Pregunta de orden secundario: ¿se puede hablar de Cegador habiendo leído el libro sólo una vez? No sé si se debe, pero poderse, se puede. De todas formas, por si sirve de excusa, prometo que lo volveré a leer. Probablemente seguiré sin entenderlo, pero ciertos lectores no leemos a Cartarescu para entenderlo (es más, me atrevería decir que no queremos entenderlo), sino para dejarnos hipnotizar por su prosa. Lo cierto es que este libro requiere, exige, ordena y manda una relectura inmediata, pero antes de ello voy a intentar aclarar un poquito mis ideas.
Pregunta fundamental y que tarde o temprano el mundo de la literatura tendrá que plantearse: ¿se puede comparar a Cartarescu con algún otro escritor contemporáneo? Esto tendréis que contestarlo vosotros, porque yo no leo mucha literatura contemporánea. Sin embargo, aunque quizá por la rabelaisiana imaginación de ambos así como por su aura de autor de culto me viene a la mente Murakami, creo que cualquier paralelismo entre los dos termina ahí. Así que, admitiendo mi desconocimiento en materia de autores contemporáneos, me atrevo a afirmar que Cartarescu es incomparable.
Pero un momento, que ser incomparable tampoco es necesariamente un elogio. Puede querer decir que eres un bicho raro. Muy, pero que muy raro. Que a veces no hay quien te entienda. Que parece que escribas sólo para ti, y te traigan al fresco el desasosiego y la frustración que le causas al lector. Y sobre todo, y lo peor, que nadie sabe por dónde vas a salir la próxima vez.
Algunos escritores se convierten desde sus inicios en autores de culto y luego pasan a ser fenómenos de ventas. ¿Cómo? A base de talento, indudablemente, y de darle siempre al lector lo que espera de él. El problema es que, con frecuencia, la fórmula se agota. Ahí está, por ejemplo, mi antaño admirado Auster, al que no leo desde hace años porque con cada libro suyo que sale pienso "ufff, ¿otro más?". El ya mencionado Murakami, a quien todavía leo con gusto, debe ir con cuidado si no quiere caer en la misma trampa.
No creo que lo haga con el fin de evitar la repetición, sino simplemente porque él es así de raro, pero el caso es que Cartarescu es todo lo contrario de esos autores que, para bien o para mal, nos cuentan siempre la misma historia. Libros como por ejemplo El ruletista y Por qué nos gustan las mujeres, parecen escritos por dos autores completamente diferentes. Quien tras leer el primero se compre el segundo esperando encontrar en él algo parecido acabará yendo a quejarse a la librería, y a decir que el nombre del autor que hay en la portada debe de estar mal (de hecho, situaciones parecidas han tenido lugar con un tal Ryuki Murakami, lo cual ha provocado la devolución de más de un regalo de cumpleaños). Porque cada libro de Cartarescu es impredecible. ¿He dicho cada libro? ¡Cada capítulo! ¿He dicho cada capítulo? ¡Cada página! Y así, en una reducción ad infinitum.
Imágenes de Bucarest antes del terremoto del 77 y la demolición posterior
Normalmente, cuando leo un libro que luego me propongo reseñar, voy tomando notas en el punto de lectura. Suelo acabar, según la extensión del libro, con cuatro o cinco marcapáginas totalmente garrapateados. Con Cegador, sin embargo, no tomé más que cuatro notas, que hoy no me sirven para nada. Y si no tomé más, fue por dos razones: en primer lugar, porque cuando uno toma notas para lo que va a escribir más adelante, tiene que tener una idea aproximada de qué es lo que quiere escribir, algo totalmente imposible cuando cada página te descoloca completamente y no tienes ni idea de adónde te quiere llevar el autor. Y en segundo lugar, el carácter hipnótico (y es que no se me ocurre un adjetivo mejor) de la prosa de este rumano genial hace que cualquier interrupción de la lectura para tomar una nota se convierta casi en un sacrilegio.
Como veis, entre Murakamis y anécdotas del reseñista aficionado, voy aplazando el duro momento de empezar a hablar de Cegador. Bueno, valor...
Empecemos con algunos datos reales y objetivos. El libro publicado por Funambulista es tan sólo la primera parte de una trilogía que en rumano se titula Orbitor. Decía Cartarescu en una entrevista que se trata una novela con forma de mariposa. Así, la parte que nos ocupa se titula El ala izquierda, publicada en 1996, a la que siguen El cuerpo (2002) y finalmente El ala derecha (2007). Se trata, pues, de una obra más que ambiciosa que ocupa alrededor de 1.500 páginas. Si no me equivoco, Impedimenta va a publicar la trilogía completa, lo que se me antoja será un auténtico acontecimiento literario.
Cegador empieza de una manera bastante proustiana, con el narrador, "un adolescente demacrado y enfermizo", que se pasa las noches en vela observando Bucarest desde su ventana. A través de sus recuerdos, sueños y reflexiones, y descripción de un Bucarest desaparecido, nos vamos adentrando en la historia de su familia,
Me encontré de pronto revolviendo en los exiguos archivos de la familia, custodiados en un antiguo bolso de mi madre, de cuando era soltera, un bolso de tiras, granate, de piel artificial con las escamas casi totalmente desdibujadas.
y la novela empieza a deslizarse al terreno del recuerdo, pero un recuerdo difícil de separar de los sueños y de la historia imaginada.
Después de aquellas tardes, que habían llegado a convertirse en el aire que respiraba mi vida solitaria y frustrada, después de aquellos paseos de topo por el continuum realidad-alucinación-sueño como a través de un triple reino inexplicable, me metía en la cama y tomaba al azar uno u otro de los libros amontonados por el suelo, apoyados en el baúl.
La historia imaginada emparenta Cegador con Armonía celestial, del húngaro Esterházy, con la que comparte el recurso literario (¿o hay que llamarlo poder sobrenatural?) del autor para introducirse en la memoria de sus padres y abuelos. Y más allá todavía, porque la mancha con forma de mariposa que tiene en la cadera la mamá del Mircea narrador, éste recuerda haberla visto desde el útero materno.
Y de repente, en mitad de este agradable paseo desde el viejo Bucarest de antes del terremoto del 77 y la posterior demolición de barrios enteros, a la mente del joven Mircea, y de ésta a los recuerdos de su madre, nos dice el narrador:
Ovillado como un feto en un vientre de lana vieja y paja crujiente, devorado por docenas o centenares de pulgas, soñaba los sueños de mi abuelo, cuya cabeza canosa descansaba al lado de la mía. (...) En mi sueño sentía, bajo aquel manantial de luz, que mi propia calavera se volvía transparente, y los hemisferios arrugados de mi cerebro, envueltos en su membrana, parecían dos semillas de nuez verde aún no cuajadas(1) (...) Me zambullía entonces en una Escitia delirante.
Comienza entonces un capítulo magistral en el que nos remontamos unas cuatro generaciones y nos trasladamos a Bulgaria. Allí asistimos al viaje que emprendió el clan de los Badislav, antepasados del narrador, desde Bulgaria a Rumanía, sobre un congelado Danubio. El motivo del peregrinaje hay que buscarlo en el regalo que les había hecho una tribu de gitanos:
Aquel fue el año de la adormidera.
Los estragos que causó entre los Badislav esta "planta del opio", cuyas semillas dejaron los gitanos antes de desaparecer de la noche a la mañana, nos brinda párrafos como éste:
Los espectros forzaban la entrada de los aposentos y luego iban a las habitaciones donde, bajo los ojos de las madres, que creían que estaban soñando, arrancaban de las cunas a los niños fajados en sus paños y rompían a dentelladas su carne tierna, salpicando de sangre delicada el suelo de arcilla. Agarraban a las mujeres, las montaban a horcajadas sobre las banquetas, las penetraban con su gusano negro, ictifálico, que volvía a erguírseles por primera vez desde tiempos inmemoriales.
La orgiástica batalla que se libra entre ángeles, demonios, duendes, dragones no hace sino anticipar los rituales satánicos que nos estremecerán unas doscientas páginas más adelante, y unos miles de kilómetros al oeste, concretamente en Nueva Orleans. Y uno se pregunta si los guinistas de aquella serie titulada True Blood no leyeron a Cartarescu, porque algunas de sus imágenes se le parecen hasta en el detalle de esos ojitos negros.
Pero al capítulo del paso de los Badislav sobre el Danubio congelado le sigue uno sobre filosofía oriental.
Bajo el diafragma está Muladhara enroscado como una serpiente sobre el hueso sacro inervando las serpientes en la pulpa con los cuatro pétalos de luz graisienta. Más abajo, en la cintura, está Svadhisthana con sus seis pétalos multicolores, reina de los riñones y la vejiga, de las células de Leyding y del recto, zona de la voluntad y de la vitalidad.
Esta fascinación de Cartarescu con la anatomía (y con las atrocidades que se le pueden infligir), que culmina en unas líneas de antología sobre -una vez más y como en Lulu- la larva y el gemelo, nos conduce al siguiente capítulo, que empieza de esta guisa:
Mi madre tenía en la cadera izquierda una gruesa mancha, de un rosa violáceo, en forma de mariposa.
Maravilla ver la facilidad con que Cartarescu hilvana imágenes y escenas tan dispares, momentos tan alejados entre sí, y, llamémoslo así, esas "fuentes narrativas" tan diversas como son sueño, memoria e imaginación. La fusión de estos elementos constituye no sólo uno de los motivos centrales de la obra, sino su objetivo último. Desde la desencantada y casi perturbadora clarividencia que le otorga su madurez, el narrador nos cuenta cómo años atrás, en otra ciudad que era la misma y otro cuerpo que sigue siendo el suyo, se sintió como si lo hubieran dejado caer desde las alturas en mitad de la adolescencia. La novela es, pues, entre otras muchas cosas, la búsqueda de la iluminación, del sentido de su existencia. En palabras del propio Cartarescu, Cegador "es una novela total, una novela sobre todo un gran arco
entre lo divino y lo humano."
¿Quién soy? ¿Quién fui? ¿Cómo es posible? ¿Por qué nací? ¿Qué significa toda esta locura, toda esta comedia, toda esta prestidigitación? ¿Por qué salí de un útero de mujer en un punto concreto en medio de un polvo de estrellas? ¿Por qué soy capaz de comprender esta demencia?
Pero si nos acercamos demasiado a ella, la iluminación puede cegarnos. Y unos capítulos más tarde, ya en Nueva Orleans y en una de esas escenas con las que Cartarescu gusta de espeluznarnos, veremos una de las muchas formas en que se puede enceguecer a un Ícaro con alas de mariposa.
La demolición que transformó la ciudad
Apenas he hablado de las primeras cien páginas de esta novela, y estoy de nuevo tan maravillado como durante su lectura. Pese a no mencionar más que un par de entre el aluvión de ideas, personajes e imágenes que contiene esta obra, he intentado dar una idea aproximada del tipo de libro ante el que nos encontramos, pero la verdad es que se me acaban los superlativos. Baste decir que los elogios que le he dedicado no son sino una fracción de los que merece, y que cada línea de Cegador es... ¡ay, cómo decirlo!
Según el diccionario, cegar, aparte de "quitar la vista a alguien" es también "turbar la razón, ofuscar el entendimiento", y vemos que dicho verbo, a diferencia de deslumbrar, no tiene la connotación de "asombrar, encantar, fascinar". Para mi sorpresa, tras consultar el diccionario descubro que el título original, Orbitor, parece estar más cerca de deslumbrar que de ofuscar el entendimiento. Sin duda han sido razones comerciales las que han hecho que la editorial desechara el título "Deslumbrante" (también en inglés la obra se conoce como Blinding, y no como "Dazzling"), pero en todo caso ha sido una decisión acertada: los buenos libros pueden deslumbrar; las obras maestras turban la razón.
(1) -Para aquellos a los que les gusten los jueguecitos: nos dice el autor en una entrevista que en cada página de Cegador puede el lector encontrar un pequeño objeto con forma de mariposa.
En cierto modo, podría decirse que el único exterminio completo que Hitler consiguió llevar a cabo fue el de su propio apellido. La Shoah no acabó con el pueblo judío; el socialismo y el marxismo siguen hoy bastante boyantes en algunos rincones del mundo, y polacos, gitanos y burgueses capitalistas continúan dando guerra. Sin embargo, de ese apellido maldito no ha quedado más rastro en Europa que la curiosidad de la tumba del zapatero judío de nombre prácticamente idéntico, fallecido en 1892 y enterrado en Bucarest.
En realidad, el apellido original era Hiedler, que su abuelo cambió a Hüttler. El padre de Adolf, Alois Schicklgruber, era hijo ilegítimo, y al legalizar su situación, se inclinó, o lo hizo el notario, por el nombre de su tío (y padrastro), Hitler, que fue el que finalmente quedó. Bromea Kershaw al señalar que quizá el curso de la historia hubiera sido diferente de haber mantenido Alois el apellido Schicklgruber. Ciertamente, es difícil imaginar a cientos de miles de seguidores gritando al unísono "Heil Schicklgruber!".
A lo largo de la historia se ha elucubrado con la posibilidad de que Hitler tuviera orígenes judíos, y de hecho Hans Frank, abogado nazi y Gobernador General de Polonia durante la guerra, escribió en sus memorias, mientras esperaba su ejecución, que Hitler le había pedido que investigara su historia familiar, a raíz del chantaje al que le había empezado a someter su sobrino William Patrick Hitler. William, nacido en Liverpool y de madre irlandesa, esperaba con su chantaje aprovechar el ascenso de su tío al poder. La posibilidad de que Hitler tuviera sangre judía, sin embargo, está hoy prácticamente descartada.
Esta colosal biografía del inglés Ian Kershaw, aparte de iluminarnos, entretenernos y abrumarnos, nos depara una curiosa sorpresa, o quizá debería decir, la confirmación de una sospecha. Y es que llega un momento en que nos damos cuenta de que estamos devorando fascinados centenares de páginas sobre la vida de una persona que en realidad... era muy poco interesante. En eso radica parte del interés de la historia, en explicar cómo alguien tan mediocre, tan insignificante en muchos sentidos, tan carente de casi cualquier tipo de talento, consiguió enardecer a millones de seguidores y hundir su país y toda Europa en el horror del totalitarismo más ciego y brutal que pueda imaginarse. Huelga decir, pues, que lo que Kershaw nos está contando a través de la vida de Hitler no es ni más ni menos que la historia del nazismo.
Así, en este volumen, de enormes dimensiones, si bien no tan descomunal como el segundo, el autor nos lleva de los relativamente humildes orígenes del dictador, a través de su accidentado pero constante ascenso en el partido, hasta el momento en que, ensoberbecido fuera de toda medida, comete su primer acto de hubris, al que habrían de seguir todos los demás. Pero antes, volvamos a echar un somero vistazo a la vida del jovencito Adolf.
Hitler, en el centro de la última fila
Parece ser que, ya de niño, Hitler recurría a la rabieta cuando alguien le negaba un capricho. En la aldea de Leonding, la última residencia de su inquieto padre, nuestro antihéroe era un pequeño cabecilla en la escuela al que le apasionaba jugar a la guerra. El cambio a secundaria no le sentó nada bien. La nueva escuela se encontraba en Linz, que Hitler consideró a partir de entonces su ciudad natal, y la caminata de Leonding a la escuela le suponía una hora de ida y otra de vuelta. Nunca llegó a encajar entre sus nuevos compañeros y su rendimiento en los estudios fue muy mediocre. Abandonó la escuela con un sentimiento de odio hacia compañeros y profesores, con la única salvedad de su profesor de historia, que por lo visto le inculcó el amor a la patria y un fuerte sentimiento nacionalista alemán.
Al joven Adolf le apasionaba la pintura, como luego lo haría la arquitectura y la ópera. Pero cuando le dijo a su padre, un severo y gris funcionario austriaco, lo de 'papá, quiero ser artista', el señor Alois puso una cara como la que veis aquí:
Alois Hitler era una persona violenta, que le amargó la vida a su esposa Klara. El padre de Adolf era un mediocre que se ufanaba de haber a lo más alto en el funcionariado que sus estudios básicos le permitían. Los intentos de Alois de encaminar a su hijo por su misma senda despertaron en Hitler un odio profundo por la vida y condición del oficinista y, en general, por cualquier cosa que tuviera algo que ver con la burocracia.
Klara Pölzl, la madre de Hitler
Hitler fue a Viena con el sueño de estudiar bellas artes. No consiguió entrar en la facultad, y al año siguiente volvió a ser rechazado. Por aquella época, contaba con un único amigo, August Kubizek, que da la impresión de haber sido un tipo bastante apocado, el tipo de persona al que podía arrimarse un ególatra don nadie como Hitler, sabiendo que no se atrevería a mandarle a freír espárragos. Como suele suceder en este tipo de relaciones, Hitler monopolizó la amistad de Kubizek. También compartió con él piso y pasión wagneriana, pero le ocultó su frustrado segundo intento de ingresar en la Facultad de Bellas Artes, y un buen día, quizá incapaz de soportar la vergüenza, decidió desaparecer. Se reencontraron treinta años más tarde, cuando el Führer visitó Linz.
Stefanie Rabatsch a los 85 y en la flor de su vida. Al enterarse de que casi medio siglo atrás había sido el amor secreto del Führer, se sorprendió. Sin embargo, recordó una carta de amor anónima que había llegado un día a sus manos
En 1953, Kubizek publicó sus memorias, tituladas Adolf Hitler, mi amigo de juventud. Gracias a ellas, Stefanie Rabatsch se enteró, varias décadas después, de que Hitler había bebido los vientos por ella, y que, tímido como era, jamás se atrevió a confesarle su pasión. Kubizek también apuntaba en sus memorias a la mojigatería casi puritana de su amigo. En una ciudad como Viena, donde se supone que imperaba una formal moralidad burguesa, pero de cuyos vicios nos hablaron tan bien Schnitzler o Zweig, el provinciano Hitler reveló "un desarrollo sexual profundamente desequilibrado y reprimido, como minimo". "Llegaba, según el relato de Kubizek, a un asco y una repugnancia profundas hacia la actividad sexual. (...) Le repugnaba la homosexualidad. Era contrario a la masturbación. La prostitución le horrorizaba, pero le fascinaba. La asociaba con enfermedades venéreas que le aterraban". Años más tarde, durante la guerra, se mantuvo siempre al margen de los habituales desfogues sexuales de sus compañeros en el ejército. Éstos, en consecuencia, lo veían como un bicho raro: además de vegetariano, casto. Cuando llegó al poder, Hitler se convirtió, incluso para sus colaboradores más cercanos, en un ser inaccesible, incomprensible, inescrutable: un dios. En otras palabras, jamás dejó de ser un bicho raro.
Ausgust Kubizek, el único amigo que Hitler tuvo en su vida
Aunque en 1938 el Partido Nazi le encargó algunos escritos propagandísticos sobre Hitler, lo cierto es que Kubizek siempre se mantuvo al margen de la política, y no dejó que los terribles acontecimientos afectaran su sentimiento de amistad por Hitler. Uno no puede dejar de sentir algo parecido a la admiración por él cuando dice: "ninguna fuerza en el mundo podría obligarme a negar mi amistad por Adolf Hitler."
Triste y solo en Viena, cuando a Hitler se le acabaron los ahorros, se convirtió en un paria de la tierra. Dormía en cuartuchos cuando se lo podía permitir, y a la intemperie en los peores momentos. "En un momento indeterminado de antes de la Navidad de 1909, flaco y desaliñado, con la ropa sucia y llena de piojos, los pies llagados de tanto andar, se unió a los pecios y desechos humanos que se abrían paso hasta el gran asilo recién fundado para los sin techo (...) El pequeño burgués tan temeroso de caer en el proletariado se había hundido hasta el fondo de la escala social". Pasó unos años en el llamado Asilo de Hombres, y se ganó la vida haciendo chapuzas y vendiendo cuadros (¿quedará alguno de esos cuadros? ¿Cuánto valdrán?). De los años que median entre su separación de Kubizek y su traslado a Munich, en 1913, posiblemente para eludir el servicio militar en Austria aunque también atraído por la vida cultural de la ciudad, no se sabe mucho, dado que la mayor fuente de información de esa época es su Mein Kampf, pero en cualquier caso, parece ser que, quizá influido por algunas lecturas, empezó a desarrollar su antisemitismo patológico a partir de aquellos años.
¡Hosanna, ha estallado la guerra!
Llegó la Primera Guerra Mundial, y fue recibida por el pueblo alemán casi como una bendición, pues se esperaba que trajera "la liberación definitiva de los grilletes de un orden burgués decadente y estéril". Decía un periódico:
[La guerra] es una resurrección, un renacimiento de la nación. Alemania, al verse apartada de pronto de las tribulaciones y los placeres de la vida cotidiana, se alza unida con la fuerza del deber moral, dispuesta al más elevado sacrificio. (...) Estos primeros días de agosto son días incomparables e inmortales de gloria...
Años más tarde, Hitler escribió: "dominado por un violento entusiasmo, caí de rodillas y di gracias al cielo con el corazón desbordado por otorgarme la buena suerte de que se me permitiera vivir en esta época". Cuando años más tarde vio la famosa fotografía de Heinrich Hoffman, su fotógrafo oficial, de la manifestación patriótica que tuvo lugar en la Odeonsplatz de Munich, le comentó que él había estado allí. Hoffman se puso a hacer ampliaciones de la foto, hasta encontrar por fin al futuro Führer, entusiasmado entre la multitud. La foto, nos dice Kershaw, contribuyó a asentar el mito de Hitler, y le reportó enormes beneficios al fotógrafo. Por su parte, Hitler no llegó a empuñar las armas en la guerra, sino que desempeñó funciones de correo, y parece ser que se distinguió por su entrega y coraje. Fue herido en dos ocasiones.
La Pimera Guerra Mundial. Un Hitler demacrado y tristón. A sus pies, su perro Foxl
Entre noviembre de 1918 y mayo de 1919 tuvo lugar la llamada Revolución Alemana, que acabó con la monarquía del káiser Guillermo II, y que llegó a proclamar la dictadura del proletariado en Baviera, que apenas duró unos días. El país estuvo inmerso en una guerra civil de facto, y sus repercusiones, sobre todo en Baviera, fueron muy profundas. La revolución se asentó en la memoria popular, y "esto tuvo un significado más perdurable, como un 'gobierno de terror' impuesto por elementos extranjeros al servicio del comunismo soviético". Las fuerzas derechistas, hasta los más moderados, comenzaron a referirse a los comunistas como "emisarios rusos", "agentes bolcheviques", y "agitadores extranjeros", entiéndase rusos o judíos, que para muchos venía a ser lo mismo.
Hitler regresó a Múnich en noviembre de 1918, y fue destinado al servicio de guardia en un campo de prisioneros de guerra. No se licenció del ejército hasta 1920, debido a su participación en tareas políticas al servicio del Reichswehr, y puede señalarse ese momento como su iniciación en la política. Según el propio Hitler, su primera actividad política consistió en su participación en la comisión investigadora formada tras la desaparición de la Räterepublik (república de los soviets), aunque siempre prefirió no hablar mucho sobre el tema. SIn embargo, y aquí viene la sorpresa, todo parece indicar que Hitler desempeñó tareas políticas al servicio del SPD, y de hecho fue elegido segundo representante de su batallón durante la "república roja". Es decir, que contrariamente a sus afirmaciones, Hitler no hizo nada por luchar contra la amenaza comunista, y es más que probable, así lo cofirman varios testimonios, que durante un tiempo simpatizara abiertamente con los socialdemócratas.
Los acusados por el Putsch de la Cervecería
Su entrada definitiva en el mundo de la política se produjo a raíz de su encuentro en 1919 con Anton Drexler, fundador del DAP, Partido de los Trabajadores Alemanes, que luego se convirtió en el NSDAP, o Partido Nazi. Drexler se quedó impresionado con el poder de oratoria de Hitler y le invita a afiliarse. Fue el miembro número 55. A partir de ahí, su ascenso en el escalafón del partido y su relevancia política fueron fulgurantes. Tanto que no tardaron en ofrecerle la presidencia del partido, a la que él, sin embargo, renunció durante mucho tiempo. Consideraba que la mejor aportación que podía hacer era en materia de propaganda. Años más tarde, renunciaría en repetidas ocasiones a entrar a formar parte de un gabinete de gobierno. Por una parte, intuiría la trampa que un puesto en el gobierno suponía, pues se le acabaría la demagogia, y por otra parte, no estaba dispuesto a compartir el poder con nadie. Hitler siempre jugó a todo o nada. Pero no adelantemos acontecimientos.
La humillación que supuso para Alemania el Tratado de Versalles, el pago de reparaciones de guerra, que en 1921 alcanzó el 26% del valor de las exportaciones alemanas, la hiperinflación y la invasión del Ruhr por parte de Francia, entre otros, fueron calentando la indignación de los alemanes a lo largo de la década de los años 20, y representaron agua caída del cielo para un populista eternamente airado como Hitler. Con todo ello tenía material para cientos de discursos, cuya técnica iba perfeccionando poco a poco.
Billete de 100 billones de marcos, emitido en 1923
Todo ello condujo finalmente al fallido golpe de estado de 1923, conocido como el Golpe de la Cervecería, por el que Hitler sería juzgado y condenado. La crónica del golpe que hace Kershaw ocupa sólo tres o cuatro páginas, pero, pese a su inevitable carácter que de tan chapucero parece hasta romántico, tiene todas las características de un auténtico thriller político, y es sencillamente magistral. Es imposible saber si el resultado podría haber sido otro, pero la narración hora a hora, y casi minuto a minuto, de dónde estaba quién y qué tenía que hacer fulano cuando mengano, nos lanza tan de lleno en la historia que el lector casi celebra a gritos el arresto de Hitler.
Tanto durante el juicio como en prisión, Hitler se comportó con desmedido orgullo y arrogancia, y sus simpatizantes, bastante bien predispuestos, empezaron a entregarse al culto de su nuevo héroe y profeta. De hecho, puede decirse que Hitler recibió un trato más que benévolo en el juicio, en el que se le permitió presentarse con su ropa y donde fue condenado a tan sólo cinco años de prisión. Durante su cautiverio, además, tuvo la suerte de tener un admirador más en el director del centro.
La cárcel comenzó a cimentar el aura de caudillo heroico del condenado. Si bien hasta entonces Hitler se había visto como un mero 'tambor', como él mismo se denominaba, un profeta del gran mesías que había de conducir Alemania a la gloria, en prisión, mientras escribía Mein Kampf, empezó a sentirse llamado a ser algo más que un mero instrumento.
Maria Reiter, de 17 años, un juguetito de Hitler, que se negó a casarse con ella
Hitler era un hombre sin ninguna idea clara y práctica de lo que haría para llegar al poder, o de lo que haría con él cuando lo alcanzara. Odiaba toda preocupación burocrática o administrativa. Detestaba la racionalidad en la política, y recurrió a mitos, leyendas y al siempre siniestro recurso de "el pueblo" (¡ay!). La gran aportación de Hitler a las ciencias políticas fue el descubrimiento de que no hay estímulo, promesa, esperanza, ni por supuesto ideología tan poderosa para unir a las masas como el odio. Hitler apeló a la pasión humana más rastrera y la canalizó en la dirección de su objetivo como nadie lo había hecho hasta entonces. A diferencia de tantos otros tiranos y genocidas con la boca siempre llena de fraternidad entre los pueblos y democracia, hay que reconocer que Hitler, aparte de las contadas ocasiones en que había que quedar bien ante occidente, nunca engañó a nadie. Su odio a todo, empezando por la misma democracia, lo llevó siempre bien orgulloso por delante.
La tosquedad del pensamiento nazi era un arma de doble filo. Por un lado, ese simplismo basado en tres o cuatro conceptos vacuos era muy fácil de entender para las masas, que veían en dicho simplismo una actitud felizmente alejada de la mentalidad burocrática y legalista que caracterizaba a la por entonces frecuentemente denostada democracia. Sin embargo, en las elecciones de otoño de 1932, la simplificación ideológica se volvió en contra del NSDAP, a quienes los votantes de clase media empezaron a ver como demasiado socialistas. Dice Kershaw:
A muchos de ellos les había parecido que los ataques de los nazis se diferenciaban muy poco de la lucha de clases de los comunistas. La similitud de las variedades "roja" y "parda" de "bolchevismo" parecía demostrada por el apoyo del NSDAP a la huelga de inspiración comunista de los trabajadores del transporte de Berlíndurante los días que precedieron a las eclecciones.
También le costaba dar un poco de coherencia a la cuestión judía: los judíos representaban lo peor del capitalismo internacional al mismo tiempo que eran responsables del fantasma marxista. En cualquier caso, el partido nazi superó pronto el revés en las elecciones gracias a la torpeza del caniller Papen, la avanzada edad de Hindenburg, y la determinación de Hitler, que, como hemos dicho antes, se negó en redondo a formar parte de un gabinete de gobierno. El 30 de diciembre de 1933 Hitler era nombrado canciller, si bien con un poder todavía bastante precario.
El Reichstag, en llamas
Uno de los episodios cruciales en la consolidación de Hitler como dueño de un poder sin límites fue el incendio del Reichstag, en febrero de 1933, apenas tres semanas después de su nombramiento como canciller del Reich. El incendio se declaró a las 9 de la noche, y cuando llegó la policía se encontraron a Marinus van der Lubbe, un comunista holandés, en actitud bastante sospechosa, al que arrestaron inmediatamente. Van der Lubbe, que tenía antecedentes por incendio, confesó ser el autor del incendio, fue condenado a muerte y guillotinado un año más tarde. Göring aseguró que en un registro tres días antes en la sede del KPD, el Partido Comunista Alemán, se había descubierto toda una conjura bolchevique que incluía asesinatos de dirigentes políticos, ataques a edificios públicos y el asesinato de las esposas y familiares de personalidades oficiales. Siguieron a estas declaraciones las detenciones masivas de comunistas y socialistas, y el 22 de marzo, la creación de Dachau, el primer campo de concentración. Pese a la idea bastante extendida de que fue el propio Partido Nazi el que provocó el incendio del Reichstag, Kershaw no da crédito a dicha teoría.
La otra gran consecuencia del incendio fue la Ley de Autorización, que otorgaba al Partido Nazi un poder dictatorial de una manera que ellos consideraban legal. ¿Acaso no se hizo a través de una ley?
Lo que siguió puede compararse a una pitón que acaba de atrapar a su presa y la estrangula implacablemente, pues no de otra manera actuaron los nazis con la democracia y la libertad. Es una historia conocida sólo a grandes rasgos y que Kershaw nos relata paso a paso, con espeluznante claridad. No obstante, mi capacidad de síntesis tiene un límite, por lo que no entraré en detalles.
Hitler junto a Hindenburg en la inauguración del nuevo Reichstag. Hitler nunca lució uniforme militar junto al Presidente del Reich.
Al cabo de un año, y mientras el Partido Nazi iba extendiendo su red por todos ámbitos de la sociedad, Hitler, con Hindenburg agonizando, hizo firmar a sus ministros una ley que establecía que, a la muerte del presidente, su cargo quedaría unido al de canciller del Reich. Esto significaba que, al morir Hindenburg, Hitler se convertiría en comandante supremo de las fuerzas armadas. "Dejaba de existir así la posibilidad de que el ejército apelase por encima del jefe del gobierno al presidente del Reich como comandante supremo". A continuación, el ministro de defensa Werner von Blomberg y el mariscal de campo Walter von Reichenau, modificaron el juramento de lealtad del ejército al pueblo y a la patria, e instituyeron el juramento de lealtad incondicional al Führer. Pese a que Blomberg era considerado un lacayo de Hitler, el objetivo de ese juramento era en realidad crear un fuerte vínculo entre el Führer y el ejército, en detrimento del Partido Nazi. Es decir, Blomberg pretendía "consolidar el predominio del ejército como 'centro motriz' del Tercer Reich. Huelga decir que la jugada le salió mal, y que "lejos de crear en Hitler una dependencia del ejército, el juramento (...) señaló el momento simbólico en que el ejército se encadenó al Führer".
"¡Judíos fuera!", un simpático juego de mesa para toda la familia creado por una empresa privada en 1936, y del que se vendieron cerca de un millón de copias
Una de las muchas cosas que uno descubre con Kershaw es que a Hitler en realidad lo conocemos muy bien. Si pensamos en el otro gran monstruo del siglo XX, vemos que la imagen que en general tenemos de Stalin no se ajusta a la realidad. Así, mientras de casi todos es sabido que Josif Vissariónovich Djugashvili fue un tipo vengativo, sanguinario y totalmente carente de escrúpulos, es totalmente falso que fuera un zoquete zafio e inculto, y la gente sabe muy poco de su juventud. Con Hitler, sin embargo, los incontables retratos y caricaturas que se han hecho de él en libros y películas han sido bastante fieles en su caracterización. Hitler era un tipo cerrado, casi incapaz de sentir afecto. A pesar de que se sabe de su relación con algunas mujeres, no eran pocos los que lo veían como un ser asexuado, y Helena Hanfstaengl, esposa de Ernst "Putzi" Hanfstaengl, jefe de prensa de Hitler (quien, por cierto, estuvo prometido a Djuna Barnes y bastante vinculado con las hermanas Mitford) se refirió a él como "un castrado", para tranquilizar a su marido ante los tejos que le tiraba Hitler. Tenía un genio incontrolable y no soportaba que le llevaran la contraria. Era probablemente consciente de su falta de cualquier tipo de talento, y eso hacía que su concepto de la política se centrara exclusivamente en enardecer a las masas. Sabía esconder su ignorancia en temas económicos tras un aura de misterio y desinterés, con lo que conseguía que su corte de subalternos compitieran entre sí por "trabajar en la dirección del Führer", es decir, en hacer lo que pensaban que agradaría a su líder.
Este espíritu de trabajar en la dirección del Führer se concretó, por ejemplo, en la Ley para la Prevención de Descendencia con Enfermedades Hereditarias, más conocida como la ley de esterilización, que supuso la esterilización obligatoria de 400.000 personas.
Patria, tierra, nación... Los judíos son malos porque no tienen nada de eso.
Al hablar de la Alemania nazi, es totalmente imposible no caer en generalizaciones. Es preciso, no obstante, hacer hincapié en el hecho de que dichas generalizaciones a veces nos impiden distinguir bien los hechos. La generalización más evidente, y que aún hoy es empleada como recurso facilón en cualquier discusión política, es la del uso del término nazi para referirse a un ejército o a todo un país. Como sabemos, los nazis eran tan sólo un partido político, y ni siquiera en los primeros años con Hitler en el poder podía afirmarse que los nazis controlaran todo el país. En concreto, durante muchos años hubo una gran tensión entre el partido nazi y amplios sectores del ejército, tensión que desembocó, por ejemplo, en la frustrada Operación Valquiria.
Ernst Röhm, a la derecha.
Uno de los personajes que mejor nos ayudan a entender este conflicto entre el partido y el ejército es Ernst Röhm. Este oficial rechoncho, héroe de la Primera Guerra Mundial, fue uno de los fundadores de las SA, o Sturmabteilung, la sección de asalto del Partido Nazi. La SA era, en pocas palabras, la sección de matones de los nazis, es decir, todos esos chulillos de uniforme que veis en las fotos boicoteando los negocios judíos. Röhm, cuya homosexualidad siempre había incomodado a sus compañeros de partido, terminó por convertirse en un auténtico indeseable desde el momento en que empezó a ambicionar más poder. Su intención, de hecho, era que sus chicos sustituyeran a las fuerzas armadas de la República de Weimar. Esto le enemistó no sólo con el ejército, sino con el mismo Führer, que vio en él a un peligroso rival. Por otra parte, los desmanes de la SA causaban alarma entre la sociedad desde hacía ya tiempo. La Noche de los Cuchillos Largos puso fin a todo eso. Ernst Röhm fue arrestado, junto con muchos otros elementos indeseables. En su celda, le dejaron un revólver para que pudiera acabar con su propia vida y lo dejaron solo. Cuando regresaron, se encontraron con Röhm sin camisa, en actitud desafiante. "Si me tienen que matar, que lo haga el propio Adolf", les dijo. Acto seguido, lo mataron de un disparo en el pecho a bocajarro. La SA fue desarticulada e integrada en las SS.
Como ya hemos visto, Hitler envolvía sus ideas toscas, simplonas, superficiales, demagógicas en una oratoria hipnótica. Ahí radicaba su gran poder, de carácter casi religioso. Las masas le adoraban y esa adoración alimentaba su incontenible narcisismo, con lo cual, en un círculo vicioso, aumentaban su poder, su megalomanía y su convicción, cada día más firme e implacable, de poseer el don de la infalibilidad. Todo lo cual nos lleva, por fin, a su primer gran acto de hybris.
La reocupación de la Renania supone, para Kershaw, el primer momento en que Hitler peca de arrogancia desmedida y se deja llevar por su irracional ambición y fe en su condición de elegido. La ocupación y remilitarización de esta región alemana, que, en virtud del Tratado de Versalles, estuvo controlada por la Liga de Naciones hasta 1935, tuvo lugar tras una larga serie de fanfarronadas con las que Hitler avasalló a los franceses, un increíble ultimátum que dio a los ingleses, y una sarta de mentiras a toda la comunidad internacional acerca de sus intenciones de paz. Alemania violó el Tratado de Versalles, ocupó y militarizó la zona, y no pasó nada. Bueno, sí pasó: Hitler consolidó aún más su aura heroica y divina.
Las tropas alemanas regresan a Renania
No son pocos quienes lamentan la banalización del término "nazi" en nuestros días. Dicho término, argumentan, se ha convertido en un mero insulto, o en EL insulto, el peor que se le puede hacer a un rival político. Es inmoral, sostienen, utilizar en nuestras triviales rencillas un término que define a los autores de la mayor atrocidad del siglo XX. Creo que no les falta razón, y que cualquier acto que pueda contribuir a la banalización del holocausto es repudiable. Conviene, sin embargo, señalar que es un error pensar que el nazismo surgió en Auschwitz. Auschwitz es la consecuencia lógica del nazismo, y el nazismo, a su vez, fue el resultado de un fanatismo y un totalitarismo tan rampantes hoy como hace 70 años.