Mientras termino de perpetrar una entrada absolutamente terrible, os regalo esta estupenda versión del Auld Lang Syne y os deseo un feliz año nuevo lleno de buenas lecturas y mucha guaracha.
martes, 31 de diciembre de 2013
Feliz 2014
Mientras termino de perpetrar una entrada absolutamente terrible, os regalo esta estupenda versión del Auld Lang Syne y os deseo un feliz año nuevo lleno de buenas lecturas y mucha guaracha.
jueves, 19 de diciembre de 2013
Restos de temporada 2013 (1)
A veces es porque son demasiado buenos; otras, porque son, si no malos, sí susceptibles de caer en el olvido; las más de las veces por falta de tiempo, ese embustero eufemismo que sustituye a la pereza; el caso es que parece que cuanto más leo, menos reseño. Tampoco estoy seguro de que eso sea algo malo. Pero como soy de los que piensan que, así como todo matao tiene derecho a sus quince minutos de gloria, del mismo modo todo libro, por muchos méritos que tenga o deje de tener, merece también sus dos líneas de reseña, aquí van los restos de temporada de este año (primera parte).
El sombrero del cura, de Emilio de Marchi. De Marchi (1851-1901) está considerado como el creador del giallo, un tipo de novela policiaca que, en lugar de centrarse en la resolución de un misterio, explora las repercusiones sociales que tiene un crimen en una pequeña comunidad. La obra gozó en su época de gran popularidad y la nueva editorial Ginger Ape ha tenido un gran acierto al recuperarla. Todo un descubrimiento.
Reportajes, de Joe Sacco. Sacco es uno de los más grandes autores de reportajes gráficos, y su excelente, celebrada y controvertida Notas al pie de Gaza ya la reseñé aquí. Reportajes se basa en una serie de ídems escritos hace unos años. Son todos ellos muy interesantes, pero lo mejor es la lectura crítica, y nada benévola, que el propio autor hace hoy de estos reportajes.
La vida para principiantes, del polaco Slawomir Mrozek. Estos relatos son geniales, divertidísimos y, desgraciadamente, se leen en un ratito.
Asesinos sin rostro, de Henning Mankell. Los thrillers de este tío siempre vienen bien para descongestionarnos de lecturas más enjundiosas. Estos días me he acordado mucho de esta novela, dado que parte de la acción sucede en Sudáfrica, con un plan para llevar a cabo un magnicidio en un país con un Mandela recientemente liberado y un Frederik de Klerk hostigado por los afrikáners.
De repente llaman a la puerta, de Etgar Keret. Otro libro de relatos absolutamente genial. Keret es todo un fenómeno social en Israel, y en estas historias se muestra como un escritor de una imaginación desbocada.
Cuerpos extraños, de Cynthia Ozick. Jamás había oído hablar de esta señora, hasta las entradas que le dedicó Óscar. Este libro es una especie de revisitación, como decimos los pedantes, de The Americans, de Henry James, pero se disfruta igual de bien sin haber leído dicha novela.
Las hermanas Makioka, de Junichiro Tanizaki. Pedazo de novela, comparable a una película de Yasujiro Ozu. Poética, lenta, centrada en la familia y en la contemplación de los cerezos en flor, todo muy respetable y muy contenido en apariencia, pero hirviendo bajo esa superficie con un conflicto entre el mundo de ayer, que no se quiere ir, y el nuevo, que no acaba de llegar. Tiene, así, cierto aire que nos recuerda a esas grandes novelas centroeuropeas situadas en la decadencia del Imperio Austro-húngaro. Apasionante.
La muñeca rusa, de Juan Miguel Contreras. El autor de este libro, antiguo librero y creador del blog El caimán sincopado, creó la Internazional samizdat para poder publicar esta estupenda novela, que espero un día poder reseñar como Dios manda. De momento, estoy disfrutando de su segundo libro, Cardiopatías.
El cercano oriente, de Isaac Asimov. Asimov es uno de esos genios a los que el mundo se les hace pequeño. No sólo fue el escritor de ciencia-ficción que todos conocemos, sino que escribió también una Historia Universal, cada una de cuyas páginas no tiene desperdicio. En este volumen, nos habla de asirios, sumerios, acadios, y lo leí en plena fiebre de epopeyas. En concreto, me acompañó en la lectura del Gilgamesh.
Bajo una estrella cruel, de Heda Margolius Kovály. Salir de Guatemala y meterse en Guatepeor (o Guateigualdemala, si preferís), léase, del nazismo al estalinismo. La vida de una judía huida de un campo de concentración en la Praga de finales de la guerra y los años posteriores. Salvadores convertidos en verdugos.
La muerte salió cabalgando de Persia, de Péter Hajnoczy. Menudo tipo, el húngaro éste. Un alcohólico crónico que murió antes de los 40 y que parece que escribió este librito en estado de ebriedad. Y no le salió nada mal.
Thoreau. La vida sublime, de Maximilien Le Roy y A. Dan. Creo que éste ha sido el año Thoreau, por su aniversario o algo así. Esta novela gráfica nos da una somera, pero intensa, visión del filósofo, eremita y pananarquista norteamericano.
La promesa de Kamil Modracek, de Jiri Kratochvil. Impresionante, divertida, original y genial novela de este autor checo.
Pizzeria Kamikaze, de Etgar Keret. Después de leer la ya mencionada De repente llaman a la puerta, esperaba otra gran colección de relatos de este autor israelí. Pero en esta pizzería, escrita anteriormente, me he encontrado con muchas buenas ideas echadas a perder por la excesiva verborrea del autor. A veces hasta la imaginación más poderosa requiere un poco de contención si no quiere convertirse en pasto exclusivo de veinteañeros colocados. Eso sí, extraordinaria la historia sobre el pueblo situado a las puertas del infierno.
A la caza del amor, de Nancy Mitford. Leí esta obra en una racha de autores británicos con mala leche, y la verdad es que, pese a los grandes elogios que ha recibido, me ha dejado un poco frío. No sé si se debe a su mezcla de sátira social y biografía, centrada sobre todo en su hermana, pero me ha parecido que la autora no tenía muy claro adónde quería llegar.
El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov. La figura del perro como personaje central e incluso narrador goza de larga tradición en la literatura universal. En la rusa, además, ya nos brindó la genial Corazón de perro. En esta novela de Vladímov, el chucho en cuestión se queda desconcertado el día en que, por algún motivo inexplicable, los campos del gulag abren las puertas y dejan salir a los presos. Y a partir de ese momento, nuestro amigo no sabe qué hacer con su vida.
North and South, de Elizabeth Gaskell. Llevaba este libro años rondando por casa, y no fue hasta que leí la genial trilogía de campus de David Lodge, y en concreto la tercera parte, Nice work, que decidí que había llegado el momento. Literatura industrial con garantía inglesa del XIX.
The film club, de David Gilmour. Un planteamiento mucho más interesante que la obra en sí. Propuse esta lectura a mis alumnos, muchos de los cuales son profesores de secundaria. En ella, el autor, que no tiene nada que ver con el guitarrista de Pink Floyd, se enfrenta al problema de su hijo, drogata a punto de dejar los estudios colgados, y no se le ocurre otra cosa que permitirle al susodicho que haga lo que quiera y deja la escuela, pero con dos condiciones: dejar de meterse, y sentarse a ver, junto a su padre, crítico de cine, tres películas a la semana. El modo en que se puede educar a un hijo por medio de clásicos del cine resulta más que atractivo; el problema es que el libro no trata de eso.
Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Reader, I read it.
Limónov, de Emmanuel Carrère. Uno de los libros del año. Jamás había oído hablar de este tío, que es todo un personaje en Rusia. En esta especie de biografía (Carrère se cura en salud diciendo que es una obra de ficción), el autor nos lleva a un paseo por el tiempo, desde los años dorados de la URSS hasta su crisis y caída, pasando por la Guerra de los Balcanes. De un tirón.
No vendrá el diluvio tras nosotros, de Joseph Brodsky. Y tanto aparecía Brodsky en el libro de Carrère, que el nene no pudo resistirse y rescató de su biblioteca esta antología del gran poeta y Nobel ruso. No es lo que se dice un libro fácil.
Nuestro pan de cada día, de Predrag Matvejevic. Fascinante viaje por tahonas, pueblos milenarios, clásicos de la literatura, refraneros y etimología.
Any human heart, de William Boyd. Menuda decepción. Boyd no es un gran autor, pero hasta ahora, todo lo que había leído de él me había entretenido y hasta interesado. Esta novela, traducida al español como Las aventuras de un hombre cualquiera, gozó de gran éxito en Inglaterra y la verdad es que el planteamiento es, a priori, bastante atractivo: una especie de historia del siglo XX paralela a la vida de un hombre, supuestamente vulgar y corriente, que vivió de cerca sus mayores acontecimientos históricos.
Cuando has leído 100 páginas y piensas "a ver si al llegar a la guerra la cosa se anima un poco" es que algo no marcha. Abandonada por aburrida.
¿Eres mi madre?, de Alison Bechdel. De esta autora había leído Fun home, sobre su relación con su padre. El libro no era precisamente fun, pero sí muy interesante. En ¿Eres mi madre? nos habla del periodo de creación de aquella novela y de su relación con la madre. La erudición de la autora a ratos me hacía sentirme como un auténtico ignorante.
Los forajidos del Misisipí, de Allan Pinkerton. Al fundador de la celebérrima agencia de detectives le dio por escribir las crónicas de algunos de sus casos más sonados, con fines más bien de marketing que literarios. Y sin embargo, este libro, uno de los muchos que escribió, tiene tanta frescura, acción y tiroteos que puede decirse que, sin darse cuenta, ni mucho menos proponérselo, el señor Pinkerton renovó el imaginario del western y sentó las bases de la literatura de detectives moderna.
Buick Rivera, de Miljenko Jergovic. Como sabemos, la guerra de Yugoslavia no empezó en 1991, y probablemente tampoco acabó en el 1999. De hecho, siguió librándose en otros escenarios. Jergovic la traslada al medio oeste americano, en las inesperadas relaciones entre dos ex-compatriotas cuyos caminos se juntan un buen día. Aunque difícilmente podía el autor escribir algo tan grande como La casa de nogal, si me decidí a leer esa maravillosa novela fue gracias a esta excelente Buick Rivera. Pocos personajes, pocos escenarios, todo ello muy teatral, buena historia y logrado final. ¿Qué más quieres, Baldomero?
El sombrero del cura, de Emilio de Marchi. De Marchi (1851-1901) está considerado como el creador del giallo, un tipo de novela policiaca que, en lugar de centrarse en la resolución de un misterio, explora las repercusiones sociales que tiene un crimen en una pequeña comunidad. La obra gozó en su época de gran popularidad y la nueva editorial Ginger Ape ha tenido un gran acierto al recuperarla. Todo un descubrimiento.
Reportajes, de Joe Sacco. Sacco es uno de los más grandes autores de reportajes gráficos, y su excelente, celebrada y controvertida Notas al pie de Gaza ya la reseñé aquí. Reportajes se basa en una serie de ídems escritos hace unos años. Son todos ellos muy interesantes, pero lo mejor es la lectura crítica, y nada benévola, que el propio autor hace hoy de estos reportajes.
La vida para principiantes, del polaco Slawomir Mrozek. Estos relatos son geniales, divertidísimos y, desgraciadamente, se leen en un ratito.
Asesinos sin rostro, de Henning Mankell. Los thrillers de este tío siempre vienen bien para descongestionarnos de lecturas más enjundiosas. Estos días me he acordado mucho de esta novela, dado que parte de la acción sucede en Sudáfrica, con un plan para llevar a cabo un magnicidio en un país con un Mandela recientemente liberado y un Frederik de Klerk hostigado por los afrikáners.
De repente llaman a la puerta, de Etgar Keret. Otro libro de relatos absolutamente genial. Keret es todo un fenómeno social en Israel, y en estas historias se muestra como un escritor de una imaginación desbocada.
Cuerpos extraños, de Cynthia Ozick. Jamás había oído hablar de esta señora, hasta las entradas que le dedicó Óscar. Este libro es una especie de revisitación, como decimos los pedantes, de The Americans, de Henry James, pero se disfruta igual de bien sin haber leído dicha novela.
Las hermanas Makioka, de Junichiro Tanizaki. Pedazo de novela, comparable a una película de Yasujiro Ozu. Poética, lenta, centrada en la familia y en la contemplación de los cerezos en flor, todo muy respetable y muy contenido en apariencia, pero hirviendo bajo esa superficie con un conflicto entre el mundo de ayer, que no se quiere ir, y el nuevo, que no acaba de llegar. Tiene, así, cierto aire que nos recuerda a esas grandes novelas centroeuropeas situadas en la decadencia del Imperio Austro-húngaro. Apasionante.
La muñeca rusa, de Juan Miguel Contreras. El autor de este libro, antiguo librero y creador del blog El caimán sincopado, creó la Internazional samizdat para poder publicar esta estupenda novela, que espero un día poder reseñar como Dios manda. De momento, estoy disfrutando de su segundo libro, Cardiopatías.
El cercano oriente, de Isaac Asimov. Asimov es uno de esos genios a los que el mundo se les hace pequeño. No sólo fue el escritor de ciencia-ficción que todos conocemos, sino que escribió también una Historia Universal, cada una de cuyas páginas no tiene desperdicio. En este volumen, nos habla de asirios, sumerios, acadios, y lo leí en plena fiebre de epopeyas. En concreto, me acompañó en la lectura del Gilgamesh.
Bajo una estrella cruel, de Heda Margolius Kovály. Salir de Guatemala y meterse en Guatepeor (o Guateigualdemala, si preferís), léase, del nazismo al estalinismo. La vida de una judía huida de un campo de concentración en la Praga de finales de la guerra y los años posteriores. Salvadores convertidos en verdugos.
La muerte salió cabalgando de Persia, de Péter Hajnoczy. Menudo tipo, el húngaro éste. Un alcohólico crónico que murió antes de los 40 y que parece que escribió este librito en estado de ebriedad. Y no le salió nada mal.
El caballo negro, de Borís Savínkov. Entrañable terrorista que se ganó el cariño de Maugham y Picasso, entre muchos otros intelectuales de la época, Savínkov nos cuenta en forma de diario las tribulaciones de un grupo de revolucionarios bolcheviques comprensiblemente reconvertidos en antirrevolucionarios viscerales. Asesinatos a gogó y la guerra civil rusa vista desde bambalinas.
Thoreau. La vida sublime, de Maximilien Le Roy y A. Dan. Creo que éste ha sido el año Thoreau, por su aniversario o algo así. Esta novela gráfica nos da una somera, pero intensa, visión del filósofo, eremita y pananarquista norteamericano.
La promesa de Kamil Modracek, de Jiri Kratochvil. Impresionante, divertida, original y genial novela de este autor checo.
Pizzeria Kamikaze, de Etgar Keret. Después de leer la ya mencionada De repente llaman a la puerta, esperaba otra gran colección de relatos de este autor israelí. Pero en esta pizzería, escrita anteriormente, me he encontrado con muchas buenas ideas echadas a perder por la excesiva verborrea del autor. A veces hasta la imaginación más poderosa requiere un poco de contención si no quiere convertirse en pasto exclusivo de veinteañeros colocados. Eso sí, extraordinaria la historia sobre el pueblo situado a las puertas del infierno.
A la caza del amor, de Nancy Mitford. Leí esta obra en una racha de autores británicos con mala leche, y la verdad es que, pese a los grandes elogios que ha recibido, me ha dejado un poco frío. No sé si se debe a su mezcla de sátira social y biografía, centrada sobre todo en su hermana, pero me ha parecido que la autora no tenía muy claro adónde quería llegar.
El fiel Ruslán, de Gueorgui Vladímov. La figura del perro como personaje central e incluso narrador goza de larga tradición en la literatura universal. En la rusa, además, ya nos brindó la genial Corazón de perro. En esta novela de Vladímov, el chucho en cuestión se queda desconcertado el día en que, por algún motivo inexplicable, los campos del gulag abren las puertas y dejan salir a los presos. Y a partir de ese momento, nuestro amigo no sabe qué hacer con su vida.
North and South, de Elizabeth Gaskell. Llevaba este libro años rondando por casa, y no fue hasta que leí la genial trilogía de campus de David Lodge, y en concreto la tercera parte, Nice work, que decidí que había llegado el momento. Literatura industrial con garantía inglesa del XIX.
The film club, de David Gilmour. Un planteamiento mucho más interesante que la obra en sí. Propuse esta lectura a mis alumnos, muchos de los cuales son profesores de secundaria. En ella, el autor, que no tiene nada que ver con el guitarrista de Pink Floyd, se enfrenta al problema de su hijo, drogata a punto de dejar los estudios colgados, y no se le ocurre otra cosa que permitirle al susodicho que haga lo que quiera y deja la escuela, pero con dos condiciones: dejar de meterse, y sentarse a ver, junto a su padre, crítico de cine, tres películas a la semana. El modo en que se puede educar a un hijo por medio de clásicos del cine resulta más que atractivo; el problema es que el libro no trata de eso.
Jane Eyre, de Charlotte Brontë. Reader, I read it.
Limónov, de Emmanuel Carrère. Uno de los libros del año. Jamás había oído hablar de este tío, que es todo un personaje en Rusia. En esta especie de biografía (Carrère se cura en salud diciendo que es una obra de ficción), el autor nos lleva a un paseo por el tiempo, desde los años dorados de la URSS hasta su crisis y caída, pasando por la Guerra de los Balcanes. De un tirón.
No vendrá el diluvio tras nosotros, de Joseph Brodsky. Y tanto aparecía Brodsky en el libro de Carrère, que el nene no pudo resistirse y rescató de su biblioteca esta antología del gran poeta y Nobel ruso. No es lo que se dice un libro fácil.
Nuestro pan de cada día, de Predrag Matvejevic. Fascinante viaje por tahonas, pueblos milenarios, clásicos de la literatura, refraneros y etimología.
Any human heart, de William Boyd. Menuda decepción. Boyd no es un gran autor, pero hasta ahora, todo lo que había leído de él me había entretenido y hasta interesado. Esta novela, traducida al español como Las aventuras de un hombre cualquiera, gozó de gran éxito en Inglaterra y la verdad es que el planteamiento es, a priori, bastante atractivo: una especie de historia del siglo XX paralela a la vida de un hombre, supuestamente vulgar y corriente, que vivió de cerca sus mayores acontecimientos históricos.
Cuando has leído 100 páginas y piensas "a ver si al llegar a la guerra la cosa se anima un poco" es que algo no marcha. Abandonada por aburrida.
¿Eres mi madre?, de Alison Bechdel. De esta autora había leído Fun home, sobre su relación con su padre. El libro no era precisamente fun, pero sí muy interesante. En ¿Eres mi madre? nos habla del periodo de creación de aquella novela y de su relación con la madre. La erudición de la autora a ratos me hacía sentirme como un auténtico ignorante.
Los forajidos del Misisipí, de Allan Pinkerton. Al fundador de la celebérrima agencia de detectives le dio por escribir las crónicas de algunos de sus casos más sonados, con fines más bien de marketing que literarios. Y sin embargo, este libro, uno de los muchos que escribió, tiene tanta frescura, acción y tiroteos que puede decirse que, sin darse cuenta, ni mucho menos proponérselo, el señor Pinkerton renovó el imaginario del western y sentó las bases de la literatura de detectives moderna.
Buick Rivera, de Miljenko Jergovic. Como sabemos, la guerra de Yugoslavia no empezó en 1991, y probablemente tampoco acabó en el 1999. De hecho, siguió librándose en otros escenarios. Jergovic la traslada al medio oeste americano, en las inesperadas relaciones entre dos ex-compatriotas cuyos caminos se juntan un buen día. Aunque difícilmente podía el autor escribir algo tan grande como La casa de nogal, si me decidí a leer esa maravillosa novela fue gracias a esta excelente Buick Rivera. Pocos personajes, pocos escenarios, todo ello muy teatral, buena historia y logrado final. ¿Qué más quieres, Baldomero?
miércoles, 4 de diciembre de 2013
Por qué nos gusta Cartarescu
Creo no pecar de hiperbólico si afirmo que, en el ámbito de la literatura europea actual, Mircea Cartarescu es el puto amo. Huelga decir que eso no significa que sea el mejor, dado que, en literatura, hablar del más mejor siempre es una memez. Quizá sea menester, por tanto, explicar de qué hablamos cuando hablamos del puto amo, máxime tratándose de alguien discreto y modesto como Cartarescu, a quien, pese a esa mirada hipnótica, ese aire de bohemio atormentado, y ese abrumador prestigio internacional, hay que creer cuando se sacude los elogios de encima:
No vivo como un escritor y no me siento un escritor. Me siento tan sólo un hombre muy libre y, como el precio de la libertad es el más alto, muy triste. Trataré de seguir viviendo. No sé si alguna vez volveré a escribir algo ni me preocupa saberlo. No me gustaría quedar internado en el asilo de la historia de la literatura.
Éste es el Cartarescu de Lulu y El ruletista
Escritores que convierten en arte todo lo que escriben hay muchos. Casi cualquier página de, por poner tres ejemplos, Nabokov, Faulkner o Borges vale más que toda la obra de muchos otros. Sin embargo, en estos escritores es palpable la intención de crear arte; en cada una de sus líneas vemos el fruto de horas de trabajo combinado con el don, innato o no, de la palabra, para crear una prosa bella, un estilo único y una obra inmortal.
Pero eso no es así con todos los grandes escritores. Existe otro tipo de escritor, tocado también por la gracia de las musas, que es capaz de cautivarnos con una prosa sencillamente sencilla y natural de manera natural (no confundir con prosa sencilla y natural). Son escritores que, evidentemente, pulen su escritura como el que más, y que, a diferencia de tantos grandes grandísimos, consiguen una sencillez inocente que parece decirnos "no quiero crear arte, sino tan sólo contarte una historia". En fin, yo me entiendo.
Sinceramente, me vienen a la cabeza muy pocos nombres dentro de esta categoría, tan pocos como dos. El primero de ellos es W.G. Sebald, cuya escritura, que algunos definen como hipnótica, es capaz de atrapar al lector con frases de una sencillez que desarma.
El otro es 1/2 Cartarescu, concretamente la mitad que ha escrito la desternillante Las bellas extranjeras, o la que nos ocupa, Por qué nos gustan las mujeres. Esta mitad de Cartarescu tiene muy poco que ver con la otra mitad, la que escribe sobre adolescentes atormentados en el infierno de sus hormonas, sobre la fisiología de los arácnidos o sobre devotos del suicidio. En el Cartarescu digamos, más lyncheano, el humor nunca está completamente ausente, si bien la atmósfera de pesadilla reinante en obras como Lulu o El ruletista lo cubre casi por completo, y uno difícilmente sale de esas impresionantes y angustiosas lecturas diciendo qué bien me lo he pasado.
Pero el Cartarescu ligeresa parece, sencillamente, otro escritor. Las bellas extranjeras, que reseñé aquí para Librosyliteratura, es uno de los libros más divertidos que he leído en mucho tiempo, y el relato que da título a la obra me hizo reír a mandíbula batiente en más de una ocasión.
Y éste, el de Por qué nos gustan las mujeres. Mejor rollo
De las cuatro obras que he leído de Cartarescu, esta Por qué nos gustan... es posiblemente, no, indiscutiblemente, la más floja, pero con este autor sucede algo parecido a lo de Woody Allen: sus obras menos logradas están muy por encima de las mejores de otros autores. Este libro de Cartarescu es en realidad, pásmense, la recopilación de artículos y relatos que el autor escribió para una serie de revistas, sobre todo Elle. Bueno, quizá aquí me esté dejando llevar por mi ignorancia y mis prejuicios y no sea consciente de que la susodicha revista es no sólo una publicación más que digna, sino todo un estandarte de la vanguardia literaria. ¿Y por qué no? También conocí, tiempo atrás, gente que compraba el Playboy porque encontraba en él artículos muy interesantes.
El caso es que, aunque estos relatos estaban, a priori, dirigidos a mujeres, en realidad, y como ya he dicho, los escribió para mí. Fijaos si no, los que, como yo, en vuestra juventud no os comíais un rosco, en este maravilloso párrafo:
Ahora pienso en Ester, con la que no me acosté nunca, una circunstancia que evoca la menuda pero tan intensa pregunta: ¿qué significa tener una mujer? Porque en realidad no has tenido decenas de mujeres con las que has hecho el amor, y en cambio sientes que nunca has poseído a ninguna más plenamente, más extáticamente, que a la pobrecilla que te ha lanzado una mirada en un trolebús abarrotado y a la que desde entonces nunca más has vuelto a ver.
Habla de mí. Yo era el rey de los trolebuses.
Don Mircea ha declarado en alguna ocasión que estas historias no son autobiográficas. Tal declaración resulta innecesaria en una época en que ni un solo escritor admite el carácter autobiográfico de la mayoría de sus obras. No sé si esta actitud general se debe a la precaución, para evitarse líos, o más bien a un deseo de fardar de imaginación. En todo caso, a nuestro autor no le duelen prendas en reconocer los orígenes de algunos de sus ejemplos más notables de desbordante fantasía. Así, en el relato sobre D., nos dice:
Más tarde, al narrar sueños en mis libros, me aproveché en innumerables oaciones, miserablemente, de una fisura en la ley de propiedad intelectual -la ausencia de copyright de los sueños- para robarle las más encantadoras y mejor trabadas visiones, los decorados más místicos, los tránsitos más discretos de lo real a lo irreal y part way back. De ella fue el sueño con el palacio de mármol invadido por las mariposas en Orbitor (...), e igualmente suyo es el sueño del inmenso recinto-cripta por el que Maria deambula durante semanas enteras sobre losas dulces de calcedonia y malaquita.
De acuerdo, es muy posible que también este párrafo sea completamente inventado, uno de esos casos en que la ficción construye una realidad basada en una ficción (seguro que esto tiene un nombre), pero de lo que no me cabe duda es que, por ejemplo, la anécdota central del relato "Con las orejas gachas", de tan surrealista y absurda que es, tiene que ser auténtica. En este relato, el narrador nos presenta a Rodica, de quien nos dice:
Tenía también una particularidad notable. Cada dos o tres palabras decía, sin que se supiera por qué ni respecto a qué, "con las orejas gachas". Esta frase parecía salpicarlo todo, de manera imprevisible. (...) Habíamos empezado a hablar de poesía, en la terraza pobremente iluminada, de mis recientes lecturas de Ezra Pound, en concreto; yo le estaba leyendo unos versos (aquéllos de la aparición de unos rostros en una estación de metro) a lo que ella, mirando directamente al jarro de cerveza, me había respondido: "¡Sí... con las orejas gachas!", pero nos habíamos hecho amigos...
Zaraza, de Cristian Vasile, tema central de uno de los relatos
Y con tonterías como ésta, este escritor crea un puñado de relatos absolutamente redondos. El conjunto de la obra, no obstante, no está a la altura de otras del autor, pero a mí sinceramente me ha entusiasmado. Cartarescu sólo flojea cuando se pone solemne, como en los relatos "¿Quien soy yo?" y "Queremos con un cerebro de niño", así como en la historia que da título al libro, una larga lista de porques bastante divertidos y sorprendentes, que, lamentablemente, no se puede quitar de encima el tufillo paternalista de dicho título. El resto de relatos, no obstante, impecables, soberbios, sencillos, divertidos, en el estilo característico de un autor que en unos libros te lanza al pozo de tu peor pesadilla, y en otros te encandila con cuatro chorradas escritas para Elle. Eso es ser el puto amo.
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