Iglesia del Arcángel Miguel, en la región de Irkutsk
Los rusos. Cuánto nos gustan. Tolstoi, Dostoievski, Chéjov, Gógol... Uno podría pasarse la vida leyéndolos y no necesitaría mucho más para ser un lector más que feliz. Luego vino a estropearlo un poquito la revolución, que por lo menos nos dejó a sus Mayakovski, Esenin o Gorki. Llegaron a continuación los desencantados y protestones, con los monumentos literarios de Bulgakov, Mandelstam, Pasternak, Grossman o Solzhenitsin a la cabeza. Y cuando llegamos a los autores contemporáneos, la verdad es que nos vienen bastantes menos nombres a la cabeza, y de hecho aquí apenas hemos hablado de Victor Pelevin y Liudmila Ulitskaya.
Pero dentro de este siglo y medio de literatura quizá observéis una gran ausencia. No me refiero a un nombre concreto, sino a un grupo de escritores que debió de existir, y que sin embargo, quizá por una cuestión de prejuicios, fuera de Rusia son casi desconocidos. Me refiero a esos autores que llevaron a cabo su obra en la época soviética y que, a diferencia de los ya mencionados Bulgákov o Pasternak, no sufrieron censura ni represalias sino que, al contrario, en algunos casos ganaron Premios Stalin a porrillo. De estos autores, que, como podéis imaginar, fueron numerosísimos, apenas el nombre de Mijaíl Sholojov, con El Don apacible, resulta conocido del gran público fuera de Rusia. Otros autores, como Konstantin Simónov, de quien tanto habla Orlando Figes en su maravilloso Los que susurran, son perfectos desconocidos, pese a haber sido uno de los autores más laureados de la Unión Soviética.
Aunque en el caso de Simónov, y admito que hablo por referencias, este olvido parece justificado, es interesante señalar el prejuicio que nos hace tratar con cierta condescendencia a tantos autores que vieron su obra reconocida y premiada en el régimen soviético. Nos cuesta creer que si un autor no se enfrenta, sea abierta o veladamente, al régimen totalitario en el que vive, y más aún, si su obra goza de gran éxito en ese régimen, no merece el reconocimiento de la posteridad, que verá en él a un autor privilegiado por el poder y, en consecuencia, prescindible.
Pues no, señores. Si piensan ustedes que no se puede escribir buena literatura sin enfrentarse al poder, lamento decirles que se equivocan.
Valentín Rasputín recibiendo la Orden al Mérito por la Patria
Al igual que el legendario monje y curandero con quien comparte apellido pero no lazos familiares, Valentín Rasputín era oriundo de la región de Irkutsk, en Siberia. Tuvo una infancia feliz y bucólica entre ríos, taiga y un desarrollismo implacable que construía presas, reconducía ríos y trasladaba pueblos de valles a cimas, entre ellos aquél donde nació. Más adelante, en buena parte de su obra criticó esos gigantescos proyectos, que consideraba no sólo dañinos con la naturaleza sino intrínsecamente inmorales. Algunos, a su vez, han criticado al propio Rasputín por una falsa idealización de la vida rural.
Naturalmente, de la exaltación de la vida rural al nacionalismo más extremo a veces no hay más que un paso. Démoslo y veréis. Levantamos un pie, vemos el paraíso del terruño, la esencia del alma rusa, y antes de poner de nuevo el pie en el suelo hemos decidido que hay que protegerla y, para ello, echar fuera a los invasores. De hecho, Rasputín acabó militando en las filas de una asociación llamada Pamyat (Memoria), que se define a sí misma como un "movimiento popular cristiano ortodoxo patriótico nacional". Ahí es nada. Pero. Punto. El señor escribía bien. Muy bien.
A tenor del número de ediciones que se hicieron de este libro, Dinero para María debió de tener cierto éxito en su día, allá por finales de los años 70, aunque apenas se ha publicado nada más de él en España. Esta novelita breve tiene una trama muy sencilla, resumida perfectamente en el título. María, la esposa de Kuzmá, el protagonista, con quien tiene cuatro hijos, se ha visto envuelta, sin comerlo ni beberlo, en un caso de corrupción, y a no ser que consiga reunir mil rublos en cinco días, será arrestada, juzgada y presumiblemente condenada a prisión. María es incapaz de hacer frente a la situación y deambula por la casa con la mirada perdida. Así, es Kuzmá quien se propone reunir la cantidad, para lo cual empieza a pedir dinero a todos sus conocidos e incluso a su hermano, con quien no se ve desde hace años.
Rasputín está considerado el maestro de lo que se dio en llamar la "prosa rural", un movimiento literario que nació con el deshielo de Khrushov y que, aparte de retratar la vida tradicional en el campo, se caracterizó por alejarse de los principios del realismo socialista. Dinero para María transcurre en un koljós, aquel tipo de granja colectiva que nació con la Revolución y que, cual un hermano siamés de ésta, murió cuando lo hizo la URSS. El koljós es el escenario ideal para la novela ya que, además de proporcionar el entorno rural que tanto atraía al autor, la pequeña comunidad que lo habita, donde todos se conocen y no existen los secretos para nadie, aporta dramatismo al conflicto central. Un hombre que debe elegir entre su orgullo y el pelotón del destino.
Arengando a los koljosianos
La tragedia de Kuzmá y María es a todas luces injusta. Desde el primer momento María no quería hacerse cargo de la tienda del koljós, y posteriormente no fue consciente de la constante desaparición de bienes que han conducido a la enorme pérdida de la que se la acusa. Es evidente que las pérdidas se deben a la corrupción del sistema, donde, desde la producción hasta el distribuidor final, todos roban un poquitín aquí y otro poquitín allá. Sin embargo, no se advierte por parte del autor ni un ápice de crítica a ese sistema corrupto ni a esa justicia implacable que amenaza a María. Podría uno especular y sugerir que el autor soviético aceptaba las injusticias del sistema como uno acepta la injusticia de un cáncer. En todo caso, lo que interesa a Rasputín no son las imperfecciones del sistema sino las del alma humana. Y éstas, junto con su nobleza y una serie de grandes escenas y personajes, las retrata de forma impecable.
Dinero para María es muy fácil de encontrar en el mercado de segunda mano, pero sería de agradecer que alguna editorial se atreviera a reeditarla, así como sus otras grandes obras, Adiós a Matiora o Siberia, Siberia.
El mundo editorial español ha dispensado un trato aún peor a Vera Panova, autora de uno de esos libros que parecen infantiles (y que no lo son tanto) más populares en Rusia. Si no me equivoco, ni una sola de sus obras ha merecido ser publicada jamás en nuestro país, y sólo he encontrado un libro suyo en español, precisamente en la editorial rusa Progreso. El libro del que os voy a hablar se titula Seryozha, y es uno de esos libritos en los que vemos el mundo adulto a través de los ojos de un niño. Huelga decir que se han escrito muchos libros con un planteamiento idéntico, y, como podéis imaginar, ahora mismo no me viene ni un solo título a la cabeza, pero lo cierto es que este relato que apenas llega a novelita tiene ese encanto que tienen las obras escritas con sinceridad y sin ínfulas. Gracias a su sencillez, a su aparente inocencia, al excelente oído de Panova para captar los giros del lenguaje infantil y a su vívido retrato de unos tiempos tan duros como fueron los años de posguerra en la Unión Soviética, Seryozha ha tocado la fibra sensible de millones de lectores rusos y, curiosamente, goza también de una enorme popularidad en la India y Bangladesh.
Adaptación al cine de Seryozha
La historia, insisto, es muy sencilla. Estamos en 1947, en un pequeño pueblo donde apenas se mueve nada más que el agua en el río y los pollos en el patio. El mundo de Seryozha, un niño de seis años que vive con su madre y los tíos de ésta, abarca lo que va de su dormitorio a la carretera, donde juega, cuando le dejan, con los otros niños, casi todos mayores que él. Seryozha perdió a su padre en la guerra, y no conserva de él ni un solo recuerdo. Pronto entra en escena, sin embargo, un veterano del Ejército Rojo llamado Korostelyov, un hombre que, además de héroe, tiene su parcelita de poder, al ser el director del sovjós que abastece al pueblo. Korostelyov se casa con la madre de Seryozha y desde el primer momento se convierte en el héroe del niño.
Por lo que Seryozha ha oído, los padres encaminan a sus hijos por la senda correcta a base de correazos, y ésa es la primera pregunta que le hace Seryozha a Korostelyov. ¿Me vas a pegar mucho con el cinturón? Pero Korostelyov le responde que pegar a los niños para que éstos aprendan a comportarse es una tontería. Con esa respuesta, con su promesa de ir al sovjós a comprarle un juguete y dirigiéndose a él como Serguéi o, sencillamente, como "hermano", Korostelyov se gana el corazón de Seryozha. Nada que haga este hombre guapo, inteligente, influyente y fuerte, que se sube a Seryozha a los hombros como quien se pone un sombrero, puede estar mal.
El episodio del tatuaje
No cabe duda de que el retrato de Korostelyov puede resultar demasiado perfecto para nuestro gusto por personajes complejos y, a ser posible, atormentados, pero no hemos de olvidar que estamos viendo el mundo a través de un niño de apenas seis años, que todavía no ha empezado la escuela, que está, por tanto, desprovisto de malicia, desconfianza y sospecha, y que todo lo que puede hacer es absorber como una esponja lo que de bueno y malo puede ofrecerle la vida. Lo bueno lo impresiona, y lo malo, es incapaz de entenderlo. Por eso, en una de las escenas más conocidas, cuando su tío Petya le da un caramelo que en realidad no es más que un envoltorio vacío, Seryozha, ante las carcajadas del tío, le pregunta muy serio: Tío Petya, ¿eres tonto? Lo que para un adulto constituye un insulto directo, para Seryozha es una pregunta sincera. Conoce la palabra "tonto", y quiere saber si su tío es uno de ellos. Ved aquí la escena, tomada de la excelente versión cinematográfica que se hizo en 1960 y que ganó varios premios internacionales.
Otro de los episodios más conocidos tiene lugar cuando Seryozha y su amigo acompañan al tío de éste, un militar de la marina, envuelto en un aura de leyenda, y que está pasando unos días en el pueblo, a bañarse en el río. Al ver el cuerpo del capitán cubierto de tatuajes, los niños no caben en sí de admiración, y su deseo de tatuarse el cuerpo no tiene precisamente un final divertido. La pequeña tragedia que este episodio acaba desencadenando es una muestra perfecta del estilo de Panova, que, pese a lo que pueda parecer, escribió una obra sin pizca de sentimentalismo. Es más, hacia el final de la novela, el lector se asombra del rumbo frío y casi despiadado que están tomando los acontecimientos. ¿Cómo pueden comportarse de esa forma con un niño? ¿Qué clase de sociedad era aquélla en la que se considera comprensible la decisión que toman Mariana, la madre, y Korostelyov, que amenaza con hacer realidad la mayor pesadilla de un niño? Sin embargo, hay que insistir en que aquí, de nuevo, no hay denuncia ni crítica. ¿Debería haberla? Quizá, pero entonces sería otra novela. Panova no cuestiona esa decisión, ni el sistema que los conduce a tomarla. Si queréis denuncia, leed a los protestones. Seryozha no es más que un excelente retrato de la vida de un niño en la URSS de la posguerra.
Nacida en 1905 en Rostov del Don, Vera Fiódorovna Panova no tuvo una vida fácil. Su padre, un comerciante que se había arruinado, se suicidó arrojándose al apacible río cuando ella apenas tenía la edad de Seryozha. Posteriormente, tuvo que dejar la escuela debido a los problemas económicos de la familia. Comenzó a trabajar como periodista y en 1933 empezó a escribir obras de teatro. Su segundo marido fue arrestado y enviado al gulag. A Panova sólo se le permitió un encuentro con él antes de que lo ejecutaran, que relató en la historia "El encuentro". En 1940 se encontraba en Tsárskoe Selo, junto a Leningrado, donde los nazis la enviaron con su hija a un campo de concentración del que consiguieron escapar y refugiarse en una sinagoga destruida. Vida de novela, como veis. Después de la guerra, sin embargo, la vida le sonrió y llegó a ganar tres Premios Stalin y dos Órdenes de la Bandera Roja del Trabajo.
Como decía más arriba, hoy vemos estos premios literarios de nombre tan rimbombante con cierto recelo. Mal hecho, por lo menos en el caso de Vera Panova.