viernes, 25 de mayo de 2012

Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed


¿Cómo se hace una revolución? Pues verás, la primera parte es fácil. No hay revolución sin tirano, así que antes de nada, asegúrate de tener un zar, rey o dictador al que derrocar. Luego necesitas una población empobrecida, casi esclavizada, y que esté hasta los mismísimos de la situación. Y en tercer lugar, tienes que ir plantando, poquito a poquito, quizá durante décadas, las semillas de la subversión. Haz lo que te digo y, tarde o temprano, la revolución está garantizada. Lo difícil viene luego, cuando toca llenar el vacío en el poder. Y precisamente del luego más inmediato es de lo que se ocupa este impresionante libro de John Reed, un periodista de raza (a la revolución le encantan los clichés).

Reed y Bryant

John Reed fue todo un personaje. Periodista, poeta y activista comunista, era el prototipo del reportero que se apunta a un bombardeo. Arrestado en numerosas ocasiones, cronista de la Revolución Mexicana, en la Gran Guerra y, por supuesto, en la Revolución Rusa, Reed se codeó con la flor y nata de la extrema izquierda y acabó casándose con Louise Bryant, periodista como él, escritora y anarquista. Su fascinante vida ha dado para más de un libro, inspiró la película Reds, y merecería una entrada en exclusiva. Pero vayamos a lo que nos ocupa.

El zar y sus hijas Olga, Anastasia y Tatiana, en su exilio en los Urales, durante el invierno de 1917...

...que sería el último invierno de la familia Romanov (foto de Romanov Collection, General Collection, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University)

Nos encontramos en un Petrogrado en el que ya no zarea el Zar, que había sido obligado a abdicar en marzo. El poder está ahora en manos del Gobierno Provisonal, al frente del cual está Alexander Kerenski. La situación, tras la caída del zar, es caótica. En septiembre, un general llamado Lavr Kornilov intenta dar un golpe de estado que fracasa en parte por la influencia de  los bolcheviques sobre las redes telegráfica y ferroviaria. Lenin regresa en aquel histórico tren de Finlandia. Hay hambre en las calles. Kerensky, cada vez más debilitado, intenta unir a todas las fuerzas políticas, pero le sale el tiro por la culata. Cada día, por la Avenida Nevski campan bolcheviques, mencheviques, cadetes, cosacos, junkers y una impresionante gama de revolucionarias matizaciones, desde los maximalistas hasta los mencheviques internacionalistas, pasando por los Revolucionarios Socialistas de Izquierdas o el Partido Revolucionario Socialista (¿a que parece lo mismo? Pues no lo es), y me dejo unos cuantos. Aparte de los que permanecen leales al zar, el resto se pasan el día desgañitándose en juramentos a favor de la Revolución. ¡Que la Revolución la defiendo yo! ¡No, la defiendo yo, tú la traicionas! En definitiva, el aire se puede cortar con una hoz.

Días de julio

No me propongo narrar aquí los hechos, pues para eso están las enciclopedias, otros blogs más documentados que el mío, y sobre todo este libro. Me limitaré a intentar transmitir un poquito del gozo que me ha proporcionado esta lectura. Y para abrir el apetito, o, como ha sido mi caso, para poner la guinda, os recomiendo este extraordinario documental, una coproducción soviético-británica de 1967, doblada al español (la narración en la versión original corría a cargo nada menos que de Orson Welles). Como en la mítica película de Eisenstein, Octubre, basada en Diez días que estremecieron al mundo (que de hecho era parte del títutlo), aquí, una vez más, el libro de Reed es el referente primordial. El documental se hizo a partir de imágenes de la época y recreaciones del cine soviético posterior, incluida la mencionada obra de Eisenstein. La verdad es que no tiene precio oír hablar a esas personas que conocieron a Nicolás II o trataron a Lenin cuando éste vivó en Londres.


Es difícil encontrar información sobre este documental, pero en cualquier caso, me resulta curioso que, siendo como es tan entusiasta con la revolución, el doblaje tenga ese aire de los años del franquismo.

De Diez días... se ha dicho que es el mejor testimonio jamás escrito de una revolución. De acuerdo, es una de esas cosas que se dicen. Pero de entrada, y a diferencia de otras historias de la revolución, como por ejemplo la de Trotski, escrita también, huelga decirlo, por un testigo directo de los acontecimientos, la que nos ocupa tiene la ventaja de haber sido escrita por alguien de fuera, que, como se suele decir, tiene una perspectiva más amplia de los acontecimientos. Eso no significa que se trate de un testigo imparcial, más bien todo lo contrario. Reed deja bien claro ya en el prólogo que simpatiza abiertamente con los bolcheviques. Su visión de Lenin no se aleja mucho de la iconografía soviética posterior, y posiblemente dicha iconografía deba mucho a las páginas de este libro, a sus retratos de los héroes de la Revolución y a los discursos que en él se recogen. Sin embargo, al autor no le abandona su conciencia de periodista, y así, en las escasas ocasiones en que reconoce la veracidad de las denuncias sobre los demanes de los bolches, cumple con el deber de afearles la conducta, eso sí, sin levantar demasiado la voz.

El Batallón de Mujeres luchó contra los bolcheviques. Reed niega que sufrieran malos tratos por parte de éstos.

No debería pensarse que este libro está indicado sólo para eslavófilos recalcitrantes y obsesos de la Revolución Rusa. Éstos disfrutarán horrores, pero también lo hará cualquier persona con un mínimo interés en la Historia. Es cierto que la cantidad de Comités, Congresos, adjetivos que van delante o detrás de Socialista, comunicados, discursos, declaraciones, notas de prensa, promulgaciones y derogaciones puede parecer abrumadora, pero muchas de las extensas notas pueden pasarse por alto, y la retórica bolchevique de los discursos invita a una lectura en diagonal. ¡Adelante, pues! El espíritu de los tiempos no tolera ese sentimentalismo burgués según el cual toda palabra escrita es sagrada. 


Porque si hay algo que diferencia a este libro de cualquier otro escrito sobre la Revolución es que aquí, aparte de un breve capítulo inicial, apenas tenemos descripciones de la vida bajo el zar, no tenemos decembristas, no tenemos a Lenin exiliado en Suiza, no tenemos la Guerra Ruso-Japonesa. Lo que tenemos son días de revolución pura y dura. Barricadas, sóviets, asaltos a palacios, facciones enfrentadas. El título no engaña. Y por eso mismo, Diez días... es un libro de lectura relativamente sencilla, ágil, ameno, que encandila al lector gracias al encanto de Reed, a su entusiasmo, su pasión, y su talento en el papel de escriba de las voces de Lenin, Trotski, Kerensky o Kamenev. El lector acompaña a Reed al Palacio Smolny, antigua academia para señoritas y, en aquellos días, sede central del Partido Bolchevique; se parapeta con él tras las barricadas, acude con él a los congresos, visita las comisarías, viaja a un Moscú donde, se rumorea, están destruyendo el Kremlin, al Palacio de Invierno. Lo vemos a punto de ser fusilado por unos guardas rojos analfabetos, ante los cuales de poco le sirve su salvoconducto. Lo vemos subirse a un coche con los bolcheviques y expropiando otro a punta de pistola. Lo vemos abalanzándose junto con los transeúntes hacia el chico de los periódicos, devorando las noticias y transcribiéndolas a la luz de un quinqué, sabedor de que estaba viviendo un momento histórico y asumiendo orgulloso la responsabilidad de dejar constancia. La colección de discursos, artículos, pasquines y estadísticas, recogidos en el apéndice, constituyen un impresionante documento histórico tan valioso como el libro mismo.

El equipo vencedor se acerca al palco para recoger la copa

Poco después de la publicación del libro en su país, Reed fue acusado de espionaje y se vio obligado a huir de los Estados Unidos y buscar refugio en la nueva Unión Soviética. Tuvo la suerte de contraer tifus y poder morir antes de ver en qué acababa la Revolución. Considerado un héroe, muerto joven tras una vida apasionante, fue enterrado en el Kremlin con todos los honores.

 Durante años, este libro fue un referente ineludible en la Historia de la Revolución, tanto dentro como fuera de la Unión Soviética. Sucedió, sin embargo, que un día Stalin llegó al poder. A diferencia de Lenin, que le dedicó grandes elogios, a Iósif Djugashvili nunca le había hecho demasiada gracia el libro de Reed, en el que su papel en aquellos días de octubre queda reducido a la mínima expresión. De hecho su nombre aparece únicamente en dos ocasiones, y además en una lista junto a otros cargos del Partido Bolchevique, como quien aparece en letra pequeña en los últimos créditos de una película. A partir de ese momento, es fácil imaginar el destino del libro en el país que vio nacer la Revolución Bolchevique, revolución que nadie supo narrar como John Reed.

Funeral de John Reed

viernes, 11 de mayo de 2012

Young Stalin (Llamadme Stalin), de Simon Sebag Montefiore


-¡Amigo! ¿De dónde eres?
-De España.
-¡Ah! ¡Yo soy georgiano, como los vascos!

Leyendo este apasionante libro, me he acordado más de una vez de aquel señor que vendía sandías en un mercado callejero moscovita, allá por 1990. Admitiendo que el diálogo que mantuvimos fue bastante surrealista, la verdad es que el individuo en cuestión habría dado el pego como levantador de piedras, y su campechanía y afabilidad contrastaban con el carácter un tanto más retraído de los rusos. Además, cabe señalar aquí que durante un tiempo algunos lingüistas vieron ciertos puntos en común entre el euskera y el georgiano, una teoría que, no obstante, está hoy desacreditada.


იოსებ სტალინი, que así se escribe el nombre de nuestro personaje en el maravilloso alfabeto georgiano, fue no sólo una persona fascinante, como suelen serlo los grandes monstruos de la historia, sino también una auténtica leyenda viva, así como, por encima de todo, un auténtico arquetipo del "dictador total". En este sentido, a nadie se le escapa que si hubo alguien que llevó a extremos inimaginados el culto a la personalidad fue Stalin (Niyázov, de Turkmenistán, o la saga de los Kim Il no han hecho más que seguir su senda). Junto a ese culto, su otra gran contribución a la teoría y práctica de la tiranía fue el perfeccionamiento en el uso del terror no como arma política, sino como una política en sí. Todo ello, sin embargo, es materia para otros libros. Llamadme Stalin (una melvilliana traducción del título original que me parece muy acertada) se centra en los años que van del nacimiento de Iósif Vissariónovich Djugashvili al de la Unión Soviética, y que le dieron a aquel georgiano rudo, bigotudo, con el rostro marcado de viruela y unos siniestros ojos amarillos, un poder muchísimo mayor que el que el más déspota de los zares pudo haber imaginado jamás. Para la vida del hombre de estado, os remito a Stalin. En la corte del zar rojo, otra impagable joya escrita por el mismo autor unos años antes.


Una escena de Tiflis en 1878, año del nacimiento de Iósif Vissariónovich Djugashvili

En términos puramente geográficos, Georgia se encuentra mucho más cerca de Turquía, Grecia o Irak que de Moscú o Petrogrado, capital del Imperio Ruso. Si nos adentramos en los aspectos culturales, pues la verdad es que la calentura de la sangre caucásica, la importancia de los lazos familiares, la organización de la familia en clanes y el papel del bandolerismo en la sociedad se nos antojan características muy poco eslavas.


 Gori, la ciudad natal de nuestro héroe, es descrita en más de una ocasión como una ciudad sin ley, y ese ruido que oís no es sino el matrabazi, una entrañable costumbre de la ciudad que consistía en liarse a mamporros todos contra todos, con curas borrachos ejerciendo de árbitros. En definitiva, y por decirlo de una manera más clara, sustituid las praderas por escarpadas montañas, el saloon por una taberna, y los bisontes por cabras, y veréis que la tierra natal de Soso (el sobrenombre con el que nuestro héroe era conocido entre amigos y familiares) no difería mucho del salvaje oeste americano.

La PLaza de Yereván, en Tiflis, escenario del gran asalto al Banco Central

De hecho, el libro se abre con la historia del atraco al Banco Central de Tiflis. Este asalto, con plaza central a mediodía, día soleado, lindas señoritas que distraen a los vigilantes, diligencias, tiroteos, muertos, y billetes marcados que se desperdigan por Europa, fue organizado, entre otros, por Lenin, Soso y su banda de bandidos entregados a la causa de los proletarios. Consiguieron hacerse con 341.000 rublos, que equivaldría a casi cuatro millones de dólares de hoy, pero con un valor adquisitivo infinitamente mayor para la época. Curiosamente Soso, experto en expropiaciones (así las llamaban) de este tipo, casi nunca tenía dinero, tal era su devoción a la causa y su carácter espartano.

   Vissarión y Ekaterina ("Keke") Djugashvili

Uno de los rumores que siempre persiguieron a Soso fue el que afirmaba que era un hijo bastardo. Parece ser que su madre, con la que mantuvo una relación bastante ambivalente, era una mujer de principios relajados, y fueron varios y acomodados los amigos íntimos de la familia que protegieron a nuestro héroe desde su más tierna infancia y le apoyaron eocnómicamente cuando entró en el seminario de Tiflis. Montefiore, sin embargo, concluye que lo más probable es que sí fuera hijo de Vissarion Djugashvili. En cualquier caso, Soso siempre despreció a su padre, borracho y violento, al que consideraba, entre otras lindezas, un vil explotador, por tener un taller de reparación de calzado con varios aprendices trabajando en él.

Una de las rarísimas fotos de Soso y Keke juntos

Y me doy cuenta de que llevo no sé cuántos párrafos escritos, y todavía estoy dándole vueltas al momento y autoría de la concepción de Soso. Problema: con este libro, como con todas las grandes biografías, uno corre el riesgo de querer recoger en la entrada los datos más interesantes, sin percatarse de que para ello tendría que copiarlo casi línea por línea. He leído este libro tomando notas en un cuaderno, y ahora me encuentro con seis páginas atiborradas de notas en lenguaje telegráfico y letra minúscula. Desisto, pues. Renuncio al detalle.


Quizá se deba a la influencia que otros tiranos han ejercido en el arquetipo del dictador, pero creo que la imagen que se tiene de Stalin es la de un matón despiadado, megalómano e ignorante. Nada más lejos de la realidad. Stalin fue un matón despiadado, megalómano y cultísimo. En sus años mozos lo llamaban "el intelectual", apodo que, en los círculos en que se movía, se ganaba cualquiera que supiera hacer la o con un canuto, pero lo cierto es que Soselo (otro de sus numerosos motes) era un devorador de libros, tratárase de poesía, novela, ensayo y, sobre todo, historia. Hasta el fin de sus días, Kunkula (El Cojo, otro de sus alias) era capaz de pasarse noches en vela leyendo y escribiendo. Soselo era el pseudónimo con el que firmaba sus poemas, algunos de los cuales fueron publicados y elogiados por prestigiosos poetas contemporáneos, como el insigne Ilia Chavchavadze. Este clásico de las letras georgianas, desgraciadamente, acabó sus días asesinado, y se sospecha que en el crimen estuvo implicado cierto joven revolucionario, con bigote, marcas de viruela y ojos ardientes.
Montefiore abre cada sección del libro con un poema de Soselo, y la verdad es que a este lector dichos poemas le han parecido muy meritorios. Quién sabe, quizá tuvimos que perder un gran poeta para ganar un fantástico tirano.


Saltemos por encima de la forja de un revolucionario. Asaltos a bancos, lecturas marxistas, sabotajes a fábricas, chantajes a los Rothschild, arengas a mineros, abordajes a barcos, secuestros en mitad de la calle, imprentas clandestinas, charlas a medianoche en el monte, huelgas salvajes desconvocadas por medio de un suculento sobre, falsas identidades, espías, agentes dobles...

Stalin exiliado en Turukhansk (G. F. Semiónovich, 1949)

Uno de los aspectos que más nos sorprende de la época es la manera tan relajada y megacool con que el sistema penal zarista castigaba una y otra vez a nuestro héroe. Koba (apodo tomado del héroe de El parricida, de Alexander Kazbegi, novela que relata las aventuras de un bandido caucasiano que robaba a los ricos para ayudar a los proletarios) fue arrestado y exiliado en numerosas ocasiones, y sólo el último exilio, en Turukhansk, puede decirse que fue verdaderamente duro. Hasta el triunfo de la revolución, vivió bajo la permanente mirada de la okhrana (el cuerpo de la policía secreta), que lo perseguía a todas partes, incluso al funeral de Kato, su primera esposa, del que nuestro héroe salió huyendo.

Kato Svanidze, primera esposa de Soso

Se dice que la muerte de Kato (Ekaterina Svanidze) dejó a Koba absolutamente desolado. Yakov, el hijo que tuvo con ella, murió años más tarde en el campo de concentración de Sachsenhausen, tras la negativa de su padre a intercambiarlo por el Mariscal Paulus. Los hermanos de Kato, así como gran parte de su familia, fueron víctimas del Gran Terror de 1937. Su segundo matrimonio oficial (hubo alguno que otro más bien oficioso) fue con Nadezhda Alliluyeva, con quien tuvo a Vasili, y la historia de ambos, de nuevo, no puede ser más trágica.
Mejor suerte, sin embargo, corrieron sus numerosas amantes, al igual que sus dos hijos ilegítimos: sobrevivieron.

Los calabozos de la okhrana, destruidos durante la Revolución de febrero, que provocó la abdicación de Nicolás II

A pesar de la constante vigilancia y persecución a que fue sometido, sorprende, insisto, la ceguera de la okhrana. ¿Cómo es posible que en una época donde la vida de un súbdito del zar valía cuatro kópeks, no se dieran cuenta del peligro que representaba Koba, quien se estaba labrando un enorme prestigio como luchador revolucionario radical, y dejaran que se les escapara una y otra vez de las maneras más grotescas que se puedan concebir? (Oche, fíjate qué bigote tiene esa señora de la limpieza que sale de la prisión).
 En una de las ocasiones en que fue arrestado y condenado al exilio, se le permitió incluso elegir su destino y viajar por sus propios medios. Todo ello, con el tiempo, dio lugar a numerosos rumores y teorías acerca de que Stalin era un agente doble de la okhrana, teorías que, en opinión del autor, no se sostienen.

Nicolás II cavando su propia tumba

Y llegamos a los días de la revolución - que no voy a detallar aquí -, magnifícamente narrados en el clásico de John Reed Diez días que estremecieron al mundo, que estoy leyendo con enorme deleite. La megalomanía de Stalin, su costumbre de retocar las fotos con los personajes caídos en desgracia, y algunos episodios más difíciles de borrar que las fotos le jugaron a nuestro héroe una mala pasada, a saber, ver cómo el paso del tiempo tejía una serie de distorsiones sobre el verdadero papel que jugó en la Revolución. Dicho papel ha sido con frecuencia subestimado, y se ha sugerido que Koba estuvo a la sombra de Lenin y Trotski y que sólo al final, cuando triunfó la Revolución, se subió al carro de los vencedores. A ello hay que añadir su más que probable expulsión del Partido, cuando éste estaba dominado por los mencheviques, que habían aprobado una resolución por la que se prohibían los atracos a los bancos (un episodio, como muchos otros, del que sus enemigos intentaron sacar rédito años más tarde).

Ojo, que el que se mueva no sale en la foto

Montefiore admite que durante los primeros días de la Revolución Stalin fue "cauto y descolorido", pero lo cierto es que quien desde hacía años se jugaba el tipo por ella, quien pasó años en Siberia, quien vivió a salto de mata y quien entregó a la Causa todo el dinero que "expropiaba" fue Koba, que durante los días de la Revolución llevó a cabo una actividad frenética tanto en las imprentas de Pravda como protegiendo a Lenin y escribiendo discursos a diestro y siniestro. Cierto es también que tanto Lenin como Trotski, ambos de familias acomodadas, nunca dejaron de mirar con cierta condescendencia a este bruto del cáucaso.(No es cierto, por el contrario, que Lenin recelara de él, ni, como algunos nostálgicos irreductibles nos hayan querido hacer creer, que el terror del Stalinismo fuera una corrupción de las ideas de Lenin. Respecto a lo primero, el cisma entre ambos tuvo lugar en los últimos años de Lenin, y tuvo que ver con la "cuestión georgiana". En cuanto a lo segundo, es bien sabido el desprecio que sentía Vladimir Ulyánov por preocupaciones tan burguesas la vida humana y la libertad).

Lenin, de incógnito, en busca y captura. Lo afeitó Stalin y no le hizo ni un solo corte

Uno de los problemas de nuestro héroe es que, a diferencia de otros tiranos, nunca fue un buen orador. De hecho, viéndole en acción uno se pregunta cómo alguien con aparentemente tan escaso carisma pudo llegar a convertirse en el Padrecito de los pueblos. Vedlo en este vídeo, en el que ¡intenta arengar a las masas! ante la traición de Alemania durante la II Guerra Mundial. Personalmente, creo que Stalin, que en la distancia corta tenía el carisma de una cobra, y que durante toda su vida devoró de libros de historia y biografías de grandes líderes de todas las épocas, era consciente de que el histrionismo de Hitler o Mussolini envejecería muy mal, y debía de tener un miedo atroz al ridículo.

Poco me queda ya que decir, salvo que apenas he contado nada. Esta biografía es una absoluta maravilla que me ha proporcionado no sólo horas y horas de lectura compulsiva, sino que, una vez más, me ha lanzado por esas redes de Dios a recoger los incontables hilos que el autor, por fuerza, ha tenido que ir soltando, desde Georgia y su historia y literatura hasta, una vez más, la Revolución, pasando por los hermanos Nobel en Bakú. Apasionante de principio a fin.

viernes, 4 de mayo de 2012

Las señoritas de escasos medios, de Muriel Spark


Supongo que es imperdonable que a mis años, y habiendo estudiado filología inglesa, sea éste el primer libro de Muriel Spark que he leído. Y aunque en esto de la literatura no hay lector libre de culpa, puedo también alegar en mi defensa que Spark, idolatrada en Gran Bretaña, no goza ni de lejos de un prestigio parecido en nuestro país, por lo que su presencia en las bibliotecas públicas de Barcelona es casi testimonial. 

Una aproximación a su vida nos esboza una historia interesantísima. Hija de padre judío y madre presbiteriana, trabajó como secretaria, se casó con un tipo violento y depresivo, se trasladó con él a Rhodesia (tierra natal de mi padre, por cierto, quien a la sazón, con ocho años de edad, todavía vivía allí), dejó atrás marido e hijo y volvió a Londres, donde, durante la guerra, trabajó en el Servicio de Inteligencia. Unos años más tarde se convirtió al catolicismo, que, según contaba ella misma, fue el acontecimiento crucial en su carrera como novelista.

Lo bueno de enfrentarse  a una escritora de la que uno apenas sabe nada es que, por fuerza, lo hace libre de prejuicios y sin tener ni idea de lo que se va a encontrar. Y no es demasiado buena idea fiarse del texto de contraportada, en el que se nos dice que Las señoritas... es divertidísima. Como todos sabemos, éste es un adjectivo muy peligroso, que ha de utilizarse siempre con sumo cuidado y en dosis muy moderadas. Cuando a un lector se le dice que lo que está leyendo es divertidísimo, el susodicho lector espera reírse, con lo que, si a mitad de libro, todavía no ha habido ni una carcajada, se produce en él una reacción de perplejidad, que en ocasiones puede derivar en enfado. Así que digámoslo claro: Las señoritas... es sobre todo un libro desconcertante, no por su hilaridad sino por la ironía un tanto atípica de su tono. Se trata de una ironía más mordaz cuanto más sutil, o, tanto monta, más sutil cuanto más mordaz, pero en cualquier caso es una ironía que a este lector, no familiarizado con la señora Spark, le desarma, hasta que por fin logra acostumbrarse a ella. 


El título, de entrada, nos hace pensar en virtuosas jovencitas que han de hacer todo tipo de sacrificios para salir adelante. Como estamos hablando de ironía, habrá algún que otro lector malpensado, cuando la verdad es que se trata simplemente de unas jovencitas con la cartilla de racionamiento agotada y las hormonas a flor de piel. Pero hay algo más (se me ocurre que con Spark siempre hay mucho más): ese "escasos" no es sino la traducción de "slender", que en inglés significa en realidad "esbelto", y es que la esbeltez será cruelmente determinante en el destino de alguna de estas chicas. 


Sigamos. La novela se abre de esta guisa tan janeausteniana:

Hace tiempo, en 1945, toda la buena gente era pobre, salvo contadas excepciones. 

Así pues, - y digamos de pasada que yo habría preferido "toda la gente buena"- nos encontramos en el Londres inmediatamente posterior a la victoria sobre Alemania, una ciudad donde los ciudadanos han estado viviendo los últimos años bajo la amenaza de los bombardeos, y donde los edificios en ruinas se han convertido en parte del paisaje urbano. El Club May of Teck, creado para "proporcionar seguridad económica y amparo social a las señoritas de escasos medios" es, queda claro, una especie de residencia donde viven desde mujercitas más o menos pizpiretas, cuya mayor aspiración inmediata es pasar por el altar, hasta señoras más o menos avinagradas que son conscientes de que se les ha pasado el arroz. No todas ellas son esbeltas, pero sí de escasos medios.

La novela, organizada en breves episodios que transcurren casi íntegramente dentro de los muros del club, es una lectura engañosamente sencilla. El punto de vista del narrador está situado unos veinte años después de los acontecimientos, y no tardamos en averiguar que la historia gira alrededor de Nicholas Farringdon, un mediocre poeta anarquista convertido en misionero católico, que acaba de ser asesinado en Haití, en lo que parece haber sido una muerte especialmente horrible. Cuando veinte años atrás, antes de hacerse misionero, Nicholas, de la mano de Jane Wright, apareció por primera vez por el May of Teck, lo revolucionó casi sin proponérselo. Hoy Jane, a través de una serie de breves conversaciones telefónicas que transcurren en un tono de cotilleo de patio de vecinas, informa de su muerte a las antiguas residentes, que en su mayoría están hoy bien colocadas. Y este contraste entre la tragedia y la trivialidad es una de las características fundamentales de la novela.

Junto a Nicholas, sin duda Jane Wright es la protagonista principal. No sólo se encarga de la aparentemente no del todo desagradable tarea de informar del asesinato del poeta, sino que en el momento mismo de los acontecimientos de 1945 cumple la función de observadora. Presume de tener un trabajo intelectual, como colaboradora en una editorial, lo cual, a sus ojos, justifica ciertas libertades en su dieta. Su trabajo en dicha editorial, además, permite a la autora un mordaz retrato del mundillo editorial y de los aspirantes a escritores, así como una visión irreverente y divertida de los pesos pesados de la literatura de aquel momento.

Un Schiaparelli

El plantel de personajes, verdaderamente rico e interesante, no se queda ahí, naturalmente. Desde Selina, hermosa y superficial, hasta Joanna, la hija del pastor y profesora de elocución, pasando por Rudi, el escritor rumano o Greggie, una de las solteronas, Spark muestra un talento magistral a la hora de retratarlos a todos en apenas unas líneas. Una cosa me ha llamado la atención en las reseñas que he leído por ahí, a saber, las referencias a Selina como una mujer frívola y materialista hasta el punto de ser una auténtica desalmada. He releído la novela buscando una justificación a esas acusaciones (y también porque el libro, una pequeña maravilla y lección magistral sobre el arte de escribir, exige a gritos una relectura) y no he podido encontrarla. Sencillamente, Selina no me ha parecido más frívola y materialista que otras residentes (Joanna aparte, claro está). ¿Se deberá esto a que soy un machista recalcitrante y he hecho una lectura cargada de prejuicios?

Repito que la novela resulta desconcertante, algo que sigue sucediendo, aún más si cabe, tras la segunda lectura. Da la impresión de que el verdadero meollo de la narración esta escondido bajo el texto, que lo oculta y distorsiona hasta extremos inusitados. Son varios los temas que la autora parece plantear, y uno de los más salientes es la idealización romántica de la pobreza, algo en lo que el confuso (en más de un aspecto) Nicholas incurre una y otra vez. Tenemos también una reflexión sobre ciertas cuestiones morales, así como un conflicto entre individuo y sociedad, entre el bien propio y el bien común. 


Asimismo, y como ya he señalado, en ocasiones tenemos la impresión de que encontrarnos ante una parodia de una novelita de costumbres protagonizada por virtuosas señoritas (relevante mención, apenas iniciada la novela, de Mujercitas). Sin  embargo, de nuevo la ironía por parte de la voz narradora nos hace preguntarnos cuánto tiene Las señoritas... de denuncia o de reivindicación. Quiero creer que muy poco, y que Spark iba por otro camino, por el camino que lleva, escaleras arriba, hacia un estrecho ventanuco por el que pocos lectores podrán pasar a menos que se unten el cuerpo de mantequilla.

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