viernes, 19 de agosto de 2016

Rusos saltando verjas


Leemos a Dostoievski en nuestra tardía adolescencia. A los veintipocos todavía estamos a tiempo sacarle a sus libros ese jugo vital que nos emborracha. Esperemos, sin embargo, a la madurez y descubriremos algo un tanto extraño: la graduación etílica ha descendido, de alguna manera el libro se ha desbravado. Pero lo que ha perdido en efervescencia lo ha ganado en sabor.

Los hermanos Karamázov es la última novela que escribió Dostoievski, y parece ser que tenía lista en su cabeza una segunda parte, centrada ésta en las andanzas de Aliosha. La historia prometía, pues en ella, según su esposa, nos hubiéramos reencontrado, veinte años más tarde, con un Aliosha que "ya no es joven, sino un hombre maduro, que ha vivido un complejo drama espiritual con Liza Jojlakova" y se ha convertido en un revolucionario, y con un Mitia que regresa del presidio. Por desgracia, el autor no vivió para escribirla.


Gesto desafiante, Mitia. Manos religiosamente cruzadas sobre el regazo, Aliosha. Elegante levita, Iván. Viejo horrible, Fiódor.

La influencia que tuvo esta novela en autores posteriores es incuestionable, y desde entonces está considerada una de las mayores obras literarias de todos los tiempos. Y como yo no soy nadie para decir lo contrario de lo que dijeron Kafka, Freud o Einstein, pues no lo diré. De hecho, ni siquiera lo pienso. Los hermanos Karamázov es una novela grandiosa en muchos sentidos. Para empezar, por su ambición: Dostoievski se propuso escribir una obra maestra, una novela descomunal que sintetizara todo su pensamiento y que, al mismo tiempo, permitiera a la humanidad entrever un camino de esperanza. Sus personajes, por otra parte, si bien son menos complejos de lo que cabría pedirle a una obra maestra, sí se erigen como inolvidables arquetipos. Y por mencionar tan sólo un argumento más en favor de la grandiosidad de esta novela, podríamos hablar, y hablaremos, de la profundidad de sus ideas, algunas de las cuales seguirán siendo relevantes en los siglos venideros.

En otro sentido, sin embargo, sí me atrevo a afirmar que, desde un punto de vista estrictamente literario, Los hermanos Karamázov es, digámoslo así, menos grande. Creo que no soy el único que piensa así, y de hecho es un lugar común, al hablar de nuestro autor, la desfavorable comparación con Tolstoi o Turguéniev en términos de "calidad de escritura". Vamos, que, al decir de algunos, Dostoievski no escribía tan bien como otros. Veamos por qué.

La juerga de Mitia y Grúshenka, en versión de Alice Neel

El defecto principal que le achacaban a Dostoievski sus contemporáneos era lo que ellos consideraban un estilo poco cuidado. Por otra parte, todos alababan su capacidad para captar los diferentes registros del habla popular y de la sutileza con que la utilizaba para caracterizar a sus personajes. El segundo aspecto es difícil, si no imposible, de apreciar en una traducción. En cuanto al primero, posiblemente sea cierto, si bien, contradiciendo al poeta romántico, Dostoievski siempre distinguió entre verdad y belleza. Y no cabe duda de que su misión en la literatura era descubrir aquélla, por mucho que se ocultara en lo más recóndito de un ruso.

En consecuencia, no sería del todo injusto señalar cierta falta de sofisticación en la historia que se nos cuenta. Dicho de otra forma, aparte del esfuerzo estrictamente necesario para deglutir 1.100 páginas, Dostoievski no hace trabajar al lector de manera sobrehumana. Por ejemplo, en todo momento sabemos lo que piensan todos los personajes, porque ellos mismos nos lo dicen. Con alguna fascinante y genial excepción, el autor tiende a explicar más que a sugerir, y apenas hay oportunidad para la reflexión seguida de descubrimiento, más allá de lo que nos encontramos en la página siguiente. Sabemos también cuáles son las ideas que más preocupan al autor, porque las pone una y otra vez en boca de esos mismos personajes. Así, el lector tiene la impresión de que Dostoievski hace firmar un contrato a sus personajes y les da instrucciones precisas del papel que deben interpretar. No diré que carecen de vida, porque, al contrario, desbordan vitalidad. Pero, utilizando esa imagen que tanto gusta a los escritores, sí podríamos decir que, en este caso, los personajes no se rebelan ni hacen las maletas y se van a vivir por su cuenta, sino que se quedan siempre a las órdenes de don Fiódor.

No quiero decir con esto, sin embargo, que los personajes sean pesos muertos que lastren la novela. Antes al contrario, Mitia, Grúshenka, Iván, o, entre los secundarios, Sneguiriov, Kolia e incluso el oficial polaco, son creaciones extraordinarias e inolvidables. Dostoievski consigue aquí retratar unos personajes vivos, reconocibles, arquetípicos sin dejar de ser reales, y, en algunos casos, enormemente complejos. Los retrata de manera magistral, pero hay que subrayar la palabra "retrato", pues, como si se tratara de un cuadro, la personalidad de la mayoría de ellos está congelada en el lienzo y apenas si evolucionan. Esta falta de evolución se advierte, sin ir más lejos, en el padre, si bien, por su función en la historia, eso sería perdonable. Menos perdonable es el personaje de Aliosha, de  escandalosa sosez y santidad inverosímil. Alguien podría argüir que los hermanos de Aliosha, el calavera Mitia y el culto Iván, sí experimentan una transformación espiritual a lo largo de la novela, pero yo creo que, en realidad, lo que ambos muestran es una versión más extrema del mismo yo inicial.

 El hermano Karamázov

Sorprende, pues, el hecho de que Dostoievski quisiera centrar en Aliosha aquella segunda parte que nunca fue. Si en la versión cinematográfica de 1958 la Metro le dio el papel de Mitia a Yul Brynner, no se debía a la calvicie de éste, sino a que su carisma y talento casaban perfectamente con el personaje más poderoso de la novela. Por el contrario, podían permitirse confiar un personaje tan soso y plano como Aliosha a un entonces desconocido William Shatner.

Pero si el juerguista, sinvergüenza, violento y mujeriego Mitia es el personaje más atractivo y carismático, posiblemente sea Iván el más complejo y atormentado. Dostoievski regaló a Iván una de las ideas centrales de la obra, citada desde entonces en incontables ocasiones. Hablamos, naturalmente, de "si Dios no existe, entonces todo está permitido", que Dostoievski formula de una manera más atractiva y sugerente:

Iván Fiódorovich declaró de modo solemne, durante una discusión, que en toda la tierra no existe absolutamente nada que obligue a los hombres a amar a sus semejantes, que no existe ninguna ley natural que lleve al hombre a amar a la humanidad, y que si hasta ahora ha habido amor en la tierra ello no se debe a ninguna ley natural, sino tan sólo a que la gente creía en su inmortalidad.

En unos tiempos en que la idea de Dios lleva a unos hombres a justificar, más que nunca antes, el asesinato del resto de la humanidad, las palabras de Iván suenan hoy tristemente irónicas. En cualquier caso, en sus pecadoras palabras lleva Iván la penitencia. Cuando, cerca del final, le confiese Smerdiákov las consecuencias que tuvieron para él esas palabras, nuestro personaje no podrá soportar el sentimiento de culpa y caerá en la locura. Mucho antes de ello, no obstante, nos proporciona uno de los pasajes más enigmáticos y fascinantes de la obra, y que, paradójicamente, revela una vez más cierta debilidad narrativa por parte de Dostoievski.

La leyenda del Gran Inquisidor, de Vladimir Gorbachov

"El gran inquisidor", obra de Iván, que se refiere a ella como un poema, es en realidad una genial parábola en la que se narra el retorno de Cristo a la Tierra, en concreto a Sevilla, en tiempos de la Inquisición. Ocupa apenas veinte páginas, pero lo cierto es que son de lo mejorcito de la novela. Cristo es apresado por la Santa Inquisición y condenado a morir en la hoguera. Hasta aquí, nadie se sorprenderá. Lo bueno viene después, cuando el gran Inquisidor lo visita en su celda para explicarle por qué la Iglesia ya no necesita al Mesías. Verás, le dice:

Para el hombre no hay preocupación más constante y atormentadora que la de buscar cuanto antes, siendo libres, ante quién inclinarse. Pero lo que el hombre busca es inclinarse ante algo que sea indiscutible, tanto, que todos los hombres lo acepten de golpe y unánimemente. Pues la tribulación de estas lamentables criaturas no estriba sólo en buscar aquello ante lo cual yo u otro podamos inclinarnos, sino en buscar una cosa en la que crean todos y a la que todos reverencien, todos juntos, sin falta. Esta necesidad de comunión en el acatamiento constituye el tormento principal de cada individuo, así como la humanidad en su conjunto desde el comienzo de los siglos.

¿Puede haber palabras más relevantes para el siglo que había de venir, e incluso para hoy? El Inquisidor le señala a Cristo que su gran pecado fue rechazar las tres tentaciones de Satanás.

Tú conocías, tú debías conocer, forzosamente, este secreto fundamental de la naturaleza humana, pero rechazaste la única bandera, absolutamente la única, que se te ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante ti sin discusión: la bandera del pan terrenal, que rechazaste en nombre de la libertad y del pan del cielo. Contempla lo que hiciste luego. ¡Otra vez, en nombre de la libertad!...

Mitia humillando a Sneguiriov, el padre de Iliusha. Pese a no ser especialmente relevante en la trama, ésta es una de las escenas más icónicas de la novela. Veréis otra versión más abajo


"El gran Inquisidor" justificaría por sí solo la lectura de Los hermanos Karamázov. Pero entonces, ¿por qué digo que este episodio genial revela las flaquezas narrativas del autor? Pues simplemente por el modo en que se nos ofrece, en una conversación entre Iván y Aliosha. Como ya he apuntado antes, en esta novela las ideas van de boca en boca. Y cuando ese medio no está disponible, como sucede con la historia de Zosima, se convierten en memorias... basadas en conversaciones. ¿Qué otra forma podría haber empleado Dostoievski para referir esta historia? No lo sé, pero el constante recurso a la conversación como vehículo de ideas revela un estilo algo pobre, eso sí, compensado de sobra con la profundidad de las mismas y el vigor de los personajes.

Por otra parte, se me ocurre que en ello radica el atractivo que esta obra tiene para los lectores jóvenes y algo atormentados. El lector joven, por lo menos este lector, que un día fue joven, lee a Dostoievski como Dostoievski escribía, con pasión, ebrio ante las ideas que se atropellan en la página, ante esos personajes que conoce de su barrio, de su escuela, de su trabajo, y con la angustiosa sensación de que podríamos morir antes de terminar la obra, por lo que todo refinamiento estilístico no sería sino un obstáculo en nuestra desesperada carrera por llegar a la Verdad. El propio narrador deja claro su respeto por el espíritu arrebatado y hasta irracional, léase ruso, de los jóvenes,  frente al "exceso de reflexión", o séase, la europeidad, de la sobrevalorada madurez.

Sólo pediría al lector que no se apresure demasiado a reírse del puro corazón de mi joven. Por lo que a mí respecta, no sólo no tengo el propósito de pedir perdón por él ni de disculpar y justificar la ingenuidad de su fe por sus pocos años, por ejemplo, o por haber realizado con poco éxito sus estudios, etc., sino que procederé hasta al revés, y declaro firmemente que siento sincero respeto por la naturaleza de sus sentimientos. No hay duda de que otro joven, más circunspecto con las impresiones de su corazón, capaz ya de amar con calor, pero sin arrebatos, con inteligencia en exceso razonadora teniendo en cuenta la edad, si bien fiel (y, por esto, barata), un joven así, digo, habría evitado lo que pasó al mío; pero la verdad es que en ciertos casos es más honroso dejarse llevar por una pasión, aunque poco razonable, inspirada por un gran amor, que resistirla a todo trance. Tanto más en la juventud, pues es de pco fiar y poco es lo que vale un joven que sea constantemente en exceso reflexivo, ¡tal es mi opinión!
 
Por ello, no puede resultar curioso que, en una novela de más de mil páginas que transcurre casi exclusivamente en una pequeña ciudad de provincias, apenas haya descripciones. Desde luego, Dostoievski no es Turguéniev, y el lector joven con frecuencia valora la pasión en detrimento de la belleza artística. Nuestro autor sustituye, pues, los abedules por esas conversaciones de barra de bar que de nuevo apelan irresistiblemente a nuestro apasionado, atormentado e inmaduro amigo...

... que recuerda cómo, de su primera lectura, treinta años atrás, se le clavaron dos imágenes en la memoria. Una era la escena final, tan tierna y esperanzadora. La otra era la de una ciudad pequeña y oscura, llena de casas rodeadas de huertos, por cuyas calles deambulaban por la noche los personajes en busca de fulano, huyendo de mengano, y saltando furtivamente la verja del huerto de zutano. He comprobado que dicha imagen no se alejaba mucho de la realidad, y aunque quizá no se salten tantas verjas como recordaba, toda la intriga detectivesca de la segunda parte sí gira alrededor de uno de esos saltos furtivos, concretamente aquél cuya escena crucial Dostoievski oculta con un tupido velo en forma de línea de puntos.

Aliosha, o la santidad hecha Karamázov

Podríamos preguntarnos si es necesario para el desarrollo de la novela que se mantenga al lector en la incertidumbre al respecto del autor del crimen, o si, por el contrario, estamos ante un mero truco para crear cierta intriga en una obra que, hasta ese momento, no parecía apuntar hacia ningún tipo de misterio. Personalmente, no veo qué necesidad había de iniciar una intriga detectivesca, e incluso creo que hubiera sido un acierto presentarle los hechos al lector y dejar que el desarrollo ulterior de la trama contrastara con lo que sabíamos (o hubiéramos sabido) respecto a la muerte del padre. Creo que ese conocimiento por parte del lector habría enriquecido las ya de por sí interesantes conversaciones que tienen lugar entre Aliosha y Mitia, Iván o Smerdiákov antes de que se celebre el juicio. En ellas, la intriga sobre si lo hizo o no lo hizo actúa como distracción y rebaja la intensidad del debate.

Los Karamázov manga

Dostoievski era un eslavófilo de pro, y para él las ideas que llegaban de Europa (cientificismo, socialismo, liberalismo) conducían a la degradación de la humanidad y suponían una amenaza para el alma rusa, profundamente tradicional, espiritual y de ortodoxo cristianismo. Naturalmente, nadie como Iván podía representar estas ideas tan nocivas:

He de hacerte una confesión -comenzó Iván-: nunca he podido comprender cómo es posible amar al prójimo. Es precisamente a nuestro prójimo a quien es imposible amar; quizá podamos amar sólo a quienes están distantes.

Se trata, como veis, de una de esas ideas que alguno de nosotros podría haber hecho, acodado en la barra, a la persona que tuviera a su lado. Y esto no es una crítica sino, de nuevo, un ejemplo de cómo Dostoievski se dirige al joven perdido que fuimos un día. En todo caso, nuestro autor siente demasiado respeto por Iván como para hacer de él un progre ingenuo. Reserva ese papel, por ejemplo, a Kolia, un chavalín de trece años al que es fácil imaginar hoy con la camiseta del Che y el pañuelo palestino:

 -¿Acaso ha leído usted a Voltaire? -concluyó Aliosha.
-No, no es que lo haya leído... De todos modos, he leído Cándido, en una traducción rusa... en una vieja y abominable traducción (...)
-¿Y lo ha comprendido?
-Oh, sí, todo... es decir... ¿por qué piensa que podía no haberlo comprendido? Desde luego, contiene muchas indecencias... Yo desde luego, estoy en condiciones de comprender que se trata de una novela filosófica y escrita para exponer una idea... -se embrolló ya por completo Kolia-. Yo soy socialista, Karamázov, soy un socialista incorregible -soltó de pronto sin que viniera a cuento.
-¿Socialista? -Aliosha se sonrió-. ¿Cuándo ha tenido usted tiempo para ello? Según me dijo, sólo tiene usted trece años, ¿no es cierto?
Kolia se sintió mortificado.
-En primer lugar. no son trece, sino catorce...



 Algo más digno es el papel que Dostoievski reserva a Rakitin, quien, pese a ser el personaje por quien Dostoievski muestra mayor antipatía, sabe defender sus ideas progresistas sin caer en el ridículo.

...si Dios no existe, el hombre es el señor de la tierra, del universo. ¡Magnífico! Pero, ¿cómo será virtuoso, sin Dios? ¡Esa es la cuestión! Siempre vuelvo a lo mismo. Pues, ¿a quién amará, en este caso, el hombre? ¿A quién manifestará su agradecimiento, a quién elevará un himno? Rakitin se ríe. Rakitin dice que es posible amar a la humanidad aunque no exista Dios. Bueno, ese títere mocoso puede afirmarlo así, pero yo no lo puedo comprender. A Rakitin le es difícil vivir: "Vale más que te preocupes (me decía hoy) de que se amplíen los derechos civiles del hombre o de que no suban los precios de la carne; de este modo, tu amor por la humanidad resultará más comprensible y más próximo que por medio de filosofías".

 Pero sólo Iván es digno de cuestionar de verdad las ideas profundamente religiosas del autor, quiero decir, de Aliosha. Aquí nos plantea uno de los dilemas centrales no sólo de la novela, sino de la propia fe.

... lo único que sé es que el dolor existe y no hay culpables, que una cosa se desprende de otra de manera directa y sencilla, que todo fluye y se equilibra, pero esto no es más que un absurdo euclidiano, yo lo sé y no puedo estar de acuerdo en vivir ateniéndome a él. ¿Qué me importa a mí que no haya culpables y que yo lo sepa? Lo que necesito yo es que se castigue; de lo contrario, me destruiré a mí mismo. Y que el castigo se aplique no en el infinito, en algún tiempo y en algún lugar imprecisos, sino aquí, en la tierra, y que yo mismo lo vea. He tenido fe, quiero ver por mí mismo, y si cuando llegue la hora ya he muerto, que me resuciten, pues si todo ocurre sin mí, resultará demasiado ofensivo. No he sufrido yo para estercolar con mi ser, con mis maldades y sufrimientos. la futura armonía a alguien. Quiero ver con mis propios ojos cómo la cierva yace junto al león y cómo el acuchillado se levanta y abraza a su asesino. Quiero estar presente cuando todos, de súbito, se enteren del porqué las cosas han sido como han sido.

Aliosha escucha con atención las palabras de Iván, como hace con todos los demás. De hecho, el papel del Karamázov más joven no va mucho más allá del de receptor de ideas y confidencias. Para mí no hay duda de que estamos ante el personaje más débil de la novela, no sólo por su escasa fuerza, sino porque su función se solapa con la del stárets Zosima. Es sabido que Dostoievski vertió gran parte de sus vivencias en Los hermanos Karamázov, desde el nombre de Aliosha, que era el nombre de su hijo fallecido a los tres años, hasta la epilepsia que lo mató, pasando por el personaje del stárets, basado en Ambrosio de Optina, a quien conoció en el monasterio adonde se dirigió, desolado, tras la muerte de su hijo. Sin embargo, el protagonismo que Zosima tiene en la primera parte del libro no se corresponde con su importancia real en la historia, y el autor podría haber utilizado ese material para darle un poco más de empaque al propio Aliosha. De todas formas, hay que reconocer que la historia relativa a la inesperada y temprana putrefacción de su cadáver y a la pestilencia que emana de él es sencillamente genial, además de un ejemplo perfecto de cómo sugerir ideas sin necesidad de recurrir al diálogo.

¿Por qué Yul tira de la oreja a Sneguiriov, y no de la barba?

Y por hoy se acabó. Nos encantan los artesanos de la literatura, pero leer a Dostoievski nos hace más jóvenes. Los hermanos Karamázov es una obra colosal y colosalmente imperfecta, y por eso nos gusta tanto. Os dejo con algunas citas y un resumen más análisis de la obra muy curioso y divertido, aunque sólo apto para hablantes muy competentes de inglés.

Aquí, Iván pregunta al Diablo acerca de los tormentos del infierno:

¿Qué tormentos? ¡Ah, no me lo preguntes! Antes los había de la clase que quisieras, pero ahora todo es cargar la mano sobre los morales, sobre los remordimientos de conciencia" y esas zarandajas. Esto también ha venido de vosotros, de vuestra "suavización de costumbres". ¿Y quién crees que ha salido ganando? Pues los únicos que han salido ganando son los sinvergüenzas, porque de dónde van a sentir ellos remordimientos de conciencia, si ni conciencia tienen. Los que han pagado el pato, en cambio, han sido las personas decentes, las que no han perdido del todo la conciencia y el honor... Eso es lo que pasa cuando se emprenden reformas sobre un terreno sin preparar y aun copiadas de instituciones extranjeras. ¡Son pura calamidad! Serían preferibles las calderas de antaño.

Éste es el narrador, una figura algo misteriosa. (Recuerdo que mi primera lectura de esta obra venía con un prólogo de Pere Gimferrer que empezaba con la pregunta ¿quién es el narrador de Los hermanos Karamázov?).
En la mayor parte de los casos, la gente, incluso la mala gente, es mucho más ingenua y bondadosa de lo que nosotros nos figuramos. Sí, y nosotros también lo somos. 
Iliusha moribundo

A continuación, el stárets Zosima citando a un doctor al que conoció.

Yo decía, amo a la humanidad, pero me admiro de mí mismo: cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular, es decir, por separado, como simples personas. 

Éste es, desde luego, Iván:

Pienso que si el diablo no existe y, por tanto, ha sido creado por el hombre, ése lo ha creado a su imagen y semejanza. 

Y por último, Aliosha evoca sus conversaciones con Zosima. Puro Dostoievski:

Madrecita, gotita de sangre mía, en verdad, cada persona ante todos, por todos y por todo es culpable, sólo que la gente no lo sabe; si lo supiera ¡enseguida tendríamos el paraíso! 

Y lo prometido es deuda. Los hermanos Karamázov, analizado en Thug Notes (Notas de Matones).



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