miércoles, 11 de agosto de 2010
El sueño eterno, de Raymond Chandler
Produce tedio el manido debate entre alta literatura y literatura de género, y por eso no pienso entrar en él. El sueño eterno es literatura pura y dura.
Después del crack del 29, de la Ley Seca, y de ver a Al Capone convertido en una especie de Belén Esteban de la época, en 1939 Estados Unidos no era lugar para el idealismo. Philip Marlowe no es tan ingenuo como para creer que sus principios tienen más de nobleza que de cinismo. Sabe que en una sociedad corrupta hasta la médula, en la que la hipocresía es la norma en las instituciones que han de velar por nuestra seguridad, la rectitud lleva siempre las de perder. Marlowe es detective privado porque se niega a ser cómplice de sobornos, protección policial y otras corruptelas. Conoce sus límites, que no llegan más allá de su intuición y su pistola, y acepta que un rufianesco jefe de policía se cuelgue las medallas por un caso que él ha resuelto. Esa aceptación es el reconocimiento de que el mundo es como es, y el individuo que se enfrente a él será brevemente recordado con admiración y luego condenado antes de hora a dormir el sueño eterno.
Chandler es grande porque nos ofrece una visión del mundo completa, compleja, cruda y a la vez real. Su mirada es la de un quijote que ha vuelto a nacer y ha aprendido la lección. Su lenguaje es prosaico e ingenioso, con un ingenio a veces limpio, a veces procaz, pero nunca impostado. Sus historias atrapan y sorprenden casi sin proponérselo, y es que tanto nos hacen disfrutar su lengua y su visión que nos olvidamos de que hay un crimen por resolver. Sus héroes, como a él, nos inspiran más pena que otra cosa.
Grande Chandler.
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