martes, 21 de febrero de 2012

Jung, Stalin y el klezmer

Cuando hace un par de meses preparaba mi entrada sobre la música klezmer, estuve buscando en internet diferentes versiones de algunas de mis canciones preferidas. Una de ellas es "Tumbalalaika", que yo conocía por la versión de André Ochodlo, y que es una de las canciones en yiddish más populares. Una de las versiones más bonitas que me encontré fue esta, que pertenece a la película Prendimi l'anima, del director italiano Roberto Faenza, y rodada en inglés. (Existe en DVD la versión en español -con un título, Te doy mi alma, más apropiado para una copla que para una película-, aunque no me suena que llegara a estrenarse en los cines; también la he visto con el título de Almas al desnudo).


Esta versión de la canción me gustó tanto que no descansé hasta conseguir la película en la que aparece. The soul-keeper (ejemplo de cómo ser fiel al original y al mismo tiempo dar con un título sugerente), si bien desde el punto de vista cinematográfico no es excepcional, sí está realizada con buenos actores y gran profesionalidad, y, sobre todo, nos cuenta una historia absolutamente fascinante. Y mientras escribo esto descubro la película A Dangerous Method, que se estrenó hace apenas unos meses. ¡Mi gozo en un pozo! Yo que pensaba descubriros a los que os pasáis por aquí una de esas historias que creía perdida en los polvorientos rincones de la ídem, me encuentro con una película de Cronenberg, con actores como Viggo Mortensen, Vincent Cassel o Keira Knightley; en otras palabras, uno de esos estrenos que no pasan desapercibidos. Bueno, pues que me disculpen los que ya se la saben, porque The soul-keeper nos cuenta prácticamente la misma historia. Sin embargo, aunque no he tenido ocasión de ver la de Cronenberg todavía, y pese a que soy consciente de que no es bueno ir por la vida con tantos prejuicios, tengo que decir que, tras echar un vistazo al tráiler, no me resulta demasiado apetitosa.


La verdad, no me convence el bigote de Jung. Y añadiré que el rostro de Emilia Fox


me resulta bastante más interesante y sugerente que el de Keira Knightley.


Pero insisto, me sobran prejuicios y me faltan elementos de juicio. En cualquier caso, la historia de Sabina Spielrein es tan fascinante y, me atrevería a decir, difícil de abarcar en una sola película, que da, sin duda, para más de una. Así, por lo que he podido averiguar, y por lo que nos revela el tráiler, la versión de Cronenberg da mucha más relevancia, por ejemplo, a Freud, quien en The soul keeper aparece casi de refilón. Dadas las influencias, pasiones y rechazos entre los tres, la relación entre Freud, Jung y Spielrein se me antoja una especie de ménage à trois intelectual de esos que echan chispas por los cuatro costados. Otro personaje que Faenza soslaya por completo y que sí aparece en A dangerous method es Otto Gross, de quien yo jamás había oído hablar y que está interpretado por Vincent Cassel. Otto Gross era el antisistema de los psicólogos: anarquista, neopagano, preconizador del amor libre y drogadicto. Se me ocurre que, aunque esté quizá metido con calzador en la historia, el interesantísimo personaje y el gran actor francés justifican por sí solos ver la película de Cronenberg.


¿Y cuál es la historia que nos cuentan estas dos películas? Pues la de Sabina Spielrein, una joven rusa de familia judía que sufría de terribles crisis depresivas y ataques de histeria. En el verano de 1904, sus padres decidieron internarla en un centro psiquiátrico de Zurich, donde sería sometida a tratamiento por un joven doctor llamado Carl Gustav Jung. Jung experimentará con Sabina algunos de los últimos avances en psicopatología, como la prueba de asociación y los experimentos psicogalvánicos. Este tratamiento debió de ser eficaz, ya que Sabina fue dada de alta apenas seis meses después de su ingreso. Eso sí, con tanta asociación y tanto galvanómetro, sucedió lo que tenía que suceder, y Sabina y el doctor Jung iniciaron una relación que, por lo visto en la película, puede tildarse de tórrida.

The White Nursery

The soul keeper se centra en la historia de esta relación, que, aunque interesante, no debería ser lo más destacable de la vida de Spielrein, como veremos luego. En la película, los hechos se nos narran desde el punto de vista de una joven que descubre la historia de Spielrein y decide ponerse a investigar por su cuenta. Roba el diario de Sabina de una biblioteca en Moscú, y un historiador escocés que está investigando ahora no recuerdo qué la pilla in flagranti. Así, la relación entre Sabina y Jung corre paralela a otra historia, casi un siglo más tarde, de profesor y jovencita. A mi juicio, esta segunda historia no está demasiado bien justificada ni desarrollada, aunque hay que agradecerle al guionista que sepa darle una conclusión bastante digna.

Vasili, el hijísimo

Lo más fascinante, sin duda, de la historia de Sabina Spielrein es cómo no sólo consiguió superar sus serios problemas piscológicos, sino hasta dónde fue capaz de llegar. No sé hasta qué punto la versión de Cronenberg nos muestra los éxitos profesionales de Spielrein, pero el papel que jugó ésta en la historia de la psicología parece haber sido mucho más importante de lo que nos da a entender la película de Faenza. De hecho, su historia parece uno de esos casos en los que los logros quedan eclipsados por el papel, breve pero intenso, de "amante de" y, en consecuencia, no merece ni una triste entrada en la Enciclopedia Británica.

La sinagoga de Rostov

Sabina Spielrein, tras su alta, y alentada por Jung, decide estudiar medicina, se codea con Freud y desarrolla innovadoras teorías sobre el psicoanálisis. Tras la ruptura (no como amigos precisamente) de su relación con Jung, Sabina regresa a Moscú. En The soul keeper se nos muestra cómo allí, junto con Vera Schmidt, una destacada psicóloga rusa, funda un jardín de infancia en el que aplica principios del psicoanálisis. Conocida como "La Guardería Blanca", parece que en sus primeros tiempos esta guardería fue bastante popular entre los mandamases del Partido, que mandaban allí a sus retoños. Entre ellos, un pequeño monstruito, Vasili Stalin, matriculado bajo nombre falso. Viendo cómo acabó Vasilín, muerto de alcoholismo crónico a los 41 años, parece que o bien los métodos de Schmidt y Spielrein no eran infalibles, o bien el niño no estuvo allí el tiempo suficiente. Porque el psicoanálisis, que en la Unión Soviética había sido impulsado por Trotski en el proyecto de creación del nuevo hombre, quedó estigmatizado con la caída en desgracia de aquél. Y así, en 1925, apenas dos años después de su fundación, la "Guardería Blanca" era clausurada por las autoridades soviéticas. El edificio pasó a ser residencia de Gorki y tras la muerte de este, se convierte en museo dedicado al mismo escritor. Unos años más tarde, el edificio albergaría orgías y borracheras a gogó, al convertirse en la residencia de Vasili Stalin (¿simbólico regreso al vientre materno?).
En 1942, junto con sus dos hijas y otros miembros de la comunidad judía, Sabina fue asesinada por los nazis en la sinagoga de Rostov.

Os dejo, para terminar, una versión al piano de esta maravillosa canción, donde podréis leer (en inglés) la historia que en ella se cuenta.

sábado, 11 de febrero de 2012

El caso Tuláyev, de Victor Serge


Ya no los hacen así. Probablemente Víctor Serge fue el último representante de una clase de hombre que, de hecho, nunca abundó y que desapareció tras los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial. Tremendo tipo. 
Apátrida, políglota, anarquista, comunista, luchador incansable, revolucionario radical denostado por aquellos que se decían más revolucionarios que él, Serge nació en Bélgica, hijo de un exiliado ruso que había sido oficial de la Guarda Imperial, y que era pariente lejano de uno de los conspiradores ejecutados por el asesinato de Alejandro II. Conoció a Trotsky, Gramsci, Lenin. Pasó más de diez años de su vida en dieferentes prisiones. Vivió siempre a salto de mata, se salvó de ser ejecutado por Stalin gracias a la intervención de André Gide, fue de nuevo perseguido, exiliado, encarcelado, hasta que finalmente recaló en México, donde en 1947 murió en un taxi en D.F. En su extraordinaria introducción, Susan Sontag nos cuenta todo esto, analiza la novela y profundiza sobre las razones por las que Serge es prácticamente un desconocido.

El espíritu de Lev Davidovich sobrevuela por todo el libro

Si a Serge apenas se le recuerda hoy en día se debe, sin duda, a algo que está muy mal visto por los hipócritas, los sectarios y otros mercenarios de la política: su integridad. Cuando un revolucionario es tan radical que se atreve a denunciar la traición a la revolución, la verdadera traición, la que olvida los principios que la inspiraron y asesina a los que se jugaron la vida por ella, sólo se puede hacer una cosa con él: eliminarlo. A él y a su memoria. Por eso, y aparte de que no hay una literatura nacional a la que pertenezca claramente, no existe un solo movimiento ni ideología política que lo reivindique; Serge era íntegro, sincero, consecuente: incómodo.

Estos no sabían en qué lío se estaban metiendo al hacer la revolución

El caso Tuláyev es uno de esos libros que marcan a quien lo lee, uno de esos libros que rebosan fuerza, pasión, furia y amargura, un libro donde el autor enfrenta lo más noble del idealismo revolucionario con lo más vil de la revolución traicionada, donde se combinan el lirismo y el retrato psicológico más profundo, donde nos encontramos párrafos como este:

Y la Muerte ya estaba ahí, casi visible, muy cerca de él, con una mano sobre la espalda, la otra con la pistola: la muerte no era aquella que vio y grabó Alberto Durero, esqueleto de cráneo sonriente, envuelta en un sayal, armada con la hoz de la Edad Media, no; era la muerte moderna, vestida con uniforme de oficial del servicio especial de operaciones secretas, la Orden de Lenin sobre el pecho, las mejillas llenas y bien rasuradas...

Tan sencillo y tan memorable.
Al leer este libro nos vienen inmediatamente a la mente una serie de inolvidables obras maestras. En primer lugar, El cero y el infinito, de Arthur Koestler, una de las novelas políticas más influyentes (por lo menos sobre mí) del siglo XX. No obstante, bien pronto se establece una clara diferencia. La novela de Koestler (quien, dijera lo que dijera su pasaporte, tenía más de apátrida -como Serge- que de húngaro-británico) se centra ante todo en el proceso mental que tenían que recorrer los arrestados en las purgas de los años terribles del estalinismo, a saber, cómo llegaban a convencerse de que sí, de que los falsos crímenes que pesan sobre ellos sí los habían cometido en realidad, y si no, los iban a cometer, y si no, deberían convencerse de que los iban a cometer, y dar las gracias a sus verdugos por salvar la revolución.


Interesantísimo vídeo para entender un poco mejor qué era eso del trotskismo

Otra forzosa comparación es Vida y Destino, de Vassili Grossman, reeditada hace unos años y considerada justamente una de las mayores obras del siglo pasado. Ambas comparten una ausencia de personaje central, y nos muestran una multiplicidad de personajes cuyas vidas se entrelazan, siempre bajo el yugo de la represión y la persecución  política. Sin embargo, aparte de que la novela de Grossman se centra en la guerra y, más concretamente, en la batalla de Stalingrado, resulta difícil comparar la colosal magnitud de Vida y Destino y sus casi incontables voces, con las cuatrocientas páginas del libro de Serge y sus apenas ocho o diez personajes principales.
Por último, no podemos dejar de pensar en Rebelión en la Granja, que comparte con la que nos ocupa el tema de la revolución traicionada. Las diferencias son aquí más claras, no sólo debido al género (fábula versus novela), sino sobre todo a la postura del autor. Mientras Orwell considera que la semilla del totalitarismo está en el propio comunismo, Serge y sus personajes siguen fieles a la utopía original, llámese esta marxismo, anarquismo o loqueseísmo.

Pero bueno, vale ya de hablar de lo que El caso Tuláyev no es.

Crimen y castigo. No, no se trata de otra comparación, sino del papel del crimen en el sistema totalitario. Probablemente estaremos todos de acuerdo con el principio de que todo crimen merece un castigo. Sin embargo, cualquier sistema totalitario que se precie pervertirá dicho principio y lo ajustará a sus necesidades, con lo que quedará algo así: 

Todo crimen merece un culpable. 

El estalinismo iba un poco más lejos y defendía que:

Todo crimen merece la purga de una inmensa trama conspirativa al servicio del trotskismo, el fascismo y el imperialismo.

"Después de las jornadas de mayo del 37, el secuestro de Andreu Nin, la proscripción del POUM, la desaparición de Kurt Landau..."

La historia es así de simple. 1937. Kostia, un ciudadano anónimo que al mismo tiempo es lo más parecido a un personaje central en la novela, un buen día y prácticamente por casualidad, mata de un disparo a uno de los capitostes del Partido. Se desencadena entonces una implacable caza de sospechosos de la que no se librará nadie, hasta que por fin el caso queda resuelto. Es un decir.
Aparte del primer capítulo, donde Kostia y el tristón Romashkin desencadenan los acontecimientos, y el último, donde nos reencontramos con ellos una vez pasada la tempestad, práticamente todos los capítulos están centrados en un personaje diferente. Y es aquí, en el retrato psicológico, donde brilla con luz propia y cegadora la escritura de Serge. El autor nos ofrece una galería de retratos de bolcheviques de pro, funcionarios, militares, secretarios generales, altos mandatarios, arribistas, bajos mandatarios, condenados en Siberia que nunca terminarán de expiar sus pecados, unos de espíritu noble, otros miserables, todos entregados en cuerpo y alma a la defensa de la revolución, y todos, en mayor o menor medida, conscientes de que tienen los días contados. ¿Su mayor pecado? Haber hecho la revolución, haber luchado en el ejército rojo en los años de la guerra civil, haber conocido a Lenin, haber tenido un amigo en común con Trotsky... "Que la pureza sea traición", se titula, significativamente, uno de los capítulos. Otros títulos: "Los hombres asediados", "Construir es perecer", "El viaje a la derrota" (interesantísimo episodio situado en la Barcelona de la guerra civil), o "Cada quien se ahoga a su manera"
Estamos tan felices de trabajar en un koljoz.

Hay un capítulo absolutamente maravilloso titulado "A la orilla de la nada". Rishik está deportado en una miserable koljoz siberiano, donde convive con familias de pescadores y comparte habitación con un matrimonio que parece despreciarlo por no persignarse ante el icono. La única compañía que tiene es la de su vigilante, Pajómov, tan prisionero como él. A los deportados no hacía falta meterlos entre rejas, ningún ser humano sería capaz de escapar de aquella tierra. La sospechas de la trama conspirativa llegan hasta este traidor, y se reciben órdenes de que Rishik vuelva a Moscú. Las páginas que siguen, con sus descripciones del paisaje siberiano, del viaje en trineo, de las celdas y guardianes en estaciones de tren, y sobre todo, de la relación con Pajómov, son preciosas, evocadoras, tristísimas. Rishik se revela como el personaje más íntegro e inquebrantable de la novela, un hombre que lo ha perdido todo y al que no sólo no pueden doblegar, sino que, a diferencia de otros personajes, hasta el último momento es capaz de reírse de sus verdugos.
Y acabada la lectura, nos quedamos con sed de más. Grandísima literatura de un personaje fascinante.

jueves, 2 de febrero de 2012

Medallones, de Zofia Nalkowska

Creo haber leído en alguna parte una entrevista con Solzhenitsin en la que este se refería a una conversación que tuvo con Philip Roth. En esa conversación, Roth lamentaba su suerte y envidiaba las desventuras que le había tocado vivir al escritor ruso y a tantas otras víctimas de persecuciones y regímenes totalitarios. El motivo de esa envidia era que, según Roth, nadie que no haya vivido aquellos horrores en su propia carne podría jamás describirlos adecuadamente, ni tendría autoridad moral para hacerlo. He buscado alguna referencia a esa entrevista en la red, y no he encontrado nada, por lo que no sé si concluir que no se trata de Solzhenitsyn -o Roth-, que la he imaginado, o que, simplemente, no está en la red. Sin embargo, imaginaria o no, la historia viene a cuento de este libro, porque, visitando blogs donde lo reseñan, me encontré con alguna crítica negativa basada en un razonamiento parecido: conociendo los testomonios de Primo Levi, Elie Wiesel, Kertesz o Shalamov, entre muchos otros, ¿qué puede aportar este libro escrito por alguien que no sufrió la tragedia en sus propias carnes? O dicho de otra forma, ¿puede un testigo describir el horror igual que una víctima?
Pues sí. Y de manera magistral. 

Ilse Koch, "la bestia de Buchenwald", entre cuyas acusaciones figuraba la de utilizar la piel de sus víctimas para fabricar pantallas de lámpara

Medallones es, en mi opinión, un documento sumamente revelador para todo aquél interesado en la barbarie nazi. Y lo es por varios motivos. En primer lugar, lo escribió una miembro de la Comisión de Investigación de los Crímenes Alemanes en Polonia (en 1949 se sustituyó "crímenes alemanes" por "crímenes hitlerianos"). En segundo lugar, fue escrito durante los últimos meses de la guerra y los primeros tras la derrota de los nazis. En otro momento me he referido al espíritu casi visionario que tienen estos libros escritos a caballo de la tragedia, al mismo ritmo que se desarrollan los acontecimientos. ¿Qué debió de sentir el público al enfrentarse, en 1946, al indescriptible horror descrito en la primera historia, "El profesor Spanner", donde vemos a la Comisión interrogar a testigos y colaboradores de los "doctores" que perpetraron indecibles montruosidades? Se trata de un relato difícil de aguantar, en el que se nos describe de manera espantosamente explícita el proceso de obtención de grasa humana para fabricar jabón, y otros experimentos cuya veracidad fue cuestionada en los juicios de Nueremberg (de hecho, parece que todavía hoy se carece de datos concluyentes al respecto).
Y en tercer lugar, y juzgando por este brevísimo libro, Nalkowska, hasta ahora una absoluta desconocida para mí, no era solo una narradora extraordinaria, sino también una reportera de primer orden.


Las ocho historias que componen el libro se leen en apenas un par de horas, suficiente para lanzarnos de lleno a la abyección más absoluta a que se ha rebajado el ser humano. Nalkowska, aparte de interrogar a los "doctores" mencionados arriba, habla con víctimas de los campos de exterminio, así como con testigos de las atrocidades que, desde la relativa protección que les brindaba su condición de no judíos, poco o nada pudieron hacer para evitarlas. A diferencia de Claude Lanzmann en Shoa, Nalkowska prefiere no hurgar en las heridas. Allí donde el cineasta francés veía una injustificable pasividad del pueblo polaco frente al sufrimiento judío, nuestra autora, como es natural, ve las cosas desde dentro. Ello no significa que se tape los ojos: allí donde hay judíos, hay antisemitas, también en Polonia.

... Si los alemanes pierden la guerra, los judíos nos matan a todos... ¿Usted no lo cree? Pero si hasta los mismos alemanes lo dicen. Y también lo ha dicho la radio.

... dice "La mujer del cementerio", uno de los relatos más "suaves" del libro. El resto de historias (o breves crónicas, como habría que llamarlas; este libro, por si no ha quedado claro, pertenece más bien al género periodístico, y de hecho dicen algunos que revolucionó el reportaje literario) tiene aire de viñetas, son de factura impecable en su sencillez, frialdad y crudeza, nos proporcionan valiosísimos testimonios a nuestro siempre insuficiente conocimiento del holocausto, y constituyen, dentro del horror constante que describen, un ejemplo de contención por parte de la autora. Difícil de olvidar es "Junto a la vía del tren". Una mujer consigue escapar de un tren en marcha en el que iba deportada a una muerte segura. Queda malherida junto a la vía. La gente, soldados alemanes y campesinos polacos, la ven, la miran, alguno se acerca a hablarle. Pasan las horas. 
La vida en los campos de exterminio, en el gueto, o en los días posteriores al fin de la guerra son descritas con maestría y desde la distancia emocional. Nalkowska da voz a sus interlocutores y, en gran medida, se abstiene de intervenir. 

El mercado del gueto de Varsovia

-Un día, era martes, del tercer camión que llegó de Chelmno descargaron los cuerpos de mi mujer y mis hijos: el niño tenía siete años y la niña, cuatro. Entonces me tendí sobre el cuerpo de mi mujer y les dije que me dispararan. No quisieron dispararme. Un alemán dijo: 'El hombre es fuerte, todavía puede trabajar.' Y se puso a pegarme con un palo hasta que me levanté.

En resumen, un libro excelente sobre una de las mayores vergüenzas de la humanidad, y al que, en este caso, se le agradece la brevedad.
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