En una ocasión, cuando se encontraba entre los indios caduveos, Lévi-Strauss distribuyó, como quien reparte caramelos entre los niños, papel y lápices con los que, nos cuenta, al principio los indígenas no hicieron nada.
Después, un día, los vi a todos ocupados en trazar sobre el papel líneas horizontales onduladas. ¿Qué querían hacer? Tuve que rendirme ante la evidencia: escribían, o más exactamente, trataban de dar al lápiz el mismo uso que yo le daba, el único que podían concebir, pues no había aún intentado distraerlos con mis dibujos. Para la mayoría, el esfuerzo terminaba aquí.
Resulta fácil imaginar a los indígenas entretenidos intentando imitar a ese blanco que desde hace unos días se ha unido a la tribu, que va vestido tan raro y que se pasa las horas escuchando y llenando de extrañas rayas un cuaderno de notas. Pero lo interesante viene ahora.
Pero el jefe de la banda iba más allá. sin duda era el único que había comprendido la función de la escritura: me pidió una libreta de notas; desde entonces, estamos igualmente equipados cuando trabajamos juntos. Él no me comunica verbalmente las informaciones, sino que traza en su papel líneas sinuosas y me las presenta, como si yo debiera leer su respuesta. Él mismo se engaña un poco con su comedia; cada vez que su mano acaba una línea, la examina ansiosamente, como si de ella debiera surgir la significación, y siempre la misma desilusión se pinta en su rostro. Pero no se resigna, y está tácitamente entendido entre nosotros que su galimatías posee un sentido que finjo descifrar; el comentario verbal surge casi inmediatamente y me dispensa de reclamar las aclaraciones necesarias.
Un indígena bororo
Acto seguido, nos cuenta el autor, el jefe reunió a la tribu, sacó un papel cubierto de sus garabatos y fingió leerlo. Con esta pantomima, el jefe adjudicaba la lista de objetos que Lévi-Strauss debía dar a cada miembro de la tribu a cambio de los regalos ofrecidos, y conseguía, sobre todo, asombrar a sus compañeros, demostrarles que sólo él era capaz de entender y participar de la magia de la escritura, y consolidar así su autoridad sobre ellos.
Esta fascinante anécdota lleva al autor a reflexionar sobre el papel que la escritura ha tenido en el progreso, y sus conclusiones resultan sorprendentes.
Bien podría concebirse [la escritura] como una memoria artifical cuyo desarrollo debería estar acompañado de una mayor conciencia del pasado y, por lo tanto, de una mayor capacidad para organizar el presente y el porvenir, [mientras por otro lado] pueblos sin escritura, que, impotentes para retener el pasado más allá de ese umbral que la memoria individual es capaz de fijar, permanecerían prisioneros de una historia fluctuante a la cual siempre faltaría un origen y la conciencia durable de un proyecto.
Lévi-Strauss no acepta esta idea tan aceptada y manida, y aduce el ejemplo del neolítico, una de las fases más creadoras de la historia.
En el neolítico, la humanidad cumplió pasos de gigante sin el socorro de la escritura; con ella (la escritura), las civilizaciones históricas de Occidente se estancaron durante mucho tiempo. (...) Sin duda, mal podría concebirse la expansión científica de los siglos XIX y XX sin escritura. Pero esta condición necesaria no es suficiente para explicar el hecho.
Una familia poligámica nambiquara
Pero el etnógrafo va aún más allá.
El único fenómeno que [la escritura] ha acompañado fielmente es la formación de las ciudades y los imperios, es decir, la integración de un número considerable de individuso en un sistema político, y su jerarquización en castas y en clases. Tal es, en todo caso, la evolución típica a la que se asiste, desde Egipto hasta China, cuando aparece la escritura: parece favorecer la explotación de los hombres antes que su iluminación. (...) Si mi hipótesis es exacta, hay que admitir que la función primaria de la comunicación escrita es la de facilitar la esclavitud.
He creído conveniente citar de manera extensa este pasaje como ejemplo de lo que el lector se encuentra en este fascinante clásico, no ya de la etnografía ni la antropología, sino de la literatura. Partiendo de su observación de unas comunidades que, en la mayoría de los casos, jamás han mantenido ningún tipo de contacto con la "civilización", Claude Lévi-Strauss (1908-2009) reflexiona sobre sus viajes anteriores, sobre la historia, la política, el arte, las ciudades o la psicología, entre otros muchísimos temas. Se trata de unas reflexiones que uno quizá no siempre comparta, y algunas de ellas, como su severo juicio al Islam, sorprenden (¿o quizá no?) por su franqueza y severidad, pero de lo que no cabe duda es de que su pensamiento es siempre brillante, original y, con frecuencia, provocador, y consigue que este lector caiga rendido, abrumado y maravillado.
En el panteón de las primeras frases inolvidables, allí, junto a Llamadme Ismael o Todas las familias felices, figura la irónica afirmación de este explorador, científico, antropólogo y aventurero, que abre la obra de esta guisa:
Odio los viajes y los exploradores.
No satisfecho con ello, el autor continúa su diatriba, extendiéndola a las conferencias y los librosde viajes. Desde el primer momento nos conquista, no sólo por su estilo fresco y un tanto lenguaraz, sino por el modo en que sus palabras y sus ideas sobre el viaje y la aventura parecen haber sido escritas ayer mismo. Naturalmente, la idea de que ya no quedan aventuras en el mundo lleva repitiéndose desde hace décadas, si no siglos, pero el argumento de Lévi-Strauss no se limita a lamentar la desaparición de lugares por descubrir, sino al espíritu de los tiempos, y en estas primeras páginas no habla tanto de la experiencia del viajero como de los que bebemos con avidez y creemos iluminarnos con el fruto de esa experiencia. Unas líneas más abajo veréis en qué términos los hace.
En esta primera sección, titulada "El fin de los viajes", se manifiesta ya el tono elegíaco del libro, tono que está presente hasta el mismo final, donde cuestiona con amargura el valor de todo lo experimentado y escrito. Así, en el último capítulo, "El regreso", nos confiesa:
En este oficio, el investigador se atormenta: ¿ha abandonado quizás a sus amigos, su medio, sus costumbres; ha comprometido su salud tan sólo para hacer perdonar su preencia a algunas docenas de desgraciados condenados a una extinción próxima, principalmente ocupados en despiojarse y en dormir, y de cuyo capricho depende el éxito o el fracaso de su empresa?
La siesta de los nambiquara, la tribu más "primitiva" que estudió
Lévi-Strauss establece una analogía entre el viaje y los ritos de iniciación, tan comunes en sociedades tribales. Como es sabido, dichos ritos cumplen la función de permitir la entrada del joven en el mundo adulto o de otorgarle un poder, como puede ser, entre otros, adquirir sabiduría o alcanzar el favor de un espíritu animal que le proteja o le confiera ciertos privilegios. El rito de iniciación, sin embargo, parte de una curiosa paradoja:
Del grupo aprenden su lección los inidividuos; la creencia en los espíritus guardianes es un hecho del grupo, y la sociedad toda entera es la que señala a sus miembros que para ellos no existe oportunidad alguna en el seno del orden social si no es al precio de una tentativa absurda y desesperada para salir de él.
Y como bien señala, tanto el rito como esa misma paradoja pueden observarse en nuestra sociedad.
También a nuestros adolescentes, desde la pubertad, se les da venia para obedecer a los estímulos a los cuales todo les somete desde la primera infancia, y para franquear de cualquier manera la influencia momentánea de su civilización. Puede ser hacia arriba, por la ascensión de alguna montaña, o hacia lo profundo, descendiendo a los abismos; también horizontalmente, aventurándose hasta el corazón de regiones lejanas. Finalmente, la desmesura que se busca puede ser de orden moral, como ocurre en aquellos que voluntariamente se exponen a situaciones tan difíciles que los conocimientos actuales parecen excluir toda posibilidad de supervivencia.
¿Sigue teniendo validez tal afirmación? Sería interesante saber si, a la embarazosa vista de nuestros adolescentes cuarentones, el etnólogo se replantearía algunas de sus teorías. En todo caso, si, como a mí, os cuesta reconocer en este párrafo a nuestros jóvenes, el autor nos da a continuacion un ejemplo esclarecedor.
Como en nuestro ejemplo indígena, el joven que durante algunas semanas o meses se aísla del grupo para exponerse, ya con convicción y sinceridad, ya, por el contrario, con prudencia y astucia (...), a una situación excesiva, vuelve dotado de un poder que entre nosotros se expresa por artículos periodísticos, importantes tiradas y conferencias en salas de prensa repletas, pero cuyo carácter mágico se encuentra atestiguado por el proceso de automistificación del grupo. (...) Pobre presa cazada en las trampas de la civilización mecánica, ¡oh, salvajes de la selva amazónica!, ¡tiernas e impotentes víctimas!; puedo resignarme a comprender el destino que os anonada, pero de ninguna manera a ser engañado por esta brujería más mezquina que la vuestra, que ante un público ávido enarbola álbumes en kodachrome en reemplazo de vuestras máscaras destruidas.
Y si no habéis tenido bastante, aquí tenéis otro ejemplo más de la maravillosa prosa de este antropólogo:
Predecesor pulido de estos matorraleros, ¿fui entonces el único a quien sólo cenizas quedaron en las manos? ¿Solamente mi voz daba testimonio del fracaso de la evasión? Como el indio del mito, fui tan lejos como la tierra lo permite, y cuando llegué al fin del mundo interrogué a los seres y a las cosas para encontrar su misma decepción.
Taperahi, el jefe tupí-kawaíb, y Kunhatsin, su mujer principal
No busquéis, pues, en este autor los lugares comunes que idealizan las sociedades indígenas mientras ponen a parir a Occidente. Y mira que habría podido hacerlo, pues sus experiencias entre "salvajes" tenían lugar en el mismo momento en que en el mundo civilizado se gaseaba a seis millones de personas. Pero Lévi-Strauss consideró, sabiamente, que pasarse años comiendo larvas, durmiendo al raso y con los pies cubiertos de llagas, merece un fruto más digno que un puñado de tópicos. Así, al final de su estancia entre los bororo, una tribu organizada alrededor de unos curiosos conceptos de simetría y reciprocidad, el autor sentencia:
¿Qué queda de todo eso? ¿Qué es lo que subsiste de las mitades, de las contramitades, de los clanes, de los subclanes, frente a la comprobación que las observaciones recientes parecen imponernos?(...) Tres sociedades que, sin saberlo, permanecerán para siempre distintas y aisladas, prisioneras de una soberbia disimulada a primera vista por instituciones engañosas, de tal manera que cada una de ellas es la víctima inconsciente de aritificios a los cuales ya no puede descubrirles un objeto. Los bororo se han esforzado en vano por desarrollar sus sistema en una prosopopeya falaz, no consiguieron desmentir esta realidad mejor que otros: la representación que una sociedad se hace de la relación entre los vivos y los muertos se reduce a un esfuerzo para esconder, embellecer o justificar, en el plano del pensamiento religioso, las relaciones reales que prevalecen entre los vivos.Si después de este párrafo pensáis que ya sabéis por dónde va el autor en su condena del relativismo moral y que, partiendo de esa postura, nada que diga os puede sorprender, os llevaréis un soberbio chasco cuando leáis lo que tiene que decir acerca de la antropofagia.
Debemos persuadirnos de que si un observador de una sociedad diferente considerara ciertos usos que nos son propios, se le aparecerían con la misma naturaleza que esa antropofagia que nos parece extraña a la noción de civilización. Pienso en nuestras costumbres judiciales y penitenciarias. Estudiándolas desde fuera, uno se siente tentado a oponer dos tipos de sociedades: las que practican la antropofagia, es decir, que ven en la absorción de ciertos individuos poseedores de fuerzas temibles el único medio de neutralizarlas y aun de aprovecharlas, y las que, como la nuestra adoptan lo que se podría llamar la antropoemia (del griego emein, "vomitar"). Ubicadas ante el mismo problema han elegido la solución inversa, que consiste en expulsar a esos seres temibles fuera del cuerpo social, manteniéndolos temporaria o definitivamente aislados, sin contacto con la humanidad, en estableciemientos destinados a ese uso. Esta costumbre inspiraría profundo horror a la mayor parte de las sociedades que llamamos primitivas; nos verían con la misma barbarie que nosotros estaríamos tentados de imputarles en razón de sus costumbres simétricas.
Portada de la primera edición
Tristes trópicos es así de principio a fin. Un libro profundo, provocador, poético, que tiene mucho más de divagación personal sobre casi todo, que de tratado de antropología. Sin duda fue un gran acierto por parte del antropólogo belga dejar reposar sus experiencias y notas durante quince años, hasta su redacción final y publicación en 1955, pues la pátina final que cubre a Tristes trópicos no es sólo la del tiempo y la nostalgia, sino sobre todo la de la reflexión, la perspectiva, la madurez y cierto desencanto quizá inevitable al acercarse a la cincuentena. Considerando los recuerdos de mis propios viajes, me doy cuenta de que se ajustan perfectamente al viejo adagio sobre los libros, a saber, que con cada relectura nos encontramos con un libro diferente al que leímos hace diez años. Así, dejando de lado en qué momento de nuestra vida hicimos el viaje, nuestro recuerdo y nuestro balance, que nunca será definitivo, varían con los años. Por ello, el viaje a la India que recuerdo hoy no es el mismo viaje que recordaba al año siguiente de mi regreso. Lástima que me dejara en España el cuaderno de notas.
Desconozco qué habrá sido de los bororo, los mundé o los nambiquara, pero se me ocurre que el destino que les vaticina Lévi-Strauss es al mismo tiempo, de manera cruel, el triunfo de esta obra: quizá esas vidas, esos mitos, esas costumbres sólo continúen vivos en estas páginas.
Mi año lector no podía haber empezado mejor. Una joya.