lunes, 30 de marzo de 2015
La vida en un palomar
Palomar es un pueblo situado en algún lugar de Centroamérica, que vive anclado en un pasado casi mítico al tiempo que mira de reojo hacia el Gran Sueño Americano. Palomar, donde no ha llegado el teléfono, oculta maravillas arqueológicas como esas gigantescas y misteriosas esculturas de una antigua civilización india, y delicias culinarias como las babosas fritas. No muy lejos de Palomar, aferrados a sus costumbres ancestrales, todavía quedan algunos indios que habitan en las colinas, morada también de panteras que, si bien tremendamente agresivas, no son quizá tan peligrosas como los monos que viven en el pueblo mismo. Estos monos se convierten de vez en cuando en una temible plaga, y los habitantes del pueblo se ocupan de ellos a tiro limpio o abriéndoles la cabeza a golpe de palo. Bienvenidos a Palomar.
Gilbert "Beto" Hernández, nacido en California hijo de mexicano y tejana, me sorprendió más que gratamente con Tiempo de canicas. Descubrí en esa lectura a un autor excelente que, en mi ignorancia, intuía que era capaz de grandes cosas. Luego, investigando por ahí, constaté que, cosas no grandes sino enormes, las había hecho hacía ya tiempo. Entre otras, con su novela gráfica y, en especial, con la serie que nos ocupa, había creado todo un mundo literario tan universal como Yoknapatawpha, tan humano como el Wessex de Hardy, y tan fogoso como (suspiro) Macondo (para explicación del suspiro, seguir leyendo). Este mundo, que ya os he descrito muy someramente, se llama Palomar, y empezó a darse a conocer allá por 1983, a través de la publicación Love and Rockets, que el propio Beto había lanzado junto a su hermano Jaime, otro grande de la novela gráfica.
El extraordinario libro del que os hablo tiene como subtítulo 'Historias de "Sopa de gran pena"', pero creo que el título de Palomar que le ha dado la editorial La Cúpula es más que acertado, dado que fue en estas historias donde nació, se desarrolló y, lejos de morir, se inmortalizó el pueblo.
Los incontables argumentos de estas historias de "Sopa de gran pena" nos muestran, en primer lugar, las relaciones entre los habitantes del pueblo, un lugar donde todos se conocen desde niños, donde pocos conocen a sus padres biológicos, y donde a ratos todos parecen estar emparentados. En segundo lugar, asistimos también al modo en que dichos habitantes reciben, toleran o repelen a los que vienen de fuera, sea de forma temporal, para realizar excavaciones arqueológicas, sea para huir y esconderse del mundo, sea de regreso para jactarse de su triunfo en la vida. Pero si hubiera, que no sé por qué iba a haberlo, que hallar una especie de hilo central, habría que referirse sin duda a Luba, esa figura casi arquetípica de una prehistórica deidad matriarcal.
Luba es, al principio, una de esas recién llegadas al pueblo, y nadie sabe de dónde ha salido ni cuál es su historia. Se gana la vida dando baños a los hombres, oficio en el que tendrá que competir con Chelo, hasta ese momento la bañadora oficial de Palomar. Luba vive en un camión y está rodeada de mujeres y niñas. No tardamos en averiguar que todas ellas son de distinto padre y que ninguna sabe de quién es hija. Luba destaca por su fuerte e indomable carácter, por su belleza india y por sus enormes pechos, pero Hernández se cuida mucho de presentarnos a una supermujer. Antes al contrario, si Luba tiene que enfrentarse con algo, no es tanto con la violencia y la estupidez de un mundo machista (uno de los viejos dichos de Palomar es que se trata de un lugar, y cito de memoria, "donde los hombres son hombres y donde las mujeres necesitan sentido del humor"), sino sobre todo con sus propios defectos y debilidades: la incapacidad de mantener una relación estable, la imposibilidad de mantener las piernas cerradas, su inclinación por hombres tan poco proclives como ella a la estabilidad, el peso de sus traumas, que le impiden llorar y, en el aspecto físico, sus piernas de gallina. Los pechos de Luba idiotizan a los hombres, pero este personaje tiene muy poco de icono sexual. Luba es ante todo un símbolo de la fuerza de la mujer en su aspecto, digamos, más social y contemporáneo, así como de la mujer mítica dadora de vida.
Luba, no obstante, es tan sólo uno de los muchísimos personajes que pueblan estas páginas. De sus vidas, Hernández nos muestra retazos, pero tan bien escogidos y secuenciados como sólo puede hacerlo un maestro. A ratos viajamos a su infancia, de ahí a su madurez, volvemos a visitar su infancia y no pocas veces nos paseamos por su muerte. Pero en Palomar, magia de la literatura y talento de Hernández, la muerte nunca pone punto final a las historias.
Palomar nos introduce también en la vida, por ejemplo, de Vicente, cuyo rostro tiene una terrible desfiguración de nacimiento; Carmen, la pequeña peleona; Heraclio, el lector; Israel, el musculitos de versátil sexualidad, cuya hermana gemela desapareció de niña; Gato, el maltratador y fracasado emprendedor; Ofelia, la sacrificada y dolida solterona; Chelo, la bañadora de armas tomar que llega a sheriff; Tonantzín, la bellezona demasiado idealista para este mundo, y varias decenas más. No hay duda de que las mujeres son las grandes protagonistas del libro, y parece ser que éste tiene legiones de lectoras. En todo caso, no obstante, todos y cada uno de los personajes son muchísimo más ricos de lo que un par de adjetivos pueden injustamente dar a entender. Sus vidas no se cruzan sino que se entrelazan, y si alguna vez os habéis preguntado de cuántas maneras se pueden relacionar los habitantes de un pueblo, este libro os dará una idea bastante aproximada.
La serie iniciada con esta colosal novela continuó con otras como Luba o Río Veneno. La primera de ellas, como la que nos ocupa, tiene más de 500 páginas y, tras haberla localizado en la biblioteca, ya me estoy frotando las manos. La lectura de Palomar, no obstante, encierra un peligro, y es que el frenético ritmo que, involuntariamente, el lector a veces le impone no es el más adecuado para disfrutar de esta obra. Por mucho sexo, tiros, asesinatos, recuerdos y traumas de la infancia, peleas, epifanías, desapariciones, el chit chit de los monos, ojos arrancados, amistades eternas, gritos, navajazos, rencores, babosas fritas, arrestos, perdedores y folleteo por doquier, Palomar requiere una lectura reposada. De lo contrario, puede hacerse difícil seguir el ritmo de los cambios de escena, los saltos adelante y atrás en el tiempo, y los numerosos comienzos de historia in media res. Sin duda esta estructura es resultado del modo en que las historias se fueron publicando a lo largo de trece años en Love and Rockets, lo que asimismo provocó que, con cada nueva entrega, las historias fueran ganando en complejidad y profundidad. Otra de las bienvenidas consecuencias de esta publicación por entregas es la libertad con la que Hernández entra y sale de la vida de sus personajes. Como he apuntado más arriba, allí donde quizá hemos dejado a un personaje muerto y enterrado, el autor decide volver a él y sacar a la luz un episodio de su juventud que finalmente enlazará -o no- con otro del que ni él mismo tiene todavía conocimiento. Tanto crítico hablando de Gabo y a ninguno se le ocurre el nombre de Dickens... Como diría cualquiera de los personajes, ¡tsk!
Porque parece ser que a algún crítico se le ocurrió un buen día la comparación con García Márquez, y, como podéis imaginar, allí se lanzaron en tromba todos los demás críticos. Así, las voces que relacionan esta obra con el realismo mágico son casi tan unánimes como las que se refieren a Palomar como el Macondo de la novela gráfica. Ya sabéis lo populares que son ese tipo de comparaciones entre todas las especies de críticos y periodistas: el Nobel de la televisión, el Proust japonés, el Maradona de los Cárpatos... Sin embargo, constato con alivio que no soy el único en pensar que dicha comparación es, cuando menos, desacertada. En mi opinión, por muchas insólitas delicias culinarias, civilizaciones ancestrales, plagas de monos o cementerios de esculturas sumergidas, en Palomar no hay realismo mágico. La única magia que hay en estas historias de un realismo, si queréis, mítico, es la que les imprime el autor. Con eso no quiero decir que la comparación con Gabo sea del todo descabellada, pues es innegable que ciertos elementos nos pueden recordar al colombiano: en Palomar se respira ese promiscuo aire caribeño de El amor en los tiempos del cólera; el pueblo está anclado, como ya he dicho, en un pasado mítico que nos puede hacer pensar en Cien años...; y la violencia de sus calles nos puede traer a la mente Crónica de una muerte anunciada. Pero no os engañéis: Palomar es grande por sí solo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Beto Hernández es un genio, yo soy una de sus legionarias. Sus personajes femeninos están tan bien construidos. A mí su universo me recuerda más a Tortilla Flat que a Macondo pero no me parece que la comparación sea un despropósito, ya sabes que hay muchos prejuicios con el cómic.
ResponderEliminarUn abrazo,
Sonia
Hay prejuicios y, en este caso, paternalismo, al intentar dar prestigio al cómic mediante la comparación con la literatura "de verdad".
EliminarCoincido en tu apreciación de Hernández. A mí me ha conquistado definitivamente con esta novela.
Un abrazo.
Qué buena pinta tiene ese "Palomar", Batboy. Por sus dibujos me recuerda a Daniel Clowes -genial en su "David Boring"-, y por lo que cuentas de su argumento, sin ánimo de polemizar, me trae a la memoria aquella frase de García Márquez que decía que el Caribe empezaba en el delta del Mississippi, y aquella otra que dice que el delta del Mississippi empieza en el vestíbulo del Hotel Peabody de Memphis. Evidentemente García Márquez quería con ello situar a Macondo y al condado de Yoknapatawpha en el mismo mapa. Lo cual me parece lógico. Y tampoco me resultaría un despropósito que Palomar quedase cerca de algún afluente tributario de aquel gran río o de alguna playa bañada por el mismo mar.
ResponderEliminarUn saludo.
No he leído David Boring, aunque tengo muchas ganas. De Clowes, leí hace poco "Como un guante de seda forjado en hierro", uno de los libros más perturbadores que he leído en mi vida.
EliminarA mí los dibujos de Hernández me recuerdan más a Alex Robinson, quizá en el trazo un pelín menos minucioso que el de Clowes.
No sé si Palomar lindará con Macondo, y, como tú, me inclino por pensar que cae más cerca de Yoknapatawpha o incluso Comala.
Saludos.
Lo leí en primera juventud gracias a que era asiduo del Víbora. Un cómic al que volver siempre, con grandes y terribles y tiernas historias. Un saludo.
ResponderEliminarYo volveré, seguro, pero antes, todavía me quedan unos cuantos volúmenes de la saga.
EliminarSaludos.