lunes, 28 de septiembre de 2015

La fugitiva


¡Lo sabía, lo sabía!, me he visto gritando en un momento de la lectura.  Podéis darle una entonación de alegría o, por el contrario, de irritación. O, si lo preferís, mitad y mitad. Al fin y al cabo, todos hemos sentido alguna vez esa mezcla de decepción y de orgullo cuando hemos intuido, a mitad del libro, quién era el asesino. Queremos ser más listos que el autor, pero al mismo tiempo lamentamos que éste no esté a la altura de nuestro intelecto.

Son seis volúmenes ya, y Proust ha pasado a ser uno más de la familia. No lo veo como a un hermano ni como a un padre, sino que, más bien, su relación conmigo es como la de un marido cuya esposa le consiente el adulterio, léase, el engaño. En cualquier caso, nos conocemos. Lo conozco. Me lo conozco. Por eso, cuando lo he pillado in flagranti, cuando he creído que me la estaba intentando colar otra vez, no me podido augantar. Veréis, me ha dicho...

Antes de continuar quiero dejar claro que con Proust no hay ni puede haber spoilers. Desde el primer momento, desde esas noches con asma, desde la célebre magdalena de hace seis volúmenes, desde los inolvidables campanarios de Martinville, he sabido, por comentarios recibidos aquí en el blog, por paseos por la red, por resúmenes y por listas de personajes, que fulanito se casa con mengana mientras se la pega con zutana, que este Don Juan se revela, mil páginas más tarde, como un sodomita impenitente, que aquella cándida adolescente es una recalcitrante gomorriana, que éste muere y que aquél ocupa su lugar, y que en el último volumen pasa nada menos que esto, aquello y lo de más allá. Me lo podrían contar mil veces antes de leerlo y aun así serían incapaces de estropeármelo. ¿Leer a Proust para saber qué va a pasar? ¿En serio? Creo que ya lo he dejado claro: no pasa nada. Ergo, no hay ni puede haber spoilers. Y hecha esta aclaración, para que veáis lo comprensivo que soy incluso con los que leen a Proust como si estuvieran viendo Gran Hermano, os advierto:

ALERTA: SPOILERS

Todo esto viene a cuenta, no de EL acontecimiento de este volumen, sino de un par de líneas que a menudo pasan desapercibidas y que, admitámoslo, no son especialmente relevantes. Pero a mí, ya os digo, me han hecho ponerme a dar gritos.

 Ejemplos de la prosa de Proust

Concluía La prisionera con la huida de ésta de la casa de Marcel (sigamos llamándole así). Las primeras páginas de La fugitiva, que en algunas ediciones recibe el título, a mi juicio, demasiado revelador, de Albertina desaparecida, nos depara, una vez más, esa maravilla proustiana de dar vueltas y más vueltas al mismo asunto, intentando describir todas las caras de un hectamiriedro, siguiendo un hilo milímetro a milímetro por el interior de un ovillo, o, en otras palabras, poniendo por escrito lo inefable: qué queda de Albertina en el narrador cuando desaparece. Qué queda y dónde se encuentra. Y la respuesta no gustará a muchos.
Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento.
Pero frases tan cortas y certeras como ésa son la excepción en La recherche... Lo habitual, para expresar esa esencial soledad del ser humano respecto de los demás y, como veremos, respecto de sí mismo, son frases tan maravillosas como la siguiente, que exigen a gritos ser degustadas sílaba a sílaba.
En realidad, en esas horas de crisis en las que nos jugaríamos toda nuestra vida, a medida que la persona de quien depende revela mejor la inmensidad del lugar que ocupa para nosotros, no dejando nada en el mundo que no sea alterado por ella, la imagen de esa persona va decreciendo hasta no ser ya perceptible
Sin embargo, la conciencia de esa soledad esencial e inevitable no es fácil de aceptar, y nuestro héroe se rebaja a truquitos de adolescente para intentar recuperar a Albertina. Lo hace por medio de una patética carta en la que le insinúa que, si no vuelve, él se irá con Andrea.Y una vez ha enviado la carta, surgen de nuevo las dudas:

Pareciéndome cierto el resultado de aquella carta, me pesaba haberla escrito. Pues, imaginando tan fácil el regreso de Albertina, resurgieron de pronto con toda su fuerza todas las razones que hacían de nuestro matrimonio una cosa tan mala para mí. Esperaba que se negara a volver. Me puse a calcular que mi libertad, que todo el porvenir de mi vida dependían de su negativa.

Ya os digo que el chico es indeciso, pero con estas vueltas al poliedro infinito pasamos página tras página de una prosa inconmensurable. Y entonces, cuando menos lo esperamos, sin preparación, sin clímax, sin más previo aviso que lo que el título alternativo sugería, Albertina muere. Pero tranquilos, que la cosa sigue igual. La vida, la muerte, quelle est la différence?

A ver si consigo explicarme. Para ello, empecemos con este párrafo, para el que ya no me quedan adjectivos:

Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, hubiera sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mí nunca estuvo tan viva. Para que un ser entre en nosotros tiene que tomar la forma, adaptarse al marco del tiempo; como no se nos aparece más que en minutos sucesivos, nunca puede presentarnos de él sino un solo aspecto a la vez, entregarnos una sola fotografía. Gran debilidad, sin duda, para un ser, consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; depende de la memoria, y la memoria de un momento no sabe todo lo que pasó después; ese momento que la memoria registró dura todavía, vive aún, y con él el ser que en él se perfilaba. Y ese desmenuzamiento no sólo hace que la muerte viva: la multiplica. Para consolarme hubiera tenido que olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando hubiera llegado a soportar la pena de haber perdido a ésta, tendría que volver a empezar con otra, con otras cien.

 
Me atrevería a decir que en La fugitiva, Proust lleva a sus últimas y paradójicas consecuencias algunas de las ideas centrales de su obra. Una de estas ideas, como hemos visto en varias ocasiones y acabo de repetir, es la soledad esencial del ser humano, todo un universo encerrado en los muros de su yo. Desde el interior de estos muros podemos lanzar gritos al exterior, y lo que de esos gritos llegue a otro ser humano, a su vez encerrado en su muro, será el conocimiento que éste tenga de nosotros. Quizá la palabra "gritos" dé una impresión más desoladora de lo que se desprende de Proust. En lugar de "lanzar gritos" podéis decir "entonar cánticos". El resultado es el mismo: la imposibilidad de llegar a conocer al otro.
Lo que yo había tenido con ella, lo que llevaba en mi corazón, no era sino un poquito de ella, y el resto, que tomaba tanta extensión por no sólo esa cosa ya tan misteriosamente importante, un deseo individual, sino común con otras, me lo había ocultado siempre, me había mantenido siempre al margen de ello, como una mujer que me hubiera ocultado que era de un país enemigo y una espía, mucho más extraordinariamente aún que una espía, pues ésta sólo engaña sobre su nacionalidad, mientras que Albertina engañaba sobre su más profunda humanidad, sobre lo que no pertenecía a la humanidad común, sino a una raza extraña que se une a ella, que se esconde en ella y no se funde jamás con ella. 
Esta idea, la imposibilidad de llegar a conocer al otro, es la que, llevada al extremo, borra las diferencias entre la vida y la muerte.

Seguramente no tenía nada de extraordinario que la muerte de Albertina hubiera cambiado tan poco mis preocupaciones. Cuando nuestra amante vive, gran parte de los pensamientos que constituyen lo que llamamos nuestro amor nos vienen durante las horas en que ella no está a nuestro lado. Por eso nos habituamos a tener por objeto de nuestro pensamiento un ser ausente y que, aunque su ausencia dure sólo unas horas, en esas horas no está más que un recuerdo. De modo que la muerte no cambia gran cosa.
*    *    *

Esto que viene ahora no es un spoiler, sino simplemente una cosa que pasa, y eso no es poco: finalmente el narrador emprende, junto a su madre, su anhelado viaje a Venecia, lo cual proporciona a los redactores de resúmenes argumentales un poco de material. A mí, insisto, todo ese aspecto de la obra que nos refiere bodas, partidas al frente, viajes, entierros y polvos furtivos me interesa sólo en la medida en que el narrador va a hablar de ellas. Así pues, Venecia. Nuevo escenario, ideas conocidas. Más conocidas, desde luego, de lo que podemos serlo nosotros para nosotros mismos.

Había hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asustado siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba: en otro tiempo, cuando, a propósito de Gilberta, su padre me decía que si yo iba a vivir a Oceanía ya no querría volver, muy recientemente, cuando tanto me dolió leer las memorias de un escritor mediocre que, separado de por vida de una mujer a la que había adorado de joven, de viejo la volvía a encontrar sin emoción, sin deseo de volver a verla. Y, en cambio, ese ser tan temido, tan benéfico y que no era otro que uno de esos yos de recambio que el destino tiene en reserva para nosotros, y que, sin escuchar ya nuestros ruegos más que los escuchara un médico clarividente y, como tal, autoritario, me traía con el olvido una supresión casi completa del sufrimiento...
El párrafo sigue y sigue. Interrumpirlo aquí es como contestar el móvil durante un concierto en mitad de la novena, pero bueno, para eso tenéis el libro en la biblioteca.



Otra de las grandes paradojas de esta obra es la innegable coherencia del narrador a lo largo de la interminable investigación que lleva a cabo sobre su propio yo, cuando en realidad éste, como se empeña una y otra vez en demostrarnos, no es más que uno de entre miles, perdido entre el hoy y el pasado. Pero eso, si no es una tontería, sería asunto de la psicología. En todo caso, si cada uno de nosotros es una multiplicidad de yoes,  no podemos decir que el paso del tiempo nos haga cambiar, sino que, como una hoja del calendario, arranca el yo del ayer y revela el de hoy.

Quizá recordéis la película La invasión de los ultracuerpos, y cómo el pánico a convertirnos en uno de ellos, de esas terroríficas vainas, desaparece en cuanto el proceso de asimilación ha tenido lugar. Está vagamente inspirada en estas líneas de Proust.

Y al darme cuenta de que no me alegraba de que estuviera viva, de que ya no la amaba, hubiera debido sentir el mismo choque de quien, mirándose al espejo después de varios meses de viaje o de enfermedad, se ve con el pelo blanco y una cara nueva, de hombre maduro o de viejo. Esto produce una gran impresión porque quiere decir: el hombre que yo era, el hombre rubio, ya no existe, soy otro. Y ¿no es un cambio igualmente profundo, una muerte tan total del yo que éramos, la sustitución tan completa de este nuevo yo, ver un rostro todo arrugado y sobre él una peluca blanca, que ha sustituido al antiguo? Mas, pasados los años y en el orden de la sucesión de los tiempos, transformarse en otro no aflige más que ser sucesivamente, en una misma época, los seres contradictorios, el malo, el sensible, el delicado, el grosero, el desinteresado, el ambicioso que se es sucesivamente cada día. Y la razón de no afligirse es la misma, es que el yo eclipsado (...) no está presente para deplorar al otro, al que está allí en este momento.

¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho con tu antiguo yo?

No obstante, lo recobremos o no, Proust nos demuestra que somos más poderosos que el tiempo, y que esas hojas que hemos arrancado al calendario todavía no las hemos llevado al contenedor de papel para reciclar.
Pues el hombre es ese ser sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra.
Llega ahora el momento de la lectura en que me he puesto a gritar "¡lo sabía, lo sabía!". Poco a poco, con sus dimes y diretes y sus vueltas al poliedro al derecho y al revés, el la quise no la quise del narrador a lo largo de 250 páginas empezaba a exigir un giro inesperado, y por eso me he sentido de lo más perspicaz cuando el narrador recibe un telegrama y servidor ha leído lo siguiente:

... y, dirigiendo una mirada a un escrito lleno de palabras mal transmitidas, pude leer, sin embargo: "Querido amigo: me crees muerta, perdóname, estoy bien viva; quisiera verte, hablarte de casamiento, ¿cuándo volverás? Cariñosamente, Albertina"
 No os quejéis, que os he avisado. Podría ahora rizar el rizo y desespoilear lo spoileado, pero me interesa más señalar cómo Proust lleva al extremo el axioma de que no amamos aquello que tenemos fácilmente a nuestro alcance. 
El monstruo ante cuya aparición se estremeció mi amor, el olvido, había acabado en efecto, como yo creí, por devorarlo. Esta noticia de que Albertina vivía no sólo no despertó mi amor, no sólo me permitió recordar hasta qué punto había avanzado mi retorno hacia la indiferencia, sino que le hizo sufrir instantáneamente una aceleración tan brusca que me pregunté, retrospectivamente, si antes la noticia contraria, la de la muerte de Albertina, no había exaltado a la inversa mi amor, rematando la obra de su partida y retardado su declinación. 

¿Quién de los dos es más romántico?

Mi amigo Pedro sostenía la idea de que, contrariamente a lo que dice el tópico, los hombres son mucho más románticos que las mujeres. Éstas, decía, se mueven por el cálculo; los hombres, por el sentimiento. Cuando estoy ante una mujer que me gusta mucho, quiero llevármela a la cama ahora mismo. Ése es un sentimiento sincero y profundo. Cuando una mujer se encuentra ante un hombre que le atrae, piensa: este hombre me gusta, pero ¿me conviene? ¿Debo acostarme con él? Y si es así, ¿cuándo?

Mi experiencia me ha demostrado que Pedro tiene, por lo menos, parte de razón (la otra parte se la quita mi esposa). Todos los hombres (no sé si las cosas son ahora también a la inversa, ¿o quizá lo han sido siempre? ¡ay, siempre fui tan pardillo!) sabemos de primera mano que no hay nada como dejar de mostrar interés por ella para tenerla loquita. Por eso, cuando, desaparecida Albertina, reaparece Gilberta, el primer amor del narrador, el cinismo de éste respecto al amor se revela más fulminante que nunca.
Pasados diez años ya no existen las razones que tenía uno para amar demasiado, el otro para no poder soportar un despotismo demasiado exigente. Sólo subsiste la conveniencia, y todo lo que Gilberta me hubiera negado en otro tiempo me lo concedía ahora fácilmente, sin duda porque ya no la deseaba. Y lo que le había parecido intolerable, imposible: estaba siempre dispuesta a venir a mí, nunca con prisa de dejarme, sin que nos dijéramos nunca la razón del cambio; es que había desaparecido el obstáculo: mi amor.
 A veces sueño con tener esa suerte, con volver a encontrarme un día con *** y demostrarle que ya no me interesa. Que todo lo que sentí por ella hace más de veinte años no terminó, porque en realidad nunca existió. Que soy mucho más fuerte que antes, porque me he vuelto un cínico. Que no me sorprenderá su tardía confesión sobre su naturaleza gomorriana, pues la sospeché desde hace mucho tiempo, y Proust me la ha confirmado. Que me alegro de verla feliz y, sobre todo, de que lo nuestro se quedara en nada. En definitiva, como, si no me equivoco, señala en algún momento el narrador en un pensamiento terrible que me viene ahora a la mente, pero cuyas palabras exactas no apunté: que no quisiera morirme antes de poder demostrarle que nunca la quise. Cosas que Proust le saca a uno.

Separación (1896), de Edvard Munch

Y sentí una vez más, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es impotente para desear otra cosa, ni siquiera otra cosa mejor que lo que hemos poseído; después, que es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona muerta,  más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de la ausente. De suerte que incluso el parecido con Albertina de la mujer elegida, el parecido, si lograba obtenerlo, de su cariño con el de Albertina sólo lograba hacerme sentir más la ausencia de lo que, sin saberlo, había buscado, y que era indispensable para que renaciera mi amor; lo que había buscado, es decir, Albertina misma, el tiempo que vivimos juntos, el pasado que, sin saberlo, buscaba.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Del rey Arturo, el travestismo y otras cosas del viajar


A veces sucede con los planes vacacionales lo mismo que con esos planes lectores del 1 de enero que algunos gustan de hacer. El año pasado, por estas fechas, me prometía que este verano aprovecharía mi viaje anual a las Cotswold para visitar Slad, la aldea de Laurie Lee, y también que pasaría un día en Lyme Regis, el pueblo de La mujer del teniente francés, buscando fósiles con mi hijo. Pero en un caso por falta de tiempo (una semana menos), y en otro, por una confabulación del destino, esos y otros planes han tenido que volver a posponerse, por lo que, como veréis, mis paseos veraniegos no han encontrado esta vez tantos ecos literarios como el año pasado. Lo que significa que el que viene los emprenderemos con más ganas, si cabe.

Respecto a Slad y el destino, nada más prosaico y, al mismo tiempo, incitante. Con un día libre por delante, dado que los suegros se iban a celebrar su aniversario de bodas en Londres con la representación de dos minióperas de Ravel (!), me dije "hoy vamos a Slad". Así que cogí un mapa, y dos y tres. No eran mapas a escala 1:2, de acuerdo, pero sí mapas locales. Por ello, no deja de sorprenderme que en ninguno de ellos figurara el valle de Slad. ¿Será un valle fantasma? ¿Consiguió Lee detener en el tiempo aquel pequeño valle hasta el punto de que ha desaparecido de los mapas? El año que viene saldremos de dudas. Porque además volveré con pasión renovada, dado que este verano me ha traído en la maleta la segunda parte de la trilogía autobiográfica de Lee, As I walked out one midsummer morning.

 El patio del New Inn, en Gloucester

Con Slad sin cartografiar y el día algo encapotado, decidimos aventurarnos hasta Gloucester, donde nunca habíamos estado y que, al fin y al cabo, está bien cerca de Nailsworth. Poco sabía yo de Gloucester, y el nombre, quizá porque lo asocio con el pobre personaje de El rey Lear al que le arrancan los ojos, no me daba buenas sensaciones. Es más, la tenía por una ciudad gris, feúcha y aburrida. Y una vez más, salgo de mi ignorancia y descubro otro motivo más (y van) para visitar Gloucestershire (conste que no trabajo para la oficina de turismo del lugar). Gloucester es una ciudad estupenda para pasar un día, y tiene una catedral la mar de chula con unos claustros impresionantes que habréis visto en las pelis de Harry Potter. Paseando por sus calles, se topa uno con preciosas casas de la época Tudor, y si atraviesa la entrada del pub New Inn, se encontrará con el patio medieval con galerías mejor conservado de toda Gran Bretaña. Se cree que Shakespeare y su compañía llegaron a actuar en ese patio. ¿Representarían allí El rey Lear?

Uno de los claustros de la Catedral

El puerto de Gloucester es otro de sus grandes atractivos. Es muy parecido al puerto de Liverpool, y al igual que éste, se ha convertido en un importante centro comercial y de ocio, y los antiguos almacenes son hoy bares, restaurantes, apartamentos y tiendas. Entre estas últimas, destaca una preciosa tienda de antigüedades, donde podéis encontrar de todo. Se podía comprar hasta un semáforo.

Los almacenes de la zona portuaria, hoy convertidos en apartamentos

Al igual que hizo la ciudad de Bristol con Gromit hace un par de años, cuando sembró la ciudad de enormes esculturas pintadas por diferentes artistas para así incitar a los visitantes a descubrir rincones fuera de las rutas habituales, en Gloucester éste fue el verano de Scrumpty. De aquí a unos días dará comienzo el mundial de rugby, y Gloucester será una de las sedes. Scrumpty, la mascota, es un balón de rugby y sus esculturas, desperdigadas por toda la ciudad, las han decorado los alumnos de diferentes escuelas. Mi hija la pequeña se lo pasó pipa buscándolas todas.

Un Scrumpty en la zona del puerto

Los ingleses tienen unas formas de pasárselo pipa que no abundan mucho por aquí. Para empezar, el cricket. George Mikes era un autor cómico inglés cuyo origen húngaro le permitía ver a los británicos con cierto distanciamiento. Decía Mikes, comparando a los ingleses y a los "continentales", es decir, los europeos: "many continentals think life is a game; the English think cricket is a game". Supongo que, en el terreno deportivo, mi sangre inglesa no podría estar más diluida, pues nunca entenderé el atractivo de un coñazo tan soberano como el cricket. Por favor, un deporte que se juega con chaleco de lana... Y por eso no fuimos a ver un partido de cricket, sino a una jornada de eventing, que por lo visto tiene traducción y todo: concurso completo. En fin, si estáis tan perdidos como yo, se trata de caballos. Caballos corriendo, caballos saltando, niños jinetes, carreras de carros, y toda las cosas que se os ocurran que se pueden hacer a cuatro patas. O casi todas. Hay gente que llega a acampar, ya que el concurso dura hasta tres días. Es, en fin, uno de esos entretenimientos tan puramente británicos que no veréis un solo turista.


Como ya señalé el año pasado, cada vez se ven más turistas españoles en Nailsworth, que tiene un centro tan pequeñito que es inevitable encontrarse con ellos. Son, de momento, bastante inofensivos, sin duda por su espíritu pionero. Dicho espíritu, sin embargo, todavía no los lleva sinuosa y empinada carretera arriba, hasta el precioso pueblo de Minchinhampton, famoso sobre todo por su common, o tierra comunal. Este inmenso common forma parte del National Trust, es decir, es un lugar de interés histórico o belleza natural, y merece la pena visitarse para pasear y disfrutar de las impresionantes vistas con un helado de la furgoneta que siempre hay por ahí. Eso sí, id con buen calzado, porque el suelo está plagado de regalos vacunos. Y es que en este common, las vacas mandan, y los jugadores de golf tienen que someterse a ellas.

Golf y vacas

El Minchinhampton common es también, todos los veranos, el lugar donde se instala el Giffords Circus, un circo que en pocos años se ha labrado un enorme y merecido prestigio. El Giffords monta excelentes y divertidísimos espectáculos con títulos como "Guerra y Paz", espectáculo que narraba la desastrosa entrada de Napoleón en Moscú desde el punto de vista de una familia de aristócratas; o "Lucky 13", sobre una refinada ópera en la que irrumpe un ruidoso grupo de titiriteros transilvanos. El espectáculo que fuimos a ver el años pasado giraba alrededor de la mitología griega, y el de este año se llamaba "Moon songs". Si en verano andáis por allí, no os los perdáis. Aunque sólo sea por ver al genial payaso Tweedy en acción, un payaso de los que hacen reír. Que no todos saben.


Una semana menos no significa sólo menos días para hacer cosas y explorar, sino que además los compromisos familiares están mucho más apretujados. Para Lyme Regis, sencillamente, no hubo tiempo. No obstante, uno de los planes que teníamos, el de visitar la abadía de Glastonbury, sí lo hemos llevado a cabo, y es altísimamente recomendable. Así que dejemos las Cotswold y emprendamos rumbo al sur, a Somerset.
 
Una preciosa imagen antigua de la abadía de Glastonbury

Ya en mi entrada del año pasado mencioné el aspecto hippy, mágico y espiritual de Glastonbury, que hace de sus escaparates un paraíso de elfos, druidas, Morganas y hierbas curalotodo. Ello se debe a la relación de la ciudad con las leyendas artúricas, leyendas que en última instancia se remontan al bíblico José de Arimatea.

José de Arimatea lleva el grial a Inglaterra

José de Arimatea es ese misterioso personaje que aparece de manera casi fugaz en los cuatro evangelios canónicos, y que, según éstos, hizo descender el cuerpo de Cristo para darle sepultura. Otras fuentes, como los evangelios apócrifos, apuntan que además conservó el sudario de Cristo y recogió su sangre en el Santo Grial. Cuenta el Evangelio según Nicodemo que José, encarcelado por los judíos por haber enterrado el cuerpo de Jesús, recibe la milagrosa ayuda de éste para escapar de su encierro. De allí, parte hacia occidente para, años más tarde, recalar en Glastonbury, adonde lleva el grial y donde funda la primera iglesia consagrada a la virgen. (Algunas versiones son aún más fantasiosas, pues cuentan que antes José visitó Glastonbury acompañado de Jesús cuando éste era un niño). Y el grial, naturalmente, es esencial en el ciclo artúrico, si bien no apareció hasta que lo introdujo Chrétien de Troyes.

El Pozo del cáliz, en Glastonbury, donde José de Armiatea escondió el Santo Grial

 Pues bien, la abadía de Glastonbury, que hemos visitado este verano, y donde se puede pasar, tan grande e interesante es, todo un día, es el lugar donde, se nos dice, en 1191 los monjes encontraron los cuerpos de Arturo y Ginebra junto a la capilla. Casi un siglo más tarde, los trasladaron, en presencia de Eduardo I, al interior de la abadía, donde su tumba permaneció hasta que en 1539, en virtud de la disolución de los monasterios, iniciada bajo el reinado de Enrique VIII, se confiscaban todas las propiedades de la iglesia. ¿Qué harían Cromwell y compañía con esa tumba?
  

El último abad de Glastonbury, Richard Whiting, acusado de traición por su lealtad a Roma, padeció el castigo reservado a los condenados por traición: fue ahorcado, arrastrado y descuartizado en Glastonbury Tor. Su cabeza fue expuesta en la desierta abadía, y sus miembros, en las principales ciudades de Somerset. Como veis, cada brizna de hierba de este rincón de Inglaterra emana historia. Y mientras tanto, mi lectura del verano era Wolf Hall, que transcurre justo en esos días.

El espino de Glastonbury, antes de que lo destruyeran unos gamberros

Otras de las historias que se cuentan sobre José de Arimatea en estas tierras es la del espino de Glastonbury, un tipo de espino común que florece dos veces al año. Según la leyenda, José se tumbó en la tierra para dormir y dejó el cayado a su lado. Para asombro de los lugareños, el cayado echó raíces y floreció. Este tipo de espino se ha conservado desde la antigüedad gracias a la propagación mediante injertos, y todos los años se cortaba una ramita y se enviaba a Buckingham Palace para la mesa de Navidad de la Familia Real. El espino que se plantó en la colina de Wearyall para reemplazar al árbol original, destruido durante la Revolución inglesa, corrió hace cinco años la misma suerte a manos de unos vándalos, en un acto que causó consternación en la ciudad.

El niño del vestido, inédito en España

Este verano ha sido también el de la consolidación de David Walliams como uno de los autores de cabecera de mis hijos. Probablemente hayáis visto sus libros en nuestras librerías, y supongo que se estarán vendiendo con merecido éxito. Pero la verdad es que en Inglaterra Walliams es un auténtico fenómeno de ventas. Desde 2008 ha publicado siete libros y está a punto de salir el octavo. Los tenemos todos en casa y los dos mayores no paran de leerlos y releerlos. Naturalmente, cuando un autor infantil tiene un éxito tan grande, es inevitable que prensa y mundillo editorial lo aclamen y etiqueten como el nuevo Roald Dahl, y más si las ilustraciones, como en el libro del que os voy a hablar, corren a cargo de Quentin Blake. Ahora, ¿son justas esas comparaciones? Pues a mi juicio son, aparte de odiosas, tontas, pero dan una idea de la relevancia que tiene Walliams en este momento. Lo cierto es se trata de unos libros muy divertidos que transmiten valores fundamentales de respeto sin caer nunca en el sermón ni la cursilería. El paso del tiempo dirá qué lugar debe ocupar Walliams en la literatura infantil, aunque dudo que éste esté cerca de Dahl. A diferencia de éste, cuyos libros son intemporales, y se disfrutan hoy tan bien como hace cuarenta años, Walliams se dirige claramente a una audiencia infantil del siglo XXI. Y esta contemporaneidad es un arma de doble filo.

David Walliams, a su aire

Walliams trata algunos temas poco habituales en la literatura infantil, y hace referencias a la cultura de masas, la telebasura y la sexualidad, todo ello con gran desparpajo y naturalidad. Ésa es, como digo, su gran virtud, aunque, como es de esperar, escandalice a algunos padres. Su primer libro, sin ir más lejos, toca el tema del travestismo mientras nos cuenta la historia de Dennis, un niño que vive con su padre, camionero deprimido tras su divorcio, y su hermano mayor. Dennis, que añora terriblemente a su madre, siente pasión por el fútbol y es la estrella del equipo de la escuela, pero también tiene una pasión oculta: las revistas de moda para mujeres. El libro se titula The boy in the dress, "El niño del vestido", y, como digo, integra con absoluta naturalidad el tema del travestismo en lo que no es más que una historia de iniciación divertida, muy bien narrada, con momentos emotivos y personajes entrañables, sobre ese difícil momento de la vida, justo antes de la adolescencia, en que no sabemos quiénes somos, y preferimos morir a pasar vergüenza. ¿Un libro para niños que habla del travestismo? Puede ser sorprendente, sí. Os sorprenderá bastante menos saber que en cierto país se han publicado todos los libros de Walliams menos éste. Y es que aquí somos mu machos.

Fotograma de la adaptación de la BBC

El autor se permite bromear sobre sí mismo cuando habla de los tacones altos. "Es muy difícil andar con tacones", dice, "aunque eso, querido lector, yo no lo sé por propia experiencia, claro está". Walliams, de hecho, es conocido por su afición al travestismo, no sólo en su faceta de actor en Little Britain, sino también en su vida privada. Asimismo, hace unos meses se divorció, tras cinco años de matrimonio, de la modelo Lara Stone, quien adujo que la causa de la ruptura había sido el afeminamiento de su señor esposo. Los heterosexuales a los que no nos interesa la vida sexual de los demás solemos desconocer muchas cosas al respecto. Servidor, por ejemplo, pensaba que el travestismo era una actividad propia de homosexuales, y resulta que más bien todo lo contrario. Como digo, la vida privada de los otros no es un tema que me interese especialmente, así que a otra cosa, mariposa (no pun intended).

Un rinconcito del bookbarn, donde todos los libros están a una libra

Mi recorrido por las charities y el bookbarn este año contaba con algunas restricciones, siempre difíciles de poner en práctica. Peso y espacio se convierten en un verdadero problema cuando tienes que hacer maletas para dos adultos y tres niños en un circuito Barcelona-Bristol-Alicante-Almería-Barcelona, así que las compras este año han sido bastante reducidas. Helas aquí.


Empezando por abajo:

- I, Claudius y Claudius the god. Es decir, en inglés y en un volumen. Por una libra no está mal, ¿no?

- On the shores of the Mediterranean, de Eric Newby. Newby es uno de los grandes de la literatura de viajes. No lo he leído jamás, pero su nombre siempre aparece en cualquier estantería inglesa.

- We were the Mulvaneys (traducida en español como ¿Qué fue de los Mulvaney?), de Joyce Carol Oates, una novela muy buena que ya me he leído y de la que supongo que caerá reseña.

- The handmaid's tale, de Margaret Atwood. No he leído nada de esta autora, tan elogiada por todos.

- Strange life of Ivan Osokin, de P.D. Ouspensky. ¡Cómo me gusta descubrir autores rusos de los que jamás había oído hablar! Este libro cuenta la historia de un hombre que, ¿dichoso él?, tiene la oportunidad de volver a vivir su vida y corregir los errores cometidos. Qué ganas tengo de hincarle el diente.

- The collector, de John Fowles. Junto con El mago y La mujer del teniente francés, ésta es una de las grandes obras de Fowles, y muchos la conoceréis por la película que se hizo.

- The Goloviovs, de Mikhail Saltykov-Shchedrin, un clásico ruso del XIX que hasta ahora no he tenido ocasión de leer.

- As I walked out one midsummer morning, de Laurie Lee. Como ya os he dicho más arriba, ésta es la segunda parte de la trilogía autobiográfica de Lee. En este volumen nos habla, entre otras cosas, de las andanzas del autor en España justo antes de la Guerra Civil.


Y esos libros de lomo negro que hay a la derecha:

- Sagas vikingas varias, de ésas que es tan difícil encontrar aquí. Aparte de King Harald's saga, que compré el año pasado, los otros los vi todos juntitos en el bookbarn. Irresistible. Se prevé una temporada vikinga.

- The mabinogion. Otra joya de Penguin Classics. Jamás había oído hablar de esta obra magna de la literatura galesa, que además es nada menos que la primera obra literaria en prosa de Gran Bretaña. Y tiene una pinta estupenda.

En fin, que entre aviones, Enrique VIII, la campiña inglesa y tierras almerienses, este verano no ha dado para más.

sábado, 5 de septiembre de 2015

El ala oeste de Windsor


Mi nunca lo bastante venerado Paulo Coelho dijo en una ocasión que sólo hay cuatro tipos de historias: una historia de amor entre dos personas, una historia de amor entre tres personas, una lucha por el poder, y un viaje. No es mi intención enmendar al maestro, pero en mi humilde, todas las historias se reducen, en esencia, a un único motivo: un conflicto. El nudo, lo llamaba algún clásico. ¿Qué es un viaje, por ejemplo, si no un conflicto entre partida y destino, entre camino y caminante? 

Y conflictos, en Wolf Hall (al igual que a Jorge, me duele la traducción del título que ha hecho la editorial Destino) hay para alquilar sillas (una expresión del catalán que siempre me ha gustado; algo así como "para dar y vender"): Enrique contra Catalina, Catalina contra Ana Bolena, Moro contra Cromwell, Inglaterra contra Francia, Enrique contra el Papa... En definitiva, una época con la que el lector del siglo XXI está perfectamente familiarizado. Pero, por mor de este afán de reduccionismo que me domina hoy, todos estos conflictos que pueblan Wolf Hall podrían de nuevo resumirse en uno solo: el pasado contra el futuro, o dicho de otra forma, el oscurantismo medieval contra el progreso del Renacimiento.
 “Digamos que te haré trizas. Yo y mis amigos banqueros."¿Cómo se lo puede explicar? El mundo no lo dirigen quienes piensa. No está dirigido desde cuarteles fronterizos, ni siquiera desde Whitehall. El mundo está dirigido desde Antwerp, desde Florencia, desde sitios que jamás ha imaginado; desde Lisboa, desde donde barcos con velas de seda parten hacia poniente y arden al sol. No desde las murallas de los castillos, sino desde las casas de contabilidad, no lo dirige el toque de corneta, sino el clic del ábaco, no el chasquido del mecanismo del fusil sino el ruido del trazo de la pluma sobre el pagaré por el importe del fusil, el armero, la pólvora y el disparo.”
James Bainham, hereje. Eran otros tiempos, dicen

Wolf Hall se adentra en aquellos años fascinantes que marcaron de forma inequívoca el curso de la historia, y lo hace centrándose en Thomas Cromwell, un personaje que habitualmente queda en la sombra que proyectan sus grandes contemporáneos, Enrique VIII o Tomás Moro. De este último, ya hablamos aquí, aunque hay que señalar que Mantel es bastante menos benévola con el martillo de herejes de lo que lo es Peter Ackroyd. El Moro que vemos en Wolf Hall es un auténtico sádico, aunque, todo hay que decirlo, lo vemos, como todo lo demás, a través de los ojos de Cromwell, que, si no era exactamente su enemigo, sí era el macho alfa rival en la corte. Hay una escena magistral en la que se cruzan las infancias de Cromwell y Moro. Años más tarde:

"Piensa, yo te recordaba, Tomás Moro, mas tú no te acordabas de mí. Ni siquiera me viste venir."
Eso sí, al igual que en la biografía de Ackroyd, Moro cobra una gran dignidad cuando, al final de sus días, antepone sus principios a su propia vida. Se me ocurre, sin embargo, que en nuestra época dicha actitud, lejos de parecernos heroica, se nos antoja bastante siniestra. ¿Acaso el Moro que, convencido de que su pasaporte al cielo está en regla, abraza la muerte con fe y un entusiasmo no exento de temor, acaso es tan diferente del asesino que se revienta en un autobús repleto de gente mientras el sueño de las vírgenes que el Profeta le ha prometido le dibuja una sonrisa en los labios? Bueno, no divaguemos. Tomás Moro, en todo caso, es, como en el libro de Ackroyd, un personaje suculento, y sus duelos con Cromwell no sólo echan chispas sino que, además, son chispeantes. 

Antología de las rabietas de Enrique en Los Tudor
No he visto esta serie, pero este Enrique no me lo creo

Enrique VIII es la otra gran figura que, junto con Moro, siempre ha hecho sombra en la Historia a Cromwell. Todos sabemos lo que creemos saber de este rey, a saber, que se casó seis veces y que sus esposas tenían muy ocupado al verdugo (en realidad, "sólo" hizo decapitar a dos de ellas). La Historia nos lo muestra como un tipo tan bruto como inseguro, y tan lujurioso como insatisfecho. Lo cierto es que, si Moro puede representar ese oscurantismo medieval del que hablábamos antes, y Cromwell, al hombre ilustrado, viajado y hecho a sí mismo que arma su propio destino, Enrique estaría quizá entre los dos. Por una parte, personificó como pocos monarcas al hombre del Renacimiento: poseedor de una vasta cultura, fue también poeta, compositor, deportista y hasta se daba ínfulas de arquitecto. Por otra parte, cuesta calificar de humanista a un hombre que tenía el hacha tan fácil. Y paradójicamente, uno tiene la impresión de que, desde el punto de vista de la psicología del personaje, Enrique VIII, quizá debido a su transparencia, resulta bastante menos interesante que cualquiera de los que le rodeaban, algo que, por otra parte, sucede con frecuencia en los círculos del poder. También lo entiende así Hilary Mantel, para quien los actos de Enrique y las decisiones que creía tomar siempre tienen más peso que su pensamiento.
"Está muy bien hacer planes para lo que harás dentro de seis meses, o lo que harás dentro de un año, pero de nada sirve si no tienes un plan para mañana."

El gran Charles Laughton. Esto ya es otra cosa

"Everyone is called Thomas", dice uno de los personajes. Efectivamente, aparte de Cromwell, la galería de Thomases en la corte de Enrique incluye a Wolsey, Moro, Audley, Cranmer, Bolena  y algún otro. Pero no es esa competencia onomástica lo que hace tan admirable el ascenso de nuestro héroe hasta codearse con su majestad y convertirse en el hombre más influyente del reino, sino sus orígenes, no excesivamente humildes, pero sí intolerablemente plebeyos. Los nobles recelan de este personaje, al que se refieren despectivamente como "ese hijo del herrero". 

 Walter Cromwell

Lo poco que se sabe de la infancia y juventud de Cromwell juega a favor de la autora, que no obstante, no aprovecha esa escasez de datos para dar rienda suelta a su imaginación. Antes al contrario, Mantel intenta en todo momento ceñirse a los datos históricos. Así, el retrato de su padre, un salvaje energúmeno capaz de apalear a su hijo y dejarlo tirado en mitad de la calle, no requiere largos vuelos de la imaginación. De hecho, sabiendo que la casa de Walter Cromwell, herrero, cervecero y amo de una taberna, se encontraba en Putney Heath, a la sazón notorio por sus bandoleros, y que él mismo había tenido frecuentes problemas con las autoridades, no cuesta mucho añadirle al personaje el detalle de su carácter violento. En la novela, después de dejar al pequeño Cromwell magullado y cubierto de sangre, nos encontramos a un hombre ya hecho y relativamente derecho de cuyos años mozos la autora nos irá sirviendo jugosos retazos. De esta manera, sus días de pendenciero y mercenario por Europa, de los que muchos lectores -equivocadamente, como veremos a continuación- querrían saber mucho más, los vemos a esporádicas pinceladas a través de sus recuerdos, o de las conversaciones con otros personajes. 

Hans Holbein el Joven , el hombre que los retrató a todos

Hay que hablar ahora de lo que esta novela no es. Wolf Hall no es la biografía de Thomas Cromwell, sino el retrato de un hombre al que conocemos en un período concreto de su vida y de la historia, en el momento en que juega el papel de mano derecha del cardenal Wolsey. Cómo ha llegado hasta allí no es tan importante como lo que va a ver, oír y, con mucha discreción, hacer a partir de entonces. Como quizá intuyáis por el título de la entrada, la obra de Mantel es una fascinante visión de los entresijos de la corte de Enrique VIII, de momentos históricos como la caída de Wolsey (que Cromwell no perdonará), la expropiación de los bienes de la iglesia, la aparición de la pérfida Ana Bolena, la excomunión de Enrique, la caza de herejes y de biblias traducidas al inglés, y demás. Es también un excelente retrato de personajes tan interesantes como Catalina de Aragón y su hija María, el pintor  y amigo de Cromwell Hans Holbein; secundarios de la historia como el obispo Stephen Gardiner, encargado de decirle al papa "que dice mi rey que se quiere divorciar", y tantos otros ya mencionados de entre una inagotable galería.

La caída de Thomas Wolsey, momento crucial en la historia. Aquí, Wolsey se desprende del sello Real

Pero sobre todo, y a modo de advertencia, hay que decir que Wolf Hall no es una novela histórica. Sospecho que las escasas opiniones negativas que cosecha en foros y páginas de estrellitas se deben a que esos lectores emprendieron la lectura esperando algo muy diferente. Para empezar, no me da la impresión de que el objetivo primordial de Hilary Mantel, a pesar de que se documentó de manera extraordinaria (y aun así, comete algún desliz como "San Diego de Compostela"), haya sido recrear toda una época, algo que, admito discrepancias, es propio de ese tipo de novelas. Su interés casi exclusivo es ahondar en la psicología de sus personajes, y, de esto no me cabe duda, mostrarnos cuán poco ha cambiado la política en estos últimos cinco siglos.
  
"Ningún dirigente en la historia del mundo se ha podido jamás permitir uba guerra, Las guerras no son asequibles. No hay príncipe que diga, 'éste es mi presupuesto, así que éste es el tipo de guerra que puedo librar'."

El chico callado de la clase que siempre saca matrículas, retratado por Holbein

Además, Wolf Hall no tiene ese aire épico que suele caracterizar a las novelas históricas, y su lectura exige un alto nivel de concentración (no, no estoy menospreciando la novela histórica). Sin ir más lejos, parece ser que en inglés el uso del pronombre "he" causa especial irritación, y es cierto que hace falta un tiempo para acostumbrarse al estilo de la autora. Pero el fruto del esfuerzo, que al fin y al cabo no lo es tanto, es una inolvidable inmersión en ese mundo oscuro, peligroso, traicionero del que Cromwell y otros intentan emerger para alcanzar de lleno la Edad Moderna. ¿Lo hacen movidos por el humanismo? Ésa es una de las grandes cuestiones que plantea el libro y que le confiere una, no sé si rabiosa, pero sí gran actualidad. ¿Qué mueve a los poderosos? ¿Sus ideales? ¿O más bien, como solemos pensar, el afán de más poder? ¿La venganza, quizá? Mantel logra hacer de Cromwell un personaje sutil, complejo, enigmático y desagradablemente atractivo que, afortunadamente, no responde de manera clara a ninguna de esas preguntas.

"Son nuestra virtudes las que nos hacen; pero las virtudes no bastan, en ocasiones debemos desplegar nuestro vicios."



La autora y sus personajes

Mantel ganó con esta novela el premio Booker y volvió a ganarlo con Bring up the bodies (en español, Una reina en el estrado), la segunda parte de lo que será una trilogía. Frotándome las manos estoy.

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