lunes, 30 de marzo de 2015

La vida en un palomar



Palomar es un pueblo situado en algún lugar de Centroamérica, que vive anclado en un pasado casi mítico al tiempo que mira de reojo hacia el Gran Sueño Americano. Palomar, donde no ha llegado el teléfono, oculta maravillas arqueológicas como esas gigantescas y misteriosas esculturas de una antigua civilización india, y delicias culinarias como las babosas fritas. No muy lejos de Palomar, aferrados a sus costumbres ancestrales, todavía quedan algunos indios que habitan en las colinas, morada también de panteras que, si bien tremendamente agresivas, no son quizá tan peligrosas como los monos que viven en el pueblo mismo. Estos monos se convierten de vez en cuando en una temible plaga, y los habitantes del pueblo se ocupan de ellos a tiro limpio o abriéndoles la cabeza a golpe de palo. Bienvenidos a Palomar.

Gilbert "Beto" Hernández, nacido en California hijo de mexicano y tejana, me sorprendió más que gratamente con Tiempo de canicas. Descubrí en esa lectura a un autor excelente que, en mi ignorancia, intuía que era capaz de grandes cosas. Luego, investigando por ahí, constaté que, cosas no grandes sino enormes, las había hecho hacía ya tiempo. Entre otras, con su novela gráfica y, en especial, con la serie que nos ocupa, había creado todo un mundo literario tan universal  como Yoknapatawpha, tan humano como el Wessex de Hardy, y tan fogoso como (suspiro) Macondo (para explicación del suspiro, seguir leyendo). Este mundo, que ya os he descrito muy someramente, se llama Palomar, y empezó a darse a conocer allá por 1983, a través de la publicación Love and Rockets, que el propio Beto había lanzado junto a su hermano Jaime, otro grande de la novela gráfica.



El extraordinario libro del que os hablo tiene como subtítulo 'Historias de "Sopa de gran pena"', pero creo que el título de Palomar que le ha dado la editorial La Cúpula es más que acertado, dado que fue en estas historias donde nació, se desarrolló y, lejos de morir, se inmortalizó el pueblo.



Los incontables argumentos de estas historias de "Sopa de gran pena" nos muestran, en primer lugar, las relaciones entre los habitantes del pueblo, un lugar donde todos se conocen desde niños, donde pocos conocen a sus padres biológicos, y donde a ratos todos parecen estar emparentados. En segundo lugar, asistimos también al modo en que dichos habitantes reciben, toleran o repelen a los que vienen de fuera, sea de forma temporal, para realizar excavaciones arqueológicas, sea para huir y esconderse del mundo, sea de regreso para jactarse de su triunfo en la vida. Pero si hubiera, que no sé por qué iba a haberlo, que hallar una especie de hilo central, habría que referirse sin duda a Luba, esa figura casi arquetípica de una prehistórica deidad matriarcal.


Luba es, al principio, una de esas recién llegadas al pueblo, y nadie sabe de dónde ha salido ni cuál es su historia. Se gana la vida dando baños a los hombres, oficio en el que tendrá que competir con Chelo, hasta ese momento la bañadora oficial de Palomar. Luba vive en un camión y está rodeada de mujeres y niñas. No tardamos en averiguar que todas ellas son de distinto padre y que ninguna sabe de quién es hija. Luba destaca por su fuerte e indomable carácter, por su belleza india y por sus enormes pechos, pero Hernández se cuida mucho de presentarnos a una supermujer. Antes al contrario, si Luba tiene que enfrentarse con algo, no es tanto con la violencia y la estupidez de un mundo machista (uno de los viejos dichos de Palomar es que se trata de un lugar, y cito de memoria, "donde los hombres son hombres y donde las mujeres necesitan sentido del humor"), sino sobre todo con sus propios defectos y debilidades: la incapacidad de mantener una relación estable, la imposibilidad de mantener las piernas cerradas, su inclinación por hombres tan poco proclives como ella a la estabilidad, el peso de sus traumas, que le impiden llorar y, en el aspecto físico, sus piernas de gallina. Los pechos de Luba idiotizan a los hombres, pero este personaje tiene muy poco de icono sexual. Luba es ante todo un símbolo de la fuerza de la mujer en su aspecto, digamos, más social y contemporáneo, así como de la mujer mítica dadora de vida.



Luba, no obstante, es tan sólo uno de los muchísimos personajes que pueblan estas páginas. De sus vidas, Hernández nos muestra retazos, pero tan bien escogidos y secuenciados como sólo puede hacerlo un maestro. A ratos viajamos a su infancia, de ahí a su madurez, volvemos a visitar su infancia y no pocas veces nos paseamos por su muerte. Pero en Palomar, magia de la literatura y talento de Hernández, la muerte nunca pone punto final a las historias.

Palomar nos introduce también en la vida, por ejemplo, de Vicente, cuyo rostro tiene una terrible desfiguración de nacimiento; Carmen, la pequeña peleona; Heraclio, el lector; Israel, el musculitos de versátil sexualidad, cuya hermana gemela desapareció de niña; Gato, el maltratador y fracasado emprendedor; Ofelia, la sacrificada y dolida solterona; Chelo, la bañadora de armas tomar que llega a sheriff; Tonantzín, la bellezona demasiado idealista para este mundo, y varias decenas más. No hay duda de que las mujeres son las grandes protagonistas del libro, y parece ser que éste tiene legiones de lectoras. En todo caso, no obstante, todos y cada uno de los personajes son muchísimo más ricos de lo que un par de adjetivos pueden injustamente dar a entender. Sus vidas no se cruzan sino que se entrelazan, y si alguna vez os habéis preguntado de cuántas maneras se pueden relacionar los habitantes de un pueblo, este libro os dará una idea bastante aproximada.

La serie iniciada con esta colosal novela continuó con otras como Luba o Río Veneno. La primera de ellas, como la que nos ocupa, tiene más de 500 páginas y, tras haberla localizado en la biblioteca, ya me estoy frotando las manos. La lectura de Palomar, no obstante, encierra un peligro, y es que el frenético ritmo que, involuntariamente, el lector a veces le impone no es el más adecuado para disfrutar de esta obra. Por mucho sexo, tiros, asesinatos, recuerdos y traumas de la infancia, peleas, epifanías, desapariciones, el chit chit de los monos, ojos arrancados, amistades eternas, gritos, navajazos, rencores, babosas fritas, arrestos, perdedores y folleteo por doquier, Palomar requiere una lectura reposada. De lo contrario, puede hacerse difícil seguir el ritmo de los cambios de escena, los saltos adelante y atrás en el tiempo, y los numerosos comienzos de historia in media res. Sin duda esta estructura es resultado del modo en que las historias se fueron publicando a lo largo de trece años en Love and Rockets, lo que asimismo provocó que, con cada nueva entrega, las historias fueran ganando en complejidad y profundidad. Otra de las bienvenidas consecuencias de esta publicación por entregas es la libertad con la que Hernández entra y sale de la vida de sus personajes. Como he apuntado más arriba, allí donde quizá hemos dejado a un personaje muerto y enterrado, el autor decide volver a él y sacar a la luz un episodio de su juventud que finalmente enlazará  -o no- con otro del que ni él mismo tiene todavía conocimiento. Tanto crítico hablando de Gabo y a ninguno se le ocurre el nombre de Dickens... Como diría cualquiera de los personajes, ¡tsk!


Porque parece ser que a algún crítico se le ocurrió un buen día la comparación con García Márquez, y, como podéis imaginar, allí se lanzaron en tromba todos los demás críticos. Así, las voces que relacionan esta obra con el realismo mágico son casi tan unánimes como las que se refieren a Palomar como el Macondo de la novela gráfica. Ya sabéis lo populares que son ese tipo de comparaciones entre todas las especies de críticos y periodistas: el Nobel de la televisión, el Proust japonés, el Maradona de los Cárpatos... Sin embargo, constato con alivio que no soy el único en pensar que dicha comparación es, cuando menos, desacertada. En mi opinión, por muchas insólitas delicias culinarias, civilizaciones ancestrales, plagas de monos o cementerios de esculturas sumergidas, en Palomar no hay realismo mágico. La única magia que hay en estas historias de un realismo, si queréis, mítico, es la que les imprime el autor. Con eso no quiero decir que la comparación con Gabo sea del todo descabellada, pues es innegable que ciertos elementos nos pueden recordar al colombiano: en Palomar se respira ese promiscuo aire caribeño de El amor en los tiempos del cólera; el pueblo está anclado, como ya he dicho, en un pasado mítico que nos puede hacer pensar en Cien años...; y la violencia de sus calles nos puede traer a la mente Crónica de una muerte anunciada. Pero no os engañéis: Palomar es grande por sí solo.


jueves, 19 de marzo de 2015

Esos otros placeres lectores


En las últimas semanas, Norman Manea y Rodrigo Fresán me han proporcionado sendos grandes placeres lectores, eso sí, de muy distinto signo.

Con el rumano Norman Manea, de quien hablé hace ya unos años a raíz de su impresionante El regreso del húligan, el placer ha sido el de la relectura, no de aquella autobiografía novelada, sino de un libro aún más oscuro en todos los sentidos, El sobre negro.


La relectura es un placer, con frecuencia más reivindicado que ejercido, del que existen por lo menos dos tipos. El primero consiste en leer en la madurez aquellas obras que nos marcaron en nuestra cada día más lejana juventud. Como sabéis, este tipo de relectura es un arma de doble filo. Uno puede, evidentemente, redoblar aquel gozo con la ayuda ahora del bagaje que los años, los kilos y otras muchas lecturas le han proporcionado, y descubrir así que aquella obra que tanto lo impresionó guardaba muchos secretos que sólo ahora podemos descubrir. Pero también puede suceder lo contrario, y sorprenderse uno al ver que El viejo y el mar, esa inolvidable novelilla que se zampó con pasión en una tarde, no tenía 100 páginas sino 500.



Pero existe, como digo, otro tipo de relectura, y es la que consiste en terminar un libro y acto seguido, o casi, volver a la primera página. Esto no me suele suceder muy a menudo, y cuando ocurre, se debe, como en este caso, no tanto al placer de la lectura como a la perplejidad que nos ha producido el libro en cuestión, y a la necesidad de entenderlo aunque sea un poquitín. Porque El sobre negro plantea al lector un enorme desafío. Yo, en este caso, lo he aceptado y lo he vuelto a aceptar. No sé si he salido airoso, pero sí con la cabeza muy alta.

*   *   *

Rumanía en los años 80 no era lo que se dice un buen sitio para vivir. De hecho, de todo el bloque del este, en aquel momento era probablemente en Rumanía donde la escasez y la miseria eran el mendrugo seco nuestro de cada día. No había vida sino supervivencia, y la esperanza sólo se podía encontrar en el diccionario. Por si eso fuera poco, al igual que en tantos países donde de la noche a la mañana se pasó de una dictadura a la contraria, la amnesia histórica se había encargado de enterrar crímenes y privilegiar a sus responsables.

 (Las fotos de Bucarest son del blog www.atomic-tangerine.com)

Verter un poco de luz sobre esa amnesia general es precisamente lo que se propone el protagonista, Anatol Dominic Vancea Voinov, Tolea para los amigos. Tolea perdió a su padre en oscuras circunstancias cuarenta años atrás. Oficialmente, Marcu Vancea se suicidó, desesperado por la persecución que lo estrangulaba y el infortunio que golpeó a su hijo, Tolea, en un desgraciado accidente de bicicleta. Éste, sin embargo, hoy sospecha que alguien lo empujó al suicidio, y recuerda aquel misterioso sobre negro que recibió su padre días antes de su muerte. Tolea se lanza, pues, a intentar reconstruir aquel episodio, a la vez que recorre un Bucarest sucio, tenebroso y pútrido, donde no se puede sobrevivir sin trapicheos, y donde en cada rostro se puede esconder una cicatriz junto a la ceja, señal definitiva, para Tolea, de que se halla ante un "sustituto".


Ése sería un resumen aproximado del tenue hilo argumental que enhebra la novela, pero El sobre negro esconde mucho más. Quizá sería más preciso decir oculta. O entierra. No: incinera y lanza las cenizas a un vertedero. Nuclear. Dicho de otra forma, Manea no nos lo pone fácil, y es que, como ya señalé al hablar de El retorno del húligan, lo que me gusta de Manea y, sin duda, lo que desespera a muchos lectores, es que es uno de esos autores que parecen escribir exclusivamente para ellos mismos. Así, Manea trufa esta novela de referencias que el lector no sabe por dónde coger. Verbigracia, Macrobio. ¿Qué os parece? ¿Cómo, que no os suena? Pues nos dice la wikipedia que se trata de un escritor romano de cuya vida poco se sabe, pero suponemos que su relevancia viene por el hecho de que el dicho Macrobio es el autor de Comentario al sueño de Escipión, un prolijo comentario a Sobre la república, de Cicerón. O quizá no, quizá se trata de otro Macrobio más ignoto todavía. En cualquier caso, si conseguimos dilucidarlo nos salen luego Baronio, Gerberto y Otón III. Pues bien, con esta incerteza, como quien va en chanclas por un lodazal lleno de bichos con dientes y aguijones, es como se siente el lector en cada página. Un gustazo.


Todos los personajes sin excepción consiguen, dentro de su insondable misterio, captar el interés del lector, que acaba, junto con el propio Tolea, perdiendo la razón y viendo cicatrices en todas las cejas. Probablemente sea el doctor Marga el más enigmático de todos. Marga trabaja en un centro psiquiátrico y vive con holgura. En su juventud fue, junto a otros personajes, compañero de estudios de Tolea y estuvo enamorado de la hermana, quien un buen día conoció a una especie de mesiánico misionero con quien se casó y se fue a vivir a no recuerdo dónde. Eso sucedió poco antes del funesto accidente de bicicleta de Tolea. Años más tarde, el profesor Tolea fue expulsado de la enseñanza por culpa de un escándalo sexual, y, protegido por el propio Marga, recaló como conserje en un hotel bucarestino, lúgubre y sórdido como sólo podía serlo un hotel rumano de medio lujo. Y un buen día, quizá a raíz del brutal suceso que abre la novela, un suceso que conmueve y horroriza a toda la ciudad, Tolea empieza a buscar respuestas, y, de manera un tanto incauta, las acabará buscando en casa de Marga.

 Alegoría de la Prudencia, de Tiziano, es un motivo fundamental en el libro

Desde la crónica del suceso que abre la novela hasta el final, que, como os podéis imaginar, es abierto de par en par, se suceden decenas de pequeñas historias que, a su manera, se van entrelazando. Asistimos a escenas fascinantes como la que tiene lugar entre Tolea y la "sacerdotisa" en ese edificio a las afueras de la ciudad después del terremoto; los retazos del sueño constante que tiene lugar en un avión con una azafata de generosos senos, o la conversación con Tiziano. Y qué decir de esa charla con Venera, que Manea decide repetir. Oímos también hablar del griego Ianuli, un revolucionario casi legendario que abandonó su país para seguir con su lucha en Rumanía, y tenemos, entre otros muchos personajes, a Toma, administrador del piso donde vive Tolea y encargado de redactar informes sobre los vecinos. Todo ello está narrado con constantes y sutiles cambios del punto de vista, de estilo y, por si fuera poco, con escenas que parodian un clásico de la literatura rumana. Sabemos que en el centro hay un nudo un poco tosco que ata unas historias y personajes a otros, pero sabemos también que esas historias son como hilos de diferentes colores, grosor y tamaño y que, además, van a quedar sueltos.

Suponemos que Manea nos ha querido hablar de la violencia ejercida desde el poder, de la libertad, de la humillación, de la cobardía y, sobre todo, de un concepto que se repite de principio a fin: la indiferencia. Así que, si el lector no se empeña en "entenderlo" todo, o, para ser más precisos, si se conforma con entender sólo un poquito, puede disfrutar de una gran novela.



Rodrigo Fresán, por su parte, me ha proporcionado otro gran placer lector, que es el del abandono a mitad de lectura. Bueno, en realidad no he llegado ni a un tercio, pero lo he dejado sin remordimientos y con la conciencia muy tranquila.

A Fresán no sólo lo admiro, sino que lo tengo en un pedestal desde que leí Jardines de Kensington. En aquella novela, la impresionante capacidad de inventiva del autor, sabiamente mezclada con los elementos biográficos, consiguió que obviara esos rasgos de su escritura que más me irritan y que me rindiera a una narración que combinaba estupendamente la fantasía con la historia y la cultura pop. En La parte inventada, sin embargo, Fresán ha dado rienda suelta a sus tics y, desgraciadamente, en esta ocasión, a mi juicio, no hay una narración capaz de redimir ese desenfreno.

La parte inventada es un libro que entusiasma tanto a críticos como a lectores. La opinión de los primeros, en un mundillo donde los desmedidos elogios al colega son parte inexcusable del protocolo, me parece completamente irrelevante y no le pienso dedicar una palabra. En cuanto a los segundos, entiendo perfectamente su entusiasmo, pese a que mí la novela no me ha gustado. Y lo entiendo porque hay un hecho innegable: La parte inventada es un libro muy agradable de leer. Más que agradable, es un libro casi agradecido. El lector que se adentra en esa especie de metaconstrucción literaria no deja de sorprenderse exclamando "¡es verdad!, ¡yo conozco a alguien así!". O "¡sí! ¡cuántas veces he pensado yo lo mismo!". En definitiva, con cada página que leemos, recibimos un piropo del tipo: qué listo eres, lector. No se te escapa una.

Aprovechemos esa pendatería mía de metaconstrucción literaria para resumir la idea principal de la novela.

¿Cómo funciona la mente de un escritor? Ésta es la pregunta que nos encontramos en la contraportada, que continúa de esta guisa: "La parte inventada busca respuesta a esa pregunta adentrándose en la mente de un escritor que trata de escribir su propia historia". Bien. Creo que todos estamos de acuerdo en que la ficción acepta en sus páginas -más todavía, recibe con los brazos abiertos- cualquier tema, siempre que el autor sepa justificar su inclusión en la trama e ir más allá de la mera curiosidad enciclopédica. Allí está Moby Dick, y su morfología ballenera, o, por citar un ejemplo algo más reciente, la ochentera El país del agua, de Graham Swift, que nos describía en detalle el ciclo vital de las anguilas. En suma: todo, absolutamente todo, puede convertirse en literatura. Pero el autor debe ser consciente en todo momento de que esas incursiones, o mejor dicho, excursiones fuera de "lo literario", deben estar subordinadas a la Literatura, y no al revés. En otra palabras, Melville no escribió un libro sobre los diferentes tipos de cetáceos, del mismo modo que la contraportada de El país del agua no rezaba "¿Dónde nacen las anguilas? Ésa es la pregunta que Graham Swift se ha propuesto responder".

Pues bien, en lugar de escribir un libro en el que, además de disfrutar de una obra literaria, nos introducimos en la mente de un escritor, Fresán ha decidido que el presunto viajecito por su mente vale, por sí solo, el esfuerzo de tragarse casi 600 páginas. Ya lo sé, quién me manda a mí, con lo clarito que lo decía la contraportada. Para una vez que ésta no engaña...

Dicho eso, insisto en que La parte inventada es un libro sumamente agradable de leer, del mismo modo que puede ser agradable conectarse a facebook diez minutos al día o pasearse por el mundo bloguero. Algunos ejemplos: ¿verdad que a todos nos gustan las listas? Pues en este libro tenéis listas a mansalva, listas a gogó, listas a troche y moche, listas a diestro y siniestro, listas a porrillo, listas a tutiplén. Disfrutad de una pequeña selección de las cuestiones que preocupan a El Niño, una lista que ocupa casi cinco páginas:

"¿Por qué Superman parece hacer el mismo esfuerzo -la misma tensión de músculos, su ceño fruncido- a la hora de levantar un automóvil o alterar a empujones la órbita de todo un planeta...?

(...) ¿Quién es el culpable de que haya tantos Sugus de color rojo y tan pocos de color verde en los paquetes de caramelos surtidos?

(...) ¿A qué se debe que haya agujeros en el queso? 

(...) ¿Es la aureola rodeando el cráneo de Jesucristo la representación gráfica de la poderosa migraña causada por la corona de espinas?

Yo una vez publiqué en facebook "¿por qué es imposible encontrar huevos blancos en el supermercado?". Conseguí seis o siete "me gusta" y un par de amigos aportaron sendos comentarios la mar de ingeniosos.

Otras de las reflexiones que pasan por "la mente de un escritor" no se ajustan tan bien a facebook, pero serían estupendas para un blog literario o para una columna de suplemento dominical:

Porque para demasiadas personas los libros se usan y se gastan y qué sentido tiene conservarlos. Ocupan tanto lugar, hay que sostenerlos y pesan, son tan sucios y, aunque no se diga en voz alta, los libros son demasiado baratos para ser algo bueno y provechoso, se susurra. (...) Y, sí, es para ellos que se ha inventado el status del libro electrónico donde -¡aleluya y eureka!- se ha conseguido hacer comulgar a la televisión con la impresión: para descargar y no cargar, para adquirir y acumular y no abrir ni pasar página. Y para que -tan satisfechos de que dos mil títulos puedan ser levantados por una sola mano- los libros no estén todo el tiempo ahí, a la vista, recordando con su atronador silencio todo lo que no se ha leído ni se leerá.

Leer es muy bonito y los libros huelen muy bien. Y esta prédica a los conversos le ocupa a Fresán otras cuantas decenas de páginas.

Como vemos, el nivel de exigencia al lector es muy bajo. ¡Cómo añoré en más de un momento a Manea llamándome idiota! En La parte inventada, al lector poco avisado quizá le impresione al principio el uso de las fuentes, con cambios constantes de Arial a American Typewriter, así como los incontables paréntesis y asteriscos, por lo que puede que más de uno piense que está ante una novela de estructura altamente sofisticada. Pero no os engañéis: al igual que tantas páginas y listas de este libro, los cambios de fuente, los asteriscos y las crucecitas son completamente superfluos e irrelevantes. Siempre es la misma voz la que nos habla, una voz de profesor universitario medio rebelde y aspirante a viejo cascarrabias, y siempre lo hace, en otro de los pecados imperdonables de esta novela, completamente desprovista del menor atisbo de ironía. Y como yo también tengo derecho a repetirme, insisto: esta novela gusta tanto porque lo poco que tiene que ofrecer al lector (o lo mucho que me he perdido en el resto del libro) se lo da perfectamente hervidito, cortadito, mascadito y hasta bien digeridito. Leed al respecto unas pocas líneas sobre los Karma, una familia de pijos filisteos ignorantes materialistas.

"Penélope (...) ha descubierto (...) que su capacidad de concentración por más de uno o dos minutos es nula, que no les importa cómo empieza y cómo transcurre y cómo terminará la película, que se puede empezar y terminar una historia en cualquier momento".

"Y una de las pocas órdenes del mundo exterior que los Karma obedecen sin resistencias ni quejas es, ya se dijo, la de jamás pasarse  de los ciento cuarenta caracteres para hablar o escribir. Para los Karma, escribir más de ciento cuarenta caracteres es casi como escribir una novela".

"Una joven Karma se acerca a Penélope y le confía que 'Yo he leído un libro, pero no fue una buena experiencia. Así que ya no repetí. Fue casi traumático".

Si no os ha quedado claro el tipo de familia que son los Karma, no os preocupéis. Hay cincuenta páginas así. Y contando. Fue en ese momento (página 150) donde lo dejé. Sé que se me puede reprochar que critique una novela que no he terminado, pero por eso mismo no he querido dedicarle una entrada entera. Admito también la posibilidad de que en las 400 páginas restantes la cosa pueda animarse un poco. De hecho, al hojearlas me ha parecido entender que hay un asesinato, y parece ser que entra en acción otro personaje y todo. No obstante, yo soy de los que piensan que, a partir de cierto momento, el libro que nos falla pierde todo derecho a mejorar.

Así que ya sabéis, si tenéis ganas de halagar vuestro ego y, para qué negarlo, pasar unos ratos bastante entretenidos, La parte inventada es vuestro libro. Yo me esperaré a que se publique la trilogía completa, con La parte revisada y La parte editada.

viernes, 6 de marzo de 2015

El cuarteto de Alejandría


Imaginad una película, posiblemente francesa, quizá de los años 70. Tenemos en ella un par o tres de personajes masculinos y otros tantos femeninos. Ninguno tiene menos de veinte años ni más de cuarenta y cinco. Algunos de ellos son artistas, y su pasión por el arte es igual o mayor que el amor que sienten por otro u otros de los personajes. Hay entre ellos una mujer enigmática y de una belleza clásica que los cautiva a todos y, en especial, al joven e inocente aspirante a artista. Las relaciones entre las diferentes parejas o tríos son tormentosas, y nadie parece saber muy bien lo que quiere de la vida. Todos buscan la belleza, o eso pretenden, pero son incapaces de aprehender la poesía que flota en el ambiente. La melancólica música de violines nos lleva, bajo la lluvia, de casa del uno a la del otro por unas calles de adoquines y acordeonistas.

No sé vosotros, pero ante ese tipo de película servidor siente unas incontenibles ganas de apedrear la pantalla. ¿Y por qué os cuento esto? Porque leyendo el primer volumen de la tetralogía de Durrell es muy fácil rendirse a un imaginario dejà vu y consignar cada una de las escenas que vemos al catálogo de cine de los horrores y pomposidades. Pues bien: craso error.


...O quizá no sea tan craso, ya que, como he dicho, esa capitulación lectora es muy habitual ante el denso lenguaje, las prolijas descripciones, los hilos sueltos y los complejos personajes de Justine, que nos pueden hacer creer que lo que estamos leyendo no es más que una apología de oh la belleza y un ah homenaje a la mítica ciudad de Alejandría.

Cuatro palabras sobre la casi inresumible trama. Poco sabemos del narrador, aunque sospechamos que es un trasunto del propio Durrell. Darley, que es como se llama (aunque esto tardamos mucho en averiguarlo), es un joven aspirante a novelista que no sabemos muy bien de dónde ha salido y por qué está allí, y que, a mediados de los años 30 del siglo pasado, se gana la vida en Alejandría dando clases de inglés. A través de él conocemos a Justine, una cautivadora belleza judía convertida al cristianismo y casada con un egipcio copto, el todopoderoso Nessim. Justine y el narrador se convierten en amantes, pero el segundo no rompe su relación con Melissa, una infeliz cabaretera tuberculosa maltratada por la vida. Y este aire de sórdido romanticismo empapa la novela de principio a fin. La galería de personajes se va ampliando, y en Justine sus relaciones y tejemanejes pueden llegar a ser, en efecto, abrumadores. Será en los siguientes libros cuando, por un breve momento, nos dará la impresión de que todo se va aclarando. Ingenuos de nosotros. Porque una novela que mezcla, entre otros, el cábala, el espionaje, Freud y la teoría de la relatividad nunca llega a aclararse del todo. Benditas sean las relecturas.

Rashomon. Cada personaje contando la suya

Los tres primeros libros, Justine, Balthazar y Mountolive, transcurren de modo más o menos simultáneo, y cada uno de ellos, como ya he dicho, nos presenta una visión diferente de la misma secuencia de acontecimientos. De hecho, la compleja estructura de la novela hace que a medida que avanzamos en su lectura vayamos cuestionando todo lo leído anteriormente, algo parecido a lo que, en años más recientes, hizo Agota Kristof en la inolvidable trilogía de Claus y Lucas. Sin embargo, Durrell entiende esta relatividad de la verdad en un sentido mucho más complejo de lo que nos podría dar a entender una comparación con la novela de Kristof o, por poner otro ejemplo, con la película Rashomon, de Kurosawa. Así, en lugar de, digamos, tres cámaras filmando la misma escena desde tres ángulos diferentes, aquí, de la mano de cartas, diarios, novelas y narradores, diríase que nos enfrentamos a unas cámaras que a veces parecen filmarse la una a la otra, mientras que otras veces una se oculta en el interior de la siguiente, que a su vez y a su vez, como en una muñeca rusa. Si no se entiende es que lo he explicado bien.

Burg el Arab, donde Nessim construye un palacio a Justine

El último libro, Clea, es quizá, junto con Justine, el más hermoso, con la diferencia de que ahora el lector no se siente tan desorientado como al principio. Ha transcurrido más de una década, la guerra ha terminado y Darley, tras pasar unos años en una remota isla griega criando a la hija de su antigua amante, regresa a Alejandría. Los avatares de la vida y la guerra se han encargado de repartir destinos insospechables a algunos de sus antiguos conocidos, y mientras el narrador va cerrando cada uno de esos episodios que constituían sus recuerdos, se enfrenta al reto de reconciliar lo irreconciliable: el amor y su futuro como escritor. Ahí estará el destino, léase la tragedia que trae consigo una nueva vida, que se encargará de ello.



 Dicen los entendidos, pues, que Durrell se propuso escribir una obra literaria desde el prisma de la teoría de la relatividad, con grandes dosis de Freud. Ambición, desde luego, no le faltaba a don Lorenzo, como podemos comprobar también con las "Notas de trabajo" que el lector se encuentra al final de tres de los libros. Señala Durrell que dichas notas sugieren que, si la serie se extendiera de manera infinita, no se convertiría en una novela río (que para eso ya está Proust), sino que "seguiría formando parte estrictamente del presente continuum verbal." De acuerdo, citar al propio autor no siempre es lo más indicado para animar a la lectura...

Al respecto de la relatividad, aquí tenéis un artículo muy interesante (en inglés) que analiza la estructura de la obra, y cómo la relatividad dota a El cuarteto... de una profundidad casi inagotable, dado el sutil juego de espejos que enlazan un libro con el siguiente. En este Cuarteto tenemos, efectivamente, episodios, anécdotas y personajes que se nos presentan desde diferentes puntos de vista, pero cada uno de esos puntos de vista se ve, a su vez, alterado por lo que ha ocurrido antes, por lo que sucederá después, y por el modo en que están conectados. Sé que parece muy complicado, pero lo es todavía más. Y sin embargo, se lee, o se puede leer, con ese afán devorador del jovencito lector que fuimos.

El lujoso salón donde se urden conspiraciones amorosas y asesinatos

Con una obra tan rica y compleja como El cuarteto de Alejandría uno debería pensárselo dos veces antes de hacer cualquier afirmación categórica al respecto del tema central. No obstante, resulta innegable que uno de los temas centrales de la obra es, por muy injustamente cursi que suene, el amor, o más precisamente, las relaciones presuntamente amorosas en ese juego tan sucio que con frecuencia es la vida.

El amor es analizado en todas sus variantes, combinaciones y permutaciones, y los resultados de dicho análisis no siempre son todo lo hermosos que a ese lector que afronta Justine con excesiva precaución le pueden parecer al principio. La pederastia juega un papel bastante importante en la obra, y uno prefiere no preguntarse hasta qué punto era algo cotidiano en aquel Egipto prebélico. También el incesto está tratado de una forma que lo hace aparecer un tanto menos escandaloso de lo que uno imaginaría. Cabe señalar aquí que, en sus diarios, Sappho Jane, hija de Durrell y su segunda esposa, Eve Cohen (quien sirvió de inspiración para el personaje de Jusine), acusó en sus diarios a su padre de incesto, algo que ha sido con frecuencia desmentido por los biógrafos. Tras un intento fallido de suicidio, Sappho finalmente acabó con su vida en 1985.
Pero estos dramas y perversiones no son los únicos obstáculos para el amor. Se me antoja que es la susodicha relatividad que corre desbocada por toda la novela la que impide la comunión total entre dos almas, tan necesaria para un amor que valga la pena narrar. ¿No hay esperanza, entonces?

Y cómo no va a haberla. Pero hay que trabajársela.

 "El cuarteto de Alejandría, ¿pero eso no lo lee la gente joven?", me preguntó un amigo. Él peina más canas que yo, así que no me lo tomé mal. Además, es cierto que este libro suele leerse por primera vez a edades más tempranas que la mía. Y bien, ¿qué tiene esta obra para, junto a Hesse y Cavafis (presente, éste último, a lo largo de las cuatro novelas), formar parte del canon de adolescentes y veintiañeros? Ante todo, y sin duda, la ya mencionada exploración de las relaciones personales, así como la voz del narrador, con el que es inevitable identificarse: un hombre joven y un tanto inocente, con inquietudes artísticas y cuya tendencia al desencanto se ve siempre derrotada por la esperanza del futuro. Me pregunto qué habría sacado yo de esta lectura veinticinco años atrás, y buscando la respuesta respiro con alivio: probablemente me habría quedado en los líos de los personajes y me habría convencido aún más de que a las mujeres no hay quien las entienda.

Eve Cohen, segunda esposa de Durrell, le inspiró el personaje de Justine

Pero enteraos, veinteañeros: reducir una obra como esta a la exploración del amor es una injusticia tan tremenda como frecuente. Es injusto porque cuando ponemos el amor en primer término, se oculta otro tipo de pasión, en este caso la del lector, embriagado ante la cascada de historias que se le viene encima a casi cada momento. Muchas de estas historias son, como ya hemos dicho antes, absolutamente sórdidas; otras, macabras; alguna, fantástica; las más, divertidas, misteriosas, ingeniosas o sencillamente apasionantes, aunque no falta, para qué negarlo, la que nos deja bastante perplejos, cuando no con cara de tontos. En El cuarteto de Alejandría os vais a encontrar con escenas espeluznantes, como esos camellos descuartizados vivos, mientras que otras son francamente terroríficas, como ese visitante encerrado contra su voluntad en un burdel infantil. Otras, como la tragedia desencadenada hacia el final de la obra por ese certero arpón, nos hacen pasar las páginas a una velocidad de órdago, algo que, por otra parte, sucede raras veces, dada la complejidad del estilo y lenguaje durrellianos. Y el resto de las 900 páginas lo ocupan, entre otras maravillas, escenas como el carnaval con asesinato incluido, o la fiesta religiosa en honor del homosexual transvestido que, a su muerte, pasa a formar parte del santoral musulmán, sin olvidar al barón alquimista que crea una pequeña corte de homúnculos (chúpate ésa, Pynchon). Así que insisto, dejaos de la exploración del amor (que sí la hay, y mucha) y preparaos, porque uno no gana para sorpresas con este libro. El problema, como ya he apuntado, es que muchos lectores se quedan en Justine, del mismo modo que otros, supongo, no recorren más que el camino de Swann. Y un Justine a secas, leído además como una historia de amor, sí se acerca mucho, reconozcámoslo, a la consabida película.

Así que nada de meter el dedo gordo del pie. Lanzaos de cabeza en las aguas del Mediterráneo, allí donde un derrotado Marco Antonio se hizo construir un palacio que nunca completó y cuyos restos jamás han sido hallados. Quizá os encontréis bajo el mar con un cónclave de siete marineros griegos, muertos en una explosión, allí sentados, solemnes, atentos. Saludadlos de mi parte.


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