Escribir en una lengua minoritaria no significa necesariamente tener un número reducido de lectores. Ahí están los casos, por mencionar sólo unos pocos, de los húngaros Márai y Kertesz, del israelí Oz, o de tantos escritores nórdicos de thrillers, cuyos libros se venden por cientos de miles. Pero escribir en una lengua que lleva medio siglo resistiéndose a morir, y que, como en la diáspora de sus hablantes, está dispersa en pequeñas comunidades separadas entre sí por miles de kilómetros, significa, salvo una gloriosa excepción, no sólo renunciar voluntariamente al éxito de ventas, sino también convertirse en todo un marginado de la literatura. Bueno, no hace falta ponerse tan dramáticos; quien dice marginado, dice también bocado exquisito al alcance de unos pocos afortunados. En fin, serán cuestiones culturales o geopolíticas, no lo sé, pero el hecho es que islandés vende y el yiddish, no.
Así, poco tiene de extraño que un autor como Yehuda Elberg, ganador del premio más prestigioso de literatura yiddish y con frecuencia comparado con Isaac Bashevis Singer (quien de hecho era primo lejano suyo), sea un completo desconocido para el señor wikipedia, y que apenas se puedan encontrar dos fotos suyas en google.
El imperio de Kalman el lisiado fue publicado por primera vez en 1983, pero durante mucho tiempo sólo pudieron disfrutarla los hablantes de yiddish, dado que la novela no fue traducida al inglés hasta 1997. En 2003 la editorial Losada la publicó en España, en una estupenda traducción directa del original. Tuvo aquí muy buenas y escasas críticas, pero pasó casi completamente inadvertida en el mercado editorial. Y es una lástima, porque se trata de una novela grandiosa.
Yehuda elberg nació en 1912 en Zgierz, a las afueras de Lodz, Polonia, en el seno de una familia de gran tradición rabínica. Él mismo fue ordenado rabino y, si bien nunca ejerció como tal, su formación religiosa es evidente en su obra. A los 20 años empezó a publicar historias en la prensa y escribió también dos novelas cuyos manuscritos se destruyeron en el gueto de Varsovia. Participó activamente en el movimiento polaco de resistencia, y tras perder en la shoah a la mayor parte de su familia, se dedicó tras la guerra a prestar ayuda a los supervivientes, así como a rescatar su cultura de las cenizas.
Shtetl, de Chana Kowalska
Si existiese alguna vez una parábola del destino del pueblo judío, ésta sería el mismo Kalman el Lisiado.
La mayor parte de la historia de El imperio de Kalman el lisiado transcurre en el periodo de entreguerras, y concluye el día en que Hitler es nombrado canciller. En Dombrovka, un shtetl cercano a Varsovia, vive Kalman, quien, pese a descender de un linaje de rabinos, ha preferido, como su abuelo, dedicarse al mundo de los negocios. Cuando era niño, Kalman perdió a su madre y poco después sufrió una enfermedad que le paralizó las piernas, por lo que desde entonces se mueve sobre una tabla con ruedas. Siempre ha pensado que fue por haberse quedado tullido por lo que su padre, a quien no recuerda, lo abandonó. Criado por su abuelo, un hombre algo huraño que apenas le mostró nunca algo de cariño, Kalman crece con un enorme resentimiento hacia el mundo, a la vez que va urdiendo un gran plan. Así, pese a las primeras apariencias, no estamos ante un personaje creado para inspirar compasión en el lector. Antes al contrario, Kalman no tarda en revelársenos como un auténtico granuja, un tipo sin escrúpulos tanto en los negocios como en sus relaciones con las mujeres.
Un cabrón con las mujeres... Vaya, parece que hay que volver a hablar del otro autor yiddish. Es difícil, como veis, encontrar referencias a Yehuda Elberg que no mencionen también a Isaac Bashevis Singer. Por aquello del yiddish, debe de ser, porque, a mi juicio, las diferencias entre ambos son más que notables. Investigando por aquí y por allá, he descubierto que, de hecho, muchos autores en lengua yiddish sentían cierto recelo, cuando no franca hostilidad, hacia Singer, al que acusaban de presentarse algo así como el último autor en una lengua al borde de la desaparición, con el ninguneo y desprecio que ello representa para dichos autores. El mismo Elberg, que, como he señalado más arriba, era primo lejano de Singer, lo describe como frío, y, pese a admirarlo como escritor, dice de él que no era el tipo de persona que te abraza emocionalmente, declaración que, por otra parte, no sorprenderá a quien conozca la obra del Nobel o haya leído sus memorias. Singer, siempre según Elberg, no sólo era un pesimista que retrataba el shtetl del modo más negativo posible, sino que incluso sus descripciones de la vida diaria en dichas comunidades no se ajustaban a la realidad.
Kalman el Lisiado tenía a los judíos de toda una ciudad agarrados por las narices, y no sólo a los judíos. El mismísimo aristócrata también desempeñaría el papel que él le asignase.
Pero volviendo a la novela, si el shtetl de Singer tenía bien poco de edénico, el de Elberg, por su parte, no se caracteriza por ser un lugar especialmente atractivo. Una pequeña comunidad judío-polaca que sale del Imperio del zar, pasa por la Gran Guerra, sufre la crisis mundial del 29, y se encamina a la shoah, es cualquier cosa menos idílica. Ésta además está en manos de un terrateniente, otro sinvergüenza aún mayor que Kalman, y el odio que une a ambos se remonta varias generaciones. Por ello, en la segunda parte de la novela, viajamos al último tercio del siglo XIX, donde conocemos a los ancestros del protagonista, uno de ellos proveedor del ejército zarista; otro, el forjador del primer imperio industrial del shtetl. Como en toda lectura sobre una saga familiar, el lector a veces se pierde dando saltos de una rama de la familia a la otra a lo largo de varias generaciones, pero esa ligera confusión se compensa por el modo magistral en que el autor retrata a todos y cada uno de los personajes.
Es, pues, sobre todo en el retrato psicológico donde destaca la maestría de Elberg, que siempre coloca a sus personajes por encima del argumento. Desde Bérish, el hijo del rabino, posiblemente un alter ego del autor, hasta Matus, el cristalero venido a más, pasando por la abuela Guenendl o Yosl el Golem, la variedad de personajes, así como la riqueza y sutileza con la que están descritos, han hecho que, a lo largo de tres días, me haya instalado en el shtetl y no me haya sacado nadie de allí. El argumento, por su parte, pese al detallado relato de las triquiñuelas financieras de Kalman y la vida religiosa en la ciudad, es relativamente sencillo, y los secretos de familia que se nos van revelando hacia el final son tan ignominiosos como los de cualquier hijo de vecino, es decir, no hay tremebundos golpes de efecto ni ases sacados de la manga.
Había sido muy hábil, al elaborar toda una campaña estratégica para promover esos dos casamientos. Si lograse completar toda la torre y llevarla hasta su cúspide, sería una obra táctica maestra. Había llevado las negociaciones con la astucia diplomática de un Talleyrand. ¿Acaso la astucia es sabiduría?
Kalman puede ser un canalla sin escrúpulos, pero no es un monstruo. De hecho, el personaje de Kalman es una de las mayores creaciones con las que me he encontrado en mucho tiempo. El lector nunca tiene la sensación de llegar a conocerlo del todo, sus decisiones nos sorprenden tanto como al resto de los personajes y probablemente a él mismo, y nos da la impresión de que, aparte de la lucha por la forja de un imperio, hay algo más en él que se nos escapa. Sabemos que urde un plan, pero nunca estamos del todo seguros de en qué consiste éste; lo vemos actuar con enorme generosidad para con algunos pobres miserables, pero dudamos de su altruismo; sabemos que pasó algo el día en que se le cayó la casa encima, pero no sabemos si creerle a él o a quien lo acusa de horribles crímenes. Esta mezcla de noble y canalla, así como el concepto del hombre hecho a sí mismo, hacen de Kalman el lisiado una obra, a mi juicio, mucho más cercana a Philip Roth o Bellow que al susodicho Singer, y que, en todo caso, raya a la altura de cualquiera de los tres.
A nadie sorprenderá el papel fundamental que juega la religión en esta novela, donde son constantes las citas del talmud y la mishná, e incontables los términos hebreos, cuyo significado, gracias la excelente traducción, está siempre claro y evita la necesidad de un glosario. La actitud de Kalman hacia la fe de los suyos es ambivalente desde el primer momento, y sus paisanos, que en gran medida lo admiran, no pueden evitar sentir cierta desconfianza hacia este benefactor sin escrúpulos que apenas pisa la sinagoga. Dicha actitud, no obstante, se va volviendo más compleja a medida que su imperio va creciendo y por fin la tragedia golpea a nuestro héroe. Kalman, que siempre ha logrado recuperarse de los embates del destino, acusa este nuevo golpe y parece que no será capaz de reponerse. Pero más allá del incomprensible sufrimiento de Job, una de las ideas que vertebran esta modesta y a la vez grandiosa epopeya es la del ofrecimiento a Dios de nuestros méritos para salvar a un ser querido.
Debes saber, hijo mío, que además de haber ofrecido mi slms por la tuya, también doné todos mis méritos. Cada persona viene a este mundo de vanidades sólo con el objeto de llevar a cabo buenas acciones y acumular méritos, con los cuales comparecer ante el Tribunal de allá arriba
Entre las escasas reseñas que he podido encontrar, hay quien reprocha al autor que haya retratado con tanto detalle el ceremonial religioso, señalando que la obra está demasiado dirigida a un público judío. La verdad es que no estoy de acuerdo, y no sé a qué achacar esas (leves, todo hay que decirlo) acusaciones. No sé por qué, pienso que ésas son las mismas personas que se maravillan ante una novela japonesa que se demora en la ceremonia del té, o una africana que nos muestra el proceso de elaboración del vino de palma. En mi opinión, la grandeza de esta novela radica no sólo en su personaje central, para mí ya inolvidable, sino también y sobre todo en la recreación de un mundo que fue exterminado de la noche a la mañana, y del que hoy sólo quedan los recuerdos de los hijos y nietos de los supervivientes. Elberg nos muestra un mundo nada idílico, sino más bien tan próspero e interesante, o tan pobre y vulgar, como pueda serlo el cinturón de una gran ciudad, lo cual confiere a la tragedia un carácter más universal, si cabe.
En suma, El imperio de Kalman el Lisiado es otro ejemplo de gran novela condenada, por su terrible pecado, a vagar eternamente por inhóspitos blogs sin hallar jamás el reposo del reconocimiento.
Los hablantes nativos de yiddish, que en todo el mundo deben de rondar hoy el millón, continúan luchando por conservar su lengua y revitalizar una cultura que difícilmente llegará a igualar la que se perdió. La lengua sobrevive, pero el imperio de Kalman fue aniquilado en la Shoah: su mundo, el mundo del shtetl, no volverá jamás, y a los que no lo conocimos sólo nos queda imaginarlo a través de obras como la de Yehuda Elberg o Sholem Aleichem, entre otros; las maravillosas fotos de Roman Vishniac, algunas de las cuales adornan esta entrada, y canciones tan hermosas como ésta: "Mayn sthetl Belz".
Cuando recuerdo mi infancia
me parece estar soñando.
¿Cómo estará ahora la casa
donde brillaban las lucecitas?
¿Seguirá creciendo el árbol que planté?
¡Belz! Mi pequeño shtetl, Belz,
la casa donde pasé mi infancia...