lunes, 28 de septiembre de 2015

La fugitiva


¡Lo sabía, lo sabía!, me he visto gritando en un momento de la lectura.  Podéis darle una entonación de alegría o, por el contrario, de irritación. O, si lo preferís, mitad y mitad. Al fin y al cabo, todos hemos sentido alguna vez esa mezcla de decepción y de orgullo cuando hemos intuido, a mitad del libro, quién era el asesino. Queremos ser más listos que el autor, pero al mismo tiempo lamentamos que éste no esté a la altura de nuestro intelecto.

Son seis volúmenes ya, y Proust ha pasado a ser uno más de la familia. No lo veo como a un hermano ni como a un padre, sino que, más bien, su relación conmigo es como la de un marido cuya esposa le consiente el adulterio, léase, el engaño. En cualquier caso, nos conocemos. Lo conozco. Me lo conozco. Por eso, cuando lo he pillado in flagranti, cuando he creído que me la estaba intentando colar otra vez, no me podido augantar. Veréis, me ha dicho...

Antes de continuar quiero dejar claro que con Proust no hay ni puede haber spoilers. Desde el primer momento, desde esas noches con asma, desde la célebre magdalena de hace seis volúmenes, desde los inolvidables campanarios de Martinville, he sabido, por comentarios recibidos aquí en el blog, por paseos por la red, por resúmenes y por listas de personajes, que fulanito se casa con mengana mientras se la pega con zutana, que este Don Juan se revela, mil páginas más tarde, como un sodomita impenitente, que aquella cándida adolescente es una recalcitrante gomorriana, que éste muere y que aquél ocupa su lugar, y que en el último volumen pasa nada menos que esto, aquello y lo de más allá. Me lo podrían contar mil veces antes de leerlo y aun así serían incapaces de estropeármelo. ¿Leer a Proust para saber qué va a pasar? ¿En serio? Creo que ya lo he dejado claro: no pasa nada. Ergo, no hay ni puede haber spoilers. Y hecha esta aclaración, para que veáis lo comprensivo que soy incluso con los que leen a Proust como si estuvieran viendo Gran Hermano, os advierto:

ALERTA: SPOILERS

Todo esto viene a cuenta, no de EL acontecimiento de este volumen, sino de un par de líneas que a menudo pasan desapercibidas y que, admitámoslo, no son especialmente relevantes. Pero a mí, ya os digo, me han hecho ponerme a dar gritos.

 Ejemplos de la prosa de Proust

Concluía La prisionera con la huida de ésta de la casa de Marcel (sigamos llamándole así). Las primeras páginas de La fugitiva, que en algunas ediciones recibe el título, a mi juicio, demasiado revelador, de Albertina desaparecida, nos depara, una vez más, esa maravilla proustiana de dar vueltas y más vueltas al mismo asunto, intentando describir todas las caras de un hectamiriedro, siguiendo un hilo milímetro a milímetro por el interior de un ovillo, o, en otras palabras, poniendo por escrito lo inefable: qué queda de Albertina en el narrador cuando desaparece. Qué queda y dónde se encuentra. Y la respuesta no gustará a muchos.
Los vínculos entre un ser y nosotros no existen más que en nuestro pensamiento.
Pero frases tan cortas y certeras como ésa son la excepción en La recherche... Lo habitual, para expresar esa esencial soledad del ser humano respecto de los demás y, como veremos, respecto de sí mismo, son frases tan maravillosas como la siguiente, que exigen a gritos ser degustadas sílaba a sílaba.
En realidad, en esas horas de crisis en las que nos jugaríamos toda nuestra vida, a medida que la persona de quien depende revela mejor la inmensidad del lugar que ocupa para nosotros, no dejando nada en el mundo que no sea alterado por ella, la imagen de esa persona va decreciendo hasta no ser ya perceptible
Sin embargo, la conciencia de esa soledad esencial e inevitable no es fácil de aceptar, y nuestro héroe se rebaja a truquitos de adolescente para intentar recuperar a Albertina. Lo hace por medio de una patética carta en la que le insinúa que, si no vuelve, él se irá con Andrea.Y una vez ha enviado la carta, surgen de nuevo las dudas:

Pareciéndome cierto el resultado de aquella carta, me pesaba haberla escrito. Pues, imaginando tan fácil el regreso de Albertina, resurgieron de pronto con toda su fuerza todas las razones que hacían de nuestro matrimonio una cosa tan mala para mí. Esperaba que se negara a volver. Me puse a calcular que mi libertad, que todo el porvenir de mi vida dependían de su negativa.

Ya os digo que el chico es indeciso, pero con estas vueltas al poliedro infinito pasamos página tras página de una prosa inconmensurable. Y entonces, cuando menos lo esperamos, sin preparación, sin clímax, sin más previo aviso que lo que el título alternativo sugería, Albertina muere. Pero tranquilos, que la cosa sigue igual. La vida, la muerte, quelle est la différence?

A ver si consigo explicarme. Para ello, empecemos con este párrafo, para el que ya no me quedan adjectivos:

Para que la muerte de Albertina hubiera podido suprimir mis sufrimientos, hubiera sido preciso que el choque la matara no sólo en Turena, sino en mí. En mí nunca estuvo tan viva. Para que un ser entre en nosotros tiene que tomar la forma, adaptarse al marco del tiempo; como no se nos aparece más que en minutos sucesivos, nunca puede presentarnos de él sino un solo aspecto a la vez, entregarnos una sola fotografía. Gran debilidad, sin duda, para un ser, consistir en una simple colección de momentos; gran fuerza también; depende de la memoria, y la memoria de un momento no sabe todo lo que pasó después; ese momento que la memoria registró dura todavía, vive aún, y con él el ser que en él se perfilaba. Y ese desmenuzamiento no sólo hace que la muerte viva: la multiplica. Para consolarme hubiera tenido que olvidar no a una, sino a innumerables Albertinas. Cuando hubiera llegado a soportar la pena de haber perdido a ésta, tendría que volver a empezar con otra, con otras cien.

 
Me atrevería a decir que en La fugitiva, Proust lleva a sus últimas y paradójicas consecuencias algunas de las ideas centrales de su obra. Una de estas ideas, como hemos visto en varias ocasiones y acabo de repetir, es la soledad esencial del ser humano, todo un universo encerrado en los muros de su yo. Desde el interior de estos muros podemos lanzar gritos al exterior, y lo que de esos gritos llegue a otro ser humano, a su vez encerrado en su muro, será el conocimiento que éste tenga de nosotros. Quizá la palabra "gritos" dé una impresión más desoladora de lo que se desprende de Proust. En lugar de "lanzar gritos" podéis decir "entonar cánticos". El resultado es el mismo: la imposibilidad de llegar a conocer al otro.
Lo que yo había tenido con ella, lo que llevaba en mi corazón, no era sino un poquito de ella, y el resto, que tomaba tanta extensión por no sólo esa cosa ya tan misteriosamente importante, un deseo individual, sino común con otras, me lo había ocultado siempre, me había mantenido siempre al margen de ello, como una mujer que me hubiera ocultado que era de un país enemigo y una espía, mucho más extraordinariamente aún que una espía, pues ésta sólo engaña sobre su nacionalidad, mientras que Albertina engañaba sobre su más profunda humanidad, sobre lo que no pertenecía a la humanidad común, sino a una raza extraña que se une a ella, que se esconde en ella y no se funde jamás con ella. 
Esta idea, la imposibilidad de llegar a conocer al otro, es la que, llevada al extremo, borra las diferencias entre la vida y la muerte.

Seguramente no tenía nada de extraordinario que la muerte de Albertina hubiera cambiado tan poco mis preocupaciones. Cuando nuestra amante vive, gran parte de los pensamientos que constituyen lo que llamamos nuestro amor nos vienen durante las horas en que ella no está a nuestro lado. Por eso nos habituamos a tener por objeto de nuestro pensamiento un ser ausente y que, aunque su ausencia dure sólo unas horas, en esas horas no está más que un recuerdo. De modo que la muerte no cambia gran cosa.
*    *    *

Esto que viene ahora no es un spoiler, sino simplemente una cosa que pasa, y eso no es poco: finalmente el narrador emprende, junto a su madre, su anhelado viaje a Venecia, lo cual proporciona a los redactores de resúmenes argumentales un poco de material. A mí, insisto, todo ese aspecto de la obra que nos refiere bodas, partidas al frente, viajes, entierros y polvos furtivos me interesa sólo en la medida en que el narrador va a hablar de ellas. Así pues, Venecia. Nuevo escenario, ideas conocidas. Más conocidas, desde luego, de lo que podemos serlo nosotros para nosotros mismos.

Había hecho su aparición en mí el nuevo ser que soportaba fácilmente vivir sin Albertina, puesto que había podido hablar de ella en casa de los Guermantes con palabras afligidas, sin sufrimiento profundo. La posible llegada de estos nuevos yos que deberían llevar otro nombre distinto del anterior me había asustado siempre, por su indiferencia a lo que yo amaba: en otro tiempo, cuando, a propósito de Gilberta, su padre me decía que si yo iba a vivir a Oceanía ya no querría volver, muy recientemente, cuando tanto me dolió leer las memorias de un escritor mediocre que, separado de por vida de una mujer a la que había adorado de joven, de viejo la volvía a encontrar sin emoción, sin deseo de volver a verla. Y, en cambio, ese ser tan temido, tan benéfico y que no era otro que uno de esos yos de recambio que el destino tiene en reserva para nosotros, y que, sin escuchar ya nuestros ruegos más que los escuchara un médico clarividente y, como tal, autoritario, me traía con el olvido una supresión casi completa del sufrimiento...
El párrafo sigue y sigue. Interrumpirlo aquí es como contestar el móvil durante un concierto en mitad de la novena, pero bueno, para eso tenéis el libro en la biblioteca.



Otra de las grandes paradojas de esta obra es la innegable coherencia del narrador a lo largo de la interminable investigación que lleva a cabo sobre su propio yo, cuando en realidad éste, como se empeña una y otra vez en demostrarnos, no es más que uno de entre miles, perdido entre el hoy y el pasado. Pero eso, si no es una tontería, sería asunto de la psicología. En todo caso, si cada uno de nosotros es una multiplicidad de yoes,  no podemos decir que el paso del tiempo nos haga cambiar, sino que, como una hoja del calendario, arranca el yo del ayer y revela el de hoy.

Quizá recordéis la película La invasión de los ultracuerpos, y cómo el pánico a convertirnos en uno de ellos, de esas terroríficas vainas, desaparece en cuanto el proceso de asimilación ha tenido lugar. Está vagamente inspirada en estas líneas de Proust.

Y al darme cuenta de que no me alegraba de que estuviera viva, de que ya no la amaba, hubiera debido sentir el mismo choque de quien, mirándose al espejo después de varios meses de viaje o de enfermedad, se ve con el pelo blanco y una cara nueva, de hombre maduro o de viejo. Esto produce una gran impresión porque quiere decir: el hombre que yo era, el hombre rubio, ya no existe, soy otro. Y ¿no es un cambio igualmente profundo, una muerte tan total del yo que éramos, la sustitución tan completa de este nuevo yo, ver un rostro todo arrugado y sobre él una peluca blanca, que ha sustituido al antiguo? Mas, pasados los años y en el orden de la sucesión de los tiempos, transformarse en otro no aflige más que ser sucesivamente, en una misma época, los seres contradictorios, el malo, el sensible, el delicado, el grosero, el desinteresado, el ambicioso que se es sucesivamente cada día. Y la razón de no afligirse es la misma, es que el yo eclipsado (...) no está presente para deplorar al otro, al que está allí en este momento.

¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho con tu antiguo yo?

No obstante, lo recobremos o no, Proust nos demuestra que somos más poderosos que el tiempo, y que esas hojas que hemos arrancado al calendario todavía no las hemos llevado al contenedor de papel para reciclar.
Pues el hombre es ese ser sin edad fija, ese ser que tiene la facultad de tornarse en unos segundos muchos años más joven, y que, rodeado por las paredes del tiempo en que ha vivido, flota en él, pero como en un estanque cuyo nivel cambiara constantemente y le pusiera al alcance ya de una época, ya de otra.
Llega ahora el momento de la lectura en que me he puesto a gritar "¡lo sabía, lo sabía!". Poco a poco, con sus dimes y diretes y sus vueltas al poliedro al derecho y al revés, el la quise no la quise del narrador a lo largo de 250 páginas empezaba a exigir un giro inesperado, y por eso me he sentido de lo más perspicaz cuando el narrador recibe un telegrama y servidor ha leído lo siguiente:

... y, dirigiendo una mirada a un escrito lleno de palabras mal transmitidas, pude leer, sin embargo: "Querido amigo: me crees muerta, perdóname, estoy bien viva; quisiera verte, hablarte de casamiento, ¿cuándo volverás? Cariñosamente, Albertina"
 No os quejéis, que os he avisado. Podría ahora rizar el rizo y desespoilear lo spoileado, pero me interesa más señalar cómo Proust lleva al extremo el axioma de que no amamos aquello que tenemos fácilmente a nuestro alcance. 
El monstruo ante cuya aparición se estremeció mi amor, el olvido, había acabado en efecto, como yo creí, por devorarlo. Esta noticia de que Albertina vivía no sólo no despertó mi amor, no sólo me permitió recordar hasta qué punto había avanzado mi retorno hacia la indiferencia, sino que le hizo sufrir instantáneamente una aceleración tan brusca que me pregunté, retrospectivamente, si antes la noticia contraria, la de la muerte de Albertina, no había exaltado a la inversa mi amor, rematando la obra de su partida y retardado su declinación. 

¿Quién de los dos es más romántico?

Mi amigo Pedro sostenía la idea de que, contrariamente a lo que dice el tópico, los hombres son mucho más románticos que las mujeres. Éstas, decía, se mueven por el cálculo; los hombres, por el sentimiento. Cuando estoy ante una mujer que me gusta mucho, quiero llevármela a la cama ahora mismo. Ése es un sentimiento sincero y profundo. Cuando una mujer se encuentra ante un hombre que le atrae, piensa: este hombre me gusta, pero ¿me conviene? ¿Debo acostarme con él? Y si es así, ¿cuándo?

Mi experiencia me ha demostrado que Pedro tiene, por lo menos, parte de razón (la otra parte se la quita mi esposa). Todos los hombres (no sé si las cosas son ahora también a la inversa, ¿o quizá lo han sido siempre? ¡ay, siempre fui tan pardillo!) sabemos de primera mano que no hay nada como dejar de mostrar interés por ella para tenerla loquita. Por eso, cuando, desaparecida Albertina, reaparece Gilberta, el primer amor del narrador, el cinismo de éste respecto al amor se revela más fulminante que nunca.
Pasados diez años ya no existen las razones que tenía uno para amar demasiado, el otro para no poder soportar un despotismo demasiado exigente. Sólo subsiste la conveniencia, y todo lo que Gilberta me hubiera negado en otro tiempo me lo concedía ahora fácilmente, sin duda porque ya no la deseaba. Y lo que le había parecido intolerable, imposible: estaba siempre dispuesta a venir a mí, nunca con prisa de dejarme, sin que nos dijéramos nunca la razón del cambio; es que había desaparecido el obstáculo: mi amor.
 A veces sueño con tener esa suerte, con volver a encontrarme un día con *** y demostrarle que ya no me interesa. Que todo lo que sentí por ella hace más de veinte años no terminó, porque en realidad nunca existió. Que soy mucho más fuerte que antes, porque me he vuelto un cínico. Que no me sorprenderá su tardía confesión sobre su naturaleza gomorriana, pues la sospeché desde hace mucho tiempo, y Proust me la ha confirmado. Que me alegro de verla feliz y, sobre todo, de que lo nuestro se quedara en nada. En definitiva, como, si no me equivoco, señala en algún momento el narrador en un pensamiento terrible que me viene ahora a la mente, pero cuyas palabras exactas no apunté: que no quisiera morirme antes de poder demostrarle que nunca la quise. Cosas que Proust le saca a uno.

Separación (1896), de Edvard Munch

Y sentí una vez más, en primer lugar, que el recuerdo no es inventivo, que es impotente para desear otra cosa, ni siquiera otra cosa mejor que lo que hemos poseído; después, que es espiritual, de suerte que la realidad no puede proporcionarle el estado que busca; por último, que el renacimiento que encarna, derivándose de una persona muerta,  más que la necesidad de amar, en la que hace creer, es la necesidad de la ausente. De suerte que incluso el parecido con Albertina de la mujer elegida, el parecido, si lograba obtenerlo, de su cariño con el de Albertina sólo lograba hacerme sentir más la ausencia de lo que, sin saberlo, había buscado, y que era indispensable para que renaciera mi amor; lo que había buscado, es decir, Albertina misma, el tiempo que vivimos juntos, el pasado que, sin saberlo, buscaba.

2 comentarios:

  1. La consciencia de que es imposible conocer a otro, ¿nos acerca más al trance de nuestra propia la muerte?. En cuanto a los siguientes párrafos de la entrada, me gustaría pegar aquí "The Lovesick Man" de George Grosz, pero parece que no se puede. Gracias por la entrada. Saludos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Buena pregunta. Proust dice que nuestra relación con el otro (o la otra) no varía mucho antes y después de su muerte. De ello y de otras ideas que explora en El tiempo recobrado parece desprenderse que sí.
      Muy interesante el cuadro de Grosz, a quien apenas conocía, y muy atinada la relación con esta obra. Gracias.
      Un saludo.

      Eliminar

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...