¡Ya están aquí y vienen más refrescantes que nunca! Cinco reseñas de saldo, con hasta un 80% menos de palabras, para que vayas menos cargado y disfrutes más de la playa.
The children act, de Ian McEwan, traducido al español como La ley del menor.
Flojito, flojito. McEwan parece haber escrito esta novelita con desgana, como quien cumple un trámite. A primera vista, uno diría que le falta pasión, pero, bien mirado, la pasión no suele ser lo que hace grandes las grandes novelas de este autor, sino un encomiable afán de meter el dedo donde más duele y hacerlo con elegancia. La elegancia está presente aquí, una elegancia sosa, monótona y predecible, una elegancia de oficinista de la city. Y eso que el argumento tenía potencial: una juez que se enfrenta al caso de un menor que necesita tratamiento médico urgente, pero cuyos padres se niegan a ello por motivos religiosos.
Quizá presintiendo el desarrollo anodino que iba a tener una historia escrita con ánimo de burócrata, McEwan intenta darle un poco de vidilla contándonos las desventuras matrimoniales de su señoría. Pero ni por ésas.
La larga marcha, de Rafael Chirbes.
Mi primer Chirbes. Tarde, lo sé. Todo lo contrario de La ley del menor. Una obra escrita con el corazón, el estómago, el alma o los cojones. O con todo a la vez. La historia de dos generaciones: la que salía de una guerra que había vivido, sufrido o librado, y la de sus hijos. Gran cantidad de personajes a cual más interesante. Sin buenos ni malos. Chirbes trata a sus lectores como gente adulta. Personajes que saltan de la página. Lenguaje rico y preciso dentro de su sencillez. Atmósfera de tristeza sin desesperación. La historia de nuestros abuelos. Sueños que presentíamos iban a acabar rotos.
The ice princess, de Camilla Läckberg.
Aunque ya lo he dicho unas cuantas veces, la verdad es que estos thrillers norteños van la mar de bien para desconectar. Tres o cuatro al año no hacen daño. Y ésta me gustó mucho.
El hombre sonriente, de Henning Mankell.
Todos los años caen una o dos de Mankell. Sin embargo, a diferencia de la de Läckberg, ésta me pareció flojita, con el argumento cogido por los pelos y demasiadas concesiones a la inverosimilitud. Se sostiene con apuros hasta la parte final, donde acaba por desmoronarse.
Lluvia de verano, de Ahmet Hamdi Tanpinar.
Mi descubrimiento de este año. Tanpinar (1901-1962) está considerado el mayor escritor turco del siglo XX. Creo recordar que su nombre aparecía una y otra vez en la obra Estambul, de Orhan Pamuk, lo cual no es de sorprender, dado que, bajo una apariencia de historias de amor, la gran protagonista de su novela más conocida, Paz, es la propia ciudad. En esta novelita que nos ocupa, se nos narra la relación de un escritor y una misteriosa joven que se presenta en su jardín una tarde de lluvia. Suceden muy pocas cosas, pero hasta llegar hasta aquí han tenido lugar terribles tragedias. La escritura de Tanpinar, de quien dicen que está muy influido por Proust, es magistral y delicada, como una obra de orfebrería, y las imágenes de un Estambul difuminado por la lluvia se han quedado conmigo para siempre.
La pequeña comunista que no sonreía nunca, de Lola Lafon.
Peino las suficientes canas como para recordar el nombre de Nadia Comaneci, que tanto se oyó en aquel verano de 1976. En los Juegos Olímpicos de Montreal, una niña de un país remoto habitado por lobos y salvajes consiguió por primera vez en la historia un 10 en las pruebas de gimnasia. Aquella niña no sólo marcó la historia de Rumanía, sino que cambió para siempre aquel deporte. Comaneci tenía catorce años. A partir de entonces, la gimnasia femenina ya no volvería a estar dominada por mujeres.
La historia de lo que sucedió a continuación en la vida de Nadia y de su país es fascinante, y ha conseguido mantener mi atención hasta la última página, a pesar de que, a mi juicio, esta novela (sí) de Lola Lafon es una obra fallida desde la primera página. Lafon se ha propuesto escribir una suerte de biografía ficcionalizada, al estilo de lo que hizo Carrère con su impresionante Limónov. Lo de biografía ficcionalizada o ficticia es una forma de decir que nos están contando una biografía, y al mismo tiempo se están defendiendo ante cualquier posible dato erróneo. Esto es así y el lector debe aceptarlo tanto le guste como si no. El problema es que, mientras Carrère nos convence plenamente con su ficción, la novela de Lafon está lastrada por un plateamiento erróneo, en el que, de modo explícito, nos advierte, antes de empezar, de que ha respetado lugares, fechas y hechos, pero se ha inventado todo lo demás. Mi gozo en un pozo. Y cuando nos ofrece extractos de sus ficticias conversaciones telefónicas con Comaneci, no sólo sabemos que dichas conversaciones son falsas, sino que además, y esto es lo imperdonable, suenan falsas. Utiliza además Lafon un estilo retórico y efectista que me ha parecido de lo más forzado e irritante.
Con todo, la historia de Comaneci, su relación con sus compañeras de equipo, su entrenador, su manipulación por parte de Ceaucescu, su relación con el hijo de éste, o su huida del país son tan interesantes que uno se deja llevar por la historia hasta el final.
Menajem Mendel, de Sholem Aleichem.
Mendel deja atrás a su mujer y se va a buscar fortuna. En sus cartas, le cuenta a su esposa sus ideas, sus proyectos, su puesta en marcha y sus fracasos. Y vuelta a empezar. Mendel no se rinde ni ante la adversidad, ni ante los reproches de su mujer, que sabe que nada bueno saldrá de la fantasiosa e ingenua cabeza de su marido. Los capítulos alternan las cartas de Mendel y las respuestas de su esposa. No es, pues, especialmente sofisticada como novela, y su esquema llega a hacerse un tanto repetitivo, pero por otra parte, se trata de una lectura bastante divertida y un estupendo retrato de la vida en el shtetl dentro de la zona de asentamiento de los judíos en la época del tardío Imperio Ruso.
Little Wilson and Big God, de Anthony Burgess.
Anthony Burgess es uno de esos nombres que nos suenan, y, si preguntas por ahí, alguien te dirá que ha leído La naranja mecánica o Poderes terrenales, que son, de hecho, dos obras magistrales. Pero en algún momento alguien tendrá que dar un puñetazo en la mesa y reivindicar su figura como lo que fue: un escritor genial, absolutamente único, probablemente uno de los más grandes autores ingleses del siglo XX. Un buen lugar para acercarse a su obra serían sus memorias, y probablemente es mejor empezar por el segundo tomo, titulado en español Ya viviste lo tuyo. Comenzaba éste poco después de que le diagnosticaran un tumor cerebral incurable, momento a partir del cual Burgess empezó a escribir frenéticamente. Quizá fuera incurable el tumor, pero no acabó con él hasta varias décadas, muchas novelas, alguna que otra sinfonía, muchas borracheras y más de una pelea tabernera más tarde.
Yo no me metería con él
En uno de mis veranos ingleses conseguí hacerme con el primer volumen (bendito Bookbarn), que es también apasionante y divertido de principio a fin, con sólo algunos altibajos. Burgess nos habla aquí de su infancia, evidentemente; de su Mánchester natal, de aquellos años donde la posguerra se solapó con el auge de los totalitarismos en Europa, de la pérdida de su fe católica, de sus años en España, donde su imprudencia al llamar en público "cabrón" al caudillo lo llevó a la cárcel; de su ignominioso e hilarante paso por el ejército, del nacimiento de su primera vocación, la música, o de sus clases de literatura en Malasia. Y la lista podría seguir. Nos regala escenas divertidísimas, como cuando le rechazan su primera novela porque, dice el editor, "no parece una primera novela, aunque sí sería buena como segunda novela".
Dado que Burgess nunca rehuyó el enfrentamiento físico, es evidente que no le daba miedo la polémica. Así, habla con vehemencia de sus fobias literarias y políticas, y no tiene reparos en contarnos alguna experiencia sexual que hoy, desde luego, no estaría bien vista por el público lector. Burgess es uno de esos escritores que, en baja forma, nos divierte y entretiene. Y aquí está en plena forma.
La casa, de Paco Roca.
Maravilloso. Paco Roca está tocado por la gracia en esta historia sencilla y universal. Y algo muy importante: pese a que las novelas gráficas están cada día más presentes en mi índice de lecturas, es con Roca con quien realmente aprecio ese lenguaje especial que caracteriza a este género. Cada viñeta está donde tiene que estar y ocupa el espacio que debe ocupar. Con Roca uno aprende a disfrutar de la composición, y se da cuenta de toda la reflexión que hay tras cada dibujo. Observad si no esa primera página y veréis cuánto nos dice esa viñeta final que se repite.
Me llevo a Chirbes. Puedes recortarlo de mi tarjeta de racionamiento- te lo cambio por 2 kilos de azúcar y todo el tabaco que quieras.
ResponderEliminarAñade un pintalabios y trato hecho.
EliminarMcEwan siempre me gusta. A lo mejor estaba demasiado entontecido por la admiración pero yo no lo pasé mal con esa última novela. Lo que ocurre es que este hombre suele estar muy arriba.
ResponderEliminarChirbes... Bueno, Chirbes siempre son palabras mayores. Sólo me falta por leer justamente el que reseñas. Me lo reservo como un buen vino pero no mucho que la vida es corta y a veces se acaba sin preaviso.
Te tomo la recomendación del turco con el que me has incentivado la curiosidad y este Burgess porque me gusta lo que escriben los british.
A Paco Roca también lo tenía como bueno, nunca me falla.
Los de género negro ahora mismo no pero esto va con el tiempo. Saludos y gracias, estas rebajas si han sido buenas.
Gracias, Sergio.
EliminarNo, si la novela de McEwan se lee bien, está muy bien escrita, es innegable, pero le falta, le falta. Claro que un autor no puede estar siempre en plena forma.
El de Tanpinar se lee en una tarde y es una joyita.
Y de Burgess, casi cualquier cosa es recomendable.
Saludos.