Leonid Andréyev, nacido en Moscú en 1971 y muerto en Finlandia hacia el final de la I Guerra Mundial, no está entre los escritores rusos más conocidos en nuestro país. Una de sus obras más conocidas es Los siete ahorcados, que también está en la biblio, aunque yo preferí abrir apetito con este pequeño aperitivo de apenas 70 páginas.
Tiene Los espectros algo que encuentro con gran frecuencia en la literatura clásica rusa, y especialmente en la de los escritores de segunda fila, sin que ese término sirva de menosprecio (se puede ser un escritor excelente, pero junto a Tolstoi, Turguenev o Chejov, siempre estará uno en la segunda fila). Ese algo que tiene es cierto carácter de improvisación, aunque quien lo prefiera puede llamarlo espontaneidad, o incluso pasión. No sé si realmente está ahí, si es algo que cabe achacar a cierto aspectos culturales difíciles de trasladar, o si simplemente me lo imagino. Hace unas semanas, por poner un ejemplo, me ocupaba de Envidia, y no me cabe duda de que su segunda parte era fallida por un exceso de pasión, improvisación, o simplemente, alcohol. Esta novelita, sin embargo, es más redonda, y la improvisación que creo entrever en realidad hace la obra fascinante.
La historia se abre con Pomerántsev, y sabemos que "cuando ya no hubo duda de que [...] había perdido definitivamente la razón, se hizo en su favor una colecta que produjo una suma bastante importante (sic) y se le recluyó en una clínica psiquiátrica privada". Así, se trata de una novela, o más bien un relato, sobre la locura. Pronto constatamos, no obstante, que Pomerántsev no es el personaje principal. Éste, de hecho, no existe. Los espectros narra la vida de un pequeño grupo de enfermos mentales, su enfermera y el doctor Sheviriov en una pequeña clínica psiquiátrica privada y casi totalmente aislada del resto del mundo.
Como acostumbra a suceder con este tipo de historias, bien pronto nos damos cuenta de que la línea que separa la locura de la cordura es más bien difusa.
"Y mientras bebían se percataban de que la vida sobria que habían llevado hasta entonces no era sino una mentira, un engaño; de que la verdadera vida, la real, estaba allí, en aquellos lindos ojos bajos, en aquellas exaltaciones del sentir y el pensar, en aquel vaso que alguien acababa de romper, derramando sobre el mantel un vino color de sangre."
Pomerántsev, de hecho, lleva una vida apasionante: se codea con santos, se pelea con demonios, y vuela cada noche a su oficina. El doctor, por el contrario, lleva, al margen de la clínica, una vida disoluta en un curioso restaurante llamado "Babilonia", mientras que la enfermera principal está desesperadamente enamorada de él y ve consumirse su vida en una esperanza vana. Petrov, otro de los enfermos, vive en constante alerta, acosado por su madre, con quien nos encontraremos al final de la novela en una tristísima escena, y otro de los enfermos, de quien no llegamos a saber el nombre, se pasa la vida llamando a las puertas pidiendo que las abran.
Una vez más, el lector agradece que haya sido capaz de condensar en un breve relato una historia tan amena, profunda y sobre todo enigmática. Porque de nuevo, como me sucede a menudo con los rusos, uno se pregunta hasta qué punto ha entendido la historia y si una nueva lectura contribuiría al esclarecimiento o a la confusión. Y esto debe entenderse como un elogio. Así es la buena literatura.
Viaje al pasado es una novela menor en la producción de Stefan Zweig. Sin embargo, el autor austríaco es siempre garantía de novelas bien escritas, perfectamente estructuradas, con personajes bien definidos y sólido argumento. Es una historia donde, a menudo sucede con Zweig, los personajes se debaten entre dar rienda suelta a su pasión y regirse por las convenciones sociales. Cierto es que la historia de un hombre soltero, de origen humilde, que se enamora de una mujer casada con un millonario moribundo no destaca por su originalidad. No obstante, con todos los defectos de Zweig, el de pisar los tópicos más hollados no es uno de ellos. Bueno, supongo que igualmente podría decirse que, de todas sus virtudes, destaca la de hacer que los tópicos más trillados parezcan siempre originales.
Por otra parte, la novela se resiente de una escena, a mi juicio, totalmente irrelevante, como es la del desfile que anticipa los terribles tiempos que se avecinan. Parece que Zweig quiere darle un poco más de empaque a una novela que no lo necesita. Sin embargo, el pasmoso talento de Zweig para interesar al lector desde la primera línea vuelve a imponerse sobre los defectos de la obra.
A mí, desde luego, me ha salvado la tarde.
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