jueves, 29 de septiembre de 2011

Sketches from a hunter's album, de Iván Turgueniev


En el ranking de novelistas rusos, Tolstoy y Dostoyevski suelen ir por delante, mientras que Turgueniev y Gogol se disputan el tercer y cuarto puesto. Pero sólo uno de ellos escribió un libro como éste.
Turgueniev saltó a la fama con el primero de los relatos de Sketches from a hunter's album (Apuntes de un cazador, traducción más fiel al original y al espíritu de la obra que el más habitual Diario...), titulado "Khor y Kalinych". El éxito de este relato, que un Turgueniev de poca fe dejó en la editorial de la revista Sovremennik antes de partir de viaje al extranjero, sorprendió al propio autor, que a partir de ese momento continuó escribiendo estos apuntes. La primera colección se publicó en 1852, pero el autor fue añadiendo relatos hasta completar la versión considerada definitiva, en 1874.


Es difícil hacerse a la idea de lo que significó este libro no sólo para la literatura sino también para la sociedad rusa. En lo que respecta a la literatura, Turgueniev fue probablemente el "descubridor" del bosque ruso. Hasta ese momento, cuando no era dominio de ondinas, rusalkas y brujas que habitan en cabañas elevadas sobre patas de gallina, el bosque y la aldea eran escenario de bucólicos e idealizados escenarios de historias de amor, como La Pobre Liza, de Karamzin. Turgueniev fue el primero que retrató a aldeanos, siervos y campesinos con un trazo realista, así como el primero que los sacó de la masa y los presentó al lector ruso como seres humanos individuales y únicos.


Escenas de la vida rural en Rusia en 1851

Creo que se han escrito pocos libros tan bellos, poéticos y evocativos, y a la vez tan valientes, dignos y firmes en su defensa de la igualdad y la libertad de todos los seres humanos. Y aquí llegamos a lo que significó este libro para la sociedad rusa de la época. Porque Apuntes... no es sólo una poética, apasionada descripción del bosque ruso y una rica y variopinta galería de personajes; es, sobre todo, una denuncia del sistema de servidumbre que todavía imperaba en Rusia a mediados del s. XIX, y que encadenaba a más de veinte millones de campesinos a la voluntad de su señor. Bien pensado, quizá la palabra "denuncia" no sea la más adecuada. Turgueniev jamás levanta la voz, y poquísimas veces ofrece sus comentarios o juzga los hechos. Probablemente más que de denuncia quepa hablar de exposición de la realidad. Y la realidad era tan tremenda que la denuncia venía sola.


Alejandro II, el zar bueno

Hay que recordar el año en que se publicó la primera colección, 1852, es decir, apenas cuatro años después del gran año de las revoluciones en Europa. El despótico Nicolás I no estaba dispuesto a permitir una situación parecida en su país, por lo que escritores e intelectuales en general eran observados
con lupa, cuando no obligados a exiliarse. Herzen ya llevaba varios años propagando sus ideas por Europa, mientras que el mismo Turgueniev sería condenado a un mes de prisión y recluido en su hacienda por dos años tras la publicación de este libro, aunque el delito del que se le acusaba era otro: escribir un obituario a Gógol.
Sin embargo, la abolición de la servidumbre era sólo una cuestión de tiempo. A zar muerto, zar puesto, y al tirano de Nicolás I le sucedió su hijo Alejandro II, del que todos desconfiaban porque se le veía hasta buena persona. Alejandro II emprendió algunas de las reformas que necesitaba el país, entre ellas la relativa a la servidumbre, con el famoso Manifiesto de 1861.

Lectura del Manifiesto, de Myasoyedov

Turgueniev, que había viajado por Europa, había estudiado en Berlín, y se había imbuido de las culturas germana y francesa, pertenecía, como es obvio, al grupo de los occidentalistas, aquellos intelectuales que consideraban que Rusia estaba anclada en el pasado y que sólo progresaría si emprendía reformas e iniciaba la apertura a Europa. Enfrente estaban los llamados "eslavófilos", que reivindicaban el mantenimiento de las costumbres y tradiciones eslavas, y una firme adhesión a la iglesia ortodoxa. Dudo que los eslavófilos, de modo explícito, consideraran la servidumbre una tradición eslava digna de mantener. Más bien, pensaban que ese sistema era el mejor que podía ofrecerse a los campesinos, que, como todo el mundo sabe, son incapaces de vivir en libertad. Pero, desde luego, los occidentalistas, con los autores de la revista literaria Sovremennik a la cabeza, entre ellos Goncharov, Nekrasov o Saltykov-Shchedrin, sí pensaban que era un sistema bárbaro y medieval que un país moderno debía erradicar.
Resulta imposible determinar hasta qué punto este libro influyó en la abolición. Evidentemente, era imposible, incluso en Rusia, detener el curso de los acontecimientos. Con la presión del mundo exterior y el carácter liberal del nuevo zar, la servidumbre no necesitaba más que un último empujoncito que acabara de despeñarla. Quizá fueron los Apuntes... los que le dieron ese empujoncito.

Campesinos rusos, c. 1860-70

En el terreno puramente literario, Apuntes de un cazador es un libro maravilloso y difícil de olvidar. Como ya he dicho, Turgueniev por primera vez nos muestra el bosque ruso desde dentro, de manera realista, sin imponerle la capa de mitología eslava que encontramos, por ejemplo, en Pushkin. Pero ese ánimo realista no le impide ofrecernos bellísimas y evocativas descripciones que apelan a todos nuestros sentidos. Muchos de los relatos se inician con una de esas descripciones, para seguir con el encuentro con algún campesino, criado o señor que lo invita a su casa y le cuenta su historia.
A mi juicio, una de las muchas virtudes de este libro es que son tantos los personajes y tan repetido el esquema, que el lector tiene la sensación, más aquí que en otros libros, de haber realizado un largo viaje del que no sabe muy bien qué va a recordar a su vuelta. Ha conocido gente, ha oído historias, ha estado cerca de ellos, pero ha sido tanto lo que ha visto a lo largo de días aparentemente monótonos, que nos queda una especie de nebulosa de la que cada uno extraerá algo diferente. Personalmente, me resultará difícil olvidar las historias de Lukeria, deforme, paralizada y feliz; del enano ecologista Kasian; de los niños hablando de los seres fantásticos que habitan en el bosque; o la de Chertopkhanov y su caballo. Pero será igualmente difícil olvidar decenas de breves escenas, pinceladas magistrales, conversaciones banales, cientos de detalles, y, sobre todo, ese olor a isba, a hoguera y a campo ruso de madrugada.

¿Quién dijo que para escribir grandes libros en la Rusia del XIX había que ser un ludópata recalcitrante?

jueves, 22 de septiembre de 2011

Daily Life in Russia under the Last Tsar, de Henri Troyat



Como no soy experto en el tema, no sé si Henri Troyat fue un gran historiador. De lo que no me cabe duda es de que era un grandísimo divulgador de la historia. Troyat, sencilamente, era incapaz de escribir algo aburrido. Cuando la pasión se une al talento, y encima se está libre de cualquier atisbo de pedantería o pomposidad, el resultado no puede decepcionar. La cosa no tiene más misterio.
Para hacer de esta crónica de la vida diaria en la Rusia de 1903 un libro tan interesante y fácil de leer, Troyat se sirvió de un sencillo y descarado artificio: se inventó el personaje de Edward Russell, un inglés de 26 años, hijo de un rico empresario que, por intereses tanto comerciales (Rusia se perfilaba como un futuro gigante económico) como humanísticos, envía a su hijo a Moscú para que aprenda cómo se hacen allí las cosas. Este artificio le permite al autor mostrarnos los hechos desde el punto de vista del de fuera; le permite asimismo presentarnos en forma de diálogo lo que en otro libro sería una exposición de hechos. Permite al personaje de Russell hacer deducciones erróneas y reaccionar con sorpresa e incredulidad ante la realidad. Y naturalmente, permite ironizar y criticar. 


Pertrechado de su guía Baedeker de Rusia, Russell llega a Moscú, donde se alojará en casa de Alexander Vassilievitch Zubov, un próspero comerciante moscovita que había visitado previamente la empresa del señor Russell. De la mano de Zubov y de su familia, con paseos por aquí, cenas por allá, viajes por el Volga, espectáculos de ópera, incursiones en el lumpen, visitas a fábricas, mercados, juzgados y hospitales, y hasta un pase de revista al ejército por parte del zar, el joven inglés, de curiosidad insaciable y gran afán por aprender, nuestro amigo inglés hará un amplio recorrido por toda la sociedad rusa. 

Un rico comerciante, de Boris Kustodiev

El lector de Daily Life in Russia... (Vida Cotidiana en Rusia en los días del Último Zar, por desgracia inédito en español) no puede dejar de tener la impresión de que la motivación de Troyat al escribirlo fue doble. Por un lado, el libro tiene una clara vertiente académica, disimulada bajo un estilo accesible y  ameno. Troyat dedica, por ejemplo, capítulos enteros a explicar el sistema administrativo y los diferentes grados de funcionario (¿os acordáis de esos "funcionario de 12º grado" de Gógol?), así como la justicia, los obreros o la iglesia ortodoxa.


Por otro lado, es imposible olvidar la carga personal que la redacción de un libro así había de tener para el autor. Troyat, como Nabokov, Rothko, Bunin, Berberova, decenas de artistas e intelectuales y, por supuesto, miles de ciudadanos anónimos, fue arrancado de su tierra para no volver jamás. Puede decirse que, en el caso de la Revolución rusa, el exilio fue una tragedia aún mayor que en otros países, dado que el exiliado ruso no sólo no pudo volver a pisar su tierra, sino que además su país, tal y como lo conocía, dejó de existir. Personalmente, no me cabe duda de que, aunque Troyat nos dice que el libro fue un encargo, él se volcó en este proyecto de recuperación de su propia memoria, de la de sus padres, y la de su sufrida tierra natal. (Me pregunto qué me quedaría a mí si me hubieran arrancado de mi tierra a los 9 ó 10 años: ¿Mazinger Z, el referéndum de la Constitución;  el billete de metro a 5 ptas., el litro de gasolina a 20; atentados de ETA, Camilo Sesto, los últimos pantalones de campana, el Papus, los caramelos Chimos, la plaza Virrey Amat, los años del destape?)

Los sirgadores del Volga, de Ilyá Repin. Russell vio a algunos de los pocos que quedaban.

Huelga decir, sin embargo, que aparte de una concesión final al lector sentimental, el autor no siente el menor atisbo de nostalgia ni nos quiere vender las bondades de aquella sociedad. Corrupción, miseria, explotación y censura eran el pan nuestro de cada día, y así lo refleja Troyat.

Y para terminar, os dejo aquí  un interesantísimo documento visual (con la inevitable carga publicitaria de las páginas web rusas) sobre la Rusia de hace 100 años que nos describe el gran Troyat en este libro.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Busco un libro que trata de...



Supongo que a más de uno nos sucede que de vez en cuando nos vienen a la mente momentos, personajes, escenarios o simplemente el ambiente en el que se desarrollaba la historia de algún libro que leímos hace mucho tiempo, pero del que no somos capaces de recordar el argumento en sí, no tenemos ni la más remota idea del título, y por si fuera poco, ni siquiera sabemos quién lo escribió. Y aunque por una parte eso puede resultar molesto, por otra parte nos agrada tener esa especie de tupida niebla en el recuerdo, y de hecho, si conseguimos recordar el título del libro, podemos llegar a sentirnos decepcionados.
El problema se presenta cuando no se trata de un libro que hemos leído, sino de uno que queremos leer. Puede ser que nos haya llamado la atención una crítica en un periódico, o que hayamos oído a alguien hablar sobre un determinado libro. Entonces nos decimos "parece interesante" y tomamos nota de él mentalmente. Sin embargo, cuando por fin nos decidimos a buscarlo, ¿qué tenemos? ¿Cómo podemos conseguir que el librero sepa de qué libro le estamos hablando? Porque, según el libro de que se trate, este desafío puede resultar una misión imposible. Pues allá va mi desafío, para quien quiera recoger el guante:

Hace unos años, ¿13, 14?, quizá más, leí en algún suplemento cultural una reseña de un libro que me pareció muy interesante. Se trataba de un libro de cuentos de un autor alemán del siglo XVIII o XIX. En la reseña se decía que era un escritor admirado por Kafka y, creo recordar, se resumía el argumento de uno de los cuentos: alguien perdía a su padre, y años más tarde encontraba su cadáver congelado en la nieve (una historia, por cierto, muy parecida a la que se mencionaba, si no me engaña la memoria, en la inolvidable película Smoke, con guión de Paul Auster).


El libro estuvo unos días en la sección de "La Central recomienda...", en la librería La Central de la calle Mallorca en Barcelona. Cuando por fin me decidí a comprarlo, semanas o (imprudente de mí) meses más tarde, ya lo habían retirado. Yo, naturalmente, no supe ni por dónde empezar, y no me vi capaz de preguntar por un libro cuyo autor, título y editorial desconocía por completo.
Cada vez quedan menos de aquellos libreros que te podían ayudar en un caso así ("busco un libro en el que sale un chico con retraso mental..." "ah, tú buscas El Sonido y la Furia"), pero yo tengo mucha fe en los blogueros que os acercáis por aquí.

Y no podía concluir sin mencionar un par de anécdotas sobre personas en mi situación, es decir, que andan un poco perdidas en su búsqueda por las librerías. Me las contó alguien a quien se las había contado alguien que trabajaba... En fin, que no sé si son ciertas o tan sólo leyendas urbano-libreras:

"Buenos días, busco Los Hermanos Calatrava, de un escritor ruso."
O esta otra:
"Busco un libro de Germán Jese, que se titula El Lobo este  parió".

domingo, 11 de septiembre de 2011

The Fixer, de Bernard Malamud

 

En 1911 tuvo lugar en Kiev el horrible asesinato de un niño de 13 años cuando iba camino de la escuela. Unos meses más tarde, un ciudadano judío llamado Menahem Mendel Beilis fue arrestado y acusado del crimen tras la declaración de un testigo. El llamado caso Beilis iba a tener en Rusia una resonancia extraordinaria, sobre todo por la forma en que se fue convirtiendo en un "libelo de sangre". Un libelo de sangre era una falsa acusación de asesinato ritual, según la cual los judíos mataban niños gentiles para quitarles la sangre y elaborar con ella pan ácimo, libelo que se utilizó en este caso para radicalizar aún más el antisemitismo de la sociedad rusa, exacerbado sobre todo desde la anexión de Polonia, más de un siglo antes.

Libelo de sangre

Desde los falsos testigos hasta el fiscal, pasando por la policía o el cura católico supuesto experto en el talmud, toda al instrucción del caso fue, como se demostró al final, una auténtica farsa de principio a fin. Aun así, Beilis hubo de pasar dos años encarcelado a la espera de juicio. El caso Beilis, aunque hoy pocos aparte de la comunidad judía lo recuerdan, tuvo tanto eco internacional como en su día el caso Dreyfus, y arreciaron de todas partes del mundo occidental las críticas al antisemistismo rampante del Imperio Ruso.
A los judíos,  que tenían en Rusia seriamente limitados sus derechos sociales, y que eran víctimas de pogromos casi cíclicos, sólo se les permitía residir en lo que se denominaba en ruso Чертa осeдлости, que en inglés pasó a llamarse, acertadamente, pale of settlement ("pale" viene a significar algo así como "cercado") y que en la traducción habitual al español ("zona de asentamiento") pierde ese matiz tan salvaje. Aquí hay una interesantísima página (en inglés) sobre la vida en el "cercado". 


En la convulsa Rusia de aquellos años, todavía convaleciente de la revolución de 1905 y del desastre de la guerra con Japón, y donde de nuevo el espíritu de la revolución se iba extendiendo de forma implacable, surgió un movimiento que jugó un importante papel en el juicio de Beilis. Se trataba de las Centurias Negras, un grupo caracterizado por su fervor religioso, su lealtad inquebrantable al zar y su recalcitrante xenofobia y feroz antisemitismo.

Las Centurias Negras

Bernard Malamud se basó en el caso Beilis para escribir The Fixer, traducido al español como El hombre de Kiev, novela con la que ganó el Premio Pulitzer y el National Book Award.
Malamud, que era hijo de inmigrantes judíos rusos, no se interesa por los pormenores del crimen ni de la investigación, sino que centra la historia en Yakov Bok, trasunto de Beilis, y nos cuenta la historia desde su punto de vista. El lector, que sabe desde el primer momento que el protagonista es víctima de una siniestra conspiración que se está tejiendo a su alrededor, va a acompañar a Bok en su descenso a los infiernos.
The Fixer se abre con el hallazgo del cadáver de Zhenia Golov. En su funeral, empiezan a correr los primeros rumores de que el crimen lo han cometido los judíos, con el consiguiente terror de Yakov Bok, que perdió a su padre a manos de unos cosacos cuando contaba un año de edad, que a los tres sufrió un pogromo en sus propias carnes, y que ahora, una vez más, se huele lo peor.

Octavilla distribuida durante el juicio a Beilis. Se puede leer "asesinado por judíos (...) ¡Cristianos, cuidad a vuestros hijos!"

A continuación nos remontamos a cinco meses atrás, y vemos a un Yakov Bok que, abandonado por su mujer, perdida la fe y con una vida mísera, deja el shtetl para intentar ganarse la vida en la gran ciudad. Parte así para Kiev con la intención de ahorrar y marcharse quizá un día a América. Quiere el destino que en Kiev salve la vida a un borracho tirado en la nieve, quien resultará ser no sólo un agradecido y adinerado empresario que le ofrece a Bok el trabajo que anhelaba, sino también miembro de las Centurias Negras, como revela la insignia que luce orgulloso. Bok, que en todo momento ha ocultado su condición de judío, acaba aceptando el trabajo de supervisor de una fábrica de ladrillos y una habitación en la misma fábrica por un módico alquiler. Bok, de quien sabemos desde el primer momento que no es creyente y que se declara completamente apolítico, se muestra muy reacio a aceptar el puesto, ya que sabe que, al hacerlo, violará varias de las leyes para los judíos: ocultación de identidad y residir fuera del gueto.
Poco a poco, vemos cómo se va cerrando un lazo alrededor de Bok. El capataz Proshko, sospechoso de pequeños hurtos y al que Bok tiene que vigilar, le amenaza cuando es descubierto in flagranti. La hija del dueño intenta seducirlo, pero Bok la rechaza por tener la regla y estar impura. Un día se encuentra con un anciano hasídico que se ha perdido y al que unos niños han atacado. Bok decide darle cobijo, con lo que, una vez más, pone en riesgo su trabajo y quiebra la ley. Poco después aparece el cadáver de Zhenia, y Bok no tardará en ser arrestado.

Beilis, posiblemente en el momento de ser arrestado

A partir de este momento, la historia se centra en las vicisitudes de Bok en prisión y en el trato absolutamente inhumano que allí recibe. Y poco a poco, lo que al principio era una historia con un patrón conocido -a saber, un inocente resulta acusado y ve cómo se manipulan en su contra todas las pruebas y testimonios-, se va convirtiendo en un extraordinario retrato psicológico del personaje, y en una encarnizada defensa de la dignidad que todo ser humano tiene, dignidad que, cuando ha sido prácticamente destruida y aniquilada, sobrevive como un mal bicho que se resiste y se escabulle del pie que intenta rematarla. Porque no pueden con Bok. Sometido a vejaciones inimaginables, implora que le den la oportunidad de ir a juicio. Sabe que las acusaciones son grotescas, sabe que el cura católico no le duraría ni un asalto en el juicio, sabe que la madre del niño asesinado tuvo mucho que ver en su muerte y, pese a los intentos por parte las autoridades de aislarlo por completo, va dándose cuenta de que su caso está suscitando gran interés a nivel internacional.
Malamud, que no se aferra a la verdad histórica del caso Beilis, construye a partir de un argumento muy sencillo una novela extraordinaria, de ésas que se hacen difíciles de olvidar. Fascina la forma en que evoluciona el pensamiento de Bok. Asombra la recreación tanto del shtetl como del Kiev pre-revolucionario, y se hace difícil creer que la novela está escrita por alguien que en su vida pisó Rusia. Y pasma el modo en que, pese a transcurrir en su mayor parte dentro de una celda, The Fixer contiene algunos pasajes absolutamente inolvidables, que culminan en la maravillosa escena final. Una gran novela.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Daniel Deronda, de George Eliot


Daniel Deronda es una curiosa mezcla entre folletín y lo que se da en llamar "novela de ideas". Es decir, está compuesta a partes iguales de, por un lado, hijos ilegítimos, padres desconocidos que al final de sus días se arrepienten de haber abandonado a su progenie, matrimonios de arrogantes y ambiciosos señores nobles con jóvenes doncellas que, ayer altivas e inaccesibles, hoy se sacrifican para salvar de la ruina a su familia, ajadas madamas que un día tuvieron el mundo a sus pies, jovencitas pizpiretas y románticas, trágicas muertes en el mar, casualidades inverosímiles y, por otro lado, mesianismo, cábala, abundancia de sesudos párrafos sobre temas transcendentes, y eruditos epígrafes de Dante y Spinoza.
Y una vez más, Eliot lo borda, y esta mezcla entre los dos géneros, -en la que entré bien y salí de maravilla, pero que hacia la mitad estuve tentado de abandonar (problemas de leer un libro de 900 páginas en dosis de 10 o 15 al día)-, esta mezcla, decía, funciona a la perfección, y de todas las novelas de Eliot que he leído, ésta es la que de momento más se me ha quedado dentro.


Sin duda, es la galería de personajes lo que eleva esta novela por encima de la novela victoriana al uso. Los personajes centrales, Gwendolen, Mirah y Daniel están retratados con maestría y sutileza, son reales, creíbles y además impredecibles, como también lo son la evolución  de todos los personajes y el desenlace de algunas de las tramas. No me cabe ninguna duda de que muy pocos lectores de la época (o de hoy en día) fueron capaces de predecir qué iba a suceder con los tres personajes centrales.
Los personajes secundarios, aunque igual de interesantes, sí encajan más en algunos de los arquetipos del folletín y la novela romántica, lo cual, a mi juicio, es un acierto por parte de la autora. Así, el entrañable Klesmer, el siniestro Lush, o el pérfido Grandcourt, sin llegar a alcanzar la complejidad del trío central, en ningún momento se comportan como autómatas cumpliendo un papel, sino que son tan humanos y reales como cabe exigir a una novela realista.

Spinoza

Pero si hay algo en Daniel Deronda que la distingue de las otras obras de Eliot, y que causó no poca conmoción y rechazo, es el tema de la religión. Eliot, que creció en un ambiente de fervor religioso hasta que, influida por ciertas lecturas, entre ellas An Inquiry Concerning the Origin of Christianity, empezó a cuestionar sus creencias, fue alejándose paulatinamente de la iglesia y un día le espetó a su padre que ya no quería ir a misa. El escándalo en la familia Evans (el nombre real de la señora George Eliot era Mary Ann Evans) duró varios meses, hasta que al final llegaron al acuerdo de que ella podía pensar lo que quisiera, pero "tú vas a misa y vestida bien decente".


Tras la muerte de su padre, la señora Eliot se entregó a la perdición moral. Tradujo del alemán The Life of Jesus Critically Examined, coqueteó con respetables señores casados y al final se amancebó con el polifacético George Henry Lewes, periodista, biógrafo, crítico literario, novelista, dramaturgo, ensayista, actor, científico y editor, quien, ¡hélas!, más allá de sus talentos, pasó a la historia sobre todo por su relación con Eliot. Lewes había dejado a su mujer cuando ésta, por segunda vez, le dio un hijo a la vez que le decía "otro regalo de tu mejor amigo". Y es que hay algunos que se enfadan por nada.

George Henry Lewes, "el apaleado"

Eliot y Lewes se fueron a vivir a Alemania, donde ella se fue interesando cada vez más por el judaísmo, el sionismo y la cábala, temas alrededor de los cuales girará la trama de Daniel Deronda. No deja de maravillarme la forma en que Eliot combinó la novela romántica con esos temas, y cómo el alejamiento de Daniel de sus falsos orígenes para abrazar la vieja fe y aceptar la misión que el pueblo elegido, personificado en Mordecai, le encomienda, cómo ese alejamiento se integra en una novela que lleva hasta el límite ciertos aspectos del folletín arriba mencionados.

Quizá no sorprenda la acogida que tuvo la novela. El aspecto más folletinesco fue recibido con elogios, mientras que el tema judío ofendió la sensibilidad del respetable. Algunos críticos dijeron que la novela se resentía de los capítulos centrados en Mirah y Mordecai, o, dicho de otro modo, le sobraba judaísmo, lo cual es tanto como decir que a Hamlet le sobran los soliloquios o que el cine porno sería mejor si no tuviera tanto sexo.


El libro, como todos los de Eliot, está impecablemente escrito y organizado, lo cual tiene un mérito extraordinario si tenemos en cuenta que la autora publicó los primeros volúmenes (la novela consta de ocho) sin tener todavía redactados los siguientes. Aunque eso era habitual en la época, lo habitual era también que el lector se encontrara luego con inconsistencias, cambios de nombre,  o personajes que desaparecen sin más explicación, entre otros. No busquéis en Daniel Deronda esos pequeños defectos, perfectamente comprensibles y hasta entrañables en Dickens. El libro de Eliot es, en ese sentido, perfecto, y en otros, una novela redonda, profunda, inteligentísima y, aunque a ratos difícil, fascinante de principio a fin.
Y si habéis leído la entrada con atención, sabréis contestar a esta pregunta: ¿de dónde era Daniel?

jueves, 1 de septiembre de 2011

¿La biblioteca más pequeña del mundo?

Quizá sea inevitable que las cabinas telefónicas estén en peligro de extinción. Lo que les pueda suceder a esas máquinas de robar que son las cabinas de Telefónica me trae sin cuidado, pero sería una tragedia universal que desaparecieran las cabinas inglesas, tan rojas e icónicas ellas. Así, cuál no sería mi alegría al ver que en el pueblecito de Somerset donde acostumbro pasar parte del verano, sus alrededor de cien habitantes habían decidido reconvertir la cabina del pueblo en una biblioteca. Uno va allí, coge lo que quiera y deja lo que ya ha leído.


Sin embargo, cuando vi una biblioteca idéntica en un pueblecito de Hampshire me di cuenta de que esta bibliofilia telefónica era una tendencia de carácter nacional.


En el otro extremo se sitúa The Bookbarn, que, como su propio nombre indica es un granero lleno de libros. La evolución de la economía y la globalización han acabado con miles de granjas en Inglaterra. Hoy, muchos graneros y granjas han sido reconvertidas en viviendas, o, con menor frecuencia, en inmensas librerías de segunda mano. Hay que señalar que cuando hablamos de granero, hablamos de una construcción gigantesca. He aquí el de Somerset:


Todos los años hago una visita a este Bookbarn, y siempre encuentro alguna joya. Este año estaban de inventario o algo por el estilo, y para no complicarse la vida decidieron que todos los libros tuvieran un precio de una libra. Dios mío, y yo con las maletas llenas...


Empero, no me fui con las manos vacías. Compré unos cuantos libros de Bernard Malamud, a quien jamás he leído, una biografía de Iván el Terrible, y una absoluta maravilla: una edición de 1924, en perfecto estado, con papel biblia y tapas de cuero, de Life of Samuel Johnson, de James Boswell. Por una. Libra. Esterlina.


Para que os hagáis una idea de lo que es un granero lleno de libros, aquí os dejo algunas fotos más.


Cabinas telefónicas y graneros llenos de libros. No quiero pecar de antipatriótico, pero ¿alguien es capaz de imaginar iniciativas parecidas en Camisa blanca de mi esperanza?


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