viernes, 25 de julio de 2014

Germanistas con maleta y reporteros con mochila


M. era una amiga que conocí en la universidad. Era una chica de vastísima cultura que, sin embargo, huía siempre del elitismo intelectual. Era una persona apreciada por igual por sus colegas - profesores universitarios y catedráticos- y por el mendigo con el que era capaz de sentarse en un banco a compartir un bocadillo. Era, en pocas palabras, la persona más abierta, cordial y libre de prejuicios que he conocido. Y sin embargo, lejos de pensar que recorrer mundo ensancha la mente, M. odiaba viajar. Todo viaje, según ella, era una huida. A diferencia de los que pensamos que viajar es una manera de aprender y, por ende, ser más felices, M. pensaba que el viaje no es más que un desesperado y vano intento de, a lo sumo, ser menos desgraciados.

Sigo pensando que, en líneas generales, tenía razón yo. Viendo mis grandes viajes con la distancia de más de dos décadas, me pregunto, sin embargo, si hoy los emprendería con el mismo afán de disfrutar. La lectura de El Danubio y Fantasmas balcánicos despiertan en todo lector y viajero no sólo unas ganas incontenibles de hacer la mochila y comprar un billete de ida, sino que también le descubren una nueva dimensión al acto de viajar. Así, a la pregunta de qué buscamos en el viaje, hoy probablemente yo respondería de manera muy diferente a como lo hubiera hecho hace quince o veinte años. No se trata simplemente de disfrutar, desde luego, y tampoco exactamente de aprender. Se trata, más bien, de... ¿vivir? ¿Ser? ¿O simplemente, estar? Permitidme que deje las palabras entre interrogantes. No quiero, en homenaje a M., ponerme demasiado trascendental.

¿No os apetece un viajecito?

Dos son las irresistibles tentaciones que se le presentan a cualquiera que vaya a hablar de El Danubio: la geografía y la historia. Soy consciente de que no seré capaz de evitar, si no caer en ellas, cuando menos tropezar, pero intentaré que sean tropiezos bien empleados.

Desde su publicación, allá por 1986, El Danubio se ha convertido en un clásico contemporáneo. Su mezcla de historia, antropología y diario de viaje, vertida en un lenguaje culto, en ocasiones barroco, pero nunca inaccesible, y empapada de principio a fin de la incontenible erudición del autor, deslumbró a la crítica y, me atrevo a aventurar, cambió de manera definitiva nuestro concepto de literatura de viajes. Tanta es su relevancia y tan profundo es su análisis de la Mitteleuropa, que poco importa que el mundo en que se escribió haya dejado de existir. Literalmente. Fijaos si no en la lista de estrellas invitadas: RFA, Austria, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia, Bulgaria y Rumanía. Casi la mitad de esos estados hoy no son más que historia, y la mayoría de los que quedan están hoy irreconocibles. Pero, como para Magris en este caso la geografía se limita al inmutable Danubio, y como la historia, inabarcable, puede saltar de Napoleón a los nibelungos, de Rudolf Hoess a Virgilio, o del asesinato de Sissí al Sacro Imperio Romano, pues el libro es hoy de tanta o tan poca actualidad como el día en que se publicó.


Los libros de viajes suelen ser de lectura sencilla, pero ya os he dicho que éste no es un libro de viajes al uso. En otras palabras, no es el libro que yo me llevaría en un crucero por el Danubio. Lo que Magris nos ofrece en este libro no es el retrato de un mundo. Es, como todo viaje, una búsqueda:

Al contemplar las aguas jóvenes y sutiles del recién nacido Danubio, me pregunto si, siguiéndolo hasta el delta, entre pueblos y gentes diferentes, nos adentramos en un terreno de sanguinarios encuentros o en el coro de una humanidad, pese a todo, unitaria en la variedad de sus lenguas y sus civilizaciones. 

Magris parece preguntarse si lo que busca es la esencia o, por el contrario, los restos de la Mitteleuropa, aquel mundo forjado a lo largo de los siglos que para el autor se sitúa siempre alrededor de dos ejes con frecuencia antagónicos: el Danubio y el Rin, Austria y Prusia; la vieja guardia representada por los Habsburgo o la modernidad encarnada en Napoleón. Y ante una modernidad tan peculiar como la que trajo el Bonaparte, Magris el germanista reivindica las ideas de Franz Grillparzer, el dramaturgo vienés cuyo nombre aparece una y otra vez a lo largo de la obra. Según Grillparzer:

Napoleón es (...) el símbolo de una época que ve cómo la subjetividad (nacional, revolucionaria, popular) se distancia de la religio de la tradición y provoca, con la nacionalización de las masas, el final del cosmopolitismo setecentista, racionalista y tolerante.

Como veis, la actualidad del libro no podía ser más rabiosa. Pobre Europa, no la mittel sino la de más al süd.


Y es que Magris, ahí donde lo veis, tan civilizado y culto, es un gran provocador, algo que, por otra parte, es lo que debe hacer siempre la cultura. Sus ideas, sus reflexiones y, sobre todo, sus juicios jalonan El Danubio de principio a fin, y no le duelen prendas, por ejemplo, en calificar a Pablo Neruda de "pomposo", algo con lo que cualquier lector de Confieso que he vivido estará de acuerdo. Otro ejemplo bastante más jugoso de este espíritu provocador es el que lo lleva a enfrentar a humanistas y naturalistas. Dice al respecto: 

El demócrata es humanista; el naturalista -incluso si permanece inmune a las inclinaciones pseudonazis perceptibles en el pasado de Lorenz- difícilmente cree en la "religión de la humanidad", porque en ésta descubre una -aunque sea la más evolucionada-  de las formas vivas y considera probablemente, como aquel personaje de Musil, que si Dios se ha hecho hombre, podría o debería hacerse también gato o flor.  (...) [El naturalista] está dispuesto a justificar la ley que sitúa, fatalmente, a un bando contra otro -y el bando, según la constelación histórica, puede ser la ciudad, el partido, la clase, la tribu, la nación, la raza, Occidente o la Revolución mundial-. En el momento de la lucha no valen los principios generales, sino que impera el sentido instintivo de la pertenencia al bando, en nombre del cual es lícito y obligado atacar...

Y por cierto, tan interesante como la comparación en sí es el modo en que ésta surge en la mente del viajero:

En mi viaje encuentro demasiadas veces veces la heráldica águila bicéfala y demasiado poco el águila real o la marina, que vuelan sobre las aguas danubianas; Musil, Francisco José, la Media Luna y el Café Central hacen ensombrecer a los habitantes más antiguos y legítimos de la Mitteleuropa, olmos y hayas jabalíes y garzas.

Magris, pues, no se limita a lo que ve ni a su historia, sino que deja que un detalle, una palabra o un gesto prendan una chispa que encienda conexiones insospechadas entre sus ideas, sus observaciones y su bagaje cultural. 

Aquí no es azul

Decía más arriba que el hecho de que las fronteras de Europa hayan cambiado no le resta a El Danubio un ápice de actualidad. Iría más lejos, sin embargo, y añadiría que, en cierto modo, y dejando de lado la maestría de Magris, es precisamente el haber sido escrito en vísperas de aquel famoso, falso y fukuyamesco "fin de la historia" (toma aliteración) lo que confiere a este libro su carácter de clásico contemporáneo, sin obviar que Magris de hecho intuía algunos de los cambios que se avecinaban, como la caída del comunismo y la disgregación de Yugoslavia. El Danubio, en fin, confirma que las fronteras que traza el hombre siempre serán efímeras, y que las raíces de los pueblos se hunden mucho más hondo de lo que la fecha de una batalla puede indicar.

El libro proporciona una cantidad ingente de hilos que al lector inquieto le entusiasmará seguir, desde autores como Grillparzer, Stifter, Peter Jaros o Jean Paul, las memorias de Rudolf Hoess, el atroz martirio de György Dozsa, el falso zar Franz Fekete, la irlandesa Lola Montez, la abuelita revolucionaria Baba Tonka, y así docenas y docenas de historias, algunas tan anecdóticas como inolvidables (qué decir del cazador que trabaja en un cementerio) que Magris salpica con sus reflexiones sobre la gloria literaria, la estupidez del mal, la vida como carencia y, siempre, el viaje. No me veo con fuerzas para escribir al respecto, pero, para compensar, incluiré una cita más, que os dará una idea de cómo llega a escribir Magris:

El viandante avanza en el atardecer, cada paso le adentra en el crepúsculo y le conduce más allá de la franja inflamada que se apaga. El viajero, escribe Jean Paul, es semejante al enfermo, está en equilibrio entre dos mundos. El camino es largo, aunque sólo nos desplacemos de la cocina a la habitación que contempla occidente y en cuyos cristales se incendia el horizonte, porque la casa es un reino vasto y desconocido y una vida no basta para la odisea entre la habitación de niño, el dormitorio, el pasillo por el que se persiguen los hijos, la mesa del comedor sobre la cual los tapones de las botellas disparan salvas como un piquete de honores  y el escritorio con unos cuantos libros y unos cuantos papeles, que intentan explicar el significado de este ir y venir entre la cocina y el comedor, entre Troya e Itaca.


Dejemos ahora el apacible Danubio y adentrémonos en una tierra algo más agitada, por lo menos en los últimos tiempos, léase siglos. Decía al principio de esta entrada que, si hoy tuviera de nuevo la posibilidad de coger la mochila y desaparecer dos o tres meses, probablemente me tomaría el viaje con una actitud muy diferente. Lo cierto es que mi último viaje largo, solitario y mochilero lo emprendí con este espíritu. Así, cuando fui a Cuba, no me interesaba lo más mínimo disfrutar de sus espectaculares playas de agua cristalina ni llenar el carrete (Dios mío, ¿tanto tiempo hace?) de fotos que hicieran morir de envidia a mis amigos, sino, sencillamente, conocer a la gente y, más que hablar, dejarles hablar a ellos. Y si así lo hice, ¿por qué no pude escribir un libro como el de Kaplan?


Fantasmas balcánicos fue inicialmente rechazado por hasta catorce editoriales, y cuando por fin se publicó, en 1993, no fue precisamente un éxito de ventas. Sin embargo, estamos ante uno de esos libros de los que puede decirse que, si no lo cambiaron, sí influyeron profundamente en el curso de la historia. Y eso sucedió el día en que se vio a Bill Clinton con el libro en cuestión bajo el brazo. Clinton estaba en aquellos días sopesando la intervención en Bosnia, y cuentan los que conocen a Mr President que el libro jugó un papel relevante en la decisión final de no intervenir. Kaplan, por su parte, niega que ésa fuera su intención y afirma que, de hecho, desde el primer momento se mostró a favor de una intervención armada contra los serbiobosnios. El libro, en cualquier caso, se convirtió gracias a Clinton en todo un éxito de ventas, y del presunto mal uso que se hizo de él Kaplan se benefició no sólo económicamente, sino sobre todo en términos de prestigio e influencia. Y es que desde entonces Kaplan ha pasado de ser un reportero a convertirse en, según algunas publicaciones, uno de los cien pensadores globales (sea eso lo que sea) más importantes, además de ostentar cargos de influencia relativos a seguridad en EEUU.


El olfato  de Kaplan le ha llevado a adelantarse siempre a la noticia, o, por utilizar una imagen más dramática, a meterse en el ojo de la tormenta antes de que ésta estalle. Así, tras su primer libro, sobre la hambruna en Etiopía, publicó Soldados de Dios: con los muyahidines en Afganistán, y se publicó en 1990, es decir, años antes de que muyahidín se convirtiera  en un término de uso cotidiano y cuando Afganistán no era más que una torpeza de la URSS. Y luego vino el que nos ocupa, donde advertía del desastre que se avecinaba en los Balcanes y al que, según el autor, los gobiernos occidentales hacían oídos sordos.

A decir de algunos, ese olfato de reportero y su capacidad de anticiparse a la noticia se le han subido un poco a la cabeza, y parece ser que en obras más recientes abusa de esa imagen y se presenta como una especie de gurú de la política internacional. La verdad, no estoy al corriente de las últimas publicaciones ni declaraciones del señor Kaplan, pero una cosa sí que sé: sean cuales sean los defectos achacables a Fantasmas balcánicos (y le han achacado muchos), el libro no tiene desperdicio. Kaplan nos cuenta en esta obra el viaje que hizo en 1990 por la península de los Balcanes, y que lo llevó de Yugoslavia a Grecia pasando por Albania, Rumanía, Bulgaria y Moldavia. A diferencia de Magris, que viajó en compañía de amigos y, presumo, en primera clase y con maleta, Kaplan emprendió el viaje solo, con mochila, y en trenes y autocares verdaderamente balcánicos.

Rebecca West, autora de Cordero negro, halcón gris

Al igual que con el libro de Magris, la sed de lecturas que despierta Fantasmas... es prácticamente imposible de saciar, y confirmando de nuevo que la buena literatura de viajes es intemporal, se centra en el clásico de Rebecca West, Cordero negro, halcón gris: un viaje al interior de Yugoslavia, un mamotreto de casi mil páginas escrito nada menos que en 1941. Desconocía a esta autora, pero un vistazo a la wiki nos revela una persona absolutamente fascinante, y ese Cordero negro... está en el primer lugar de mi lista para mi inminente viaje anual a Inglaterra.

Otra de las referencias de Kaplan es el libro La guerra en Europa oriental, del no menos apasionante periodista John Reed, de cuyo clásico sobre la Revolución Rusa ya hablamos aquí. Y hay más, desde luego, pero me haría falta algo más que media vida para poder aplacar las ansias de leer que me han entrado con el libro de Kaplan. Y cuando digo que me haría falta algo más, me refiero a que algunos de los libros mencionados parece ser que sencillamente no se han publicado jamás en España. Tal es el caso de La guirnalda de la montaña, un clásico de la literatura serbia escrito por el Príncipe-Obispo de Montenegro, filósofo y poeta Petar II Petrovic Njegos.

Y quizá aún cambiará más

Centrándonos de nuevo en el libro y los viajes de Kaplan, a nadie sorprenderá que Fantasmas balcánicos levante tantas suspicacias entre los habitantes de la península balcánica como entusiasmo entre los legos en balcanismo como yo. Uno de los ejemplos lo tenemos en el infernal campo de exterminio de Jasenovac, al que ya me referí en mi entrada sobre La casa de nogal. Dado que, tanto étnica como lingüísticamente, serbios y croatas son imposibles de distinguir, el método infalible es preguntar cuánta gente murió en Jasenovac. Si te responden que 700.000, tu interlocutor es serbio. 60.000, estás hablando con un croata. 

Uno de los personajes más relevantes en la historia moderna del conflicto entre serbios y croatas fue Aloysius Stepinac, Cardenal y Arzobispo de Zagreb entre 1937 y 1960, excluyendo los cinco años que pasó en prisión. La figura de Stepinac fue tremendamente controvertida, y su juicio, tachado de farsa por el Vaticano, el gobierno británico y organizaciones cristianas y judías, alcanzó repercusión mundial. Durante la guerra, el cardenal había apoyado abiertamente a los ustachas, el movimiento fascista que colaboraba con los nazis y emulaba sus atrocidades con gran entusiasmo. Pero Stepinac contaba en su haber con dos grandes y heroicas virtudes a ojos de occidente: era un furibundo anticomunista, y se mostró siempre en contra de la persecución a los judíos. Sobre las matanzas de serbios, limitaba sus críticas a sus momentos más íntimos. Stepinac fue beatificado por Juan Pablo II y es hoy venerado en su tierra. 

El cardenal Stepinac durante su juicio por colaboración con los nazis, entre otros cargos

Uf, y estamos todavía en la página 20... No tengo fuerzas para siquiera resumir alguna otra de los cientos de historias de las que este libro rebosa. Kaplan combina, a mi juicio de manera soberbia, la historia de los lugares que visita con su devenir mochilero en vagones de tercera, hoteles de supuesto lujo que son nidos de prostitutas, charlas con monjas, políticos, religiosos, chóferes, y la experiencia que le brinda el haber vivido siete años en Grecia. Fascinante es, por ejemplo, recordar la figura de Ali Agca y la posible implicación de las fuerzas de seguridad búlgara en el fallido asesinato de Juan Pablo II; cómo al regreso de China de un antiguo zapatero llamado Ceaucescu los cines rumanos dejaron de proyectar Butch Cassidy and the Sundance Kid (Dos hombres y un destino); la historia de un líder revolucionario macedonio llamado Gotse Delchev; cómo Carol I de Rumanía entró de incógnito en el país sobre el que iba a reinar; y sigue y sigue y sigue, hasta llegar al último capítulo, genial como casi todos, dedicado a Grecia, donde tenemos a Melina Mercuri, a Hemingway y, sobre todo, un nombre que oí mucho durante mi infancia y del que sin embargo hasta ahora no sabía ni papa: Andreas Papandreu.

Andreas Papandreu, en un retrato digno de Kaplan

Kaplan niega el tópico según el cual Grecia es algo así como la cuna de Europa, y afirma que se trata de un país no sólo plenamente balcánico, sino tirando más bien a oriental. Como ya he señalado, Kaplan, además de estar casado con una griega, vivió sus buenos siete años en Grecia, años que coincidieron en buena parte con el mandato de Papandreu. Fueron años en que Grecia se enemistó con buena parte de occidente; en que Papandreu, un niño de papá educado en Harvard que vivió hasta los cuarenta y tantos en campus de los EEUU, se entregó al populismo, cultivó una imagen casi de mafioso, se apoderó de los medios de comunicación, se entregó a una fraternal amistad con Castro, Gadaffi o el antropófago Idi Amin Dada, se cruzó de brazos ante el terrorismo, dado que éste sólo mataba a extranjeros, y llevó a la ruina a la industria del turismo. Como veis, nada que no se pudiera arreglar con una, ¡ay!, cadena humana por la paz alrededor de la Acrópolis. En fin, todo un personaje, este Andreas, digno colofón de esta joya de libro que desde su publicación ha soliviantado a más de un fantasma.

¡Balcanes, allá voy! (aunque sea a bordo de un libro)


sábado, 12 de julio de 2014

Genealogía y otros vicios judíos



En más de una ocasión me han tomado por judío, y la verdad es que yo me siento bastante halagado de que me relacionen con un pueblo al que admiro. Sin embargo, ni yo ni nadie que no sea de origen judío podría jamás hacerse pasar durante mucho tiempo por lo que no es. Cuando dos judíos se encuentran (y esto no es un chiste), se preguntan el apellido. Cualquier apellido que se te ocurra, la otra persona, el judío de verdad, lo conocerá, y, probablemente, conocerá a alguien más con ese apellido. La pregunta será entonces si tu familia puede estar emparentada con aquella otra, y, de no ser así, cuál es la historia de tus padres y abuelos. En definitiva, la mentira no te durará ni dos minutos.

Dos son los factores que explican esta pasión judía por la genealogía. Uno de ellos tiene que ver con el hecho de que el pueblo judío no es sólo una comunidad religiosa, sino también un grupo étnico. Todavía hoy en día existen personas cuyos orígenes, afirman, se remontan a las tribus de sacerdotes (los kohanim, de donde deriva el apellido Cohen) y levitas mencionadas en la Biblia.

Daniel Mendelsohn

El segundo factor es más reciente: la tragedia que sacudió al  pueblo judío en el siglo pasado. El genocidio y los desplazamientos, la pérdida de contacto con seres queridos y el exterminio de familias enteras impulsaron, con los años, la creación de numerosas agencias genealógicas, que ayudaron a algunos a reencontrar a sus familiares, o el triste rastro que quedó de ellos. Y también, sin duda, fueron muchos los que en ese momento descubrieron su relación con personas cuya existencia desconocían hasta entonces.

(Se me ocurre, no obstante, que puede haber otro factor que la wikipedia no menciona, a saber, los requisitos que tiene que cumplir cualquiera que desee emigrar a Israel y que consisten, en pocas palabras, en demostrar sus orígenes judíos hasta tres generaciones de antepasados.)

Naturalmente, en la era internet tal afición por rastrear los orígenes ha experimentado un crecimiento espectacular, y aunque dicho crecimiento se extiende a otras comunidades aparte de la judía, en ésta, por los motivos mencionados, tiene especial relevancia. Son probablemente cientos las páginas web dedicadas a escarbar, por ejemplo, en la historia de los millones de víctimas de la Shoah, y así, cualquier persona de origen judío que desee averiguar qué fue de sus familiares lo tiene hoy más fácil que nunca.


Un ejemplo memorable de esta búsqueda lo tenemos en Los hundidos, de Daniel Mendelsohn. Leí este libro hace seis o siete años, si no más, y a diferencia de tantas otras lecturas que vienen y se van, lo recuerdo de manera absolutamente vívida. El título completo de la obra es Los hundidos. En busca de seis entre los seis millones, y esos seis, huelga decirlo, son aquellos miembros de su familia que perecieron en el genocidio. Uno no necesita excusas ni motivos para emprender semejante búsqueda, pero es fácil entender que, en este caso, la escena inicial del libro, escena que el autor tuvo que vivir más de una vez durante su infancia, lo marcara y convirtiera esa búsqueda en, más que una obligación, un destino ineludible.

La escena en cuestión nos mostraba, si no recuerdo mal, a los padres del autor recibiendo las visitas, a mediados de los años sesenta, en su casa de Estados Unidos, de tíos, tías y primos lejanos, supervivientes de la masacre de Bolekhow. En un momento dado, el pequeño Daniel entraba en la sala donde estaban hablando los mayores, y entonces algunos de éstos, apenas lo veían, estallaban en lágrimas, al ver en él el vivo retrato del tío-abuelo Shmiel. Del tío Shmiel sólo quedaban algunas cartas, unas pocas fotos, y la frase repetida en susurros, "el tío Shmiel y su mujer tenían cuatro hijas preciosas, fueron violadas y luego los mataron a todos."

Adam Kulberg, primo lejano del autor, con la carta que le informaba de que toda su familia había sido asesinada

Los hundidos es la crónica de la búsqueda de la memoria de Shmiel, su esposa y sus cuatro hijas, todos ellos asesinados en el holocausto. Acompañado de tres de sus hermanos, Mendelsohn emprendió esa dolorosa búsqueda, que, aparte del rastreo documental, lo llevó a recorrer ciudades, pueblos y shtetl de Polonia y Ucrania, y a lugares tan alejados como Israel o Australia. Como sabéis lo que os pasáis por aquí desde hace tiempo, siento una especial debilidad por este tipo de historias donde se entrelazan la Historia con mayúscula y la investigación personal, como sucedía en El orientalista o en la también excelente Orígenes, de Amin Malouf, y esta obra de Mendelsohn está a la altura de las mejores.

Recopilando información de todo tipo de fuentes, Mendelsohn intenta atar unos cabos que se habían ido deshilachando en la memoria de las generaciones y que podían aparecer de repente en la otra punta del mundo. A lo largo de la obra, el autor nos cuenta los pasos que está dando tanto entre archivos y álbumes como en la red, y es imposible no lanzarse a consultar en las pausas de la lectura algunos de los enlaces que nos proporciona. A ratos, Mendelsohn imprime a la investigación un ritmo de novela negra, y, como en ese tipo de historia, el lector tiene la sensación de descubrir pistas insospechadas y hacer hallazgos inverosímiles al tiempo que el propio autor. En este sentido, son inolvidables las desesperadas cartas que Shmiel, a medida que siente la inminencia del desastre, envía a sus familiares en América, o, por mencionar otro ejemplo, cuando descubrimos que Shmiel emigró a EEUU a principios de siglo, y por la fatalidad del inimaginable destino, decidió volver a Ucrania. La historia es de por sí absolutamente fascinante, y el modo en que, a través de fotografías, cartas, documentos y, sobre todo, en el clímax de la crónica, las conversaciones con aquellos vecinos que lo conocieron, el autor reconstruye de una manera asombrosamente vívida las vidas de su tío-abuelo, su mujer y cuatro hijas, me conmovió, me apasionó y, como veis, me dejó huella.

El guetto de Bolekhow

El autor alterna la crónica de la búsqueda con capítulos dedicados a la interpretación de pasajes de la Biblia. A algunos lectores estos capítulos les parecen indigestibles. A mí, que me gusta lo raro, me resultaron sencillamente apasionantes. El jugo que sabe sacar el autor no sólo a pasajes oscuros o poco conocidos, sino incluso a aquéllos que todo el mundo conoce, verbigracia, las primeras líneas del Génsesis, me recordó a Michel Tournier, un autor al que no leo desde hace siglos, pero que en su tiempo me reveló evidencias para mí ocultas tanto de la Biblia como de Pinocho. Ahí es nada. Es cierto, en honor a la verdad, que Mendelsohn, crítico, ensayista y verdadero erudito, disfruta haciendo gala de su sapiencia, y que la exégesis que lleva a cabo a veces puede resultar excesiva, pero, como ya he dicho en alguna otra ocasión, a mí me gustan los autores que de vez en cuando me recuerdan mis limitaciones culturales. En definitiva, uno de los libros más impresionantes que he leído en muchos años y que me están entrando unas incontenibles ganas de releer.



La genealogía, si bien el más perdonable, no es el único vicio del pueblo judío. De hecho, como nos demuestra Isaac Bashevis Singer en todas sus novelas, ni siquiera el judío más devoto y ortodoxo está a salvo de las asechanzas del maligno, que acosan por igual a judíos y gentiles.

(Os confieso que al principio, esta entrada iba a estar dedicada únicamente a la última novela de Singer que he leído, pero con el primer párrafo ya me he liado con otras historias, se me ha ido el santo al cielo, y he acabado hablando del libro de Mendelsohn, que, pensándolo bien, quizá no tenga mucho en común con La casa de Jampol.)

La historia en La casa de Jampol transcurre bien entrada la segunda mitad del s. XIX, una época convulsionada por recientes revoluciones, y en la que se avistaban en el horizonte revoluciones y convulsiones aún mayores. La principal de todas, y la que marca el devenir de aquella Polonia donde transcurre la historia, nos la señala el autor en la frase que abre la novela:

Después del fracaso de la rebelión de 1863, muchos nobles polacos fueron ahorcados.

Entre ellos, nada menos que la familia del Capitán Nemo, quien, en la versión inicial de 20.000 leguas..., era un noble polaco cuya familia había sido asesinada por los rusos en dicha rebelión. Sin embargo, la posterior alianza de Francia con la Rusia zarista hizo que el editor de Verne se inclinara por no revelar las raíces de la misantropía de Nemo. Pero bueno, no sigamos desvariando.

1861. Tropas rusas acampadas en plena Varsovia

La rebelión fracasada cuyo recuerdo abre la novela es conocida en la historia como el Levantamiento de Enero, y fue una revolución por parte de los jóvenes polacos, a los que luego se unieron los nobles, que tuvo como detonante el reclutamiento forzoso en el ejército ruso. Una de las consecuencias de la derrota de los insurgentes fue, aparte de las ejecuciones y los miles de deportados a Siberia, la confiscación de más de mil seiscientas tierras y propiedades de la nobleza polaca. Entre ellas estaba la casa del conde Jampolski, que da título a la novela.

Calman Jacoby, un respetado comerciante, decide escribir a San Petersburgo y solicitar al nuevo  propietario, un general y duque ruso, que le arriende la propiedad. Para su sorpresa, la fortuna le sonríe y, a partir de ese momento, con su capacidad de trabajo y su habilidad para los negocios, Calman consigue crear un pequeño imperio. Pero a diferencia de El imperio de Kalman el lisiado, más centrado en el antiheroico protagonista, Singer da más protagonismo a la progenie de este otro Calman, formada por sus cuatro hijas y, con su estilo sencillo y maestría narrativa, sigue sus diferentes y tortuosos caminos, con el telón de fondo de un país sometido, una violencia dormida, y el torbellino de ideas e ideologías que entonces empezaron a gestarse. Nos dice el autor en la nota previa:

Todas las ideas espirituales e intelectuales que han triunfado en nuestros tiempos tienen su origen en el mundo de aquel tiempo, y así ocurre con el socialismo y el nacionalismo, el sionismo y el asimilacionismo, el nihilismo y el anarquismo, la igualdad de derechos de la mujer, el ateísmo, la debilitación de los vínculos familiares, el amor libre, e incluso el fascismo, en sus rudimentos.

Algunos de los sublevados de 1863

La literatura yiddish no suele ocuparse de los grandes nombres de la historia, aquéllos que trillan las sendas que seguimos los pobres mortales. Tiende, más bien, a centrar su atención en esos pobres mortales a los que tanto las sendas como las ideas les vienen dadas, y a contarnos el modo en que se rebelan contra éstas, se adaptan o se pierden en el caos. Y de caos se puede tildar sin duda esa segunda mitad del s. XIX.

El Levantamiento de Enero tuvo lugar 30 años después de la Revolución de los Cadetes, y no fue el último, pues en 1905 un imperio ruso en caída libre todavía tuvo que enfrentarse al pueblo polaco en la Insurrección de Lodz. Pero, insurrecciones aparte, el verdadero caos, como muy bien nos recuerdan las palabras de Singer, flotaba en el ambiente, en esa marabunta de espectros que recorría Europa. Los nombres de Nechayev y Bakunin, el de Karakozov (el primer revolucionario ruso que atentó contra la vida del zar) o el de Chernishevski, novelista y revolucionario; el colonialismo europeo en África, los eternos ecos de la revolución en Francia y la reciente guerra franco-prusiana, entre muchos otros, aparecen en las páginas como los lejanos relámpagos de una tormenta en el horizonte.

Sin embargo, como suele suceder en los libros de Singer, y quizá (no he leído tanto como para poder afirmarlo) en toda la literatura yiddish, tanto los personajes como los hechos históricos parecen ser herramientas en manos del autor para dar forma a la cuestión central y eterna, que viene a ser, en apariencia, el judaísmo, y en realidad, la relación del hombre con un Dios que se ha desentendido de su creación.

Un grupo de judíos jasídicos en Cracovia

Veíamos en La familia Máshber que el judaísmo estaba a merced tanto de la persecución étnica en forma de pogromos como del fanatismo dentro mismo de la comunidad. En La casa de Jampol los peligros que acechan al pueblo judío no vienen por ese lado sino, más bien, por el progreso de occidente. En palabras de un personaje de la novela, Wallenberg, un judío convertido al catolicismo:

Es absurdo vivir en Polonia y hablar una jerga germánica, como el yiddish, y más ridículo todavía vivir en la segunda mitad del siglo XIX y comportarse como si uno viviera en la Antigüedad. (...) He viajado por Turquía y Egipto, y puedo decirle que ni siquiera los beduinos son tan salvajes como nuestros asideos.

 Dejando de lado la cuestionable elección por parte del traductor del término asideo en lugar de jasídico, la caracterización de ese movimiento religioso como fanático y retrógrado es tan sólo una de las acusaciones que los judíos "occidentalistas" hacen a una parte de su pueblo.

¿No le parece raro que los judíos lituanos se hayan dedicado tanto al estudio, en tanto que los judíos polacos apenas se interesan en adquirir conocimientos científicos?

La tensión entre ambas corrientes es una constante a lo largo de la novela, y podemos decir que también en este sentido las palabras de Singer respecto a las ideas espirituales de nuestros tiempos se ven hoy confirmadas, pues son muchos los israelíes que tienen una opinión igual de negativa sobre el judaísmo ultra-ortodoxo, que tanto debe al jasidismo.

Judíos jasídicos en acción. Un vídeo casero, una canción yiddish muy hermosa y una voz increíble

Pero decíamos que el peligro proviene, sobre todo, del progreso de occidente, y de hecho, el fantasma de un siniestro personaje (no es el Carlos que pensáis) recorre la novela de principio a fin.

-... Los judíos han de convertirse en polacos de cabo a rabo. De lo contrario, seremos expulsados, como en los tiempos del Faraón.
-Los polacos también están esclavizados.
-Éste es otro asunto.
-Los fuertes quieren dominar a los débiles -dijo Ezriel, un poco dubitativo acerca de la pertinencia de su observación.
-Mucho me temo que así sea. En Inglaterra se ha publicado recientemente un libro que hace furor en el mundo científico. Según parece, sostiene la teoría de que la vida no es más que una constante lucha para sobrevivir, y que tan sólo los más fuertes triunfan.

La grandeza de Singer radica en que uno no sabe muy bien si el autor utiliza el conflicto espiritual y la batalla de ideas como mero escenario para desarrollar un impresionante novelón que muchos han comparado con Los Buddenbrook, o si, por el contrario, las vicisitudes de la saga familiar, con sus miembros atormentados, atribulados y, en ocasiones, depravados, no son más que una excusa para para presentar dichos conflictos y batallas.

Con un escritor tan grande como Singer, autor de novelones como El mago de LublinLa familia Moskat o la que para mí es una auténtica obra maestra, Sombras sobre el Hudson, es posible que La casa de Jampol dé la impresión de ser una novela secundaria en su bibliografía. Pero no os engañéis: La casa de Jampol es Singer en estado puro, un libro donde un puñado de personajes más reales que la vida misma nos muestran nuestras ambiciones, nuestros miedos, nuestra insignificancia, y la enorme fuerza que, en nuestra ingenuidad, le otorgamos a nuestra frágil esperanza.

Y la saga continúa con Los herederos. Ya estoy frotándome las manos.

I'm a Yiddish man in New York


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