Reírse de Phil Collins ayuda a prevenir ciertos tipos de cáncer
... y no sólo literaria. En el mundo hay personas que saben hacer de su mala leche un medio de vida, y aunque hay quien dice que eso es tan sólo un modo de ocultar su mediocridad, yo creo que ganarse la vida con la mala baba es mucho más complicado de lo que parece. La mala leche (también mala uva o mala baba) es, en manos de quien sabe dirigirla, un arma demoledora y, en ocasiones, todo un arte.
La mala leche que yo admiro no tiene nada que ver con la mala follá granaína, ni, por supuesto, con el insulto vulgar, la imitación sosa, las referencias a la promiscuidad de la madre o a la cornamenta paterna. La buena mala leche se ejerce tanto con ánimo de ridiculizar, humillar y hacer daño como de divertir a los presentes, y somos muchos los que sabemos apreciar el dardo certero, el sarcasmo cruel y la ofensa gratuita pero ingeniosa. Son éstos bombones al que algunos paladares, entre los que por supuesto incluyo el mío, no pueden resistirse. Por eso triunfan los Ristos. Por eso servidor prefiere Alfonso Guerra a Zapatero, South Park a Los Simpson, y algún personaje más a quien no mencionaré (no quiero generar mala leche contra mí mismo) antes que a cualquier santurrón papagáyico.
Anne Robinson es tan odiosa que verla humillada de esta manera es un gozo para el espíritu. La presentadora española no le llegaba a la suela de los zapatos.
En internet la mala leche ocupa un puesto no sé si dominante, pero sí desde luego muy significativo, del cual el mundo bloguero no queda al margen. Hay por ahí unas bitácoras de gran éxito, cimentado en la mala leche tanto del administrador como de los visitantes, que vamos allí a recrearnos, sobre todo, en las corrosivas críticas que se hacen de aquellas obras que no han gustado al administrador en cuestión, o, sencillamente, en el modo en que señalan, como el niño al emperador, las gilipolleces en que incurren con frecuencia algunos personajetes de las letras. En cualquier caso, para muchos, la crítica despiadada se deja leer mejor que el elogio (desde luego, es también más fácil de hacer y da más posibilidades a la creatividad).
Céline y su loro parecen sacados de la novela de Gibbons
Bien utilizada, la mala leche en la literatura suele ser un recurso inagotable e infalible. Hace un par de semanas reseñaba la gran novela Lucky Jim, de Kingsley Amis, y cerraba la reseña con una foto y una cita del autor que corrobora la importancia que tiene el ánimo de ofender en la creación literaria.
A veces este ánimo se desboca y se convierte en puro odio, lo cual no impide que de ella salga alguna obra maestra. Me viene a la mente Viaje al fondo de la noche, pero seguro que a vosotros se os ocurren muchas más.
En ocasiones, el autor es capaz de ocultar su mala baba, haciéndola brotar de un personaje concreto. Eso sería lo que sucede, por ejemplo, con Ignatius Reilly en La conjura de los necios. En esa genial novela, a diferencia de lo que sucede con la de Céline, el lector no tiene la sensación de que sea el malogrado Toole el que está en guerra contra el mundo. Pues bien, algo parecido nos encontramos en algunas de las novelas que he leído recientemente.
La serie de Lucía, de E. F. Benson, de las que Impedimenta ha publicado Reina Lucía y Mapp y Lucía, ha sido uno de mis mayores placeres lectores recientes y me he zampado las dos novelas, que deben de ocupar setecientas y pico páginas, en menos de una semana. Ambas son un ejemplo perfecto del uso literario de la mala baba. Es difícil imaginar una mayor densidad de rencillas, rencores, celos, envidias, dardos envenenados, cortes de manga mentales y bombas de relojería que la que tenemos en Reina Lucía.
Los habitantes de Riseholme, un pintoresco pueblecito de Sussex donde vive gente acomodada, no tienen trabajo conocido, y en consecuencia están todo el día ocupadísimos, observando o, directamente, espiando el ir y venir de sus vecinos, realizando cursillos de yoga y organizando veladas musicales. No hay momento más glorioso en la vida de los habitantes de Riseholme que cuando se es el primero en enterarse de un cotilleo. Del mismo modo, no hay mayor humillación que ser el último en enterarse. Emmeline Lucas, Lucía para los pocos amigos, es la reina indiscutible del pueblo, pero su poder absoluto no se debe a sus superficiales conocimientos literarios, ni a su habilidad para interpretar una única pieza al piano, ni en su dominio de diez palabras del italiano. Lucía reina gracias a su incontenible vanidad, su hipócrita humildad, su desmedido orgullo, y sobre todo, su desbordante mala leche. Y lo mejor de su mala leche es el modo en que se contagia al lector, que se solivianta con las sucias tretas exhibidas por Lucía para apropiarse de los hallazgos de Daisy Quantock, y se solaza como pocas veces cuando la reina se ve humillada. En Reina Lucía, los poquísimos personajes que no son odiosos son risibles, grotescos o, sencillamente, patéticos, y nosotros nos lo pasamos bomba con ellos.
Nigel Hawthorne como Georgie Pillson, el admirador casi incondicional de Lucía, en la adaptación que hizo la televisión británica.
Señala muy acertadamente José C. Vales, el traductor, en el prólogo a Mapp y Lucía, que lo sorprendente de estas novelas es que en ellas no pasa nada. Se trata, efectivamente, de una serie de episodios hilvanados uno tras otro en los que se decriben los vanidosos jueguecitos de estos insoportables pijos de Sussex. En Mapp y Lucía (que no es la segunda en la serie original; no sé por qué Impedimenta ha decidido publicarlas en este orden) nos encontramos con una Lucía que acaba de enviudar y que decide cambiar de aires y pasar un verano en el pueblecito costero de Tilling. Y allí el lector hará un descubrimiento espectacular: existe una persona más odiosa todavía que Lucía, y es Elizabeth Mapp. De hecho, Mapp es tan detestable que el lector acaba cogiendo un gran cariño a Lucía, que se erige en un personaje con algo parecido a principios y sentido ético. Esta segunda novela gira alrededor del duelo entre la nueva reina de Tilling, Lucía, y la destronada Mapp, y es igual de divertida que la primera.
Y del Sussex de pijos ociosos maquinando vengancitas en la encantadora campiña inglesa, pasamos al Sussex de los páramos apestosos, las plantas ponzoñosas y las familias embrutecidas por siglos de relaciones incestuosas.
En ocasiones, no hay nada mejor que abrir una obra sobre la que se tienen ciertas expectativas, y ver que dichas expectativas no se cumplen en absoluto. Así, enfrascado como estaba en esta fase de novela cómica británica, en la que he leído la "Trilogía de Campus", de David Lodge, seguido de Lucky Jim, para pasar después a las ya mencionadas de Lucía, llegué a La hija de Robert Poste esperando encontrarme de nuevo con una variación sobre el mismo tema, es decir una comedia de costumbres con mucho ingenio y algo de crítica social, pero, al igual que las obras de Benson, una novela bastante inofensiva. Anything but.
Flora es una niña pija y mimada cuyos papás acaban de morir. Vaya incordio, ahora tendrá que buscarse la vida de algún modo. ¿Trabajando? Quita, quita. Lo que Flora quiere es acumular vivencias y material para, a los 50 años, poder escribir una obra como Persuasión, porque ella es que admira mucho a Jane Austen. Así que se pone a escribir cartas a sus parientes lejanos para ver si alguno se apiada de ella y así ella les puede hacer el honor de aceptar su hospitalidad. Y de este modo recala en Cold Comfort Farm, ya que la tía Judith se siente obligada a intentar reparar una antigua afrenta que le hicieron al padre de Flora.
Los personajes en la adaptación de la BBC
Soy un gran admirador de las obras de Thomas Hardy; no he leído mucho a D.H. Lawrence, y con la señora Mary Webb no tengo el gusto. Menciono estos tres autores porque se supone que es de ellos sobre todo de quienes se pitorrea Stella Gibbons en esta gran novela. Lo bueno de la mala leche es que para disfrutar de ella no tenemos que coincidir con la opinión de quien la emplea. Por ello puedo dejar de lado mi admiración por Hardy y admitir que su ruralismo bíblico se presta bastante bien a la sátira. En La hija de Robert Poste tenemos, efectivamente, personajes que parecen sacados de una de esas granjas del ficticio Wessex hardiano. Ahí está Adam, cuya vida gira alrededor de sus vacas y que en lugar de utilizar agua y jabón para lavar las ollas se sirve de zarzales. Ahí tenemos al predicador Amos, que empieza sus sermones de esta guisa:
-¡Ah, miserables, que sois todos unos miserables! ¡Gusanos rastreros!
Y que continúa así:
...Sabéis lo que se siente cuando os quemáis una mano al sacar una empenada del horno o cuando os quemáis con una cerilla cuando estáis encendiendo uno de esos diabólicos cigarrillos... Sí, sí... Quema y se siente un punzante dolor, ¿a que sí? Y entonces corréis para poner un poco de mantequilla en la quemadura y mitigar el dolor. ¡Ah, pero...! -aquí, una impresionante pausa valorativa-, ¡en el infierno no habrá mantequilla!
Si este pasaje os parece una parodia del Retrato del artista adolescente de Joyce, probablemente estéis en lo cierto. Gibbons se ríe tanto de los clichés de la novela rural como de las corrientes intelectuales y literarias de principios de siglo. Freud, Joyce o el cine expresionista, la señora Gibbons no deja títere con cabeza.
Se dispusieron a ver una película sobre la vida japonesa (...). La película duraba una hora y tres cuartos, y contenía únicamente doce primeros planos de nenúfares perfectamente inmóviles en un estanque lleno de verdín, así como cuatro suicidios, todos realizados con extraordinaria lentitud.
Ian McKellen como Amos, el predicador chalado
Asimismo, las referencias a Cumbres borrascosas son constantes, pero me da aquí la impresión de que su burla no es tanto de Emily Brönte como, de nuevo, la ociosidad de los intelestuales que los lleva a elucubrar teorías fantásticas sobre la autoría de las obras de las Brönte. Ejemplo de ello es el personaje de Mybug, que se supone inspirado en D.H. Lawrence, y que afirma que el autor de las obras de las hermanas Brönte fue el hermano Branwell, que escribía para poder comprar ginebra para la borrachuza de Anne. Parece ser también que el personaje de Ada, la abuela loca encerrada en su habitación y que se ha pasado la vida gritando "vi algo sucio en la leñera", no está inspirado en Jane Eyre sino en un personaje de una obra de Mary Webb.
La hija de Robert Poste llega a desconcertar, pese a que desde el primer momento la autora deja muy claras sus intenciones. El prefacio está dedicado a un tal Tony, en quienes muchos han visto una burla de Hugh S. Walpole, paradigma del escritor amanerado e intelectualoide. Le dice Gibbons:
Porque tus libros no son precisamente... de humor. Son más bien registros de intensas luchas espirituales, representadas en los agrestes escenarios de lagos, glaciares o pantanos. Tus personajes son intemporales y elementales, agitados como pajuelas en océanos de pasión.
Y a continuación añade que para ayudar a esas personas que "no siempre están seguras de si una frase es literatura o bien una simple estupidez", en este libro ha procedido a indicar los pasajes que considera más elegantes y literarios con uno, dos o tres asteriscos. El siguiente pertenece a la categoría más alta:
Desde los infraestratos entretejidos y petrificados de subconsciente, los pensamientos del viejo Adam Lambsbreath emergieron en lenta filtración hacia la confusa consciencia del vaquerizo; no como una parte integral y plena de su ser consciente. sino más bien como una emanación impalpable o una aportación crepuscular de la esfera vital...
A Virginia no le hizo gracia la novela de Gibbons. No todo el mundo sabe apreciar la mala leche
Como decía antes, la novela, pese a las advertencias de la autora, llega a desconcertar y está tan bien escrita que no sorprende, como he podido constatar en alguna que otra reseña escrita sin mala leche, que algunos lectores se la tomen muy en serio. En mi caso, no acabo de entender el porqué del futurismo de la obra: La hija de Robert Poste, publicada en 1932, está situada a finales de los años 40 del pasado siglo. Hay referencias a una guerra anglonicaragüense de 1946, hay teléfonos con imagen incorporada, y se habla de Clark Gable como aquel actor, "no sé si se acuerdan", de hace veinte años.
En resumen, una gozada de lectura, una sátira brutal que le tocó las narices a muchos intocables de la época, y, por lo tanto, un tipo de literatura siempre necesaria. Os dejo con otra típica estampa de la vida rural en Sussex:
Es el registro familiar; la abuela lo hace todos los años. Verás... todos nosotros, los Starkadder, somos una gente algo... problemática. Nos tiramos los unos a los otros a los pozos. (...) Es difícil llevar la cuenta. Así que una vez al año la abuela baja y hace una reunión, que llamamos el Recuento, y ella nos cuenta a todos, para ver cuántos de nosotros nos hemos muerto en el último año.
Desde mi punto de vista, es ciertamente triste que esas bitácoras de éxito vengan de gente cuya producción literaria sea muestra de poco más que un exhibicionismo onanista, Por ejemplo, el Lector Malherido. He tirado una piedra, pero yo no escondo la mano. Tienes mucha razón: es mucho más fácil reírse, ridiculizar, humillar y zaherir que realizar un análisis sesudo en el que se haga balance de los pros y los contras.
ResponderEliminarDesde hace muchos años vengo diciendo que la mezquindad (producto de la envidia, la gran característica de la vida social en el reino borbón) se ha establecido como patrón o modelo en la cultura literaria española (iba a decir madrileña, y pienso que no habría estado muy desacertado). Vila-Matas parece decir algo muy similar recientemente.
Gracias por otra entrada interesante. Very thought-provoking, Vampiro. Saludos.
Es triste, sí, pero como muy bien dices, en nuestro país es lo que hay. Por eso yo prefiero tomármelo con filosofía y confesar que el sarcasmo y la sátira, cuando están bien hechas, son todo un gusto. Naturalmente también hay que saber aceptarlas, cosa bastante más difícil de ver.
EliminarNo estaba pensando en Alberto Olmos, pero me da la misma impresión que a ti. No sé cómo será como escritor, pero espero que se le dé mejor que la provocación: tías en bragas a cuatro patas y repetir la palabra polla muchas veces no provoca más que...¡Dios mío, qué he hecho! ¡He mencionado a Alberto Olmos! Ahora recibiré quinientas visitas al día de trols cagándose en mis muertos.
Y en cuanto a Vila-Matas, a diferencia del otro peso pesado de nuestras letras, él sí sabe mantenerse al margen de las envidias y vanidades. Qué grande es.
Un saludo.
Vaya, recuerdo, ahora hace millones de años haber visto la adaptación de la BBC, pero era demasiado joven para entender mucho, aunque si recuerdo el cachondeo de Flora con su prima (?), insistiendo que ir sucia no tenía nada de romántico... Me parece que voy a intentar leerla cuanto antes, me gusta DH Lawrence pero me gusta, por igual, reírme de sus pájaras mentales (que son muchas).
ResponderEliminarMe ha encantado la entrada!
Muchas gracias, Nit.
EliminarYo empecé a ver la peli hace unos días, pero en youtube, y en fragmentos de 10 minutos, se hace un poco pesado.
Si puedes, intenta leerla en inglés. Aunque la traducción de José C. Vales es impecable, se trata de una novela donde la autora inventa palabras y juega con las variedades dialectales que Hardy y compañía ponían en labios de sus personajes.
Un saludo.
Pues me pillas con "Queen Lucia" sobre la mesa y automáticamente me voy a poner a echarle una visual. Lo tenía ahí, un poco pospuesto por otros textos, pero decididamente algo de mala leche me vendría muy bien ahora. Y es que a los ingleses esto de la malaleche retorcida y con humor se les da de perlas.
ResponderEliminarCoincido en que la obra de Gibbons es una delicia, creo que debería releerla. Al menos "La hija de Robert Poste", porque las segundas partes (Conference at CC Farm y Christmas at CC Farm) me gustaron menos. Pero ha tiempo de eso. Decididamente debería volver a ese libro. El hecho de que no le gustara a Woolf no es sorprendente . Hace tiempo que dejé de extrañarme de que una autora a la que admiro y disfruto tanto le habría pegado fuego al 60% de las obras que más me gustan. No solemos coincidir Virginia y yo.
Muy interesante. La literatura inglesa es inagotable.
PD: Tengo pendiente comentarte algo en Amis, al que admiro profundamente (mucho, mucho más profundamente que su hijo). Me permito recomendarte (si no la has leido) una obra de la que soy fanático: "The Old Devils". Y sus Memorias son un goce, todo un festival "malalechero".
Con Queen Lucia vas a disfrutar de lo lindo. Y no me puedo creer que te he adelantado con una novela inglesa ;-)
EliminarHe leído por ahí que, efectivamente, Stella Gibbons vivió siempre a la sombra de su primera obra. Pero vaya obra.
Y tengo que leer más a Amis senior. A ver si puedo hacerme con sus memorias, con lo que me gusta el género.
Saludos
¡Viva la mala leche! Hace poco he estado releyendo la inacabada Plegarias atendidas y las mejores partes son las que rebosan veneno, sobre todo las descripciones de algunos personajes a los que Capote conocía muy de cerca.
ResponderEliminarVeneno, ponzoña, lenguas viperinas y bilis. ¡Voy a por ese Capote!
EliminarPara mí, el sarcasmo siempre estará asociado a Lawrence Durrell, pero no como escritor, sino como personaje de "Mi familia y otros animales". Me hacía tanta gracia que me temo que yo mismo me acabé convirtiendo en un adolescente bastante sarcástico.
ResponderEliminarDorothy Parker también tiene una mala leche adorable.
Muy bueno el blog. Uno de los placeres de la blogosfera es descubrir un buen día un blog como el tuyo y leérselo entero en un par de días.
Muchas gracias por tu comentario, Gon.
EliminarTengo que recuperar aquel Durrell que leí en otra vida. Y coincido en lo entrañable de la mala leche de Parker.
Un saludo.
No me gusta el sarcasmo más que dirigido a los poderosos y opulentos, a los engreídos e ignorantes (no analfabetos) y sobre todo, me gusta cuando es inteligente. Soy más partidario de la ironía mezclada con buena acidez, aunque a veces es difícil vislumbrar donde está la linea que los separa. La sátira y el humor inteligente suelen ir de la mano. Despedazarse unos a otros es un deporte muy practicado pero poco sano. Me encantan Wilde y el niño vampiro.
ResponderEliminarP.D. Curiosamente, la semana pasada acabé una colección de relatos de fantasmas de un tal E.F. Benson ¿te suena?. Tiene al menos tres obras maestras absolutas del terror poco conocidas y aunque ahora, gracias a Impedimenta, se está conociendo su trabajo de tono más humorístico, no estaría de más que se revalorizara (como ha hecho Valdemar) su enorme talento para el cuento fantástico y de terror. Muy pocas veces he sentido el placer del escalofrío con una lectura (por no hablar de lo que sintió mi hijo tras leerselo).
Un abrazo.
Entre los merecedores del sarcasmo, a los que mencionas yo añadiría los famosetes. No hace falta motivo alguno para ensañarse con ellos. A mí también me merecen muchísimo respeto los analfabetos, mientras que no me merece ninguno los que se creen cultos por haber leído cuatro libros, o superiores por haber leído cuatro mil. Tampoco se libran los que, por ser famosos, piensan que su opinión es relevante, por ejemplo futbolistas que hablan de política.
EliminarEn mi opinión, el buen sarcasmo es, por definición, inteligente, y ya me he cuidado de excluir la simple imitación. Ésta es, en muchos casos, y sobre todo en nuestro país, un modo de intentar contentar al poder, y a muchos políticos les encanta ser objeto de esas inofensivas y entrañables parodias. "Imitation is the sincerest form of flattery", se dice en inglés (la imitación es el halago más sincero).
En cuanto a Benson, en el prólogo de una de estas dos novelas se hacía referencia a su calidad como autor de cuentos de terror. Curioso, un autor con esas dos venas literarias y que ejerció ambas con tnto talento.
Un abrazo.