jueves, 29 de agosto de 2013

Viñetas de otro verano inglés


A ningún viajero le gusta saber que no queda en el planeta rincón por hollar, paisaje por descubrir, playa por tuitear ni tribu amazónica por infectar. Sin embargo, a todos los lectores nos encanta pensar que por allá donde vayamos probablemente habrá pasado ya algún escritor que habrá convertido ese café, esa iglesia, esa ciudad y sus habitantes en materia literaria. Paradojas del lector viajero.

Al igual que nos sucede cuando releemos un libro, uno no visita dos veces el mismo sitio. Aunque el billete de avión nos diga que volvemos a aquella ciudad que ya recorrimos el año pasado o hace tres lustros, a poco que observemos, veremos que el lugar ya no es exactamente el mismo, y que nosotros, el viajero, ya no somos aquél.
Y es que una de las ventajas de tener media familia desperdigada por Inglaterra y tres niños con los que hacer la obligada ronda de visitas es que, inevitablemente, uno vuelve, verano tras verano, a los mismos lugares, y se da cuenta de lo poco que los conoce. El redescubrimiento que de ellos hace el viajero puede venir por la vía poética, religiosa o filosófica, pero también, por qué no, puede llegar de un modo bastante más prosaico, como me ha ocurrido a mí.

El Puente Suspendido de Clifton, en Bristol

Parte de la familia de mi mujer vive en Bristol, donde debo de haber estado más de veinte veces. Siempre me había parecido una ciudad fea, mal diseñada, incómoda, aburrida y con bien poco que ofrecer al turista. Atravesarla en coche es una pesadilla que apenas se ve aliviada por las vistas de la estación de Temple Meads, y hacerlo a pie, si bien nos permite disfrutar del espectacular puerto y el barrio de Clifton, requiere botas de alpinismo. Ríete tú de las siete colinas de Roma.

La ciudad tuvo su época de esplendor en los siglos XVII y XVIII, con el tráfico de esclavos. La abolición de la esclavitud a finales del XIX, así como la guerra con Francia en 1793, marcan el inicio del declive de su actividad comercial. Bristol se revela incapaz de competir con la industria del norte del país.

La estación de Temple Meads en los años 60

En la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas de la Luftwaffe destruyeron gran parte de la ciudad, y la podría parecer que la reconstrucción que se llevó a cabo en los años 60, caracterizada por arquitectura brutalista y espantosos bloques de oficinas, tenía como finalidad rematar la faena que iniciaron los bombarderos alemanes. En fin, ése es el Bristol que yo conocía, hasta que este verano nos invitaron a hacer una visita a la ciudad a bordo de un autobús turístico. Mi experiencia con ese tipo de visita no era especialmente positiva, dado que ya había hecho una en mi propia ciudad (de nuevo, la suerte o desgracia de tener familia extranjera). En Barcelona, y aquí me vuelve a salir la vena antipatriótica, me había encontrado con una guía grabada donde, sorpresa sorpresa, nos informaban de la altura de los edificios y las fechas de construcción. En Bristol, por el contrario, nos encontramos con unos guías amenos, campechanos, inasequibles al desaliento ante la sosez de los pasajeros, y que no sé si nos descubrieron el lado oculto de la ciudad, pero desde luego nos hicieron ver la ciudad con otros ojos, y hasta nos dieron ganas de bajar y explorar la ciudad. Que sigue siendo fea, sí, pero con mucha belleza interior.

El histórico Llandoger Trow antes de la guerra.

El Llandoger Trow hoy

Prometo que en el próximo viaje me escaparé de los niños para tomarme una pinta en el Llandoger Trow, el pub donde se cuenta que Daniel Defoe conoció a Alexander Selkirk, inmortalizado luego como Robinson Crusoe, o que sirvió de inspiración a Robert Louis Stevenson para el Admiral Benbow Inn, de La isla del tesoro.

Este verano, Bristol fue escenario del Gromit Unleashed, es decir "Gromit sin correa", una exposición pública orgnizada con el fin de recaudar fondos para el Hospital de Niños de Bristol. En esta ciudad es donde se encuentran los estudios Aardman Animations, cuna de los geniales personajes de Wallace y Gromit. La exposición consistía en 80 esculturas de Gromit diseñadas por otros tantos artitas, y distribuidas por toda la ciudad. Nada glorioso, nada pretencioso, nada de "mira qué importantes somos", sino simplemente una excusa perfecta y desenfadada para que miles de turistas exploraran la ciudad mientras intentaban fotografiarse con todas las esculturas.







Otro de los escenarios habituales de mis veranos ingleses es el condado de Somerset, donde vive otra parte de la familia. Allí nos alojamos en un pequeñísimo pueblo a las afueras de Wells, ciudad famosa por su catedral y por la confusión de su nombre con Gales (Wales). Seguro que los lectores de Palencia me entienden. Wells forma parte del circuito tres en uno que lleva a los turistas a visitar en el mismo día Wells, Bath y Glastonbury. Esta última, aparte de por su festival de música, es conocida también por el número de hippies y druidas que la habitan. Ello se debe, sin duda, a que nos encontramos en tierras artúricas, y es que el monumento más conocido de esta ciudad es Glastonbury Tor, que se identifica con el Avalon de la leyenda de Arturo. La casa de mi suegra se encuentra en las Mendip Hills, y, a pesar del "spite wall" (un muro para joder el panorama) que un vecino se niega a derribar, desde ella se ve la torre en una vista parecida a ésta.


Vicar's Close, en Wells, es la calle residencial más antigua de Europa

La bonita ciudad de Nailsworth, donde desde hace unos años pasamos también unos días todos los veranos, no es especialmente conocida. Sin embargo, cuando uno dice que se encuentra en las colinas Cotswolds, y apenas a unos kilómetros de Stroud, los ingleses inmediatamente responden "ah ya, Laurie Lee". 


Laurie Lee es toda una institución en Inglaterra, mientras que en nuestro país es un perfecto desconocido cuya novela emblema, Sidra con Rosie, está, si no me equivoco, descatalogada desde hace años. Hablaré en otro momento de esa novela, y por ahora me limitaré a señalar que las Cotswolds son un lugar precioso, donde los turistas extranjeros prácticamente no existen, y que tiene ciudades y parajes que bien vale la pena visitar. De hecho, toda la región está designada Área de Destacada Belleza Natural.

Cirencester, la ciudad más grande del Dsitrito de Cotswold

El último de los lugares a los que vuelvo todos los veranos está situado en un pueblecito de Hampshire, en la arquetípica campiña inglesa. Estamos en territorio Jane Austen. 

Una hermosa vista al levantarse

Casas con tejado de paja, graneros reconvertidos en viviendas, jardines enormes con sus huertos y sus pequeñas granjas, vida rural llena de paz y armonía, este pueblecito de Hampshire es, para los amantes de la vida en el campo, un lugar idílico. Aquí la familia de mi mujer vive en una casa de no sé cuántos siglos, pero, a juzgar por los porrazos que me doy con las vigas de madera del techo, data de antes de que el homo sapiens diera el estirón. Es una casa algo incómoda, sí, pero absolutamente preciosa.


Y lo mejor de todo es que uno puede salir de paseo, cruzar prados, campos, bosques, y, tras encontrarse con un partido de criquet, llegar a la casa de Jane Austen. Para qué seguir.

En fin,  que no quedarán rincones por hollar, pero los que me toca pisar, ¡qué bien hollados están!

miércoles, 14 de agosto de 2013

Un libro para amar, odiar y domesticar


En España el amor a los libros es pronominal. Así, mientras en otros países de habla hispana es posible oír frases como "yo amo Cien años de soledad" o "amo a Roberto Bolaño", se me ocurre que aquí tales pasiones literarias es más habitual expresarlas con un "me gusta, me encanta, me fascina, me apasiona, me maravilla", y dejar la conjugación del verbo amar para las canciones o los títulos de películas. Curiosamente, no tenemos verbos pronominales para expresar nuestras fobias literarias, y los "me molesta, me jode, me da asco, me repugna, me repele" los utilizamos exclusivamente para hablar de política. Al hablar de libros, en nuestro odio preferimos ser directos: odio, detesto, aborrezco los libros de fulanito, o mejor aún, a fulanito y a toda su familia.

Con Gótico carpintero se me hace difícil escoger un verbo que exprese de manera precisa mi experiencia. Sin duda, "me ha apasionado" sería uno digno de considerar. Pero "no ha parado de tocarme las narices" también se acerca bastante a lo que he sentido. Ha sido una sensación entre no poder dejarlo y no ver el momento de que se acabara de una vez. Se trata de una novela, sí, fascinante, pero también de un reto que en ocasiones, por lo menos si queremos atar todos los cabos, nos parece insuperable (¡y dicen que ésta es una de las novelas más accesibles de Gaddis!). El lector tiene a ratos la sensación de que está en un rodeo, intentando domar un potro salvaje. Sabemos que podrá con nosotros, pero seguimos agarrados a él, y por muchas veces que nos tire al suelo, volveremos a montarnos. Todas las veces que haga falta. Se va a enterar. ¡Potros góticos a mí!


La trama de Gótico carpintero es tremendamente sencilla, o quizá sería más apropiado definirla como horriblemente complicada. Si nos adentramos en ella sin mucha cautela, nos parecerá algo tan sencillo como la historia de cuatro personajes principales y las relaciones entre ellos. Paul Booth es una especie de relaciones públicas para un siniestro reverendo que ahogó a un niño al bautizarlo. Liz, su mujer, es lo que en inglés se llama a "doormat", es decir, un felpudo. Se deja avasallar, se deja insultar y, probablemente, es golpeada por Paul. Y digo probablemente porque una de las características de Gótico carpintero es que, en mayor medida que en otros libros, es el lector quien tiene que hacer todo el trabajo. Gaddis suelta pistas por aquí y por allá, y se supone que el lector las debe ir recogiendo. El problema es que, a continuación, coge un camión volquete y sobre las pistas que ha ido soltando deja caer toneladas y toneladas de datos. Es todo un reto para el lector intentar abrirse camino a través de ellos, y a ratos la novela se asemeja a un puzle de mil piezas que reprodujera un cuadro blanco.

Ejemplo del estilo arquitectónico llamado gótico carpintero

Los otros dos personajes principales son Billy y McCandless. Billy es hermano de Liz, y es el clásico sinvergüenza que vive de los demás, y sobre todo de las demás, a las que sabe exprimir sin escrúpulos con su rollo hippy y espiritual. Los sablazos que le da a su hermana son constantes. McCandless es el dueño de la casa, y su contrato de arrendamiento con los Booth le permite en cualquier momento el acceso a la casa, donde tiene una habitación cerrada con llave donde guarda unos misteriosos documentos. Si esto último os parece un motivo sacado del cuento de Barbazul, quizá no andéis del todo desencaminados. La novela está atiborrada de referencias literarias, símbolos y alegorías que al más común de los lectores (el nene) le pasan completamente desapercibidas. Por el contrario, en este magistral, profundo y apasionante análisis de la obra, el autor es capaz de sacar cantidades industriales de jugo tan sólo al primer párrafo. Destaquemos, por poner sólo un ejemplo, la enorme influencia que ejerce Jane Eyre en esta novela, influencia de la cual yo, que leí el libro de la Brontë no hace tanto, ni me había enterado.


Entre los datos que el lector tiene que ir recogiendo para intentar que la cosa gótica tenga algo de sentido, tenemos decenas de acrónimos, referencias a personajes y hechos de los que no sabemos nada y que, quizá, sólo quizá, más tarde se nos revelarán; contratos millonarios, la CIA, fideicomisos, misioneros en África, geología, desfalcos y mucha jerga de abogados. A todos ellos los personajes hacen referencia sin tener en cuenta al lector. En una conversación preguntaríamos "un momento, ¿de qué estáis hablando?". Obviamente, en una novela no tenemos esa opción, por lo que tenemos que elegir entre tomar notas aplicadamente, o intentar simplemente disfrutar de esta primera lectura, y reservarnos el esfuerzo para la segunda, si la hubiere. En cualquier caso, Gaddis ciertamente sabe hacer disfrutar al lector y halagarle el ego, pero el que más disfruta es él mismo, el autor, que no está haciendo más que jugar con nosotros y hacernos pensar que llevamos las riendas de la lectura, para de repente, ¡zas!, tirarnos al suelo. Otra vez ese maldito potro.

Así, pasadas unas páginas, creemos que le hemos cogido el tranquillo a ese estilo con puntuación errática, en el que los personajes no se nombran los unos a los otros y llegamos a tardar decenas de páginas en adivinar quién está hablando. Pan comido, nos decimos, que yo he leído a Faulkner. Pero al cabo de un rato, nos damos cuenta de que nos estamos hundiendo en las arenas movedizas (lo siento; como veis, hoy estoy metafórico) de una historia densa, tensa, repleta de violencia latente, como una obra de teatro de Williams u O'Neill, pero con un uso del lenguaje que nos recuerda más a Pinter. Nuestros personajes no utilizan el lenguaje para comunicarse, sino para atacarse, aislarse o tergiversar la realidad, como el reverendo que convierte la muerte del niño en una milagrosa señal divina. "Todo se desmorona", decía el poeta, y en esta línea hay que señalar que muchos señalan el carácter profético de la novela, publicada en 1985, y que anunciaba, a su manera, el desmoronamiento del sistema financiero, así como los aspectos más nefastos de la globalización.


Los nombres de O'Neill o Pinter nos llevan a destacar el carácter teatral de la obra. Gótico carpintero transcurre en un único escenario: la casa construida en el estilo arquitectónico que da título a la novela. A lo sumo, los personajes salen al porche, suben o bajan la cuesta que lleva a la casa, o miran por la ventana. Pero es sobre todo el soberbio uso del diálogo que hace Gaddis lo que subraya esa teatralidad y lo que plantea el verdadero reto al lector. Como ya hemos señalado, el lenguaje no es aquí una herramienta de comunicación. No lo es entre los personajes, y no parece serlo entre autor y lector. La función del lenguaje parece ser la de engañar, confundir, llevar al huerto y hacer desesperar. He señalado también que podemos asistir a un diálogo que dura varias páginas, y tan sólo una pequeña pista hacia el final nos indica quién es uno de los interlocutores. Y qué decir, asimismo de las conversaciones telefónicas. El lector asiste a ellas absorto, y la lectura de las páginas siguientes puede muy bien depender de su capacidad de reconstrucción de la historia que acaba de oír a partir de unos pocos hilos. Fascinante y apabullante.

En definitiva, y para entendernos. ¿Me ha hecho disfrutar? Mucho. ¿Me ha tocado las pelotas? No seas vulgar. Digamos que me ha impacientado a ratos. ¿La volverás a leer? Quizá, aunque sólo sea para terminar de domar al susodicho potro. ¿Leerás otras obras de Gaddis? Lo dudo. ¿Recomendarías Gótico carpintero? Sí, pero sólo a lectores esforzados, a aquéllos que juran por el posmodernismo, y a cowboys experimentados.

Un lector enfrascado en Gótico carpintero
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