miércoles, 17 de octubre de 2012

La epopeya de Gilgamesh



Nunca olvidaré la cara que puso una compañera de trabajo cuando vio que estaba leyendo un libro titulado Farsalia, de un autor llamado Lucano. Fue esa mezcla de horror y admiración que, quizá vosotros también lo hayáis observado, suscita entre ciertos círculos la lectura de cualquier libro escrito hace más de diez años. No quiero imaginar las consecuencias que habría tenido para su salud descubrir que, pocos días más tarde, estaba leyendo Gilgamesh, que, para más inri, tiene la palabra "epopeya" en la portada.

Se ha convertido en un lugar común decir que la lectura de los clásicos nos puede deparar enormes sorpresas si sabemos acercarnos a ellos libres de prejuicios. Así, lo que nos suena a plúmbeo, lento, retórico y anticuado, en muchos casos, nos dicen, es en realidad un frenesí de acción y aventuras, y un delirio de ingenio. Pues bien, todo eso es cierto, pero, en mi caso, pocas veces ha sido más cierto que con La epopeya de Gilgamesh.

Hormuzd Rassam, el descubridor

Iría aún más lejos, y diría que Gilgamesh es uno de esos clásicos que no sólo nos sorprenderán, sino que apelan directamente al lector apasionado, idealista, romántico y arrogante, en suma, al adolescente que un día fuimos. No existe, no  puede existir un solo lector joven que no se sienta atrapado desde estas inmortales primeras líneas:

Oh, divino Gilgamesh, señor de Kullab, grande es tu gloria.
Él fue quien vio el fondo de las cosas, conoció todos los países del mundo,
todo lo supo, todo lo enseñó.
compartió su experiencia y cada uno la aprovechó.
Él fue sabio entre los sabios,
penetró los misterios, supo el secreto de cuanto estaba oculto,
reveló cuanto hubo en los días pasados, antes del Diluvio.
Su vida fue un largo viaje, aprendió sufriendo,
y, al volver de lejanos trabajos, sobre una estela grabó todas sus proezas.

La que hoy conocemos como La epopeya de Gilgamesh es en realidad el fruto de un mejunje de diferentes versiones que distan varios siglos entre ellas. Así, la primera fue escrita hace casi cuatro mil años, mientras que las más recientes están datadas del s. XIII al X a. de C. Obsérvese que las más recientes son varios siglos más antiguas que las obras de Homero.

Henry Layard dirigiendo la excavación de las ruinas de Nínive

En 1839, Sir Austen Henry Layard, viajero, arquitecto, ¡cuneiformista!, historiador, político y coleccionista entre otros talentos, en definitiva, un apasionado erudito de los que ya no existen, emprendía viaje hacia Ceilán con la esperanza de ocupar allí una plaza de funcionario. Por suerte para todos, hizo un alto en Oriente Medio que se prolongó un par o tres de décadas. De hecho, jamás llegó a Ceilán, tanto se entusiasmó con las excavaciones en Turquía, Mesopotamia y en las ruinas asirias en Nínive, en los alrededores de Mosul.

Templo de Eanna en Uruk, ciudad de Gilgamesh, y de donde probablemente deriva el nombre Irak

En las excavaciones de Mosul, Layard conoció a Hormuzd Rassam, un joven de 20 años de origen asirio, que le impresionó por su carácter entusiasta y trabajdor. Layard contrató a Rassam, quien en 1849 (1853 según otras fuentes) descubrió, en la Biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, las tablillas de La epopeya de Gilgamesh mejor conservadas, y que constituyen la denominada versión estándar.

Estatua de Asurbanipal en San Francsico

La verdad es que las historias de Layard, Rassam, el hallazgo de las tablillas y su traducción merecerían por sí solas toda una entrada, si no varias. El hallazgo pasó despercibido a algunos de los excavadores, que no se dieron cuenta de que esas tablitas de barro estaban cubiertas de inscripciones, por lo que es probable que muchas de ellas se perdieran. No obstante, se calcula que sólo en el Museo Británico se conservan alrededor de 25.000 tablillas.


Basta observar cómo son estas inscripciones y el tamaño de las tablillas para darse cuenta de que la tarea de descifrar los textos en babilonio debe de haber sido absolutamente titánica.


 Cabe imaginar, pues, las dificultades que entraña convertir esas tablillas en un texto medianamente coherente que no vuelva loco al lector actual. En ocasiones he hojeado versiones de esta obra, y me he encontrado con (...) páginas [donde] una (de) cada (.....) palabras [ininteligible] estaba entre (...). Y la verdad, así no hay quien lea. La versión que he leído (y releído ipso facto) es la que veis al principio de la entrada, una edición de 1960 que imagino dista bastante de otras versiones más modernas. Esta de Penguin, sin embargo, tiene una frescura y un ritmo que no es fácil de conseguir, y que es lo que, a mi juicio, lo llena de vida y lo aleja de un libro para eruditos.

Duelo entre Gilgamesh y Enkidu

La historia que se nos cuenta es la de la amistad entre Gilgamesh, histórico rey asirio, y el hombre salvaje Enkidu, sus correrías y luchas con toros del cielo, gigantes y hombres escorpión, la desolación de Gilgamesh ante la muerte de su amigo, y su desesperada e inútil búsqueda de la inmortalidad. Así de sencillo y así de maravilloso.
Cada capítulo nos fascina por sus imágenes, por sus ecos a lo largo de toda la historia de la literatura, por su sencillez, por su grandioso olor a milenario.
Tras  los versos iniciales que he mencionado más arriba, nos viene la historia de Enkidu, el salvaje, creado por los dioses para distraer un poco a Gilgamesh, que estaba haciendo la vida imposible a los habitantes de Uruk. Enkidu, criado por animales y alimentándose hierbas, pierde su fuerza animal al yacer con una mujer, Shamhat.

Enkidu se fue debilitando, pues ahora tenía sabiduría y su corazón albergaba pensamientos de hombre.

Los animales lo rechazan, y Shamhat convence a Enkidu a que se acerque a Uruk, donde reta a Gilgamesh a una pelea. Es el comienzo de una amistad inmortal. (A nadie se le escapa que esta relación tiene un claro componente homosexual, a pesar de que son varios los expertos que lo niegan).
A partir de ese momento, las aventuras se suceden que da gusto. En una de las primeras, los dos amigos se enfrentan al gigante Humbaba, guardián del Bosque de los Cedros. No cuesta imaginar que en una tierra como la de Asiria, la madera debía de tener un valor igual o superior al del oro. Más adelante,  los dioses, intentando insuflarle ánimos, recordarán a un Gilgamesh atormentado por su mortalidad que llevar a la ciudad la madera de cedro había sido una de sus grandes gestas.

Bosque de Cedros, inestimable tesoro guardado por el gigante Humbaba

Otro episodio lleva a nuestros amigos a enfrentarse al Toro del Cielo. Esta bestia es enviada por la diosa Ishtar, que pretende vengarse así del rechazo de Gilgamesh a sus favores sexuales. Entre los dos matan al toro, y, en una escena que cobra misteriosa relevancia, Enkidu le lanza a Ishtar una de las patas traseras del animal. Los dioses, furiosos, deciden castigar a uno de los dos, y le toca a Enkidu. La prolongada agonía y muerte final de su amigo llena a Gilgamesh de desesperación, no sólo por haber perdido a su amado amigo, sino también por darse cuenta del inevitable destino al que también él, dos terceras partes dios, una tercera parte humano, está condenado.

Gilgamesh y Enkidu matan al Toro del Cielo.

La epopeya de Gilgamesh ha sido objeto de incontables estudios, pero, como no podía ser de otra manera, tratándose de una obra de casi 4.000 años de antigüedad, sigue llena de misterio para el lector. La escena ya mencionada del cuarto trasero del toro no es más que un ejemplo de entre mil. Podría mencionar también esas extrañas piedras del barquero Urshanabi, que Gilgamesh destruye en un arrebato de furia. Cada línea parece remitirnos al subconsciente, a mitos olvidados, por descontado a la historia, a la antropología y, de manera especial, a la Biblia. 
Como ejemplo más claro, aunque no el único, en Gilgamesh tenemos la primera referencia al diluvio universal, que, como en la Biblia, tuvo lugar mucho antes de la historia que se nos cuenta. En su búsqueda del secreto de la inmortalidad, Gilgamesh parte en busca de Utnapishtim, a quien, tras haber sobrevivido al diluvio, los dioses concedieron la vida eterna. En su viaje tendrá que cruzar los Montes Mashu, custodiados por los temibles Hombres escorpión, y atravesar el Mar de la Muerte. Utnapishtim cuenta a Gilgamesh la historia del diluvio. En lugar de cuarenta días, el diluvio en Gilgamesh dura seis días y seis noches. Desde su barco, encallado en una montaña, Utnapishtim suelta una paloma, una golondrina y un cuervo, y sólo cuando este último no regresa, decide abrir el barco y dejar salir a todos los animales.
Y todavía hay tiempo para más aventuras y más búsquedas imposibles antes de llegar al final.

Urshanabi el barquero ayuda a Gilgamesh a cruzar el Mar de la Muerte

No está muy claro cómo termina la Epopeya de Gilgamesh, dado que hay versiones sumerias, acadias, hititas, todas de diferentes épocas, que se solapan y contradicen. Según algunas versiones, por ejemplo, la tabla XII y última nos presenta a un Enkidu redivivo que decide emprender un viaje al inframundo. Mi antigua edición de Penguin, que, como ya he señalado antes, se preocupó por ofrecer una versión ante todo coherente, y que probablemente difiere en algunos aspectos de versiones más modernas, incorporó la versión sumeria en lugar de la acadia.
Gilgamesh es derrotado por su humana mortalidad.



miércoles, 3 de octubre de 2012

Armenia en prosa y en verso, de Ósip Mandelstam


En Eriván y en Echmiadzín
la gran montaña se bebió todo el aire,
habrá que seducirla con una ocarina,
tentarla con una flauta, para que la nieve se funda
en la boca.

He buscado infructuosamente la versión original de estos versos, para ver si el poeta habla de una ocarina, o si, como sospecho, se trata en realidad de un duduk. Descubrí este instrumento hace ya unos cuantos años en una de mis peregrinaciones a la tienda etnomusic. Allí vi un día un CD de un músico llamado Djivan Gasparyan, que tocaba un instrumento llamado el duduk. Este milenario instrumento, también llamado tziranapogh ("cuerno de albaricoque"), es uno de los símbolos nacionales armenios por excelencia. A primera vista, se trata de una simple flauta, pero su sonido, bastante más grave y dulce que el de ésta, lo acerca más al clarinete. Suena así:


Mandelstam cumplió su anhelo de viajar a Armenia gracias a las expediciones literarias que organizaba el poder soviético, a fin de que los escritores pudieran constatar el florecimiento económico de las diferentes repúblicas, así como la implantación y desarrollo del socialismo. El poeta se sentía atraído hacia aquella tierra, más que por la envidiable prosperidad soviética, por los aspectos culturales y religiosos, que hacían del país un oasis de cristiandad y cultura clásica en medio de un - según su punto de vista- páramo de barbarie y salvajismo. Mandelstam nadaba así contracorriente en medio del fervor orientalista de aquellos años. Quién mejor, pues, para cantar al último bastión europeo en oriente.

Y diste la espalda, con dolor y vergüenza,
a las ciudades barbudas de Oriente;
y ahora yaces en lecho cegador
y te moldean la máscara mortuoria.

Los asirios y sus recias barbas eran, para Mandelstam, un símbolo de barbarie y totalitarismo.

La nostalgia de la cultura clásica, según sus propias palabras, fue lo que empujó al poeta a emprender este viaje. Mandelstam, junto con Anna Akhmatova, era el mayor representante de la corriente poética llamada acmeísmo. La palabra acmé, de origen griego, y que nos trae ecos de los explosivos que el coyote empleaba para cargarse al correcaminos, significa de hecho "cumbre, zénit", y los acmeístas querían expresar con ella esa nostalgia de una cultura clásica y universal. Este grupo poético, estrechamente relacionado con el simbolismo, abogaba por la claridad de exposición y la expresión directa a través de imágenes. Huelga decir -y si no, ahí están los poemarios Tristia y Cuadernos de Voronezh- que esa claridad de exposición no tiene nada que ver con la claridad de significado: a excepción de sus poemas sobre Armenia, la poesía de Mandelstam es de las más complejas que se puedan leer.

 "Este es el único país en el que respetan la poesía: matan por ella"

De familia judía, Mandelstam se convirtió al cristianismo para así poder estudiar en la universidad de San Petersburgo, de la que los judíos estaban excluidos. Así, aunque su conversión fue obligada, creo no equivocarme si digo que Mandelstam tenía bastante más de cristiano que de judío. El cristianismo fue, precisamente, otro de los aspectos que le impulsaron a realizar aquel viaje. Armenia, que fue el primer país que adoptó el cristianismo como religión oficial, está perpetuamente unida al Antiguo Testamento, siendo el Monte Ararat, allí donde Noé perdió el Arca, el mayor símbolo nacional. Ha querido el sádico destino que dicho símbolo sólo lo puedan ver los armenios desde el otro lado de la frontera que los separa de Turquía, país que perpetró contra ellos el genocidio olvidado del siglo XX, un genocidio cuyas huellas, quince años después de la matanza, todavía estaban frescas.

Así conocí el espanto
que nace del alma misma,
en Shushá, ciudad carnívora
de Nagorni Karabaj.

Miles de ventanas muertas
asiman por todas partes
y el capullo del trabajo
yace vacío, enterrado.

Las casas muestran, impúdicas,
su cuerpo rosa desnudo,
y sobre ellas se nubla
la peste de azul oscuro.

 Un oficial turco muestra un pedazo de pan a los refugiados armenios

Acantilado ha decidido publicar juntos el Viaje a Armenia y los poemas que aquel país le inspiraron. Para ello han considerado necesario que desaparezca de la portada el título de uno de los libros más conocidos del poeta. Quizá pensaron que se trataba de un título un tanto engañoso, que nos puede llevar a pensar en un libro de viajes al uso, a saber, la crónica de un viaje y las impresiones que éste puede despertar en un poeta. En realidad, Viaje a Armenia es eso, mucho más que eso y, en más de una ocasión, todo lo contrario.
Así, al lado de episodios como "Seván", "Ashot Ovanesián " o "Ashtarak", tenemos otros con títulos como "Los franceses" o "En torno a los naturalistas". Mandelstam parece prescindir de cualquier tipo de estructura. Abre el libro in media res, nos describe gentes, ruinas, salta hacia atrás en el tiempo para hablar de sus días en Moscú y su compañero de piso, o se pone a hablarnos del impresionismo o del modo en que los estudios sobre la evolución que habían llevado a cabo Lamarck, Darwin y Pallas pretenden subvertir la verdad poética. Y no hace falta decir que el lector en ningún momento deja de recordar que lo que está leyendo no es el libro de un viajero, sino el de un poeta. Un poeta que, a decir de muchos, está entre los más grandes del siglo XX. Unas citas casi al azar:
El profesor Jachaturián, con una cara de piel estiradísima como la de un águila, bajo la cual se marcaban todos los músculos y tendones numerados y subtitulados en latín, ya se paseaba por el muelle con su levita negra de corte otomano.
Toda la isla está sembrada de huesos amarillentos, como en Homero: restos de los picnics piadosos de las gentes del lugar.


Sobre la mesa se desplegaba una espléndida sintaxis de flores campestres revueltas, de alfabetos distintos, gramaticalmente incorrectas, como si todas las formas preescolares de la existencia vegetal se hubieran fundido en un sonoro poema de antlogía.
Cuando yo era pequeño, por puro amor propio tonto, por falso orgullo, nunca iba a buscar bayas ni me agachaba para recoger setas. Más que las setas me gustaban las piñas góticas y las bellotas hipócritas, enfundadas en sus menudas capuchas de monje. Yo acariciaba las piñas. Ellas se erizaban bajo mi mano.
...donde los hortelanos cultivan planteles de coles que parecen proyectiles con mechas verdes. Estas bombas de col, de color verde pálido, amontonadas en abundancia escandalosa, me recordaban vagamente la pirámide de cráneos de la aburrida pintura de Vereschagin.
Nadezhda Mandelstam, que memorizó la obra poética de su marido para evitar su pérdida.

Los poemas que cierran el libro son, como he señalado más arriba, bastante más accesibles que los de otros libros de Mandelstam y, en este caso, constituyen, de manera más acusada que el propio Viaje a Armenia, un verdadero diario de viaje. De hecho, Mandelstam empezó a componerlos en Armenia, mientras que el Viaje..., curiosamente, lo terminó dos años más tarde, en Moscú, rememorando sus emociones en tranquilidad.
Habla punzante del valle Ararat, gato salvaje: habla de Armenia, lengua rapaz de ciudades de arcilla,habla de adobes hambrientos.(...)
Yo amo a este pueblo que vive a puro esfuerzo,
que computa cada año como un siglo,
que da a luz, que duerme, que grita,
aprisionado contra la tierra.
Tu oído fronterizo acoge todo sonido;
ocre, ocre, ocre,
en la maldita profundidad de mostaza.
En 1933, el mismo año de la publicación del Viaje, Mandelstam escribía el famoso poema sobre Stalin, con el que firmó su sentencia de muerte. Ésta tardó en llegar cinco años más, unos años de exilio permanente, constantes arrestos, prohibición de trabajar, frío y hambre. Nadezhda, su esposa, autora de Contra Toda Esperanza, uno de los retratos más desoladores del Gran Terror y de los últimos años de vida del poeta, nos cuenta hacia el final del libro que
para Mandelstam la llegada a Armenia significó la vuelta al seno materno: al lugar donde todo había empezado, a la tierra de los padres, a las fuentes, a la fuente. Después de un largo silencio, fue en Armenia dnde recuperó los versos, y ya no le abandonaron nunca más...
El valle de Ararat

Una vez más, me veo obligado a comentar algunos aspectos negativos de la edición. Si bien la traducción de Helena Vidal es, por lo general, excelente, máxime teniendo en cuenta que Mandelstam es uno de esos poetas "difíciles", la edición no parece haber pasado por una revisión demasiado rigurosa. Tenemos alguna expresión poco afortunada, como "recuerdo con agradecimiento" en lugar de "con gratitud"; alguna intolerable falta de ortografía, como "girones"; y algún que otro catalanismo, como "lampistas" por "fontaneros", o, uno que detesto especialmente, el uso de "explicar" en lugar de "contar" ("no explicaba nada del viaje en avión"). No obstante, y salvando estos detalles, la prosa y el verso de Mandelstam, así como la iluminadora introducción de Gueorgui Kubatián, hacen de este libro una pequeña maravilla de esas que nos llevan de la última página otra vez a la primera.

Os dejo una generosa sesión de duduk, con el gran Gasparyan en concierto.


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