miércoles, 26 de abril de 2017

La saga del rey Harald


Las muertes de reyes, las invasiones y las grandes batallas son acontecimientos concretos y, por lo menos para quienes los sufren, carnosamente palpables. Es por ello que resultan tan prácticos para poder dar principio y final a algo tan etéreo como son las diferentes eras históricas. La proclamación de Augusto como emperador nos permite fechar el nacimiento del Imperio Romano, y la abdicación de Rómulo Augusto ante el bárbaro, su final, o lo que es lo mismo, el comienzo de la Edad Media. Más difícil resulta, naturalmente, fechar determinados movimientos culturales. Así, nadie se ha puesto de acuerdo, por ejemplo, sobre cuándo comienza el Renacimiento, y, por no irnos tan lejos, sería difícil señalar en qué momento empieza la era tecnológica en la que vivimos. 

En la historia de Inglaterra, el año 1066 destaca por ser la fecha que marcó el destino del país para los diez siglos siguientes. De no ser por todo lo que sucedió en aquel año, la historia de Inglaterra, y por ende, la de toda Europa, habría sido muy diferente. Y qué decir de la lengua. Si el inglés os parece difícil, pensad que, de no haber sido por algunos de los personajes que veremos a continuación, hoy nuestros hijos estarían aprendiendo algo parecido al islandés en la academia. Sin embargo, 1066 no sólo acabó con el último de los reyes anglosajones e impuso el francés como lengua de la corte, sino que además se considera que puso fin a la era vikinga.

Snorri Sturluson, de Christian Krohg

La saga del rey Harald es sólo una de las quince sagas que forman el Heimskringla, obra histórica emprendida por Snorri Sturluson, en la que el poeta e historiador recogió la historia de los reyes noruegos hasta el año 1177. "El orbe del mundo, donde habita la humanidad...". De esta impresionante guisa se abre el Heimskringla, cuyo significado es precisamente el de esas cuatro palabras iniciales, y cuyas primeras líneas nos dan una idea del ambicioso proyecto de Sturluson.

Sturluson, a quien recordamos por la maravillosa saga de Egil Skallagrimsson, nos narra, pues, en esta obra la vida de Harald Sigurdsson, también conocido como Harald III de Noruega o, de manera algo más dramática, Harald el Despiadado. Y lo hace de una manera bastante diferente de lo que se estilaba entre las sagas. De entrada, nos ahorra esas interminables genealogías que acostumbran abrir este tipo de obras, y nos introduce en plena acción prácticamente desde la primera línea. Además, a diferencia de Egil y otras sagas muy representativas, La saga del rey Harald no gira alrededor de la poesía o la vida de un poeta, sino que toma la poesía como evidencia histórica para apoyar la narración. Así, la obra está repleta de citas de otros poetas que vienen a confirmar los hechos presentados. Los islandeses se tomaban muy en serio la poesía. La belleza es verdad, la verdad es belleza. La conocida cita de Keats podría haberla firmado cualquier poeta escaldo.

Muerte del rey Olaf en la batalla de Stiklestad

Así, decíamos que, a diferencia de la mayoría de las sagas islandesas, que se demoran en una detallada descripción de las credenciales de su protagonista, es decir, en quiénes fueron sus padres, hermanos y medio primos, la que nos ocupa comienza directamente en el meollo de la acción. Nos encontramos con un Harald de 15 años luchando al lado de su hermano en la Batalla de Stiklestad, una de las más famosas en la historia de Noruega. En ella murió el rey Olaf, hermano de Harald, y a las pocas horas de su muerte empezaron a obrarse milagros. El rey se convirtió en santo, venerado en toda Escandinavia, Europa occidental y hasta Inglaterra. Pero para hablar de Olaf, tenemos otra saga dedicada a él solito por el propio Sturluson. 

Es sabido que los cuernos de los cascos vikingos son un mito. También hay constancia, sobre todo gracias a las sagas, de que estos pueblos del norte de Europa llegaron al continente americano mucho antes que Colón. Menos conocidas, sin embargo, son las relaciones que establecieron con Rusia, ni sus posteriores andanzas en Constantinopla, el Mediterráneo e incluso Asia Menor. 

Tras haberse recuperado de sus heridas sufridas en Stiklestad, Harald llegó a la corte del rey Yaroslav, en Rusia, quien lo nombró capitán del ejército. Posteriormente, viajó a Constantinopla, donde también ascendió a comandante de la Guardia Varega. Este cuerpo de élite del ejército bizantino se había formado unos dos siglos antes, y se componía casi exclusivamente de anglosajones, germanos y pueblos nórdicos.

La Guardia varega del ejército bizantino

Durante todo este tiempo, como buen vikingo que era, Harald se dedicó al pillaje, y en Sicilia sometió una tras otra a las mayores y más prósperas ciudades de la isla. Sturluson nos da muestras de la astucia de nuestro héroe al relatar el modo en que éste rompió las defensas de la primera de esas ciudades. Hizo capturar a los pajaritos que anidaban en la ciudad cuando salían de ésta en busca de comida. A continuación, les ató virutas a la espalda, que luego embadurnó de cera y sulfuro y les prendió fuego. Los pobres bichos en llamas volvíeron desesperados a sus nidos y la ciudad entera acabó pasto del fuego. Evidentemente, esto suena más a leyenda que a hechos verídicos, pero en una obra escrita hace mil años y tan fiel en su mayor parte a los hechos históricos, supongo que se le pueden disculpar estas licencias épicas.

La emperatriz Zoé Porfirogéneta

Al cabo de un tiempo, Harald decidió regresar a su tierra. Le habían llegado noticias de que su sobrino Magnus Olafsson había accedido al trono de Noruega y Dinamarca, y se proponía disputárselo. Renunció a su puesto en la guardia varega, pero la decisión no fue del gusto de la Emperatriz Zoe Porfirogéneta, que lo acusó de traición y lo hizo arrestar. Según contaron las varegos a su regreso a Escandinavia, la ira de la emperatriz se debía a que Harald había rechazado casarse con ella. Sea como fuere, Harald fue llevado a la mazmorra, pero mientras era conducido allí, se le apareció su milagroso hermano Olaf, que le prometió ayuda. A la noche siguiente, una dama a quien San Olaf curó en una ocasión se presentó, acompañada de dos sirvientes, en la celda de Harald, al que liberó. Los varegos recibieron entre aclamaciones a su líder y, acto seguido, se dirigieron a la cámara del emperador para tomar cumplida venganza.
San Olaf, en la cultura popular

Milagros aparte, en este punto de la saga, como en algunos otros, los datos de Sturluson no son del todo precisos. No obstante, la historia es tan macabra que merece ser contada.

Dice el autor que los varegos le arrancaron los ojos al emperador Constantino Monómaco. Sin embargo, en aquel momento el emperador no era Constantino sino Miguel Calafates, hijo adoptivo de Zoé. En 1042, con el objetivo de gobernar en solitario, Miguel recluyó a Zoé en un convento, pero el pueblo y, con ellos, la guardia varega, permaneció fiel a la emperatriz. Miguel, derrotado, ingresó en un convento, pero Zoé, que ahora reinaba con su hermana Teodora, lo hizo arrestar. Miguel fue cegado en público, y según algunas wikipedias, castrado.

Harald Sigurdsson ha pasado a la historia como Harald Hardrada, es decir, el Despiadado. Sturluson nos presenta el retrato de un guerrero a ratitos noble; con más frecuencia, cruel, vengativo y traicionero, siempre astuto y un hombre al que, efectivamente, es mejor no contrariar. Sin ahondar en sus motivaciones personales, el autor consigue, mediante la acumulación de hechos históricos y la descripción de las relaciones de Harald con sus contemporáneos, ofrecernos un vívido retrato psicológico de nuestro héroe. Entre estos contemporáneos destacan su sobrino Magnus el Bueno, hijo bastardo de San Olaf (qué bien queda eso). Magnus, un joven impetuoso y arrogante, compartió con Harald el reino de Noruega, al que había accedido en ausencia de su tío. Magnus era también rey de Dinamarca, a cuyo trono accedió tras derrotar a Svein Ulfsson. La sorpresa llegó cuando, tras su temprana muerte a los 23 años, legó el trono de Dinamarca al propio Svein en lugar de su tío Harald, quien, por descontado, no se quedó de brazos cruzados sino que...

Magnus el Bueno con Hardecanute

Como veis, es bastante difícil seguir con detalle este verdadero y, qué queréis que os diga, para mí apasionante culebrón. En todo caso, la galería de personajes es de lo más atractiva y entretenida. Svein, una presencia constante y carismática, nos proporciona, en uno de sus enfrentamientos con Harald, una de las mejores escenas de la obra: la persecución de Harald en barco a lo largo de la costa danesa, en la que nuestro héroe, obligado a soltar lastre, se deshizo de la malta, la harina, el beicon, hasta que al final tuvo que tirar por la borda los prisioneros que había capturado.

Otro personaje de nombre inolvidable es Einar Tambarskjelve, es decir, Einar Barriga Vibrante. Einar, un noble noruego, esperaba, tras la batalla de Stiklestad, que el rey Canuto el Grande (hablando de nombres inolvidables) lo nombrara caudillo. Canuto no lo hizo, y Barriga Vibrante se dirigió a Rusia, donde se reunió y empezó a tramar con Magnus el Bueno. Con el tiempo, Einar consiguió convertirse en un influyente caudillo, hasta el punto de gobernar de facto Noruega. Huelga decir que el regreso de Harald de tierras bizantinas no auguraba nada bueno.

Canuto el Grande, en su legendario encuentro con las olas

La obra continúa así, entre tantas traiciones, pillaje y maquinaciones que es un auténtico placer, hasta que, habiendo matado, quemado o mutilado a todo aquel que tuviera alguna pretensión al trono u osara cuestionar su derecho a la corona, Harald, a falta de Dinamarca, se hizo con todo el poder en Noruega. Volvió entonces la vista a Inglaterra, cuyo trono había estado en manos de Canuto el Grande. Su hijo Hardecanute, rey de Dinamarca, había pactado con Magnus de Noruega que, en el caso de que cualquiera de los dos muriera sin dejar un heredero, su trono pasaría al otro. Este pacto fue invocado por Harald a la muerte de Magnus para reclamar la corona de Inglaterra, a la sazón en manos de Harold Godwinson. Un culebrón de primera.

 En este punto, Sturluson deja a un lado a nuestro héroe y se centra en Harold, su hermano Tostig y los enredos de éste para conseguir la ayuda de Svein, primero, y de Harald, luego, para derrocar a Harold. Todo conduce así a un Harald contra Harold, que la prensa deportiva de la época, por una vez sin caer en la hipérbole, calificó como el combate del milenio.

Los hermanitos Harold y Tostig Godwinson, en un preludio de lo que iba a ocurrir

Ese duelo tuvo un maravilloso prolegómeno, cuando Harold se presentó de incógnito ante su hermano Tostig y Harald para ofrecerle al primero el reino de Northumbria y así evitar la guerra. Tostig, que reconoció a su hermano pero decidió seguir el juego, le reprochó que este ofrecimiento llegara tan tarde, después de que se hubieran perdido tantas vidas. Aún así, preguntó al presunto emisario de Harold:

-Si acepto este trato, ¿qué le ofrecerá el rey a Harald?

Ante lo cual, el jinete respondió con unas palabras que son historia:

-Le daré seis pies de tierra inglesa. 

Tostig se negó a traicionar a Harald. Consideró más noble enfrentarse a su hermano.

La narración del duelo final es tan apasionante como el resto de la obra, no sólo por la escritura siempre ágil y sin florituras del autor, en línea con el estilo habitual de las sagas islandesas, sino sobre todo por su significado histórico. Como decíamos al principio, la batalla de Hastings, en 1066, se considera el episodio más importante en la historia de Inglaterra. Sin embargo, esa batalla fue influida en gran medida por otra que tuvo lugar unos días antes y que Sturluson relata de manera magistral: la batalla de Stamford Bridge.

El trono de Inglaterra tenía en aquel momento en el duque Guillermo de Normandía a otro poderoso pretendiente. Harold esperaba la invasión francesa comandada por el duque, futuro Guillermo el Conquistador, que debía llegar por el sur. Harald aprovechó la circunstancia para atacar Yorkshire, en el norte. Las tropas de Harold se dirigieron ipso facto al norte y derrotaron sin excesiva dificultad a nuestro héroe, que murió de un flechazo en la garganta. El relato de la batalla por parte de Sturluson no es del todo fiel a los hechos, pero como literatura épica no tiene desperdicio. 

La batalla de Hastings y la flecha que mató a Harold

La saga del rey Harald no concluye con la muerte del héroe. Tres días después de Stamford Bridge tuvo lugar al fin la invasión normanda. Harold se vio obligado a regresar a toda prisa a Sussex, en el sur, y, apenas tres semanas más tarde, entablar batalla con las tropas de Guillermo. Sturluson, que se toma muy en serio su trabajo como cronista, nos narra los hechos más importantes que tuvieron lugar a continuación, desde la derrota y muerte -también de un flechazo- de Harold y el acceso al trono de Guillermo el Conquistador hasta un obituario de Harald, pasando por la retirada de las tropas noruegas de Inglaterra, o una comparación, a la manera de Plutarco, entre Harald y su hermano Olaf. No se olvida el autor de incluir en su descripción física de Harald un detalle sobre una de sus cejas, como hacía también al hablar de Egil Skallagrimson, Cada uno tiene sus fetiches, supongo.

Mucho se ha especulado sobre cuál habría sido el desenlace de la batalla de Hastings de no haberse producido la invasión vikinga, pues es evidente que las tropas de Harold habrían estado en mejores condiciones para luchar. ¿Qué habría sucedido si Harold no hubiera perdido esa batalla? Se trata, sin duda, de uno de esos momentos en que la Historia llega a un cruce de caminos y, antes de decidir cuál de ellos tomar, se pone una venda en los ojos y da varias vueltas sobre sí misma. La historia es una sucesión de gallinitas ciegas.

Y mientras unos escribían sagas, otros bordaban tapices.

viernes, 7 de abril de 2017

Literatura de buen rollo



No acaba de convencerme lo del buen rollo. Esta expresión ha adquirido un matiz banal y un tanto despectivo que estropea lo que, de otra manera, sería la traducción perfecta de feel good. Un libro feel good, una película feel good es como se llama en inglés a esas obras en las que no hay grandes tragedias ni personajes malos, y de las que salimos alegres, casi felices, y con un sentimiento de reconciliación con el mundo que el propio mundo no tardará en aguarnos. Esa es mi definición, y por supuesto es la correcta, y se equivocan esas listas que incluyen, por ejemplo, Matar un ruiseñor, donde, por muy feliz que sea el final, no olvidemos lo mal que hemos pasado hasta entonces; o las novelas de Harry Potter, pues el mundo con el que el buen rollo nos ha de reconciliar debe ser real, no mágico.

Gamberro entrañable


Los libros de buen rollo, en el sentido menos banal y despectivo posible de la expresión, son patrimonio casi exclusivo de la literatura inglesa, si bien podría hacerse alguna concesión a los suecos. Es natural que la mayoría de los libros de buen rollo pertenezcan al ámbito de lo que se considera literatura infantil, pero es importante subrayar que sólo determinados libros infantiles pueden incluirse en el susodicho género. Así, mientras las historias del osito Winnie Pooh consituyen la sublimación del buen rollo, Alicia en el país de las maravillas es demasiado sofisticado y hasta turbador para hacernos sentir bien. Del mismo modo, las inocentes travesuras de Guillermo el travieso son buen rollo, pero la justiciera crueldad de Roald Dahl, no. Y si cruzamos el charco, podríamos decir que Las aventuras de Tom Sawyer inaguran el buen rollo americano, a diferencia de las de Huckleberry Finn, algo más oscuras y de mayor calado.


Tampoco es de extrañar que la literatura de buen rollo abarque, en su mayor parte, el mundo de la infancia. La adolescencia es, probablemente, el peor mal rollo que se ha inventado, y en la edad adulta ya tenemos los ojos demasiado abiertos y la desconfianza a flor de piel como para creer en la bondad innata del ser humano. Sin embargo, aún quedan algunos libros que, a nuestros años, consiguen que cuestionemos nuestro cinismo y suspicacias. Cuando eso sucede, podemos afirmar que estamos ante una obra maestra del buen rollo, como por ejemplo el clásico Mi familia y otros animales, un libro venerado en Inglaterra como quizá sólo lo esté Sidra con Rosie, otro relato autobiográfico de infancia.

Los protagonistas de The Durrells

De niño cogí una gran manía a este libro. Recuerdo a mi madre estallar en carcajadas mientras lo leía, y supongo que algo edípico en mí me hacía sentir celos del señor Durrell. He tardado muchos años en vencer, en primer lugar, ese resentimiento, y, en segundo lugar, la pereza de leer un libro que no iba a contribuir en nada a mi colección de motivos para el pesimismo. Me ha animado a ello, como habrá sucedido con muchos lectores ingleses, la reciente adaptación de la novela a la televisión. En este caso, tras dos versiones de la BBC, una de 1987 y otra de 2005, la adaptación ha corrido a cargo del canal ITV, con un resultado que no ha satisfecho a los adoradores de la obra de Durrell, y que además se tomaba muchas licencias artísticas, pero tanto a mí como a mis hijos nos pareció la mar de simpatiquillo.

Lo verdaderos Durrell. De izquierda a derecha, Margo, Nancy, Larry, Gerry y Louise

Gerald Durrell nos narra en este libro las vivencias de su familia en la isla de Corfú, durante los cuatro años en que vivieron allí, desde 1935 a 1939. La madre, Louisa Dixie Durrell, viuda desde hacía siete años, decidió que toda la familia fuera a hacer compañía a su hijo mayor, el novelista Lawrence, y su esposa Nancy, que llevaban un tiempo viviendo en la isla. Gerald escribió Mi familia... en 1955, es decir, casi dos décadas después de Corfú, y no tiene reparos en manipular los hechos a su antojo. El libro no pretende ser rigurosamente fiel a los hechos, sino recrear la visión del mundo de un niño de diez años que crece en una familia un poco tarumba y que no deja de maravillarse ante el mundo y sus escarabajos. Por eso, poco importa que en el libro Larry viva con el resto de su familia, que su esposa, sencillamente, no exista, o que la guerra, el motivo que puso fin a su estancia en Corfú, tampoco se mencione.

El inolvidable Stephanides, amigo y mentor de Gerry

Los años que Gerald pasó de niño en Corfú fueron absolutamente idílicos. Imaginemos una isla mediterránea antes de que se hubiera inventado el turismo, y podremos hacernos una idea aproximada. Si además eres, como Durrell, una persona que se siente mejor en compañía de tortugas y sapos que rodeado de otros niños, Corfú, con su benigna fauna, debía de ser un auténtico paraíso. Y para coronar el placer, el niño no tardó en conocer a Theodore Stephanides, un devoto, como él, de las ciencias naturales y un hombre que se relacionaba con Gerry de naturalista a naturalista, sin un ápice de condescendencia. El autor recrea de manera excepcionalmente vívida esa sensación de libertad y arrobo, pero lo que hace grande este libro es, como acostumbra suceder con las obras maestras, el tono que adopta el narrador. Durrell encuentra el punto justo entre la inocencia de un niño deslumbrado por la vida, y la sutil ironía de un adulto conocedor de las debilidades humanas. Sabe recorrer con maestría la línea que separa la una de la otra, y en ningún momento cae en el gran peligro que ambas presentan: de una parte, la cursilería; de otra, el cinismo. Lejos de ello, el narrador nos muestra las excentricidades de su familia con esa seriedad británica que es tan divertida y tan poco resabida. Y es ese estilo y esos impagables diálogos los que, una y otra vez, me hicieron estallar en carcajadas, quizá más sonoras aún que las de mi madre.

Gerald Durrell y sus amigos, en 1936
 
El retrato que el autor nos hace de cada uno de los miembros de su familia puede parecer, de entrada, algo caricaturesco. De hecho, ésa fue la impresión que me dio la versión televisiva. Larry se nos muestra como un arrogante esnob obsesionado con sus historias y novelas; Leslie, como un tarugo que no piensa más que en sus escopetas; Margo, como una adolescente con preocupante tendencia al descarriamiento. Sin embargo, es justo decir que esa caricaturización contribuye en gran medida a la vividez con que vemos el mundo a través de los ojos de Gerry. Y en segundo lugar, es posible que la exageración no sea tal. La innegable obsesión de Gerry con sus bichos es la prueba de que estamos ante una familia de miembros monotemáticos.

La única foto que he podido encontrar de Spiro, aquí con Gerry.

Aparte de Theodore Stephanides, quien de hecho fue un verdadero polímata y un prestigioso poeta, Durrell consigue que personajes como el taxista Spiros hayan pasado a la historia de la literatura universal. Más difícil, y todavía más memorable, es lo que consigue hacer con los animales. Así, el duelo entre Cicely, una mantis, y Geronimo, una salamanquesa, constituye una escena absolutamente épica en la que el autor se detiene a lo largo de varias páginas. Y qué decir del retrato psicológico de la tortuga Achilles, o de las Magenpies, dos urracas a cual más sinvergüenza, o de Roger, el perro que acompaña al joven Gerry en sus paseos y exploraciones por la isla. Tanto es el detalle y el esmero con que Durrell se emplea al describir a los animales que el lector cree conocer a algunos de ellos mejor que a la propia madre o a la hermana del autor.

Un hombre tan encantador como el niño que fue

Mi familia y otros animales es, como decía más arriba, uno de esos libros queridos y hasta adorados por lectores de todo el mundo. Posteriormente, Durrell publicó dos obras más situadas en aquel período, que constituyen la Trilogía de Corfú. Su amor por la naturaleza y, en particular, los animales, no decayó, y de hecho nuestro amigo es tan conocido o más por su actividad como zoólogo y naturalista que por su obra literaria. Sin embargo, el epílogo a esta encantadora novela no fue precisamente lo que Durrell hubiera deseado. Como suele decirse en inglés, este libro "puso Corfú en el mapa", es decir, dictó la sentencia de muerte al paraíso que los Durrell habían conocido. Así lo veía, por lo menos, el propio Durrell, que lamentaría amargamente el modo en que la isla se entregó, sumisa, al turismo de masas. "Nunca regreses a un lugar donde fuiste feliz", cuenta el autor que le dijo una vez su hermano Larry (plagiando a Agatha Christie). Mí no haber estado nunca en Corfú, pero después de leer este gran libro, creo que mi decepción sería mayor aún que la de Gerald Durrell.





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...