bien para luego, y esto no se dice tanto, regurgitarla en una nueva forma, personal, coherente y violentamente brillante. Su novelita El ruletista, que quizá reseñe en otro momento, es una joya de apenas sesenta páginas que nos remite al Joseph Roth más alcoholizado y al Nabokov más posmoderno. Y esta Lulu (obsérvese que va sin acento; Lulu parece ser un nombre masculino), obsesiva, enfermiza y aracnofóbica nos hipnotiza tanto como nos repele.

Yo yacía allí, carente de voluntad, era solo un ojo del que colgaba, como un harapo, el resto del cuerpo, un único ojo grande y transparente, clavado en los ocelos de la bestia, fascinado e iluminado por aquel sol salvaje de ocho rayos, por aquel sol criminal con garras de sarcopto.

(Con Lulu se aprende mucho de la morfología de la araña)

A muy grandes rasgos, Lulu nos cuenta, si lo he entendido bien, no la caída, sino la estancia en el infierno de Victor. Hoy escritor de éxito, Victor parece sufrir de esquizofrenia, y nos habla desde una especie de sanatorio en las montañas, adonde ha ido a convalecer e intentar recuperarse. El escenario le hace recordar el viaje escolar que hizo con sus compañeros de instituto justo hace 17 años, la mitad de su vida, a una residencia en el campo. Allí tuvo lugar una experiencia que le marcó o, quizá (y aquí me arriesgo) le hizo a su vez recordar otra experiencia, aún más traumática, que sufrió antes aún de que pudiera recordar y se formara su yo.


Poco más puede decirse de la trama. Es, sin embargo, el lenguaje y el estilo de Cartarescu lo que hace de esta lectura una obra excepcional. Con su escritura oscura, obsesiva, esquizoide, con sus continuas referencias al horror de la mente aprisionada en el horror del cuerpo, es difícil no reconocer en Victor al adolescente atormentado que fuimos, que siente repulsión ante lo que llaman vida, un adolescente que en la lectura no busca consuelo, sino la confirmación de sus pesadillas; que anhela descender todavía más en el infierno, degradarse, humillar su cuerpo, arrastrar su indignidad humana por el fango, sabedor de que en él está la semilla de un genio que un día será recordado por el Libro. El arte no será nuestra salvación, ni siquiera el último reducto de nuestra dignidad, pero no hay nada más, ni aquí ni en ninguna parte.

Siento aquí un trauma antiguo, engañoso, escondido bajo miles de capas de piel, cegador como la perla entre las lenguas de la ostra. Cuanto más me ensaño con él, más me espanta la idea de que no corto un tumor, sino un órgano vital, como si el texto fuera mi verdadera vida y yo mismo, tan solo una ilusión.

Como veis, el libro es una paja mental en toda regla, donde a la soledad y al horror ante la vida y ante el propio cuerpo, se unen el tema de nuestra doble naturaleza, masculina y femenina, y la amputación de una de ellas, así como el símbolo de la araña y su presa atrapada, inmovilizada y devorada viva.

Y llega el final, y uno no sabe cómo interpretarlo. ¿Se trata de un final tan prosaico como parece? ¿Debemos ampliar nuestros conocimientos de medicina teratológica? O, por el contrario, ¿se trata sólo de palabras? ¿Me pierdo algo muy evidente? ¿O no hace falta que le dé tantas vueltas?

El título original. No me digáis que esa portada no es para confundir

Escrito después de leer otras opiniones

Quizá debería haber hecho este experimento de reseña-antes y reseña-después con otro libro. Para mi desazón, parece que más o menos he "entendido" el libro. Tras haberme paseado por otros blogs, parece que, por lo menos, no he metido la pata de manera escandalosa. Por lo visto, a veces los libros, incluso aquellos tan extraordinarios como Lulu, nos cuentan lo que creemos que nos cuentan, y es una tontería buscarle tres pies al gato. 
Me siento un poco decepcionado, la verdad. ¿Conmigo mismo, o con los otros lectores de esta obra? No lo sé. ¿Esperaba quizá que mi reseña fuera tan aventurada y absurda que diera pie a una profunda reflexión sobre el papel del lector como creador? ¿Quizá pretendía con este juego simplemente humillarme? ¿O lo que lamento es que los demás hayan hecho lo mismo que yo y se hayan quedado en la lectura más obvia?

Enmienda, o acelerada contrareflexión final

El caso es que, pensándolo bien, al pasearme por esos otros blogs no he encontrado tan sólo la confirmación de mis impresiones, sino que también, y como sucede con los buenos libros, me he puesto a darle vueltas otra vez. Y como hoy me he propuesto no hacer trampa, no voy a modificar lo que he escrito más arriba y presentar mis nuevas ocurrencias como evidentes. A lo hecho, pecho.

Varios blogs citan la primera línea del siguiente párrafo: 

Si la escritura es, como dicen, una terapia, si puede curar, debería poder hacerlo ahora. Voy a emborronar una página tras otra, voy a utilizar las hojas como vendas impregnadas no de tinta, sino de lo que mi vieja herida supura. Quizá, finalmente, todo se empape en ellas y, a medida que se vuelvan más y más purulentas, más burbujeantes, yo mismo me vaya vaciando de veneno.

Si de ahí damos un salto a la última palabra del libro, nos damos cuenta de que quizá sí hay esperanza. Quizá el infierno en la tierra es temporal. Es cierto que no se conoce el caso de insecto alguno que, una vez atrapado en seda, paralizado y cubierto de jugos digestivos, haya conseguido escapar de los mortales quelíceros, pero no debemos..... Bueno, como veis ahora soy yo el de la paja mental. Pero es que Lulu se lo merece.

jueves, 4 de julio de 2013

Entre el genio literario y el buen escritor

Demasiados

Afortunadamente, la gran literatura no consiste sólo en obras maestras escritas por genios de las letras. ¿Os imagináis qué aburrido sería no leer otra cosa que Homero, Sófocles, Dante, Shakespeare, Goethe, Tolstoi, Joyce o Faulkner, uno tras otro sin descanso? Ése es el problema de las colecciones de grandes clásicos, y el motivo por el que fracasan los absurdos intentos de quienes intentan culturizarse leyendo las 500 obras fundamentales de la literatura mundial. Sencillamente, si la gran literatura consistiera exclusivamente en obras maestras resultaría un coñazo.
Esto de los genios me lleva a pensar en lo curioso de la clasificación y las distintas categorías dentro de la "Gran Literatura". No tengo ni idea de cómo se podría definir el genio, pero sí parece que parece ser considerado como tal, se debe cumplir ciertos requisitos. Uno de ellos es el de haber creado una obra caracterizada por la monumentalidad, léase libros muy largos, como hicieron Tolstoi, Proust o Mann. Otro, el de haber creado, o en su defecto, haber llevado al extremo, un nuevo tipo de escritura, lo cual podría aplicarse a Cervantes, Faulkner, Nabokov, o (pongámonos serios y añadamos el artículo indeterminado) una Woolf, un Sterne o un Pushkin. Joyce, evidentemente, cumple los dos y además nos permite entrever otra de las condiciones del genio, a saber, la complejidad. Si eres difícil, ganas puntos para la categoría de Genio. Por eso Chéjov suele ir en otro pelotón, el de los Grandes Escritores, también conocidos como Maestros, donde posiblemente también Dickens también se sienta más a gusto.

Leeré a este genio el día que sus fans dejen de cargarme

Y por último, en el genio juega un papel determinante la imaginación, a ser posible, con un toque oscuro, en otras palabras, Kafka o Borges. La imaginación, además, nos acerca a algunos genios más recientes y precoces. Porque algunos escritores queman etapas y alcanzan la categoría de genio sin haber pasado por la de grande. No hay nada que objetar, dado que el reglamento así lo permite. No obstante, estos escritores han de saber que quedan sujetos al veredicto del tiempo. En otras palabras, David Foster Wallace, Roberto Bolaño y Haruki Murakami no tienen de momento plaza fija en el olimpo, aunque el primero juega con la ventaja de que no estaba muy bien de la cabeza, algo muy apreciado por la Academia de los Genios.

El pelotón de los "grandes" da cabida a todos esos escritores que son muy muy muy buenos y que, sin embargo, no encajan en el grupo de los genios. Y aunque aquéllos suelen situarse por debajo de éstos, yo, la verdad, los veo a ambos en lo alto de dos podios diferentes, digamos los 800 m y los 5.000 m. Es decir, aunque uno no considere que Wilde, Austen, o el ya mencionado Chéjov sean genios de la literatura, no hay motivo para situarlos por debajo de los que sí lo son. 
Pero volviendo al principio, para el lector, afortunadamente no todo son genios y grandes, sino que también hay un grupo a menudo más divertido, el de los escritores excelentes, tambien conocidos como excelentes escritores. ¿Que quiénes son? Pues todos los que son más que buenos sin llegar a grandes. Mejor os pongo un ejemplo, que me estoy cansando de mis propias chorradas.


Este señor se llama David Lodge y no es un genio, sino tan sólo un excelente escritor, y, como veis en la foto, es incapaz de poner un gesto completamente severo sin que se le escape una sonrisa. Influido enormemente por Kingsley Amis y Graham Greene, Lodge está considerado el maestro actual de la novela de campus, un tipo de novela que en la literatura española apenas se cultiva (¿por qué seráaaa?), pero que en Inglaterra constituye prácticamente un género en sí misma. En su forma actual, la novela de campus es sobre todo una novela cómica en la que se parodia o satiriza la vida universitaria, y más concretamente, la vida del profesor universitario. La Campus trilogy, compuesta por Changing Places (en español, Intercambios), Small world (El mundo es un pañuelo) y Nice work (Buen trabajo), se centra sobre todo en la ficticia universidad de Rummidge y, a través de unos cuantos personajes muy divertidos y, sobre todo, de una escritura precisa, una estructura impecable, un gran conocimiento de la tradición novelísitica inglesa, y un tono culto al tiempo que desenfadado -algo que siempre nos gusta definir como "muy british"-, nos muestra ese lado tan poco decoroso de la institución universitaria.
Lodge ha escrito otras novelas de campus aparte de esta trilogía, pero estas tres, que giran en torno a la evolución tanto profesional como personal, a lo largo de unos quince años, de una serie de personajes entrañables, son, aunque de lectura independiente, una evidente unidad. 


No cabe duda de que Lodge sabe muy bien de lo que habla. Nacido en Londres en el seno de una familia católica (dicen que este dato es muy importante cuando hablas de autores británicos), este antiguo saxofonista trabajó como profesor universitario en la Universidad de Birmingham durante más de 20 años. Muchos piensan (y algunos se han sentido ofendidos por ello) que con la ficticia Rummidge, una ciudad gris, fea, sin apenas vida cultural, y, a priori, el último lugar donde cualquier profesor querría trabajar, el autor estaba haciendo un retrato nada halagüeño de Birmingham, a la que tradicionalmente se ha descrito como una ciudad gris, fea, sin apenas... De hecho, Lodge ha tenido que defenderse en más de una ocasión de críticas parecidas y lo hizo de manera brillante en su artículo "Fact and fiction in the novel", publicado dentro de El arte de la ficción. En él, venía a decir algo tan elemental como que el escritor utiliza facts, es decir, elementos de la realidad tales como lugares, personas y frases para crear fiction. Quizá el hecho de que, incluso en Inglaterra, algo tan elemental escape al entendimiento de muchos nos ayude a explicar la inexistencia de una novela de campus hispana. Porque mira que aquí hay material para una parodia.

En cualquier caso, sería equivocado pensar que David Lodge, o la novela de campus en general, se sirve del campus como un microcosmos en el que se refleja la sociedad moderna. El campus es un mundo cerrado en sí mismo, cuyos habitantes, ocupados en cosas con frecuencia muy pero que muy alejadas de la docencia, viven completamente ajenos al mundo más allá de su departamento. Hablar de la universidad, ya sabéis, es utilizar términos como endogamia, elitismo, esnobismo y, exagerando un poco, mundos paralelos. De ahí su fascinación y de ahí su ridículez.

¿Alguna vez os habéis preguntado de dónde vienen los ingleses?

Para alguien que tiene una opinión como la que tengo yo sobre la universidad española, y que no quiero hacer demasiado explícita porque seguro que sería injusto, resulta un consuelo ver que en todas partes cuecen habas (de hecho, las baked beans son el alimento básico de los universitarios ingleses). Es decir, que el enchufismo, el politiqueo y el imperio de los mediocres convertidos en catedráticos no son características exclusivas de la universidad española. Así, los retratos de los personajes, personajillos y personajetes que pueblan los departamentos de inglés en Lodge, tan ácidos y divertidos como realistas, nos resultan sumamente familiares. Todo aquél que haya conocido mínimamente el mundo universitario coincidirá en que nuestros departamentos de Humanidades (en ciencias es más difícil dar el pego) están, en mayor o menor medida, poblados por algunos perfectos inútiles. Conozco personalmente a algún que otro farsante incapaz de pronunciar una frase en inglés sin varias faltas, que está dando clase de  ****** nada menos que en el Departamento de Inglés de la *******. Prefiero no explicar cómo llegó hasta allí.

Changing Places, que en su día fue estuvo nominada al Booker Prize, nos presenta dos vidas que se cruzan o, mejor dicho, se intercambian. El profesor Swallow va a la Universidad de Euphoria, en Florida, a ocupar durante un semestre la plaza de Morris Zapp, quien a su vez, pasará el mismo periodo de tiempo en la universidad de Rummidge, ocupando la plaza de Swallow. La Universidad de Rummidge representa una de esas universidades de "ladrillo rojo" creadas a principios del s. XX en las seis principales ciudades industriales de Inglaterra. Algún término tenían que acuñar los dones de oxbridge para distinguirse de aquellos proletarios arribistas que no tenían ni para un claustro gótico. Por su parte, la universidad de Euphoria está probablemente inspirada en la de Berkeley, en California, y a lo largo de Changing places es escenario de revueltas estudiantiles (estamos a finales de los 60) que acaban extendiéndose a Rummidge también.
La novela, repleta desde la primera página de momentos absolutamente brillantes, juega con los estereotipos del inglés sexualmente reprimido y el americano informal y liberado. En la obra de Lodge abundan las referencias literarias, y la gente que sabe de esto diría algo así como que su intención es recrear dichas obras desde un prisma contemporáneo. Si esto es así, la verdad es que Lodge muestra esas referencias de manera bastante explícita: el subtítulo de esta novela es un dickensiano A tale of two campuses.

El molinero, el mercader, la comadre y otros se van de conferencia

Small world, la segunda parte de la trilogía, nos muestra ese aspecto del mundo académico que se centra en los viajes, las conferencias, las publicaciones y las críticas de las críticas. Small world se abre con un divertido paralelismo entre los peregrinos de Chaucer y los conferenciantes de hoy en día. El subtítulo Un romance académico nos vuelve a indicar por dónde van los tiros, aunque el "romance", como dice uno de sus personajes (al que ya cité en otra entrada) es:

... una forma narrativa anterior a la novela. Está llena de aventuras y coincidencias y sorpresas y maravillas, y tiene muchos personajes que están perdidos o encantados, o que van por ahí buscándose unos a otros, o el Grial, o algo así. Y a menudo, claro está, se enamoran...



El personaje central, llamado Persse (remedo de Percival), busca por esas salas de conferencias de Dios a su amada Angelica, mientras otros se baten en duelo por una plaza en el Santo Chollo de la Unesco. Las referencias son la búsqueda del Santo Grial y la mastodóntica La Reina Hada, de Sir Edmund Spenser. Como veis, a Lodge no le gusta dárselas de enigmático, y tanto los títulos como los nombres de los personajes son más que reveladores (tenemos, por ejemplo, un Arthur Kingfisher, o una Sybil Maiden). Y aun así, es todo un gozo ver el ingenio del autor para recrear esos conceptos y engarzarlos en una historia que recorre los cinco continentes a un ritmo frenético y que es mucho más que interesante y amena: es una novela extraordinaria que sencillamente se lee de un tirón.

En Small world, Lodge se maneja perfectamente en la descripción no sólo del mundo académico sino también en el de la crítica literaria, que juega un papel fundamental en la novela. A modo de curiosidad,   señalaré que el personaje de Morris Zapp habla del campus global, y sostiene que "hoy en día (estamos en 1979; la novela fue escrita en 1984) ya no es necesario ir al campus para adquirir conocimiento", y que la vida académica ha experimentado una revolución sin precedentes merced a tres avances tecnológicos: "jet-travel, direct dialling telephones and the xerox machine."

Lodge hablando sobre su obra y el rodaje de Nice work para la BBC

La tercera parte, Nice work, también nominada al Booker, vuelve de nuevo a jugar con el contraste entre dos mundos. Vic Wilcox es director de una fábrica dedicada a la ingeniería industrial, y por una de esas gilipolleces que se les ocurren a veces a los políticos (en Inglaterra también), se ve obligado a participar en una especie de programa de acercamiento entre el mundo universitario y el industrial. Esto llevará a este tipo algo zafio, materialista y machista a relacionarse con una profesora universitaria jovencita, de izquierdas, feminista y, naturalmente, muy atracativa. No os dejéis asustar por el lugar común. Se trata, una vez más, de una novela amena, divertida y más compleja de lo que parece a primera vista. Las referencias literariasnos llevan, en este caso, a lo que se dio en llamar la novela industrial, y más concretamente Tiempos difíciles, de Dickens, y Norte y Sur, de Elizabeth Gaskell. El resultado, una novela redonda, impecable, divertida como todas, y con personajes a veces al borde del estereotipo, pero a los que Lodge nunca permite que caigan en él.
En suma, la típica obra escrita por alguien que de genio literario no tiene nada. David Lodge, el pobre, no llega más que a excelente escritor.
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