jueves, 29 de octubre de 2015

Torrentes posmos

Esto no es un cuadro de Magritte

Siempre he desconfiado y desconfiaré de los ismos políticos. Toda mi ideología se resume en la palabra "libertad", concepto inevitablemente denostado por los seguidores de un ismo u otro. Pero no os hagáis ilusiones, que no vengo a hablar de política. Para hacer enemigos ya tengo facebook.

Los otros ismos, los literarios, si no desconfianza, sí me provocan cierta sensación de pereza. Es algo parecido a escuchar a un gafapasta hablar de música y descubrir que no hay palabra que no combine con funk, y que, en lo que tú llamas pop, él, cual mítico esquimal, distingue hasta dieciséis tipos diferentes de drum'n'bass. Sin embargo, como en general esa música no me gusta, mi pereza para admirarme y mi complejo de filisteo no van más allá.

Me enorgullezco de no conocer a nadie que haya dicho jamás: "me gusta la música garage"

Algo diferente sucede con la literatura: me gusta. En alguna ocasión he comentado algo que no tiene nada de original, a saber, que el modo en que se enseña la literatura en España (y supongo que en muchos otros países) está demasiado centrado en la teoría y no lo suficiente en la obra. Sin negar la importancia -en ocasiones, relativa- de situar una obra en su contexto, uno tiene la sensación de que, con demasiada frecuencia, al alumno se le presenta una determinada corriente literaria, y a continuación se le informa de que la obrita que vamos a estudiar se enmarca en dicha corriente. Léela y señala en ella sus características más claramente istas. Y tras estudiar dos o tres obras igual de representativas, pasamos a un autor de transición hacia lo que de verdad importa: el siguiente ismo. Así se crean alumnos y se matan lectores. En mi caso, y haciendo la salvedad de los buenos profesores, que los tuve, sólo empecé a disfrutar de verdad de la literatura cuando dejé de estudiarla. Ya os he dicho que esto no tenía nada de original. Estabais advertidos.

El postmodernismo es uno de mis ismos más odiados. Lo identifico con estudiantes, y no con lectores. Al igual que la marca Apple o el esperanto, el postmodernismo es una especie de secta. Sus devotos han renunciado al criterio y a la crítica, y valoran una obra no en función de su calidad, sino según su grado de postmodernez. 

Postmodernos. Es nuestra palabra. No la utilices. No intentes definirla. Sobre todo, no nos etiquetes con ella. Aunque nosotros sí lo hagamos.

Un posmo es superior a vosotros. Haber renunciado a todo ismo anterior al siglo XX inviste al posmo de una agudeza y una ironía que sólo en décadas venideras podréis empezar a apreciar. Id a la filmoteca a ver una película clásica. Un drama. Un western. Un thriller. Esperad a que, en la escena decisiva, la sala se suma en un silencio sepulcral. Pues bien, ése que estalla a carcajadas a mandíbula batiente en mitad del silencio más absoluto es un posmo. Es el único que ha advertido la ironía del director, que había programado el chiste para que se entendiera en el año 2416.

No todo el mundo puede ser posmo, naturalmente. Puedes dejarte una tupida barba; puedes ponerte una cinta en el pelo; puedes ir con bufanda en verano; puedes ponerte una chaqueta con coderas; puedes personalizar una camiseta con citas de Nabokov. Nada de eso te servirá para acreditarte como posmo si en el fondo de tu alma no lo eres. ¿Y qué necesitas para serlo? ¿Cómo se reconocen entre ellos? No lo sé con certeza, pero intuyo que la respuesta sería tan vaga y sosa como la propia definición del postmodernismo.

Este dibujo explica muy bien qué es el postmodernismo

Desconozco hasta qué punto Hocus Pocus, de Kurt Vonnegut (¿de verdad hay que traducirlo como Birlibirloque?) cumple los mandamientos del postmodernismo, pero los del lector los cumple a rajatabla: hacerle disfrutar como un enano y maravillarlo a cada párrafo.

Ironía, carácter lúdico, humor negro. Doña Wiki nos coloca en primer lugar esas características como las propias del postmodernismo. Y lo cierto es que las tres las encontramos a porrillo en esta novela. SIn ir más lejos, podéis imaginar el humor negro de un narrador que, veterano de la guerra de Vietnam, descubre un día, para su asombro, que el número de personas que ha matado es el mismo que el de mujeres que se ha cepillado.

Lo siento, pero es que esto del postmodernismo no da para imágenes más bonitas

Metaficción. La referencia, luz, guía, destino y razón de ser de todo posmo que se precie. ¡Su prefijo favorito fusionado con el único género literario digno de ser leído! También abunda en la obra de Vonnegut, que nos trae aquí personajes y obras ya metaficcionadas (¡oh oh así así más más!) en sus obras anteriores. La metaficción asimismo implica la presencia de un narrador poco fiable, algo que en Hocus Pocus sólo se nos revela, y de un modo divertidísimo, hacia el final de la obra, con la aparición del hijo del narrador.

Fragmentación. En otros autores, así como en este bloguero, la fragmentación es un recurso para disimular la incapacidad de tejer un discurso o narración de manera sostenida. En otras palabras, se desprecia a Dickens porque no se puede escribir como él. No sucede así en el caso de Vonnegut, en quien esa fragmentación parece autoimpuesta con el fin de frenar el torrente narrativo e imaginativo que sustenta la narración. De hecho, las líneas que separan un párrafo del siguiente, antes que fragmentar nada, dan una inusitada agilidad a la narración, como si el autor se hubiera servido de ellas para facilitar la siempre complicada tarea de enlazar un párrafo con otro. El narrador, por su parte, nos explica que la fragmentación de la obra responde a que no tenía papel de escribir y escribió la obra en el reverso de tarjetas de visita o en trozos de papel de envolver.


¡Ajá!

Fabulación. Junto con la ironía y el humor negro, si Hocus Pocus nos deslumbra es sobre todo gracias a la fuerza de la fabulación de Vonnegut. Escrita en 1990 y situada diez años más tarde, esta novela nos cuenta la historia de un veterano del Vietnam que, a su regreso de la guerra, donde no tuvo excesivos reparos en cumplir órdenes y matar con sus propias manos a hombres, mujeres y niños, recala como profesor en una curiosa universidad para alumnos con problemas de aprendizaje. Nos encontramos en unos EEUU que han sido prácticamente subastados a los japoneses, y donde el racismo de la sociedad ha llevado a la creación, por ejemplo, de cárceles separadas para negros, hispanos y blancos. El narrador nos cuenta la historia desde la cárcel, y toda la novela es un enorme flashback en el que se nos narra el fabuloso (de fabulación) proceso por el que una pequeña universidad pasa a convertirse en una efímera república independiente gobernada por los reclusos afroamericanos de un centro penitenciario.


Distorsión temporal. Con engañosa facilidad y una pasmosa técnica narrativa, Vonnegut consigue que esta distorsión, o la dificultad que suele implicar, pase completamente desapercibida. Ni el lector ni, por supuesto, el autor, pierden en ningún momento el hilo de la narración. Vonnegut es capaz de dar saltos de decenas de años, cuando no de siglos, y los párrafos siguen sucediéndose con la mayor naturalidad. No hay necesidad de detenerse, levantar la mirada y recapitular. Ello se debe a que las digresiones vonnegutianas son mucho más que un alarde de técnica posmo: son la esencia de esta historia. Quedándonos en la idea más obvia, diríamos que los actos más prosaicos, inanes o, por qué no, inevitables, de nuestros abuelos, del general Custer, de Davy Crockett o de nuestro propio yo (me pongo proustiano) en aquella conversación con una periodista en un bar de Saigón tienen unas consecuencias tan palpables hoy como lo serán todavía dentro de unas décadas. Si profundizamos un pelín más, podríamos aventurarnos a decir que la distorsión temporal de don Kurt no consiste tanto en la ruptura de la linealidad como en la destrucción de las barreras que separan pasado, presente y futuro. Más posmo no me puedo poner.

Sí, es él

 En defnitiva, Hocus Pocus gustará a los posmos, facilitará el trabajo a los estudiantes, que podrán encontrar en ella fácilmente algunas de las características más importantes del ismo, y maravillará a los lectores, que se lo pasarán teta leyéndola.


El torrente fabulador del que hablaba me lleva a la otra cara de la moneda, que, en este caso, y para mi sorpresa y casi desolación, es Mircea Cartarescu. Mi admiración por el rumano se acerca a lo que siente un posmo por DFW (sí, ya, exagero), y desde la publicación de El Levante esperaba con emoción rayana en la ansiedad a que cayera en mis manos. Cuando lo vi en la biblio me abalancé sobre él, y me faltó tiempo para ponerme a leerlo en cuanto llegué a casa.

Y del deslumbramiento inicial fui pasando a esa sensación que tenemos con algunos libros. Ya sabéis. Nos gustan, sí, no vamos a decir que no. De hecho, si el tren se averiase y se quedara tres horas parado en mitad de la vía daríamos gracias al destino por habernos dejado en compañía de ese libro. Pero cuando el tren se pone en marcha y llegamos por fin a casa, nos preguntamos: ¿qué pasaría si dejara de leerlo un día? ¿Y si interrumpiera la lectura, pasara a otra cosa, y retomara el libro dentro de tres semanas? Pues probablemente lo que pasaría es lo que ha pasado. Que lo dejamos a la mitad. Y es que el postmodernismo a veces tiene esos problemas: a diferencia de los clásicos, que siempre están abiertos de piernas, la novela posmo necesita su momento. Y cuando dice no, es no.


Al igual que Hocus Pocus, -que, por cierto, se publicó el mismo año; la casualidad es postmoderna-, El Levante es todo un torrente narrativo, un ejemplo más de la desbordada imaginación de Cartarescu. Fantasía a raudales, acción, diversión, ironía, metaliteratura, distorsiones temporales, y hasta un narrador que nos habla de cómo escribe la obra sentado en la cocina de un piso minúsculo sin calefacción. ¡Un paraíso posmo! Y entonces, ¿por qué Hocus sí y El Levante no (o no por ahora)? Tengo la impresión de que se debe al factor humano. Si bien hace ya tiempo que me interesa mucho más el cómo me cuentan algo que ese propio algo, si bien tengo perfectamente asumido que criticar una obra por el comportamiento de sus personajes es, en palabras de Nabokov, pueril, no puedo todavía prescindir del personaje. Uno o varios, entrañable u odioso, pero un personaje en el que me pueda reconocer. Y es que, al entrar en una obra de ficción y acatar la requerida suspensión de la incredulidad, servidor tiene sus límites. A saber: el personaje debe ser creíble, humano, con sentimientos y esfínteres. En otras palabras, el personaje debo ser yo. Y no, no me refiero a un cuarentón cascarrabias padre de familia. Yo he protagonizado Ruslán y Ludmila, pero también Un hombre que duerme; me habéis visto en Proust, como ya sabéis, y he protagonizado Hocus Pocus. En El Levante no me he encontrado. Volveré a buscarme.


Desafío final: encontrad un solo meme sobre el naturalismo.

miércoles, 14 de octubre de 2015

La extraña vida de Iván Osokin


He hecho una maleta con todo lo que sé, toda mi experiencia, todo lo bueno y lo malo que he vivido, todos los errores que he cometido, todos los sueños que, por pereza o cobardía, jamás he realizado, y, lleno de ilusión, he emprendido viaje de retorno a mi adolescencia.

En algún momento de nuestra vida, todos hemos soñado con algo parecido, volver a un momento de nuestra infancia o adolescencia conservando todo el conocimiento que tenemos hoy. Damos por supuesto que un regreso al pasado sin ese conocimiento nos condenaría a repetir los mismos errores y no nos permitiría apreciar los dones que la vida, sin nosotros saberlo, nos otorgaba cada día.

Esta es una idea muy atractiva y que, desde luego, da muchísimo juego tanto al cine como a la literatura. En este blog, sin ir mas lejos, hemos hablado de la preciosa Barrio lejano, de Jiro Taniguchi, o de Inolvidable, de Alex Robinson. Ambas tenían en común que partían de la premisa de un adulto que regresa a un momento crucial de su juventud y, consciente de ello, se dispone a ajustar cuentas con el padre o enmendar algún error que marcó su destino. Por otra parte, todos conocéis, desde luego, la película Regreso al futuro, por mencionar sólo la más conocida de las que se ocupan de ese viaje tan anhelado (o no) por todos.  La extraña vida de Iván Osokin soreprende por su originalidad, y por tratar el manido tema del viaje al pasado de una manera totalmente diferente, y con un objetivo, también, por lo menos así se nos antoja, muy alejado de la mera literatura. 

 P. D. Ouspensky con sus prismáticos para mirar en nuestro interior

Antes de pasar a ocuparnos del argumento, hay que decir cuatro palabras de Piotr Demiánovich Ouspensky. Hasta que vi el libro en el Bookbarn de Somerset, servidor jamás había oído hablar de este autor. A estas alturas, no me duelen prendas en confesar mi ignorancia, y hablo de ignorancia porque un breve paseo por google o youtube os dará una idea de la relevancia de este nombre. Si, vosotros, por el contrario, sí lo conocéis, no será desde luego por sus novelas. De hecho, si no me equivoco, Ivan Osokin es la única que escribió. Y nuestro paseo por las redes en busca de información de Ouspensky nos muestra bien a las claras que nos estamos alejando de la literatura y adentrándonos en un territorio que no conocemos, que a priori no nos interesa demasiado, pero que, sin embargo, mueve a legiones de fieles de todo el mundo. Y constatamos tambien que es imposible hablar de Ouspensky sin que surja en seguida el nombre de George Gurdjeff. Es bien posible que éste, como es mi caso, nos resulte un tanto más familiar, aunque si hace un par de días si alguien me hubiera preguntado por su obra, vida y milagros, no habría sabido qué decir.

Ouspensky fue un matemático y filósofo esotérico que se dio a conocer sobre todo por su divulgación de la obra de George Gurdjeff, quien a su vez fue un maestro místico y músico armenio de enorme influencia en el mundo de la filosofía espiritual. (Si no me equivoco, el nombre de Gurdjeff me sonaba como compositor, aunque su obra musical como tal fue recopilada por su discípulo el ucraniano Thomas de Hartmann). Gurdjeff formuló la Doctrina del Cuarto Camino, que lo lanzó a la fama y que, más adelante, difundiría Ouspensky. Si, como a mí, todo esto os suena a Nietzsche, a Eliade y a filosofía oriental, estáis en lo correcto. Y si, como yo, tampoco queréis profundizar mucho en ello, basten cuatro líneas de wikipedia:

 
 George Gurdjeff

Hay tres caminos: el camino del fakir, el del monje y el del Yogi. Más allá de estos tres caminos, hay un Cuarto Camino. Según Gurdjíeff, esta idea data de tiempo inmemorial y no es una idea original suya. El Cuarto Camino nunca empieza en un nivel inferior al de un buen padre de familia, porque requiere la responsabilidad de una persona que vive en el mundo y se enfrenta a los quehaceres cotidianos sin la necesidad de abandonar el mundo, como sucede en los otros tres caminos. El Cuarto Camino requiere que la persona trabaje sobre el intelecto, las emociones y el cuerpo físico. En el Cuarto Camino, la función sexual es la más importante. Según Gurdjíeff, la energía sexual es la más poderosa que produce el organismo, sin la sublimación de la cual no se puede lograr nada.

En fin, ese tipo de cosas que suenan tan bonitas como obvias. Una especie de Paulo Coelho para gente exigente. El caso es que la del Cuarto Camino fue sólo una de las muchas doctrinas o ideas por las que se interesó nuestro Ouspensky. Otros de sus caminos de investigación fueron la Cuarta dimensión o el concepto del Eterno retorno, que es el que nos interesa hoy. En todo caso, quizá os sorprenda la enorme fama de que gozó nuestro autor en las décadas de los 20 y los 30, y su gran influencia en la literatura de la época. Baste decir que a sus charlas y conferencias en Londres asistían autores como T. S. Eliot or Aldous Huxley.

Eterno retorno, pues. 

Iván Osokin se encuentra en la que parece ser la última encrucijada de su vida. A sus apenas veinte años, no ha hecho sino tirar por la borda todas las oportunidades que se le han dado. Prácticamente se autoexpulsó del instituto, también de la escuela militar, perdió en una noche a la ruleta una herencia que le permitía estudiar en la Sorbona, y en este momento, lo vemos despidiéndose de su amada, que le ruega que la acompañe a Crimea y a la que, dadas sus circunstancias, se cree forzado a rechazar. Desesperado, acude a un mago y le pide un milagro: volver al pasado sin olvidar nada de lo que ha vivido hasta este momento. Su intención es enmendar los errores que lo han conducido a su situación.

"Volverás a cometer los mismos errores", le advierte el mago.

 Yo maté a Adolf Hitler, de Jason

Y ahí radica la gran diferencia entre Iván Osokin y cualquier otra obra sobre viajes al pasado. Aquí no tenemos la consabida Paradoja de la abuela (ya sabéis, si viajas al pasado y matas al abuelo, tú no puedes haber nacido), y el devenir de la humanidad no pende de un acto heroico de Iván (acabo de acordarme de la novela gráfica Yo maté a Adolf Hitler, de Jason). El interés de Ouspensky es, sencillamente, escarbar en las posibilidades que su concepto del eterno retorno brinda a la ficción. (Sin embargo, como veremos más adelante, no hay que descartar que, más bien, su objetivo fuera ver cómo la ficción puede ayudarnos a entender el eterno retorno. Cuestión de prioridades.)

La novela, en todo caso, es apasionante. No voy a entrar en más detalles sobre su argumento, porque creo que con lo que he dicho ya os podéis hacer una idea tanto de la historia como del desenlace, pero sí diré que, evidentemente, trata desde un punto de vista diferente algunos de los grandes temas de siempre: el destino, el recuerdo, la voluntad o la percepción de la realidad. Se trata, pues, de una lectura estupenda para después de Proust, de cuyo concepto del recuerdo podría decirse que Ouspensky ofrece, en cierto sentido, el reverso. En efecto, si en nuestro viaje al pasado conservamos los recuerdos de lo vivido hasta entonces, nuestra memoria se convierte entonces en nuestro futuro, o, en palabras del propio Osokin:
No hay ninguna diferencia esencial entre el pasado y el futuro. (...) Tan sólo nos referimos a ellos con palabras diferentes: fue y será. En realidad, todo esto fue y será.

 
 Las escasísimas grabaciones de Gurdjeff. Bella música

Dejando de lado esoterismo y metafísica, uno no puede evitar pensar que hay algo muy cierto en lo que nos dice Ouspensky en esta obra. En la advertencia que el mago hace a Osokin, nos encontramos con esta idea que no por obvia es menos poderosa:
Un hombre puede no saber qué sucederá como resultado de las acciones de los demás, o como resultado de causas desconocidas, pero siempre sabrá todos los posibles resultados de sus propias acciones.
La trágica revelación a la que Osokin cree enfrentarse es la de la inevitabilidad. Pero no es así: el eterno retorno de Ouspensky no tiene nada que ver con la predestinación, sino, se me ocurre, con la voluntad. Esto nos conduce a ese dilema tan ruso de la elección entre la resignación y la rebeldía, y resulta irónico y, nunca mejor dicho, trágico, que alguien como Osokin, que es esencialmente rebelde, deba empujar colina arriba la piedra de su propia resignación.
 

Por otra parte, al respecto del alma rusa y la resignación, cabe sacar a colación al bueno de Oblomov, pues el entrañable antihéroe de Iván Goncharov guarda unas cruciales similitudes con Osokin: la sensación de eterno e irredimible tedio, la conciencia de que es preciso actuar si no queremos hundirnos, y la terrible certeza de que nunca seremos capaces de hacerlo, o aún peor, de que nos negamos a ser capaces. Ivan Osokin parece verter algo de luz sobre el tedio que siente Oblomov ante la vida. ¿Cabe imaginar mayor tedio que el eterno retorno a una vida tediosa? ¿Mayor tortura que volver una y otra vez a contemplar nuestros fracasos? Olvidad la redención al estilo Atrapado en el tiempo. Si, como nos dice Proust, el recuerdo es la salvación de nuestra alma, para Ouspensky la única forma que el hombre ha hallado de sobrevivir al tedio es el olvido. Como os he dicho antes, hay gran parte de verdad en esto. Con todo nuestro conocimiento y experiencia vital, ¿seríamos capaces de sobrevivir a una conversación con nuestros amigos de diecisiete años? ¿De emocionarnos con ellos? ¿De reírnos de las mismas cosas? ¿Serían ellos capaces de soportar nuestra pedantería, nuestra sabiduría, nuestro modo de ver la vida? ¿No sería el olvido nuestra única arma para sobrevivir? Como veis, el verdadero problema del eterno retorno no es la Paradoja de la abuela, sino la Paradoja del niño resabido.

Naturalmente, no hay por ello que concluir que Ouspensky defienda el olvido. Más bien, considera que en él radica nuestra debilidad, y que nuestra salvación pasa por saber hacer un hueco en él e ir ensanchándolo hasta, por fin, reconocer y aceptar que la verdadera arma en esta lucha no es el olvido sino la fuerza de nuestra voluntad. Y ahora es cuando Ouspensky nos dice:

Y si les ha gustado esta historia, a la salida pueden comprar mi libro.

Decía más arriba que, quizá, Ouspensky no quiso escribir una obra literaria, sino servirse de la novela para hacer llegar a los lectores algunas de sus ideas. Al respecto, el penúltimo capítulo, donde el autor expone toda su filosofía del eterno retorno por boca del mago, es bastante revelador y merma, en mi opinión, las cualidades literarias de una obra que, dejando ese capítulo de lado, es provocadora, fascinante y tan amena como esas películas con Bill Murray o Michael J. Fox.

Como está descatalogadísimo, he creado para esta entrada la presuntuosa etiqueta "Libros que no habéis leído". No obstante, resulta fácil de encontrar en pdf y, con suerte, en librerías esotéricas.


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