jueves, 19 de febrero de 2015

Bardos, marisoles y rockeros



En 1956, tres años después de la muerte de Stalin, tuvo lugar el histórico discurso de Nikita Jrushchov en el XX Congreso del PCUS, en el que reconocía y denunciaba algunas de las barbaridades cometidas por el Padrecito de los Pueblos. Ese momento marca el inicio de lo que se conoce como la época del deshielo, y que se caracterizó por una relativa liberalización y apertura al exterior. Algunas de las consecuencias inmediatas de dicha liberalización fueron el regreso de cientos de miles, si no millones, de presos políticos que llevaban años pudriéndose en el gulag, así como una notable relajación de la censura y de la represión cultural. 


Salen a la luz entonces los stilyagi, un movimiento contracultural que en realidad había nacido a finales de los 40 y había sido reprimido bajo Stalin. Los stilyagi estaban fascinados con la moda y la música occidentales, sobre todo de Estados Unidos, cuya influencia aumentó cuando, en 1957, el VI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes culminó esta apertura de la URSS a la cultura moderna. Se puso fin a la prohibición oficial del jazz e hizo su aparición el rock de los 60. Paradójicamente, pues, con aquel festival empezó el declive de los stilyagi, que, ya creciditos, no tuvieron una generación que siguiera sus pasos. Hoy día, no obstante, se reconoce la enorme influencia que ese movimiento tuvo en las generaciones posteriores, y así lo reconocen muchos de los músicos rusos contemporáneos de mayor renombre.

En 2008 el cineasta Valery Todorovsky dirigió una comedia musical titulada, cómo no, Stilyagi, que en inglés se tradujo como Hipsters, y que fue bastante bien recibida en diferentes festivales de EEUU y Canadá. Todavía no la he visto, pero promete mucho. En esta escena, al ritmo de la canción "то, что надо", ("Lo que hace falta") veréis algunas de las frustraciones de un estiloso en aquella URSS de principios de los 50, y las peligrosas actividades a las que debía dedicarse.


Esta otra escena también nos da una idea de lo que significaba desmarcarse como miembro de un movimiento contracultural. El tema es del grupo Nautilus Pompilius, y el estribillo dice "encadenados por una misma cadena, atados por un mismo objetivo". Si habéis visto The Wall, de Alan Parker, esta escena probablemente os la recuerde.

No, no es la Complutense

En fin, éstas son algunas de las cosas que he aprendido en el curso que acabo de hacer sobre la música en la URSS y Rusia, y estoy todavía tan entusiasmado que quiero compartir con vosotros algunas de las canciones que he descubierto. Continuemos.

El deshielo jrushchoviano no sólo trajo muchachos estilosos; apareció también la figura del bardo, que viene a ser algo bastante parecido a nuestros cantautores. El bardo se consideraba, ante todo, poeta, y la voz, la melodía y la técnica a la guitarra a menudo jugaban un papel secundario en su obra. El gobierno del deshielo, lejos de impulsar la carrera de estos artistas, se limitó a tolerarla. En fin, algo es algo. Los bardos, por lo tanto, debían desarrollar su obra de manera pseudoclandestina, y sus canciones circulaban en discos de fabricación casera y en cintas de casete. 

 Bulat Okudzhava

No hay que deducir de todo ello, no obstante, que estos artistas fueran disidentes o estuvieran todos ejerciendo algún tipo de oposición al régimen. Tomemos como ejemplo a Bulat Okudzhava, uno de los bardos más apreciados y reconocidos. El padre de Okudzhava, un alto miembro del Partido en Georgia, había sido arrestado y ejecutado durante la Gran Purga del 37, mientras que su madre pasó 18 años en el gulag. Nada de ello fue óbice para que Okudzhava fuera un comunista convencido y miembro del Partido desde la rehabilitación de sus padres hasta la desintegración de la URSS.

Aparte de la poesía y el Partido, el otro gran amor de Okudzhava fue el barrio de Arbat, en Moscú, al que dedicó una de sus canciones más conocidas, "Canción del Arbat".

 

Pese a la belleza de sus poemas musicados, la discreta forma de cantar de Okudzhava ha limitado siempre su popularidad más allá de Rusia. Más probable es que el rusófilo de hoy conozca por lo menos el nombre del bardo Vladimir Vysotski. Nacido en el terrorífico 1938 y fallecido en 1980 víctima de su adicción al tabaco, alcohol y drogas, Vysotski es una auténtica leyenda de la música soviética. Al igual que Okudzhava, de quien decía que era su padre espiritual, Vysotski se consideraba ante todo poeta, y sus melodías, como en el caso del georgiano, son también muy sencillas. Vysotski, sin embargo, no tiene nada del lirismo de Okudzhava. Por el contrario, sus letras son desgarradas, irónicas, apasionadas, divertidas, provocadoras, innovadoras, o, por decirlo en una palabra, geniales. Con frecuencia tenían forma de diálogo, podían estar protagonizadas por presidiarios, veteranos de guerra, boxeadores, maridos calzonazos o esposas marujonas, y el uso de argot las hace muy difíciles de traducir. Pero lo que de verdad distingue a Vysotski, no sólo de Okudzhava sino de cualquier otro cantante, es su voz y su inimitable forma de cantar. De él se me hace imposible escoger sólo una canción, así que os voy a poner tres. Si nunca habéis oído a Vysotski, escuchad por lo menos una. La primera se titula "Кони привередливые", más o menos "Caballos caprichosos".




En el siguiente vídeo Vysotski interpreta, en un programa de la televisión francesa, una de sus canciones más emblemáticas, "охота на волков"("Cacería de lobos"). Como veréis, pese a que aún no había cumplido los cuarenta, está ya bastante desmejorado, aunque, guitarra en mano, conserva al cantar toda su energía y carisma.

 
 
La siguiente canción, "Balada de la infancia", viene con subtítulos en inglés. Os daréis cuenta, no obstante, de su dificultad y de la cantidad de alusiones a aspectos políticos y sociales de la URSS que  incluso a muchos rusos jóvenes les resultarán hoy difíciles de entender. El vídeo merece la pena verse también por las imágenes, que constituyen un breve y a veces desagradable paseo por las décadas más duras del estalinismo, y que incluye fotos de Vysotski de niño.

 

La muerte de Vysotski sigue envuelta en cierto misterio, aunque lo más probable es que fuese víctima de sí mismo, de sus malas compañías, y de su frenética actividad entre narcóticos y conciertos. Con motivos de los Juegos Olímpicos de Moscú, la distribución de drogas y alcohol estaba en aquellos días fuertemente controlada por las autoridades, y algunas noches los alaridos del cantante, en su desesperación, se podían oír por todo el edificio donde vivía. Rodeado de buitres y médicos sin escrúpulos que se enriquecieron a su costa, Vysotski murió, oficialmente, de un infarto de miocardio. Su muerte apenas mereció una brevísima nota en la prensa, pero a su funeral, en un Moscú tomado por las tropas, asistieron centenares de miles de personas, tantas, que los eventos olímpicos de aquel día registraron una asistencia notablemente menor que otros días.




 Imágenes del multitudinario funeral de Vysotski

 Pero la vida seguía, también para los bardos. Apenas un par de años tras la muerte de Vysotski, hacía su aparición Aleksandr Rosenbaum, un gran músico de estilo completamente diferente al de los bardos que hemos visto. La música de Rosenbaum, que posee una gran técnica como guitarrista y compositor, se caracteriza, observaréis, por melodías mucho más complejas y originales. Sus letras son también poéticas y con frecuencia bastante deprimentes, y destaca como músico de chanson, que en Rusia es un género que se asocia con presidiarios, gángsteres, delincuentes y personas de baja estofa. La siguiente canción, "гоп стоп", que significa algo así como "Atraco callejero", versa (si no la he entendido mal) sobre un par de gángsters de la mafia judía de Odesa que se cargan a una amante infiel.



Rosenbaum es un pacifista convencido, y no pocos de sus temas tienen como motivo los desastres de la guerra. Esta bella y tristísima canción se titula "Чёрный тюльпан" ("Tulipán negro"), que es como llamaban a los ataúdes que llegaban a Rusia con los cadáveres de los muchachos que morían en Afganistán. Las imágenes corresponden a la película La novena compañía, de Fyodor Bondarchuk.




Otra corriente dentro de la música soviética es la conocida con el curioso nombre de Эстрада ("Estrada"). Aquí ya no hablamos de cantautores, sino de intérpretes de cancioncillas cómodas, agradables, en absoluto reivindicativas, y que, uno imaginaría, contarían con el visto bueno del régimen. La Эстрада y sus figuras recuerdan mucho la música con que nos deleitaban nuestras queridas Concha Velasco o Marisol, y comprenderéis que no me entusiasme tanto como para colgar más que un par de vídeos. No obstante, dentro de esta corriente hay auténticas maravillas como ésta, titulada "Течëт река волга" ("Fluye el Volga"), interpretada por Liudmila Zykina. Cuenta la historia de una adolescente y sus románticos sueños, que un día se hace mayor. Disfrutad de una melodía y una voz bellísimas, dignas de un aria de Puccini.


Decía que uno podría pensar que estos artistas y sus canciones tan poco reivindicativas estarían bien vistas por el régimen. Al fin y al cabo, ¿a quién le puede molestar una cancioncilla como la siguiente? Pues con este vídeo y otros parecidos llegó el escándalo. Observadlo bien a ver si encontráis pruebas de la actividad antisoviética de Larisa Mondrus.

 La escandalosa Larisa Mondrus
 
No, no se trata del peinado ni de la longitud de la falda. Si no lo habéis encontrado, seguid leyendo.

Estamos a mediados de la década de los 60. Los años de Jrushchov al frente de la URSS han quedado atrás, y su sucesor, el cejisevero Brezhnev, tiene un concepto diferente (¿o podríamos decir "gélido"?) de lo que debía ser la música y la cultura en general. Por ello, una de las primeras medidas que toma al respecto es rodearse de un excelente equipo de censores, encabezado por el temido Serguéi Lapin. A partir de ese momento, cantar al amor y a la felicidad se hace sospechoso, por lo menos cuando las causas de esa felicidad son simplemente las cartas que nos trae el cartero o los pajaritos con su pío pío, y no el carné del Partido o el orgullo de ser miembro del Komsomol. Pero había otro motivo algo menos confesable, y era el feroz antisemitismo de Lapin. Así, a muchísimas de las estrellas de la Эстрада, sobre todo a las de origen judío, se las empezó a estrangular, de manera figurada, al impedirles tanto la grabación de álbumes como la actuación en conciertos, al tiempo que los artistas como Lenin manda triunfaban con canciones de marcado tono político y patrioteril.


Leónid Brezhnev. Con él volvió el hielo

La censura brezhneviana alcanzaba también a la terminología. Por ello, dado que el término rock era demasiado occidental y decadente, los grupos "oficiales" de esa música que quizá en las pesadillas de Lapin pudiera llamarse rock recibían el nombre de ВИА (VIA), que son las siglas de de Agrupación Vocálico-Instrumental.

Permitid ahora que os muestre el horror, pues se trata de un horror bastante divertido. En 1972 la ВИА Samotsvety lanzó "Мой адрес Советский Союз", es decir "Mi dirección es la Unión Soviética", una entrañable cancioncita que retrata el quehacer diario del ciudadano soviético. Su pegajoso -más que pegadizo- estribillo reza: "mi dirección no es un número ni una calle; mi dirección es la Unión Soviética", y es todo un clásico del rock... perdón, del ВИА oficial soviético. Se trata, para entendernos, de una especie de "Que viva España" en el que se sustituyen las castañuelas por la hoz y el martillo. Pero qué queréis que os diga, yo me quedo con Manolo Escobar.
El vídeo, de todas formas, es interesante por determinados conceptos, como se decía en mi época. A los componentes de las VIA sólo se les permitía vestir traje, ropas folklóricas o uniforme militar. No sé en cuál de las tres categorías entra la ropa que veréis en el vídeo. Pero fijaos, sobre todo, en el estatismo casi hierático de todos los músicos. Eso de moverse por el escenario, y no digamos ya hacer aspavientos como un sucio capitalista, no gustaba ni un pelo a las autoridades. De ahí que Larisa Mondrus, en el vídeo que habéis visto más arriba fuera, durante mucho tiempo, la primera y última cantante que osó bailar al son de su propia música.

Ojo, que el que se mueva...

Ahora, un poco de cine.

Pese a que en España el musical nunca ha gozado de gran popularidad, recordaréis cómo durante el franquismo se perpetraron a mansalva esos bodrios seudocostumbristas con Joselito o los ya mencionados Escobar y Marisol, que tenían como objetivo, aparte del encumbramiento de tan patrios artistas, hacernos creer que vivíamos en el mejor de los mundos posibles. La calidad de nuestros por fortuna escasos musicales no ha mejorado con la democracia, y aún se me cae el alma al suelo cada vez que recuerdo la megataquillera El otro lado de la cama. Por otra parte, tanto en la Unión Soviética como en la Rusia de hoy, la afición a los musicales ha sido siempre enorme y, como podéis juzgar por los dos primeros vídeos de esta entrada, de una calidad que aquí ya nos gustaría. Y al hablar de musicales rusos, hay que hablar de Aleksandr Zatsepin. Es poco probable que su nombre os diga nada, y ésa fue, de hecho, la gran ambición nunca realizada de este gran compositor: llegar a triunfar en occidente. Zatsepin es uno de los compositores rusos de música popular de mayor renombre, y en mi opinión tiene poco que envidiar a músicos de la talla de Burt Bacharach o Ennio Morricone. Personalmente, estoy absolutamente convencido de que, de haber tenido un poco más de suerte y no haber tropezado con los impedimentos que le pusieron Brezhnev y compañía, hoy su nombre estaría entre los grandes compositores de Hollywood.


Zatsepin en su estudio de grabación, el más moderno de su época en toda la URSS

Esta divertida escena pertenece a la comedia Iván Vasílievich cambia de profesión (1972), basada en una obra de Mijaíl Bulgákov, y que tuvo un éxito arrollador (y eso significa decenas de millones de espectadores, que se dice pronto). Cuenta la historia de un ingeniero que inventa una máquina del tiempo. Por uno de esos accidentes, la máquina transporta a uno de los personajes a la corte de Iván el Terrible, y a éste, a la URSS del 73. Zatsepin, autor de toda la banda sonora, lo borda aquí con una melodía moderna pero perfectamente anclada en la tradición de los cosacos. No os perdáis esas coletas-helicópteros del final.


La siguiente escena es bastante peculiar. Pertenece al musical televisivo en dos partes titulado 31 de junio, basado en una historia de J.B. Priestley del mismo título, y cuya banda sonora también corrió a cargo de Zatsepin. En cuanto oigáis las primeras notas pensaréis "qué poco ruso suena esto", y lo cierto es que la banda sonora causó sensación -o incluso conmoción- entre todos los espectadores y un soponcio a las autoridades. Por ello, y por la posterior huida a los Estados Unidos de uno de los actores, la película fue retirada el día después de su estreno.

Una vez más, y qué curioso es esto, la historia trata de viajes en el tiempo, con unos protagonistas que se mueven entre el siglo XII y el XXI. No os sorprenderá demasiado, por tanto, esa fotografía sobre la chimenea en una corte medieval. Y es que en general, fuera de contexto, la escena causa, cuando menos, confusión. Quizá os cueste, por ejemplo, tomaros en serio a ese galán rubio, de nombre nada menos que Aleksandr Godunov, que por cierto es quien, con su huida a América, provocó un incidente diplomático entre los dos países. También la coreografía es de lo más llamativo, pero al mismo tiempo tiene un noséqué muy acertado y atractivo. En todo caso, el magnetismo que la escena tiene para mí se debe al rostro entre glacial y sensual de Natalia Trubnikova, a la impresionante voz de Tatiana Antsiferova, y a la potente melodía, que se me antoja muy en la línea de Donna Summer o Bonnie Tyler.


Cualquier ruso que me lea, me acusará poco menos que de sacrilegio si no hablo con cierto detenimiento de la auténtica diosa de la música pop rusa de las últimas décadas, Alla Pugachova. Pese a sus 250 millones de discos vendidos, lo que la convierte en una de las artistas que más discos ha vendido en solitario en toda la historia, es difícil hacerse una idea aproximada de la relevancia y la influencia que ha tenido Pugachova en la música rusa a lo largo de los últimos cuarenta años. De hecho, no se me ocurre ningún artista nuestro que se le pueda comparar en cuanto a popularidad y que, al mismo tiempo, goce de respeto y admiración por parte de jóvenes, mayores, obreros, políticos e intelectuales. Julio Iglesias puede ser más popular, pero sólo se lo toman en serio los horteras; Joan Manuel Serrat goza de respeto universal, pero su obra es mucho menos festiva y dicharachera que la de Pugachova.

 Alla Pugachova 

Mi problema con Pugachova es que, sencillamente, no me entusiasman sus canciones, sobre todo sus grandes e inmortales éxitos, que, por simpáticos y agradables que sean, emanan un aire de eterna ranciedad. No obstante, sería absurdo negar su gran talento como cantante. Esta escena pertenece a la película Ironía del destino, una comedia romántica para la televisión, y Pugachova presta su voz a la actriz Barbara Brylska para una canción muy bonita y melancólica, "По улице моей" ("Por mi calle").



Sabido es que, desde sus primeros días, la ciudad de San Petersburgo siempre tuvo un carácter abierto a Occidente y una mentalidad (permitidme los clichés y las generalizaciones) más "progresista"que la oscura y monacal Moscú. No es de extrañar, pues, que fuera allí donde nació el rock ruso. Y es que, junto con los bardos, la Estrada y el musical, el otro gran hito en la historia de la música popular soviética lo constituye la creación, en 1981, del Ленинградский Pок-Kлуб, es decir, del Club de Rock de Leningrado.

Esta institución se concibió como algo parecido a las conocidas Casas de la Cultura, o a la Unión de Compositores Soviéticos. Probablemente el camarada Brezhnev pensaba que era preferible fundar una institución donde pudiera tener controlada a la juventud más melenuda, antes que dejarlos corretear y conspirar por los callejones. Recordemos asimismo que tan sólo un año antes se habían celebrado los Juegos Olímpicos, y que la proximidad de Leningrado a Finlandia hacía ya imparable la influencia cultural de occidente. Y así nació este histórico local, que, como es natural, desde el primer día estuvo controlado por el KGB y en el que se prohibió la entrada a los grupos más radicales del momento.

El número 13 de la Calle Rubinstein en su época dorada

En el ЛРК se dieron a conocer la mayoría de las grandes bandas de rock ruso de los 80 y los 90, e incluso de unas pocas que aun hoy sigue en activo. Los nombres de Kino, Zoopark, Televizor, Akvarium o DDT se dieron a conocer en ese histórico club. Vamos con algunos de ellos.

Fundado en 1972, Akvarium es uno de los grupos más veteranos de la música rusa, y su líder, Boris Grebenshikov, está considerado el "abuelo del rock ruso". Esta canción, titulada "Ciudad de oro", forma parte de la banda sonora de la película Assa, compuesta en su totalidad por Akvarium. Mirad qué cosa más bonita.



He hablado ya de Vysotski y de Pugachova los amos, respectivamente, de la canción de autor y del pop rusos. Pues bien, también el rock ruso tiene su leyenda y se llama Viktor Tsoi, líder del grupo Kino y fallecido a los 28 años en un accidente de coche que conmocionó a todo el país. El Muro de Tsoi, en el moscovita barrio del Arbat, y que podéis ver en la primera foto de esta entrada, sigue siendo lugar de peregrinación de sus seguidores.

Tsoi -que, como podéis deducir por su apellido, no era de origen ruso sino coreano- revolucionó el rock soviético por su estilo potente e innovador así como por el contenido político de sus letras. Su primera grabación, realizada en su apartamento, circuló en casetes de mano en mano primero por Leningrado y luego por todo el país. Con la llegada de Gorbachov al poder, Tsoi y su banda, Kino, se encontraron con muchos menos obstáculos y su popularidad pudo por fin despegar de manera espectacular. Sus conciertos se hicieron multitudinarios y en ellos empezaron a verse por primera vez en Rusia los mecheros encendidos.

Viktor Tsoi, líder del grupo Kino

Tsoi no sólo era admirado como músico, sino también muy querido por las masas por ser, pese a que sus maneras en el escenario puedan apuntar en otro sentido, un chico de lo más sencillo y modesto que, incluso en la cúspide de su fama, seguía con su trabajo en el cuarto de la caldera de un bloque de pisos. Era, en fin, una de esas personas que caen bien a todo el mundo. La siguiente es la escena final de Assa, y la canción, "Перемен" ("Cambios"), se convirtió en todo un himno para una juventud cada día más harta y más necesitada de libertad.


Otro de los grupos que, como Akvarium, dieron sus primeros pasos en el ЛРК y siguen aún hoy en activo es DDT, que es como decir el grupo de Yuri Shevchuk. Desde su fundación en 1980 hasta la llegada de Gorbachov, DDT se movió entre el círculo de músicos más o menos "oficiales" y la clandestinidad. Pero en 1984, tras la grabación de su álbum Periferia, pasaron a engrosar una lista negra y empezaron a ser vigilados por el KGB hasta que, sencillamente, la banda fue prohibida, con lo que su música llegó a todos los rincones del país.

En sus letras, Shevchuk utiliza unos símbolos tan primordiales como las estaciones del año, el agua o las tormentas. En esta estupenda canción, Shevchuk canta a la lluvia, que es precisamente la traducción del título, "Дождь". Un aguacero primaveral da lugar a una riada torrencial que arrasa con lo que encuentra y brinda así la posibilidad de una renovación.


Shevchuk es una de las figuras más contestatarias e incómodas en el régimen putinista. En esta casi legendaria reunión del presidente con algunas figuras de la cultura, Shevchuk, con mucha educación y sutileza y no poco desparpajo, se atrevió a decirle cuatro cositas a Putin. No hay subtítulos, pero el lenguaje corporal es tan elocuente que no hacen falta. De todas formas, si os interesa, aquí tenéis (en inglés) la transcripción completa de la entrevista. A partir del minuto uno, Shevchuk habla de libertad. En el minuto dos se observan ciertos signos de impaciencia en Putin. Justo antes de responder a Shevchuk, en el minuto 3:40, éste le hace entrega de un papel que ha escrito con sus colegas en el que le expresan su opinión de lo que está pasando en el país. A Putin no le hace gracia.

Todavía hoy los rusos no se ponen de acuerdo sobre quién ganó el debate. Sí quedaron claras las maneras chulescas del presidente, quien, cuando Shevchuk le empieza a plantear la pregunta, le espeta "disculpe, ¿cómo se llama usted?", como si Shevchuk se hubiera colado allí y su presencia no contara con el beneplácito del propio Putin. Shevchuk no ha vuelto jamás a ser invitado por Putin.


Venga, más.
La verdad es que, lógicamente, a medida que se acorta la distancia en el tiempo, más me cuesta dar una visión general como he intentado hacer al principio. Puede decirse que, a partir de la desintegración de la URSS, el rock ruso se diversificó como nunca antes, y, que entonces, más que hablar de influencia de la música occidental, sería más correcto hablar del rock ruso como parte de esa música. No obstante, insisto, nos falta (o por lo menos me falta a mí) la perspectiva que me permita ver ciertas líneas comunes entre los muchísimos grupos surgidos a lo largo de estos años. Parece ser que durante las últimas dos décadas no han dejado de oírse voces que afirman que, cual si se tratara de La Novela, el rock ruso ha llegado a su fin. El uso y abuso de internet, así como la banalización de la música en fenómenos de masas como el Festival de Eurovisión y la televisión basura, no ofrecen un futuro muy halagüeño, es cierto. Pero también es cierto que de catastrofistas está la historia llena.

Así que, a la espera de lo que nos traigan los próximos años, os dejo con un par o tres de las canciones que más me han gustado y que ejemplifican de maravilla la gran variedad de la música rusa contemporánea (aunque las tres tienen ya unos años).

Esta canción, "Делфины" ("Delfines") es del grupo Mumiy Troll, originario de Vladivostok y que, como veréis, hacen una música que suena muy occidental. Tienen unas letras prácticamente incomprensibles y el cantante, Ilya Lagutenko, aparte de tener una sonrisa siniestra y andrógina, tiene una forma algo peculiar de cantar.
Veréis qué bien suena esto.


Lo que viene ahora sí que os sonará mucho más ruso. Se trata del grupo Liubé, procedentes de Liuberski, Moscú. Su líder, Nikolái Rastorguyev, gusta de actuar ataviado con uniforme militar, y en sus canciones, influidas, entre otros, por el folklore y la chanson rusas, canta a la estepa, a los abedules, a los caballos, y a todo aquello que puede representar a su madre patria. No os sorprenderá la enorme admiración que se profesan mutuamente Rastorguyev y Putin.
En este caso, la canción "Конь" ("Caballo") habla de un paseo a caballo por el campo ruso. Servidor, que está vacunado contra todo tipo de nacionalismo, confiesa que, con esta melodía, esas voces y ese escenario (Crimea, nada menos), le entran ganas de hacer algo que nunca ha hecho: enarbolar una bandera. Rusa, por supuesto. La vacuna contra la hoz y el martillo es aún más fuerte.


¿Y qué me decís de esta maravilla titulada "Небо Лондона" ("Cielo de Londres"), de la cantante Zemfira? Impresionante voz y una melodía preciosa y casi perfecta, a la que, a mi juicio, sólo le sobra la última nota...


... y que me viene de perlas para despedirme.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Días felices en el infierno



En algún momento de nuestra vida, y, con desgraciada frecuencia, en más de uno, todos los lectores tenemos que enfrentarnos a la odiosa pregunta de ¿qué tipo de literatura te gusta? Algunos lo tienen muy fácil: la ciencia ficción, la novela histórica, la romántica, la de detectives. Otros afinan más: un amigo mío decía que lo que a él le gustaba era la literatura distópica.

Antes de calificar esta pregunta de "odiosa" estuve tentado de utilizar el adjetivo "estúpida", pero ahora no estoy tan seguro. Si bien me costaría mucho señalar uno o dos o más géneros como mis favoritos, y preferiría limitarme a decir que la literatura que me gusta es "la buena", sí es cierto que podría responder a la dichosa pregunta con "la literatura rusa" o la inglesa. Esto quiere decir no sólo que nos gusta casi todo lo que leemos de la literatura de esos países, sino también que, de alguna manera no siempre fácil de explicar, nos sentimos atraídos por sus respectivas cultura e historia. Así, tengo también muy claro que me pueden gustar Flaubert, Chateaubriand, Voltaire o Maupassant, pero nunca se me ocurriría definirme como aficionado a la literatura francesa (y no sé si debería avergonzarme de esto, pero a la española tampoco).

En los últimos años, otra literatura nacional ha venido a sumarse a mi lista: la literatura húngara. Como os podéis imaginar, esto no es algo que se pueda confesar fácilmente, por el riesgo de que nos tomen por un insoportable pedante, en el mejor de los casos, pero, aquí, entre nosotros no hay secretos. Eso sí, mi posible pedantería no llega al extremo de considerarme un experto, ni siquiera un entendido, pero sí me enorgullezco de ser capaz de nombrar, a bote pronto, una docena larga de autores húngaros a los que he leído y disfrutado. El último de ellos, György Faludy.


Faludy es considerado uno de los más grandes poetas en lengua húngara del s. XX, pero también, y esto en un país donde a una dictadura siguió otra, uno de esos escasísimos hombres íntegros y coherentes con sus principios, algo que tan poco toleran los regímenes dictatoriales y, por qué no decirlo, tanta y tanta gente corriente y moliente. Si dijera que los principios de Faludy eran el amor al arte, a la libertad y a la belleza, sonaría un tanto cursi, y dado que Faludy, como veremos, de cursi no tenía ni un pelo en su pobladísima cabellera, será mejor dejarlo en que su principio fundamental era el goce de la vida, goce que se cimentaba, eso sí, en esos tres pilares mencionados.

Nuestro autor se dio a conocer a los 24 años por sus traducciones de poetas europeos, en especial François Villon, traducción que se ha reeditado más de cuarenta veces. Asimismo, su propia poesía le granjeó un enorme prestigio en su país, pero hablamos de los años 30 y del régimen de Miklós Horthy, estrechamente vinculado al nacionalsocialismo alemán. Faludy, de origen judío, se vio obligado a salir de Hungría. Días felices en el infierno comienza precisamente en los últimos días de Faludy en su país, antes de partir para Francia. A partir de ese momento, da comienzo una historia que nos asombra por su magistral sencillez, su amenidad, sus observaciones sobre política, poesía o historia, y sobre todo, por la fascinante galería de inolvidables personajes que pueblan sus páginas. El más fascinante, el propio autor.

Cuatro son los escenarios principales que recorremos en esta feliz e infernal aventura: Francia, Marruecos, los Estados Unidos y Hungría, si bien el último tercio del libro transcurre casi exclusivamente en el campo de trabajo de Recsk. También es en Hungría donde da comienzo la obra, y ahí Faludy nos deleita con una preciosa y vívida evocación de la Hungría de provincias, donde aparece el primero de los extraordinarios personajes, el brutal cacique Simon Pan, así como quien será amigo del autor hasta el final de sus días, Laszlo Fenyes.

Campo de trabajos forzados de Recsk

El libro es, entre otras muchas cosas, una auténtica fiesta de poéticas descripciones, certeras observaciones y anécdotas hilarantes de la mano de una persona a la que no le duelen prendas en demostrarnos -que no confesarnos- lo cabroncete que es. Faludy es capaz de beneficiarse a su amante a cuatro pasos de su señora, pero en un mundo feliz el remordimiento parece no existir.

Me rocié con el agua de colonia del sobrecargo para que mi mujer no notase el intenso aroma a lilas y me deslicé después fuera del camarote. Estaba feliz de contemplar el mar.

Bueno, quizá lo de los remordimientos no es cierto. Faludy sí es capaz de sentirlos, pero se los reserva para aquello realmente importante, como vemos en otro arrebato de placer con la querida:

Mientras que ella me mordía los labios hasta hacérmelos sangrar, yo me reprochaba no estar dedicándome a escribir un poema dedicado al hundimiento de la tercera república, como era mi obligación.

No hay que concluir por ello, sin embargo, que el ego de Faludy estuviera más inflamado que el de cualquier otro poeta, o que fuera incapaz de empatizar con el dolor ajeno. A mi juicio, se trata de algo mucho más simple y obvio: Faludy es consciente de que sólo él puede disfrutar de su propia vida. Para la prudencia, la atadura a las convenciones y el miedo al qué dirán, ya están los demás. En este sentido, vale la pena comparar a un "individualista" como él con el furibundo comunista Bandi, otro compañero de aventuras, en Marrakech:

Era, ciertamente, como si el Horror mismo estuviera sentado en el trono de la montaña con la cara de un joven demacrado de hombros puntiagudos mirando diabólicamente hacia la ciudad. Pero eso que Bandi denominaba la "energía destructiva de la ciudad" era para mí la vida en estado puro: la vida real, terrenal, que mi amigo no podía ver ni entender. Cuando nos sentamos en el Café Universel, en una esquina de la Plaza de Yamaa el Fnaa, donde los niños se acercaban sigilosamente bajo las mesas para enseñarnos grillos prisioneros en cajas de cerillas, para quitarnos de la mano las colillas de nuestros cigarrillos o para tocar acompañados de pequeños instrumentos musicales que únicamente nosotros alcanzábamos a oír, Bandi fantaseaba en voz alta acerca de una sociedad en la que la mendicidad habría desaparecido.

No hace falta que os diga cómo y a manos de quién acabó sus días Bandi.

Días felices... está, como ya hemos dicho, repleto de escenas memorables y personajes tan extraordinarios que no pueden ser más auténticos. Pero lo que a mi juicio distingue esta obra de otras memorias es aquello tan difícil de conseguir y que suele marcar la diferencia entre un buen libro y una gran obra: el tono. Resulta difícil describir ese tono, y al hacerlo uno se ve forzado a matizar cada uno de sus adjetivos. La voz de Faludy es inocente, pero nunca cándida; irónico, que no mordaz; sarcástico, pero no descreído; socarrón sin ser listillo; independiente y rebelde, sí, iconoclasta, jamás. Y es que estas memorias tienen mucho de novela picaresca, aunque, una vez más, ese término nos acerca sólo relativamente a este libro. Luego, por fortuna, queda todavía un buen trecho que andar, y lo cierto es que Faludy consigue que su arrobo celestial y su descenso a los infiernos sean para el lector un inolvidable paseo dominical por un parque soleado, seguido de un aperitivo y una charla con los amigos.

Porque tras su descenso al infierno, Faludy no desea ajustar cuentas con nadie. No obstante, no hay que ver en eso un deseo de perdonar o siquiera de olvidar... y tampoco de lo contrario. Es muy siginificativa su actitud respecto a uno de los personajes cruciales de la Hungría de aquellos años: Laszlo Rajk.

Laszlo Rajk durante su confesión

A la cabeza del régimen comunista húngaro en aquellos años estaba Mátyás Rákosi, uno de tantos peleles de Stalin. Al igual que en la URSS, el régimen no toleraba a los comunistas convencidos, aquéllos que se afilian al Partido por principios y por el convencimiento de que ese camino es el mejor para la sociedad. Algunos llaman a eso el verdadero comunismo, por lo que habrá que deducir que los únicos regímenes comunistas que conocemos, es decir, aquéllos que liquidaron a todo aquél que no entrara en el Partido movido por las ansias de poder y la sed de matar, fueron falsos. Rajk, en cualquier caso, era de los otros, los verdaderos, y además no estaba controlado por Stalin, por lo que un día de 1949 fue arrestado bajo la acusación de titoísmo, y ahorcado cinco meses más tarde tras un juicio farsa, retransmitido por la radio, en el que todo el mundo tuvo que desenchufarse el cerebro para poder creerse todas aquellas autoacusaciones.

Pensaba en Rajk. Siempre me había parecido detestable. El caso es que me interesaba por sus implicaciones, que eran lo verdaderamente importante: nos permitían comprender que vivíamos en un país donde gente inocente podía ser arrestada y ahorcada cuando a las autoridades les viniera en gana. Pero entonces, por primera vez, sentí una especie de simpatía por tan odiosa víctima, culpable para mí de las peores fechorías, pero no de ésas de las que se le acusaba.

Este juicio desató una purga no sólo entre los miembros del Partido, sino en la oposición y entre amplias capas de la sociedad. Uno de los casos más grotescos es el de un meteorólogo acusado de propaganda capitalista por haber anunciado una brisa cálida de occidente. El destino de todos, Faludy incluido, fue el campo de trabajo de Recsk, previo paso por el número 60 de la calle Andrassy, donde primero los nazis y luego los comunistas ablandaban a sus víctimas antes de mandarlas a su destino, y donde hoy se encuentra el Museo Casa del Terror de Budapest.

Sala de tortura del Museo Casa del Terror de Budapest


* * *
 En Marruecos fui tanto más feliz cuanto más apartado estuve de las exigencias y la disciplina de la civilización técnica y al tiempo me desembaracé de ciertos problemas de conciencia. Me había ocupado de todo sin quejarme, pese a que me había lamentado a menudo de que, por el lugar y la hora de mi nacimiento, me hubiera tocado en suerte esa cultura tecnificada que no solo determinaba mi estilo de vida, sino que también limitaba mi imaginación, y que incluso censuraba y castraba mis emociones y pensamientos. Desde mi más lejana juventud siempre entendí, sin hablar nunca del asunto para evitar que se me tachase de reaccionario o de loco, que vivía en un mundo donde se conocía el color, el corte y el precio de la ropa interior de una mujer mucho antes de haberla desnudado...

Podría parecer que la última parte de la obra, que transcurre en el campo de trabajo, tiene poco que ver con sus experiencias en Marruecos, donde Faludy, entre bandoleros y efebos, fue feliz sin necesidad de picar piedra o guardarse mendrugos de pan. (Es allí también donde tiene lugar una de las escenas más divertidas del libro, cuando unos sudaneses intentan venderle una burra). Sin embargo, lo que une y da coherencia a sus experiencias en Marruecos, los EEUU o Hungría, es la capacidad del autor de sacar goce hasta de las piedras, así como cierta actitud que algunos llamarían irresponsable, pero que quizá es todo lo contrario. Faludy abrió todas las puertas que se encontró en el camino, y a quienes piensen que dicho comportamiento es poco juicioso, creo que él replicaría que ésa era la única forma de conocer su destino. Sólo así cabe entender su regreso a Hungría tras la II Guerra Mundial, desoyendo todas las voces que le aconsejaban quedarse en Estados Unidos (adonde, por cierto, había ido por invitación del mismísimo Roosevelt). Y sólo así cabe entender que, en lugar de darse cabezazos contra la pared y decir "¡burro, burro, burro!", se dedique a imaginar historias a partir de las manchas de humedad de la celda donde está encerrado.

En la pared del fondo, donde el miembro ateo del Parlamento había escrito "TEN PIEDAD DE MÍ, SEÑOR", cuatro caballos apocalípticos arrastraban una carroza hacia la gran grieta vertical, abierta en zigzag a lo largo de la pared. Detrás de la carroza, a la izquierda, me pareció leer las letras MMIR. Pronto decidí que la grieta húmeda que iba de sur a norte en el mapa mural era el Rhin,pero ¿quiénes iban en la carroza? ¿Aristócratas huyendo de la Revolución francesa?

En fin, me doy cuenta de lo poco que os he contado, y quizá sea mejor así. Se hace casi imposible resumir estas magistrales y entretenidísimas memorias, y no les haríamos justicia si nos limitáramos a recoger aquí los avatares de Faludy, por muy increíbles, divertidos y hermosos que lleguen a ser algunos de ellos. Pero para que os hagáis una idea de lo que fue la vida de este señor, nada mejor que recordar un episodio que sucedió mucho después de que nos narrara sus felices días.


Faludy y Johnson, contemplando su futuro

Cuando se publicó por primera vez en lengua inglesa Días felices en el infierno (en Hungría hubo que esperar a la caída del comunismo), un bailarín americano llamado Eric Johnson se obsesionó con él hasta tal punto que lo dejó todo y se fue a Hungría, donde solicitó permiso de residencia y trabajo. Se lo concedieron, pero su verdadero objetivo, Faludy, se encontraba en el exilio. Johnson se dedicó a aprender húngaro, y, nadie sabe muy bien cómo (estamos en lo más crudo de la Guerra Fría), consiguió un trabajo como comentarista deportivo en inglés. Tres años más tarde, dio por fin con Faludy, que se encontraba en Malta, viudo tras la muerte de su segunda esposa. Allí se presentó Johnson y se inició entonces una larga relación entre el exbailarín de 28 años y el poeta de 56, relación que duró casi cuarenta años. Al final de ese periodo, tras la caída del comunismo, los dos estaban de nuevo en Budapest, donde Faludy, a raíz de la recuperación de sus obras, se había vuelto a convertir en una celebridad, mientras Eric, que siempre fue considerado un tanto sospechoso por las autoridades, había pasado de bailarín de ballet a convertirse en un experto en poesía latina. La victoria entonces de los socialistas-liberales no evitó, como ellos esperaban, que les rescindieran el contrato del piso que ocupaban, por lo que se vieron obligados a abandonarlo. Pasó entonces por allí una jovencísima y hermosa poeta, llamada Fanny Kovacs, devota también de nuestro héroe, y una cosa llevó a otra. Resultado: tras casi cuatro décadas de pasión, al pobre Eric Johnson le cupo el honor de ser probablemente "el primer hombre de la historia abandonado por un amante de 92 años". Poco después, mientras Faludy y Kovacs posaban para un picantón reportaje de la revista Penthouse, Johnson acababa sus días en Nepal.

Pues de historias como ésta, este libro húngaro está lleno.

 Pensad lo que os venga en gana de esta relación
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