El Gran Juego podría describirse como una interminable partida de ajedrez que el imperio británico y el ruso jugaron sobre el tablero de Asia Central. Si bien sus prolegómenos podrían remontarse varios siglos atrás, se considera que comenzó cuando, a principios del s. XIX, Rusia empezó a expandir su territorio hacia el sur, a través del Cáucaso, con la vista puesta en Persia, desde donde se podría organizar una eventual invasión de la India. Años antes, Catalina la Grande había tonteado con la idea de invadir dicho país, y su sucesor Pablo envió un ejército de cosacos para hacer lo propio, ejército que, sin embargo, tuvo que dar la vuelta a mitad de camino cuando recibieron la noticia del asesinato del zar. Ello probablemente salvó la vida a la mayoría de ellos, que, con fe ciega en Pablo, habían partido tan mal equipados para la misión que no tenían ni un mapa en condiciones. Gran Bretaña, por tanto, no se tomaba demasiado en serio la amenaza rusa a la joya de su imperio.
La marcha del ejército cosaco hacia la India
En 1807, sin embargo, llegó a Londres la noticia de que Napoleón Bonaparte había propuesto al zar Alejandro, sucesor de Pablo, que juntos marcharan hacia la India, se la arrebataran a los británicos y se la repartieran. La cosa ahora sí se ponía seria, y aunque, gracias a la fallida invasión de Rusia por Bonaparte, el susto les duró poco a los ingleses, la semilla de la sospecha ya se había sembrado. Con Napoleón derrotado, además, nacía una Rusia engrandecida y ambiciosa de nuevas conquistas. Daba comienzo así un prolongado juego de guerra entre dos imperios, una batalla de estrategias, espionaje y mentiras que se adelantó casi un siglo a la Guerra Fría; un fascinante duelo de exploraciones con tintes a veces nobles, a veces rastreros, con momentos de espantosa crueldad y con un carácter épico recogido por Rudyard Kipling en su novela Kim, que popularizó el término Gran Juego, acuñado en realidad por Arthur Connolly, cuya triste historia veremos más adelante.
El asesinato de Alexander Burnes
Este Gran Juego fue un constante toma y daca en el que las tornas no dejaban de cambiar. El objetivo primordial era, por parte de los ingleses, impedir que Rusia estableciera los límites de su imperio a una distancia amenazadoramente cercana a la India. A tal fin, a lo largo de décadas ambos ejércitos se ocuparon de explorar la zona de Asia Central y de Afganistán, de elaborar mapas de una zona hasta entonces prácticamente desconocida, de hallar rutas accesibles para tropas y artillería a través del Hindú Kush y la cordillera del Pamir, de ganarse el favor de los janes de la zona y de abrir rutas comerciales para los productos nacionales.
Sería imposible entrar en los detalles de cada vaivén que dio el juego a lo largo del siglo que duró. Pero sí merece la pena narrar las historias de algunos de los personajes implicados en él, y que Peter Hopkirk (1930-2014), especialista en la historia de Asia Central y los imperios ruso y británico, nos cuenta con pasmosa maestría.
El ejército ruso toma Samarcanda (1868)
Cuando Ranjit Singh, el gobernador del Punjab, regaló a Guillermo IV unos magníficos chales de cachemira, Lord Ellenborough, alto responsable de la Compañía Británica de las Indias Orientales, tuvo la idea de corresponder al regalo con una pequeña misión de espionaje. Esta misión se le encomendó a Alexander Burnes, un prometedor oficial, intrépido, inteligente, y capaz de hablar persa, árabe, hindustani y otras lenguas de la India con fluidez. Su misión consistiría en remontar el río Indus hasta Lahore, con la excusa de hacer entrega a Ranjit Singh de cinco impresionantes caballos de tiro ingleses, de un tamaño jamás visto en Asia. En su periplo Indus arriba, Burnes comprobaría la navegabilidad de dicho río. La misión fue un éxito y Burnes consiguió un acuerdo que permitía a los productos ingleses competir con los rusos en el Turkestán.
Camino de Kashgar a través de Turkestán
Tal éxito le abrió las puertas a su segunda misión, mucho más ambiciosa. Se trataba ahora de establecer relaciones con Dost Mohammed, el Emir de Afganistán, y de hallar una ruta a través del Hindú Kush hasta Bujará. Burnes consideraba que Dost Mohammed era el hombre ideal para gobernar
un Afganistán unido, pero finalmente Lord Auckland, gobernador general de la India,
no le hizo caso y puso en el trono a Shah Shuja, un déspota cruel y al
mismo tiempo, en opinión de Burnes, incapaz de dirigir un país. Aquella
errada decisión, unida a otros factores, dieron lugar a la Primera
guerra anglo-afgana. En 1841, con Kabul tomada por el ejército
británico, crece el resentimiento contra el invasor, agravado por el
comportamiento de la colonia inglesa. Confiados en exceso, Burnes y
otros oficiales residían en una casa poco protegida. Cuando el
resentimiento se convirtió en insurrección, alentada por el rumor de que
en la residencia de los oficiales británicos se encontraba el oro con
el que compraban lealtades, un grupo violento y cada vez mayor rodeó y
finalmente tomó la casa. Burnes vio morir a su hermano y se defendió con
valentía hasta que fue descuartizado por las espadas de los afganos.
La narración de los viajes y los encuentros de Burnes con el emir o el gran visir, en su mayor parte extraída de su propio libro Viajes a Bujará, muy fácil de encontrar en inglés, es fascinante. Y no lo es menos su breve entrevista con un esclavo ruso.
La narración de los viajes y los encuentros de Burnes con el emir o el gran visir, en su mayor parte extraída de su propio libro Viajes a Bujará, muy fácil de encontrar en inglés, es fascinante. Y no lo es menos su breve entrevista con un esclavo ruso.
La embajada de Muraviov al janato de Jiva
El tráfico de esclavos era práctica habitual en Asia Central. La mayoría de estos esclavos eran rusos apresados por turcomanes, y de hecho, varias de las misiones e incursiones del ejército ruso tenían como objetivo, principal o secundario, la liberación de dichos esclavos, algunos de los cuales llevaban varias décadas en aquella situación. Al capitán ruso Nikolai Muraviov se le encomendó la misión de llegar al janato de Jiva con el fin de establecer relaciones amistosas con el jan, Mohammed Rahim Bahadur Khan I. La tarea se presentaba ardua, pues el jan era un hombre de crueldad extrema, aficionado a los empalamientos y a cortar la boca de un tajo hasta las orejas a todo aquél que era descubierto bebiendo o fumando. El camino hasta Jiva, además, atrevasaba el desierto de Karakum y cruzaba zonas asediadas por los traficantes turcomanes de esclavos. Si a ello le añadimos que Muraviov tenía que recabar información sobre las defensas de Jiva, tanto de las murallas como de su ejército, así como de los pozos de agua a lo largo del camino, y averiguar todo lo posible acerca del destino de los tres mil esclavos rusos que había en el país, es decir, espionaje puro y duro, resulta fácil concluir que se trataba de una misión suicida.
Muraviov, no obstante, sobrevivió, y, aunque poco pudo hacer por los esclavos, sí consiguió una aproximación entre los dos países. Su trabajo de espionaje, además, fue valiosísimo y puede decirse que marcó el fin de los janatos independientes de Asia Central, como el tiempo se encargó de demostrar.
Muraviov, no obstante, sobrevivió, y, aunque poco pudo hacer por los esclavos, sí consiguió una aproximación entre los dos países. Su trabajo de espionaje, además, fue valiosísimo y puede decirse que marcó el fin de los janatos independientes de Asia Central, como el tiempo se encargó de demostrar.
Calle principal de Jalalabad
De entre las muchas historias trágicas que salpican el Gran Juego, una de las más terribles es sin duda la que acaeció a Charles Stoddart. A diferencia de otros agentes británicos, a Stoddart no se le había encomendado una misión secreta. Su tarea consistía simplemente en tranquilizar al emir Nasrullah de Bujará acerca de la presencia de tropas británicas en Afganistán, conseguir que firmara un tratado de amistad entre los dos países, y persuadirle de que liberase a los esclavos rusos. El interés británico en los esclavos tenía como objetivo, fundamentalmente, dejar a Rusia sin una excusa aceptable para invadir el emirato. Para su desgracia, durante su visita sucedió algo que no ha quedado nunca del todo claro y que tuvo terribles consecuencias. Es posible que, en una zona donde la delación y la traición eran la norma, alguien hubiera hecho correr la voz de que Stoddart era un espía. Según otra versión, a nuestro hombre lo perdió su torpeza y su ignorancia del protocolo requerido ante un emir. Parece ser que se presentó ante Nasrullah montado en su caballo, en lugar de hacerlo a pie, y que lo saludó desde la montura. En su primera entrevista posiblemente volvió a meter la pata, y el castigo del emir fue implacable: Charles Stoddart dio con sus huesos en un pozo infestado de ratas e insectos donde, en compañía de tres presos comunes y sus propias heces, pasó los últimos años de su vida.
Con refinada crueldad, el emir permitía a Stoddart salir en alguna ocasión del pozo y pasar una temporada bajo estrecha vigilancia en la casa de un oficial del emirato. Mientras tanto, se sucedían las exigencias de su liberación por parte de Gran Bretaña, que, sin embargo, nunca demostró la firmeza necesaria. Sólo la iniciativa individual de un compatriota le aportó un breve y tenue rayo de esperanza.
Oficial del servicio de inteligencia británico, explorador y escritor, Arthur Connolly tenía el corazón roto cuando se embarcó en un misión más desquiciada que imposible: reconciliar y unir, bajo control británico, a Jiva, Bujará y Kokand, los tres janatos rivales de Turkestán, en guerra constante entre ellos. Meses antes de embarcarse en ese proyecto, la mujer que amaba lo había rechazado por un rival, y Hopkirk especula con la posibilidad de que Connolly actuara de manera temeraria movido por el desdén hacia su propia vida.
Como era de esperar, y como había advertido el malogrado Alexander Burnes, los janatos no tenían ningún interés en reconciliarse y, de hecho, el jan de Kokand informó a Connolly de que en ese momento estaba a punto de ir a la guerra contra Bujará. Tras este fracaso, sólo la liberación de Stoddart podría justificar su costosa misión ante el gobernador general.
De alguna manera, durante su estancia en Kokand, Connolly había conseguido establecer contacto con Stoddart, que en aquel momento disfrutaba de su cautiverio fuera del pozo. Stoddart, que creía ver cierto favor temporal por parte del emir, respondió a Connolly que estaba convencido de que Nasrullah lo recibiría de buen grado. No sabía, desde luego, que la red de espías del emir había asegurado a éste que Connolly estaba conspirando con Jiva y Kokand para destronarlo. Unos meses antes, el emir había escrito una carta personal a la reina Victoria, quien, suponía él, era soberana de una tierra casi tan grande como Bujará y alrededores. Al no recibir respuesta, se sintió despreciado. Días más tarde, Stoddart y Connolly fueron llevados a la plaza que se extiende ante el palacio del emir, donde se les obligó a cavar su propia tumba antes de ser decapitados o, probablemente, degollados del cruel modo al que estamos tristemente acostumbrados a ver estos días.
El pozo de la muerte, versión 1
Con refinada crueldad, el emir permitía a Stoddart salir en alguna ocasión del pozo y pasar una temporada bajo estrecha vigilancia en la casa de un oficial del emirato. Mientras tanto, se sucedían las exigencias de su liberación por parte de Gran Bretaña, que, sin embargo, nunca demostró la firmeza necesaria. Sólo la iniciativa individual de un compatriota le aportó un breve y tenue rayo de esperanza.
Otra versión, más lúgubre aún. Desconozco si alguno de los dos es el auténtico
Oficial del servicio de inteligencia británico, explorador y escritor, Arthur Connolly tenía el corazón roto cuando se embarcó en un misión más desquiciada que imposible: reconciliar y unir, bajo control británico, a Jiva, Bujará y Kokand, los tres janatos rivales de Turkestán, en guerra constante entre ellos. Meses antes de embarcarse en ese proyecto, la mujer que amaba lo había rechazado por un rival, y Hopkirk especula con la posibilidad de que Connolly actuara de manera temeraria movido por el desdén hacia su propia vida.
Como era de esperar, y como había advertido el malogrado Alexander Burnes, los janatos no tenían ningún interés en reconciliarse y, de hecho, el jan de Kokand informó a Connolly de que en ese momento estaba a punto de ir a la guerra contra Bujará. Tras este fracaso, sólo la liberación de Stoddart podría justificar su costosa misión ante el gobernador general.
De alguna manera, durante su estancia en Kokand, Connolly había conseguido establecer contacto con Stoddart, que en aquel momento disfrutaba de su cautiverio fuera del pozo. Stoddart, que creía ver cierto favor temporal por parte del emir, respondió a Connolly que estaba convencido de que Nasrullah lo recibiría de buen grado. No sabía, desde luego, que la red de espías del emir había asegurado a éste que Connolly estaba conspirando con Jiva y Kokand para destronarlo. Unos meses antes, el emir había escrito una carta personal a la reina Victoria, quien, suponía él, era soberana de una tierra casi tan grande como Bujará y alrededores. Al no recibir respuesta, se sintió despreciado. Días más tarde, Stoddart y Connolly fueron llevados a la plaza que se extiende ante el palacio del emir, donde se les obligó a cavar su propia tumba antes de ser decapitados o, probablemente, degollados del cruel modo al que estamos tristemente acostumbrados a ver estos días.
Fortaleza de Bala Hissar, en Kabul
William Brydon no estaba llamado a entrar en la historia. Sin embargo, el nombre de este cirujano auxiliar del ejército británico está indisolublemente unido a uno de los episodios más catastróficos del ejército británico, y a una de sus imágenes más épicas.
Brydon se encontraba en Kabul cuando tuvo lugar la insurrección referida más arriba y que acabó con la vida de Burnes. Los disturbios no acabaron con aquella muerte, sino que, al contrario, la tensión fue en aumento. William Macnaghten, que en aquel momento era el más alto responsable del gobierno británico en Kabul, tuvo buena parte de culpa en aquel desastre. Hombre cobarde e incompetente, y más pendiente de evitar complicaciones para poder disfrutar cuanto antes de su designación como gobernador de Bombay, actúo con enorme torpeza y mezquindad. Durante meses, compró la paz de los jefes afganos, al tiempo que informaba a Lord Auckland de que en Afganistán reinaba una tranquilidad absoluta. Pero un día el dinero se acabó.
Mientras tanto, a los rebeldes se les había unido Mohammed Akbar Khan, hijo de Dost Mohammed, el emir a quien los británicos habían depuesto para colocar a su títere. Akbar estaba sediento de venganza, y con 30.000 hombres, siete veces más que las fuerzas británicas en Kabul, podía haberlo hecho sin mayor miramientos. Sin embargo, si quería volver a ver en el trono a su padre, exiliado en Calcuta, debía andarse con más cuidado. Los británicos, desesperados por la creciente e incontrolable violencia de los afganos, decidieron evacuar la ciudad y dirigirse a la guarnición de Jalalabad. El camino hacia Jalalabad era durísimo, pues atravesaba montañas nevadas infestadas de bandidos.
Macnaghten inició negociaciones con Akbar para que se les permitiera abandonar la ciudad sin ser atacados, pero su soberbia y su ingenuidad no eran las armas más adecuadas para enfrentarse con el carácter astuto y traicionero del líder de los afganos. Akbar le hizo una oferta inesperada y del todo sorprendente a Macnaghten: a cambio de una gran suma de dinero y la ayuda del ejército británico para combatir a sus rivales, el títere Shah Shujah seguiría en el trono, los británicos podrían permanecer tranquilos en Kabul hasta la primavera, y Akbar les entregaría al asesino de Burnes. Cuando al día siguiente le preguntó si aceptaba el trato, Macnaghten respondió "¿por qué no?", palabras que sellaron su destino, pues fueron oídas por aquéllos a quienes Macnaghten pensaba, tonto de él, que Akbar iba a traicionar. ¿Quiénes son éstos?, tuvo tiempo de preguntarle a Akbar. Macnaghten fue apresado en el acto. Horas más tarde, su torso colgaba de un poste en el bazar, mientras su cabeza, brazos y piernas pasaban de mano en mano y eran alzadas por la turba en un gesto triunfal.
Brydon se encontraba en Kabul cuando tuvo lugar la insurrección referida más arriba y que acabó con la vida de Burnes. Los disturbios no acabaron con aquella muerte, sino que, al contrario, la tensión fue en aumento. William Macnaghten, que en aquel momento era el más alto responsable del gobierno británico en Kabul, tuvo buena parte de culpa en aquel desastre. Hombre cobarde e incompetente, y más pendiente de evitar complicaciones para poder disfrutar cuanto antes de su designación como gobernador de Bombay, actúo con enorme torpeza y mezquindad. Durante meses, compró la paz de los jefes afganos, al tiempo que informaba a Lord Auckland de que en Afganistán reinaba una tranquilidad absoluta. Pero un día el dinero se acabó.
Macnaghten, en el momento de ser apresado
Mientras tanto, a los rebeldes se les había unido Mohammed Akbar Khan, hijo de Dost Mohammed, el emir a quien los británicos habían depuesto para colocar a su títere. Akbar estaba sediento de venganza, y con 30.000 hombres, siete veces más que las fuerzas británicas en Kabul, podía haberlo hecho sin mayor miramientos. Sin embargo, si quería volver a ver en el trono a su padre, exiliado en Calcuta, debía andarse con más cuidado. Los británicos, desesperados por la creciente e incontrolable violencia de los afganos, decidieron evacuar la ciudad y dirigirse a la guarnición de Jalalabad. El camino hacia Jalalabad era durísimo, pues atravesaba montañas nevadas infestadas de bandidos.
Macnaghten inició negociaciones con Akbar para que se les permitiera abandonar la ciudad sin ser atacados, pero su soberbia y su ingenuidad no eran las armas más adecuadas para enfrentarse con el carácter astuto y traicionero del líder de los afganos. Akbar le hizo una oferta inesperada y del todo sorprendente a Macnaghten: a cambio de una gran suma de dinero y la ayuda del ejército británico para combatir a sus rivales, el títere Shah Shujah seguiría en el trono, los británicos podrían permanecer tranquilos en Kabul hasta la primavera, y Akbar les entregaría al asesino de Burnes. Cuando al día siguiente le preguntó si aceptaba el trato, Macnaghten respondió "¿por qué no?", palabras que sellaron su destino, pues fueron oídas por aquéllos a quienes Macnaghten pensaba, tonto de él, que Akbar iba a traicionar. ¿Quiénes son éstos?, tuvo tiempo de preguntarle a Akbar. Macnaghten fue apresado en el acto. Horas más tarde, su torso colgaba de un poste en el bazar, mientras su cabeza, brazos y piernas pasaban de mano en mano y eran alzadas por la turba en un gesto triunfal.
Dost Mohammed se entrega a Macnaghten
Pero aun tras el asesinato de Macnaghten, la colonia británica seguía en Kabul. La situación era a todas luces insostenible y los británicos volvieron a negociar con Akbar para qu se les permitiera abandonar Kabul. Éste accedió y les ofreció una escolta que los acompañara hasta Jalalabad a cambio de la entrega de su artillería, unos rehenes y el poco oro que les quedaba. Los británicos no tuvieron otro remedio que aceptar, pero en cuanto empezaron la larga marcha vieron que no había ni rastro de la prometida escolta. Y entonces fue cuando empezó el juego para Akbar.
La caravana, de 16.000 personas, entre las que había 4.500 oficiales y 12.000 civiles, fue atacada una y otra vez por bandidos y francotiradores. Cada día Akbar les volvía a prometer la escolta, al tiempo que lamentaba no poder hacer nada ante aquellos rebeldes de las montañas que, afirmaba, escapaban a su control. Junto a las balas, el frío y el hambre causaban estragos entre los británicos, y aquella larga marcha se convirtió en una auténtica masacre. Tan sólo un puñado de hombres llegó al pueblo de Gandamak, a 30 millas de su destino. Pero los afganos se habían propuesto no dejarlos pasar de allí.
La caravana, de 16.000 personas, entre las que había 4.500 oficiales y 12.000 civiles, fue atacada una y otra vez por bandidos y francotiradores. Cada día Akbar les volvía a prometer la escolta, al tiempo que lamentaba no poder hacer nada ante aquellos rebeldes de las montañas que, afirmaba, escapaban a su control. Junto a las balas, el frío y el hambre causaban estragos entre los británicos, y aquella larga marcha se convirtió en una auténtica masacre. Tan sólo un puñado de hombres llegó al pueblo de Gandamak, a 30 millas de su destino. Pero los afganos se habían propuesto no dejarlos pasar de allí.
El último combate del 44º regimiento, en Gandamak
La narración que hace Hopkirk de este episodio, como de todos los demás, no puede ser más vívida y dramática, y es una auténtica gozada para el lector, que no olvidará nunca la odisea del único hombre que pudo completar la marcha y llegar a Jalalabad. Horas más tarde, un centinela de la guarnición de Jalalabad avistó la silueta de un hombre moribundo a lomos de un pony. Se trataba de William Brydon, que, con medio cráneo rebanado por un sable, y salvado por un ejemplar de la revista Blackwood's Magazine, que se había metido bajo el gorro para proegerse del frío, vivió para contarlo. No así su valeroso pony, que no volvió a levantarse.
Los restos de un ejército, de Elizabeth Thompson. William Brydon llega a Jalalabad
Lo que os he contado aquí no son más que cuatro historias que apenas ocupan un momento en este larguísimo y tan desconocido duelo que ocupó a dos gigantescos imperios a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX. En cierto momento, tanto Rusia como Gran Bretaña sintieron que habían alcanzado unos objetivos territoriales en Asia Central relativamente satisfactorios, y que una escalada en las amenazas y en la justificación de futuras invasiones no beneficiaba a nadie. Únase a ello la situación de Rusia después de su ignominiosa derrota en la guerra contra Japón, así como la creciente tensión en los Balcanes, y entenderemos por qué el interés del mundo se alejó de Afganistán durante unas cuantas décadas. Aunque sea una enorme simplificación, puede decirse que el Gran Juego terminó cuando se presentó en la partida un nuevo jugador: Alemania. Y gira el mundo.
Una emboscada en la expedición de Chitral (1895), de A.D. Gardyne
En ocasiones anteriores he mencionado mi ilimitada admiración por los historiadores británicos, y Hopkirk no es una excepción. El Gran Juego, que, faltaría plus, no ha sido nunca traducido al español (se admiten correcciones), es una obra colosal: informativa, amena, apasionante, apasionada, documentada, sorprendente y épica. ¿Qué hay que hacer para que surjan historiadores así en nuestro país? Y si echáis un vistazo a su bibliografía, es para que se le haga a uno la boca agua. En especial con ese libro titulado Setting the east ablaze, que se me antoja, sobre el papel, la continuación del que os he traído hoy, pues en él narra el sueño bolchevique de llevar la revolución a Asia, y los intentos de Gran Bretaña por evitarlo. Tampoco está traducido.
Buf, es una gozada leer entradas como ésta. Lo único malo es que nos pones los dientes largos con libros que no están traducidos y uno, que no se defiende bien con el inglés, rabia de impotencia.
ResponderEliminarHe encontrado un libro del autor sobre la ruta de la seda traducido, me lo apunto en la lista.
Y gracias.
Muchas gracias a ti, Palimp.
ResponderEliminarLa verdad es que con este libro he disfrutado como hacía tiempo que no disfrutaba.
Y en cuanto a lo de las traducciones, bueno, uno siempre tiene la esperanza de conseguir animar a algún editor despistado que se pase por aquí.
Saludos.