viernes, 20 de junio de 2014

Entusiasmo y melancolía de la revolución


Los bolcheviques, socialistas, mencheviques y anarquistas, entre otros, que pusieron fin a siglos de zarismo lo tuvieron más fácil que aquellos guillotineros que, un siglo antes, habían acabado con la monarquía francesa: sabían que era posible.

No obstante, el camino que tuvieron que recorrer fue largo. Uno de los muchos momentos clave de ese camino fue el atentado que en 1881 acabó con la vida del zar Alejandro II. Este zar fue posiblemente el más liberal que hubo y, entre otras reformas emprendidas, había abolido la pena de muerte y puesto fin a la servidumbre de la gleba. Su magnicidio tuvo como consecuencia un apretón de tuercas a la autocracia por parte del nuevo zar Alejandro III, que por otra parte quizá fuera lo que buscaban quienes tiraron una bomba a los pies de su padre. El brutal atentado había sido perpetrado por un grupo llamado Voluntad del Pueblo, uno de cuyos miembros era Nikolái Kibálchich, experto en explosivos y pariente lejano de Víctor Lvóvich Kibálchich, más conocido en la posteridad como Víctor Serge. Pero no nos adelantemos tanto.

Ejecución de los miembros de Voluntad del Pueblo

La revolución se había ido gestando a lo largo de la segunda mitad del s. XIX, con el impulso de las ideas de Marx, Herzen y otros, y para la segunda década del XX ya estaba bien madura. No así en el año 1905, que, por lo demás, fue uno de los más agitados de aquel larguísimo parto revolucionario. De hecho, lo que ocurrió aquel año ha quedado en la historia con el nombre de Revolución Rusa de 1905. Fue la primera que hubo y se saldó con unas concesiones huecas por parte del zar para que todo siguiera como estaba. Nos lo cuenta así Serge, en su libro Vida temprana de Stalin:

El 17 de octubre de 1905 una huelga general espontánea obliga al zar Nikolai II a conceder a su pueblo un régimen constitucional cuasiparlamentario y libertades democráticas... A estos días de alegría les siguen días de sangre; y es entonces cuando la reacción, tras haberse recuperado, gracias a la fidelidad del grueso del ejército, reprime despiadadamente las insurrecciones, hace pedazos el levantamiento de Moscú, hace arrestar al Soviet, es decir al Consejo de diputados obreros de San Petersburgo, presidido por el joven revolucionario llamado León Trotsky que acaba de decretar la jornada de ocho horas...

[No obstante] la primera Revolución rusa fue una prodigiosa llamarada. Produjo, por millares, combatientes, héroes, ideólogos, políticos, fanáticos, aventureros. Todos los nombres que entraron en la historia unos doce años más tarde ya entonces figuraron en un buen lugar excepto el de José Dzhugashvili. En el Cáucaso, sin embargo, la tormenta tuvo tal violencia que arrasó con todo durante algunos momentos y la revolución gobernó el país, con excepción de algunos islotes. 

La repentina y brevísima desaparición de la censura permitió la aparición de decenas de publicaciones como ésta

En aquella época, Leonid Andréyev era ya un autor consagrado y tremendamente popular, gracias a sus relatos y novelas cortas, entre los que destaca Los siete ahorcados. Sus novelas más largas, sin embargo, parecen estar hoy prácticamente olvidadas, incluso esta extraordinaria y apasionada, sin dejar de ser apasionante, Sashka Zheguliov. Injusticias de la historia y del mundo editorial, porque decidme si unas primeras líneas como éstas no merecen una buena edición (la que he leído, de Espasa, no es mala, más bien todo lo contrario, pero tiene una de las portadas más feas de la historia de la literatura):

... Triste y tierno, amado por todos a causa de su belleza y de la pureza de sus pensamientos, unos labios sedientos bebieron su sangre y pereció muy joven, de una muerte solitaria y terrible. Fue enterrado junto a los criminales y asesinos, cuya suerte había compartido por propia voluntad; murió maldito de los hombres y nadie puso una cruz sobre su tumba desconocida. (...) ¿Quién iba a cerrar los ojos de un asesino? Quedarán abiertos, mirando dóciles a las tinieblas, hasta el gran día del juicio supremo...

Un Andréyev melancólico

La novela consta de dos partes. La primera se titula "Sashka Pogodin", y en ella tenemos a un chico prometedor, de buena familia, cuyo padre, militar de alto rango, murió siendo él niño, y cuyas madre y hermana lo adoran. Sasha, no obstante, tiene un espíritu melancólico, insatisfecho y desarraigado. De haber nacido en otra época y lugar, Sasha quizá hubiera sido un eremita, un marinero embarcado en una novela de Conrad, o, por qué no, un poeta ruso romántico amigo de los duelos. Pero en la época en que vive, la Rusia del XIX, su carácter sombrío y su corazón avejentado se avienen muy bien no sólo con el creciente descontento social sino, sobre todo, con la bíblica maldición de los hijos que cargan con la culpa de los padres.

Sasha Pogodin no tuvo nunca eso que se llama serenidad de la infancia. Siendo, como era, un niño semejante a los demás, su memoria no conservaba ningún recuerdo de ese sentimiento particular de quietud, de impecabilidad, de alegría serena que está íntimamente ligado con el sentimiento de la vida. Se diría que no había nacido como los otros niños, sino que había depertado de un sueño: un viejo que se durmiera con el alma hastiada y cargada de pecados y se despertara niño, habiendo olvidado lo que fue antes.

Andréyev en una foto familiar bastante inusual para la época

La segunda parte, "Sashka Zheguliov", marca el inicio por parte del protagonista de su vida como agitador. Pero antes, un poquito más de historia.

La abortada revolución de 1905 difiere de la exitosa del 17 en un aspecto fundamental: mientras la segunda tuvo como escenario casi exclusivo la ciudad de Petrogrado, la primera se extendió por vastas zonas del Imperio, y en ella jugó un papel destacado el campesinado. Que una fracasara y la otra triunfara nos dice mucho sobre estrategia revolucionaria. Al respecto de esas revueltas campesinas, nos dice la wiki:

La situación económica de los campesinos era insostenible. Sin embargo, carecían de una dirección unificada, y sostenían un abanico de objetivos tan numeroso como las facciones existentes. Los levantamientos se multiplicaron durante todo el año, alcanzando máximos a principios de verano y en otoño, y culminando en noviembre. Los arrendatarios reivindicaban menores tasas, los asalariados mayores sueldos, y los propietarios mayores terrenos. Las actividades incluían la ocupación de tierras —acompañada a veces de violencia e incendios—, saqueo de latifundios y la caza y tala ilegales en los bosques.

Fue uno de los escritores más fotogénicos de la historia

Y es a ese saqueo y a esos incendios a lo que entrega Sashka su juventud y su alma, hasta que por fin atrapamos los acontecimientos anunciados en la primera página. Ése es el núcleo del argumento. No cabe duda, pues, de que el valor literario de Sashka Zheguliov no radica precisamente en su trama, que, como hemos visto, podría resumirse en "de niño a terrorista y de terrorista a cadáver".

¡Protesto, señoría! El bloguero incurre en un juicio de valor al utilizar el término "terrorista". Mi cliente es un revolucionario.

Se acepta la protesta. Señor bloguero, limítese a los hechos.

Así lo haré, señoría. ¿Dónde estaba? Ah, sí, hablaba sobre el argumento de la obra y el término para calificar al personaje central. La palabra 'terrorista' aparece en numerosas ocasiones, y el mismo Sasha se ofrece ante "el Comité" a realizar un acto terrorista contra la vida del gobernador. Más tarde, cuando ya es jefe de su propia banda, uno de sus seguidores le dice:

Saludo muy profundamente a todos los asesinos... Vago por Rusia buscando asesinos y cuando encuentro uno me arrodillo ante él. Acepta, pues, tú también mi saludo, Alexandr Iványch.

Andréyev y Gorki

La novela es un interesantísimo retrato psicológico de un hombre que se enfrenta a su destino burgués y, bajo la influencia del espíritu de los tiempos, se une a una lucha para la que no está hecho. Su propia madre, que lo sobreprotege, lo sacó de la escuela militar, sabedora de que no era lo suyo. El conflicto central no es, pues, la lucha contra el poder, sino el acto violento primero que Sasha debe cometer: aniquilar su propia naturaleza reflexiva para convertirse en un hombre de acción, un hombre capaz de matar. Sasha debe renunciar a su madre para vengarse de su padre

"El padre se avergonzó entonces delante de mí, delante de los soldados", pensó Sasha apretando los dientes. "¡No, excelencia, yo no soy un cobarde; soy otra cosa, y lo voy a probar! Por mis venas corre sangre de usted, mi mano no es menos pesada que la suya, y va usted a convencerse ello...

Leonid Andréyev abrazó con entusiasmo la Revolución de Febrero, pero en cuanto los bolcheviques empezaron a apropiarse de ésta y de todo lo demás, sabiamente puso pies en polvorosa y se fue a Finlandia, desde donde se dedicó a escribir manifiestos dirigidos al mundo entero denunciando los excesos de Lenin y sus esbirros. Murió en la indigencia a la edad de 48 años.


Andréyev había tenido como mentor a Gorki, quien también había empezado su carrera con breves ensayos y relatos que lo catapultaron a la fama. Gorki fue durante décadas uno de los escritores estandarte de la revolución, pero, al igual que Andréyev, Mayakovski y tantos otros que en un primer momento se entregaron a ella con incontenible entusiasmo, no tardó en desencantarse e incluso renegar de la causa. Este desencanto le llegó bien pronto, cuando su periódico Nóvaya Zhizhn fue cerrado por los bolcheviques en diciembre de 1917. Gorki publicó entonces una serie de ensayos titulados Pensamientos inoportunos, en los que calificaba a Lenin de tirano y lo comparaba con el zar.

El grupo literario moscovita Sredá. Sentados, a la izquierda, Gorki y Andréyev

Por si tamañas desavenencias con el padre de la revolución no bastaran para romper cualquier vínculo con ésta, en 1921 su amigo el poeta Nikolai Gumiliov fue arrestado por la cheka en Petrogrado. Gorki, que se encontraba también en la ciudad, viajó inmediatamente a Moscú para interceder por su amigo. Consiguió una orden de liberación firmada por el mismísimo Lenin, pero a su regreso a Petrogrado se encontró con que Gumiliov ya había sido fusilado. Poco más tarde, a Gorki se le diagnóstico una tuberculosis, gracias a la cual pudo disfrazar de viaje de salud su exilio a Italia. En Sorrento, Gorki vivió varios años de penuria económica, y, pese a que visitó su país en varias ocasiones, no fue hasta principios de la década de los 30 cuando volvió definitivamente a la URSS.

No parecen estar del todo claros los motivos que lo impulsaron a regresar, máxime cuando la revolución bolchevique que él tanto había criticado se había convertido en algo todavía peor. Un malicioso Solzhenitsin achacó el regreso a que Gorki echaba de menos el dinero y la fama. Lo más probable es que Stalin le hiciera una oferta que no pudo rechazar, y que incluía el palacete de un millonario exiliado y un par de dachas. A cambio, el regreso del venerado escritor se convirtió en un extraordinario éxito propagandístico para el Padrecito de los pueblos, que además lo tenía así bien amarrado.

Vaya par de bigotes

Con Stalin uno siempre debe pensar lo peor, aun a riesgo de quedarse corto. Fueran cuales fuesen los métodos de persuasión que utilizó Iósif Vissariónovich, lo cierto es que, a diferencia de otros centenares de escritores, Gorki, como símbolo de la revolución y como emblema del realismo socialista, le resultaba a Stalin mucho más útil vivo que muerto. Por lo menos durante un tiempo.

Como ejemplo de la utilidad de Gorki para el régimen, nuestro autor, tras su visita al campo de concentración de Solovki, donde decenas de miles de prisioneros se dejaron la vida en la construcción del canal que une el mar Blanco con el Báltico, se puso a elogiar las condiciones de trabajo y la labor del Gulag como reformador de ciudadanos díscolos y desagradecidos. Muchos aún hoy se preguntan cómo alguien que había sido tan crítico con los excesos del bolchevismo fue capaz de rebajarse de ese modo, pero el caso es que se rebajó, y lo hizo en compañía de otros escritores de gran prestigio en la época. Lo cierto es que la imagen pública de Gorki en sus últimos años es la de un auténtico pelele en manos de Stalin, y cuando éste se cansó de su juguete, se lo cargó, sin miramientos, pero sí con gran disimulo. Ésa es la teoría más aceptada, y, a mi juicio, la prueba irrefutable la tenemos a la cabeza del féretro de Gorki.
Funeral de Gorki, con Stalin y Molotov a la cabeza del cortejo fúnebre

La fibra sensible del pueblo siempre se emocionará mucho menos con Bach que con los sencillos acordes de "Bella ciao" o "Comandante Che Guevara". Algo parecido sucede con La madre, que también transcurre en aquel turbulento 1905. ¿Cómo se explica que esta novela siga siendo hoy casi venerada, mientras que Sashka yace en el olvido? A mi juicio, aunque la novela de Andréyev no llegue al nivel artístico que pueda tener la música de Bach, sí es superior a la obra de Gorki. De hecho, probablemente el mismo Gorki estaría de acuerdo con esa afirmación. Es más, la saludaría con orgullo, porque antes que una expresión del alma o el divino acto de la creación de belleza, Don Máximo consideraba la escritura un acto moral y político con el que se podía cambiar el mundo. Para que vinieran los Bely y los Nabokov con su arte y sus florituras retóricas ya habría tiempo más tarde. Ahora tenemos una revolución que organizar. Y así fue cómo La madre, que -sin que sirva esto de crítica- tiene el nivel artístico de "Comandante...", consiguió en su momento, y quizá aún hoy, emocionar al pueblo.


El principal problema que tiene La madre para un lector actual es su carácter evangelizador, y está bien lejos de mi intención (¿por qué voy con tanto cuidado hoy?) el uso de dicho adjetivo con sentido peyorativo. En esta novela, Gorki puso en práctica las ideas de Lunacharsky al respecto de la religión,  ideas conocidas como la "construcción de Dios" o "evangelismo literario", y que venían a decir que, si bien la religión es el opio del pueblo y una herramienta de sometimiento, cultiva al mismo tiempo la emoción, los valores morales, los anhelos y otros aspectos de la vida importantes para la sociedad. Afirmaban Lunacharsky y los suyos que el marxismo era demasiado mecánico y determinista con respecto al ser humano, y que por sí solo nunca llegaría a inspirar a las masas. Consideraban que el pueblo necesitaba de la religión para funcionar. Por eso, proponían que el culto a Dios fuera reemplazado por una nueva religión que adorase a la humanidad y retuviera muchos de los aspectos del culto religioso.

Vera Baranovskaya, la Madre en la película de Vsevolod Pudovkin

Aunque a Lenin le escandalizó la idea, a Gorky le convenció, y decidió escribir... Un momento. ¿No sería quizá don Máximo quien inspiró a Lunacharsky? Porque la verdad es que La madre fue publicada en 1906, mientras que el futuro Comisario de Instrucción no publicó sus ideas hasta unos años más tarde. Parece que las fechas no me cuadran, así que achacaremos las coincidencias al ya mencionado espíritu de la época y al espectro que recorría Europa. En cualquier caso, el carácter evangelizador de la obra queda bien patente, y los paralelismos entre escenas de la novela y pasajes o escenas del Nuevo Testamento son casi incontables. Los héroes son comparados a ángeles o apóstoles, lo que tiene lugar el Primero de Mayo es una "procesión", y muchos de los actos de Pelageya Vlasova nos remiten a momentos de la vida de Cristo. Incluso la vemos lavándole los pies a un menesteroso.

La madre fue una novela fundamental en su época, y contribuyó, en la medida que lo pueda hacer la literatura, al gran cambio que se avecinaba. Dejando de lado la calidad literaria, este tipo de obras siempre merece una lectura y siempre tienen mucho que ofrecer. La gran virtud de esta novela es, sin duda, el retrato de una época y una sociedad, y más concretamente, el retrato de los parias de la tierra. Al mismo tiempo, uno de sus grandes defectos, y esto a nadie le sorprenderá, es la simplificación de los personajes, algo por otra parte necesario para que esos mismos parias, humillados, ofendidos y analfabetos, se imbuyan de espíritu revolucionario.

 Con ese mismo lenguaje sofisticado les contaba a los obreros la historia acerca de cómo, en distintos países, el pueblo intentaba mejorar sus condiciones de vida. A la madre le gustaba escuchar su discurso, sacando de sus palabras una extraña sensación: que el enemigo más astuto del pueblo, el que lo engañaba con más crueldad y frecuencia, eran unas personas bajitas, panzudas, de rostros enrojecidos, desvergonzadas y avaras, pícaras y crueles.

Gorki preocupado por la salud dental de Vladimir Ilich. El otro, Alexander Bogdanov, un tipo de lo más interesante

La obra, que como ya hemos dicho, destaca por un lirismo proletario que consigue hacer hermosa la miseria,

Caminaba en silencio, arañando con su mirada los rostros de la gente como si buscara algo. el perro andaba todo el día tras él, con su esponjosa y baja cola.

...con voz sorda que evocaba tristeza, los ojos cerrados y abriendo mucho la boca, se ponía a aullar alguna canción. Sonidos desagradables y melancólicos saltaban confusos de su boca junto con las migas de pan; el cerrajero cantaba, atusándose con sus gruesos dedos los pelos de la barba y bigote.

se resiente, por otra parte, de ese lenguaje acartonado, panfletario y cursilón que utilizan los personajes, un lenguaje que, no obstante, y a tenor de lo que oímos hoy en ciertos movimientos políticos, es absolutamente realista. Qué me decís de esta madre que, hasta ayer analfabeta, hoy acosada por los gendarmes, se pone a gritar:

¡Pueblo, reúne todas tus fuerzas en una fuerza única!


De Víctor Serge hablé en una ocasión, a propósito de su impresionante novela El caso Tuláyev. Aquella lectura me dejó con unas ganas enormes de leer sus Memorias de un revolucionario, y cuál no fue mi alborozo cuando el verano pasado encontré el libro en cuestión, en una librería de segunda mano en Bristol, por el módico precio de 2.50 libras.

Como género literario, se me ocurre que unas memorias son diferentes de una autobiografía. Mientras en esta última el autor aspira a ofrecernos una visión global de los acontecimientos que han hecho de él la persona que es, en la primera el memoriante acostumbra a narrarnos una faceta determinada de su vida o, lo que es casi lo mismo, narrarnos su vida desde un prisma concreto. En este caso, Víctor Serge nos cuenta su vida como revolucionario, y todo -o mejor dicho, lo poco- que no está directamente relacionado con la revolución, queda al margen de la historia. De hecho, si tuviéramos que encontrarle un defecto a estas memorias, quizá podríamos decir que adolece de excesiva proximidad. El lector está tan metido en asambleas, congresos, interrogatorios, disturbios, o los meollos de la Primera, Segunda y Tercera Internacional (¡y cuánto se puede equivocar uno si piensa que esas páginas son aburridas!) que a veces, pero sólo a veces, se echa de menos un poco de perspectiva, salir del pellejo de Serge, de la Sala de Congresos, y mirar alrededor. Y se siente esa necesidad no porque la lectura nos agote, sino porque, paradójicamente, el autor de estas memorias no deja de parecernos un fascinante desconocido.

Serge y su compañera durante un tiempo, la anarcoindividualista Rirette Maitrejean

Cuando uno lee novelones como El caso Tuláyev o unas memorias tan extraordinarias como éstas, surge la inevitable pregunta de por qué el nombre de Serge es apenas una nota a pie de página, poco más que un "su nombre me suena, sí". Sólo en los últimos tiempos parece que se ha recuperado cierto interés por esta figura que, en mi opinión, es insoslayable en cualquier historia del siglo XX. La explicación de este desconocimiento o desinterés, como ya señalaba en la reseña de Tuláyev, es muy sencilla: Serge representa la conciencia de la revolución, o, por decirlo de otra manera, el revolucionario eterno, aquél que se convierte en un incordio cuando la revolución se aburguesa y los salvadores del pueblo se convierten en tiranos.

Resumir estas apasionantes memorias es tarea poco menos que imposible, a menos que las reduzcamos a su idea más básica, a saber, que la nueva sociedad justa, libre e igualitaria que la revolución iba a traer nació traicionada, envenenada, corrompida, podrida o, sencillamente, muerta. Y no os quejéis de la abundancia de adjetivos, porque Serge es bastante más severo que yo. Pero en cualquier caso, dejémonos de microresúmenes y extendámonos un poquito.

Nombres. Hay muchos. Cientos. Quizá más de mil. Están todos apretujados en las once páginas de letra canija que ocupa el índice onomástico. En ellas vemos que las referencias más abundantes son, siguiendo el orden alfabético, a los anarquistas, Bukharin, la Internacional Comunista, Lenin, la Oposición Obrera, Stalin, Trotski y Zinoviev.

El cadáver de Jules Bonnot

La carrera revolucionaria de Serge empezó en el anarquismo, donde se codeó con personas tan interesantes como Albert Libertad o Rirette Maitrejean, mujer de una rara belleza, con la que mantuvo una relación. Como editor del periódico L'Anarchie, inicialmente apoyó de manera pública a la Banda de Bonnot, lo cual, pese a no estar él implicado en ninguno de sus crímenes, le costó cinco años de cárcel, al negarse a dar información a la policía. Esta Banda de Bonnot era la representante oficial del anarquismo ilegalista (leyendo este libro, uno descubre múltiples variedades del anarquismo), y el final que tuvo su líder, Jules Bonnot, y que tan bien nos cuenta Serge, es de película. Un Serge entrado en razón nos describe el ilegalismo como "suicidio colectivo".

Como les sucedió a tantos entusiastas de la revolución comunista, a Serge la venda se le cayó de los ojos apenas un par de horas después de haber cruzado la frontera. Y sucedió de una forma que se me antoja muy a lo Rebelión en la granja, cuando los hambrientos centinelas del ejército rojo, que han respondido con indiferencia y hastío a los "¡saludos, camarada!" y vivas a la revolución de los recién llegados, le consiguen al autor un ejemplar del Severnaya kommuna, órgano del soviet de Petrogrado.

Jamás se nos había pasado por la cabeza que el concepto de revolución se pudiera separar del de libertad.

Y sin embargo, en ese periodicucho de una única hoja grisácea con letras impresas en un pálido rosa, Zinoviev lo decía bien clarito en su artículo "El monopolio del poder". Serge cita de memoria:

Nuestro Partido gobierna en solitario......... no permitiremos que nadie............las falsas libertades democráticas que exigen los contrarrevolucionarios.......
  
Zinoviev, o el destino de todos los que hicieron la revolución 

En aquel entonces, poco podía imaginar su fin el propio Zinoviev. Tras su ejecución, veinte años más tarde, nos dice Serge:

Comprendí, y así lo escribí de inmediato, que eso marcaba el comienzo del exterminio de toda la vieja generación de revolucionarios.

Y en efecto, la muerte de Zinoviev, Kámenev y otros no era más que el comienzo de la Gran Purga, una masacre por entregas que en 1919, en aquel puesto fronterizo, un Serge aún idealista, pero ya suspicaz, era incapaz de concebir. Más cómodo era volver a ponerse la venda, aunque fuera sólo sobre un ojo.

Intentamos justificarlo por el estado de excepción y los peligros mortales.

Y adelante. Una vez en Rusia, Serge se unió a los bolcheviques, "sin renunciar al pensamiento o al sentido crítico", bien vale la pena subrayarlo. Era consciente de los enormes defectos del bolchevismo, empezando por su intolerancia así como su tendencia a la burocratización y el centralismo. No obstante, también parecían ser los únicos con la energía suficiente para coger la sartén por el mango. Serge albergaba esa esperanza tan conocida y repetida a lo largo de un siglo, esa promesa según la cual cuando la época difícil haya pasado, ya recuperaremos la libertad y la democracia. Al respecto de los bolcheviques, Serge no se engañaba, y sabía muy bien con qué clase de personas estaba tratando. Mantenía estrechos vínculos con los círculos mencheviques y los anarquistas, que los ponían a parir, y el mismo Gorki le había advertido de las carnicerías que estaban redescubriendo los comisarios. 
  
      
Uno de los muchos libros que escribió Serge

 Los crecientes desmanes de la infausta checa, así como la épica y frustrada Rebelión de Kronstadt, acabaron con cualquier resto de fe en los bolcheviques que pudiera tener Serge o muchos otros. La rebelión, de la que Serge nos ofrece una fascinante crónica, terminó en una matanza mutua entre rebeldes y soldados rojos, y con miles de marinos enviados al Campo de Prisioneros de Solovki, aquél que años más tarde visitaría Gorki. También terminó con la esperanza de conseguir algo parecido a la libertad: jamás volvió a haber una rebelión en regla en toda la historia de la URSS.

Un momento histórico, el ejército rojo al asalto de Kronstadt

He hablado más arriba de cómo el lector, en algún momento, echa de menos algo de aire fresco. En este sentido son absolutamente impagables las páginas que dedica a su deportación en Oremburgo, una ciudad de los Urales mucho más asiática que rusa, que se consideraba la antesala de Siberia, y que en aquella época padecía una terrible hambruna. Allí llegó Serge acompañado de su hijo Vlady, mientras su mujer Liuba, incapaz de sobreponerse al terror constante, entraba y salía de instituciones psiquiátricas. En Oremburgo pasó Serge un par de años mientras Stalin deliberaba qué hacer con él. Su condición de medio extranjero (no lo he dicho hasta ahora, pero Serge, hijo de exiliados rusos antizaristas, nació y se crió en Bélgica), unida a la presión de ciertas figuras políticas y literarias de renombre internacional, consiguieron que al final Stalin le concediera la libertad y lo mandara a freír espárragos. A sus manuscritos no les dejaron cruzar la frontera.

Oremburgo, adonde Serge fue deportado.

 Como es habitual en este tipo de libros, en el que cada página es memorable y donde, por mucho que Serge se sumerja en los tejemanejes de las incontables corrientes revolucionarias, el interés no decae en ningún momento, se me hace imposible seguir adentrándome en cada uno de los personajes o episodios. La mayoría de ellos merecerían una entrada por sí solos, como su relación con Trotski, sus retratos de Lenin o Bukharin, o su arresto, interrogatorio y reclusión en celda de aislamiento en la Lubyanka, aquel siniestro cuartel de irás y no volverás. Es imposible asimismo no destacar la estrecha relación que unió al autor con España, así como las numerosas páginas que dedica, por ejemplo, a la triste historia de Andreu Nin, a Salvador Seguí, o a Julián Gorkin, con quien trabó amistad y, una vez exiliado en México, colaboró en una frustrada reformulación del socialismo revolucionario.

En 1947, en México D.F.,  Serge subió a un taxi y se murió. Al ser un apátrida, ningún cementerio podía acoger sus restos, por lo que al final fue enterrado como "republicano español".

A la izquierda, Serge, a bordo del Paul Lemerle, el barco que en 1941 lo llevó a México

Con toda autobiografía o libro de memorias, el lector debe poner en cuestión algunas de las cosas que lee, y es evidente que Memorias de un revolucionario no es una excepción. No cabe duda de que Serge tenía un altísimo concepto de sí mismo y apenas si reconoce errores en su vida. Hay quien ha observado contradicciones entre lo que cuenta en estas memorias y algunos de sus escritos anteriores, no tanto en lo que se refiere a la veracidad de los acontecimientos como en lo que afecta a sus ideas políticas. Una buena biografía de Serge sería muy iluminadora y, posiblemente, resultaría aún más interesante que sus propias memorias, de por sí apasionantes. Hace un año la estadounidense Susan Weissman publicó Victor Serge: a biography, pero, por lo que he podido leer por ahí, parece ser que el libro no está a la altura y que la autora se remite con excesiva frecuencia a la obra que nos ocupa.

Sólo cabe, por tanto, esperar (eso sí, bien sentados) que se sigan recuperando algunas de las muchísimas obras que publicó Serge. Mientras tanto, no me cansaré de insistir en que para cualquier persona interesada en el devenir del pensamiento revolucionario, así como en algunos de los momentos cruciales en la historia del siglo XX, estas Memorias de un revolucionario son una auténtica joya.




viernes, 13 de junio de 2014

Yo también soy Karoo


Cada país tiene sus propios talentos nacionales. Los ingleses saben hacer pastelitos y comedia; los franceses son únicos con el queso y los líos de faldas presidenciales; los españoles somos expertos en tenistas y... seguro que en algo más. Pues bien, en este mundo nadie supera a los americanos en dos cosas: las escenas de pelea (¿hay algo más ridículo que una pelea en una película francesa, por ejemplo?) y las novelas de perdedores.

El género narrativo de novela de perdedores ya lo mencioné al hablar de Jernigan, así que no me repetiré con los ejemplos. Podríamos, en lugar de ello, meternos en debates sobre qué es un perdedor, esa palabra que en los Estados Unidos es el peor de los insultos. Pero creo que un ejemplo es más elocuente que cualquier definición:

Me zarandeé la minga y tiré de la cadena. Metí tripa y me subí la bragueta. En los oídos me resonaba la eterna canción: te la puedes zarandear y sacudir, pero la última gota siempre acabará en los calzoncillos.

Ser un perdedor, ésa es la condición humana, por lo menos la masculina. Lo cual me sugiere otra pregunta que me limitaré a lanzar al aire cual frágil golondrina que ha perdido el vuelo: ¿existen las novelas de perdedoras? (Nota: en google, no).


Pese a ser guionista de películas tan exitosas como Breaking away, por la que ganó un Oscar, o la adaptación de El mundo según Garp, Steve Tesich, nacido en Serbia, era, cosas de dedicarse a los guiones, un perfecto desconocido fuera de su mundillo hasta que, dos años después de su muerte, se publicó este libro. Aparte de ser una novela grandiosa, la postumez de su publicación contribuyó en no poca medida al mito Karoo, al que hay que añadir las similitudes que guarda el personaje con Ignatius Reilly, otra genialidad póstuma. En un primer momento, no obstante, y pese a las muy elogiosas críticas de Arthur Miller y E. L. Doctorow, en Europa la novela pasó sin pena ni gloria. Por fin, en 2012 fue publicada en Francia (no sólo queso y faldas), donde se convirtió en todo un fenómeno de crítica y ventas. 

No gastaré teclas en hablar demasiado de la historia. Cuatro palabras: Saul Karoo es un revisor de guiones, capaz de crear fenómenos taquilleros a base de adaptar guiones mediocres. En algún momento de su vida aspiró a ser escritor, pero un día se dio cuenta, con gran alivio, de su medianía y de su nula capacidad de sacrificio para dedicarse a lo que considera, a diferencia de su trabajo, verdadero arte. En su vida privada es más que es un desastre: es un completo y satisfecho impresentable. Infiel y dipsómano, evita todo contacto con su hijo adoptivo, que lo adora, y vive una especie de divorcio permanente de su esposa, Dianah, que lo desprecia. Un día, por una de esas casualidades increíbles que un buen guionista convierte en inevitables, aparece el destino en su vida, en forma de mujer. Y no se trata de una frase cursi: hablamos del Destino entendido a la manera de los griegos. 

El sacrifico de Ifigenia, de François Perrier

Al igual que sucede con todos los grandes perdedores de la literatura, el lector no puede evitar sentir por alguien tan repulsivo como Karoo algo que, sin ser exactamente cariño y admiración, sí se parece mucho al respeto. Quizá cuando un hombre acepta y proclama su triste condición de empedernido perdedor, y echa el resto en un intento de redimirse que está condenado, más que al fracaso, a la tragedia, en ese momento nos damos cuenta de que, como dirían nuestros cursis, todos somos Karoo.

Cuando una mujer me miente, como está haciendo ahora Dianah, es lo más cerca que estoy de sentirme querido. Siempre que alguna de las mujeres de mis muchas aventuras amorosas fingía un orgasmo, me conmovía aquel acto tan desprendido de generosidad, me conmovía de verdad y me hacía pensar que a ella le importaban lo bastante mis sentimientos como para molestarse en fingir. Los orgasmos reales que tenían de vez en cuando no resultaban tan conmovedores.

Casandra, ¿mentirosa compulsiva?

En las numerosas reseñas que se pueden encontrar de esta novela, así como en la contraportada, se nos dice que Karoo es un mentiroso compulsivo o patológico, adjetivos que, colocados al lado de 'mentiroso', resultan ya manidos y, en este caso, imprecisos. Karoo no es mentiroso compulsivo, del mismo modo que un futbolista no es un pateapelotas compulsivo, un león no es matacebras compulsivo, y un político español no es un ladrón compulsivo. La mentira no es algo externo sino consustancial con Karoo. Nuestro héroe es, pues, un mentiroso, cómo decirlo, ¿esencial?

El mismo principio rige mis mentiras crónicas. No miento porque me dé miedo la verdad, sino más bien a modo de intento desesperado de preservar su existencia. Cuando miento, siento que me estoy escondiendo de la verdad. Lo que me da miedo es que si alguna vez dejo de esconderme de ella, tal vez descubra que la verdad no existe.
Más allá de la atracción que ejerce Karoo sobre el lector, otra de los aciertos de la novela es el modo en que Tesich juega en todo momento con nuestras expectativas. En relación, por ejemplo, con el aparente clímax de la historia, allí donde un buen guionista sembraría las páginas de pistas falsas, la mano magistral de Tesich las siembra de pistas ciertas. Y el lector, por lo menos éste, se queda con un palmo de narices cuando ve que el destino, que todos ven desplomarse sobre Karoo como un piano que cae a cámara lenta de un quinto piso, lo chafaría a él con la misma facilidad. Porque aquello que nos parecía que iba a ser el clímax no es más que el preludio de una hibris, una némesis y una catarsis que ríete de tú de los griegos, quienes, por otra parte, son los referentes literarios directos de toda la novela.
Ulises y Telémaco vagando por el espacio
Como ejemplo de la hibris, no revelo nada crucial ni imprevisible si menciono el dilema al que se tiene que enfrentar Karoo cuando su trabajo entra en conflicto con su decisión de, por primera vez en su vida, hacer lo que considera, si no justo, sí bueno. Karoo debe elegir entre el hacer el bien y salvar el arte, y el lector sabe muy bien cuál será la decisión.
Debido a que era un escritorzuelo de la peor calaña que jamás se había acercado ni tan sólo a concebir una obra de arte verdadera, yo veneraba el arte de una forma que los artistas de verdad no podrían entender nunca. (...) No era únicamente que hubiera cogido una obra de arte y, por motivos egoístas, la hubiera convertido en una banalidad. Había cogido algo y lo había convertido en nada.
La única descripción justa de mi trabajo era que había creado una nada, pero una nada tan accesible y con una audiencia potencial tan amplia que hasta podía pasar por algo.

La última frase es muy representativa del carácter de esta novela como retrato de nuestra época. Y es que la idea del encumbramiento de la banalidad podría muy bien abarcar todos los males de nuestra sociedad. La banalización del arte es uno de los efectos o, tanto monta, la causa de la banalización del amor, del dolor y de la familia. Precisamente, hay quienes ven en Karoo una elegía a la familia. En este sentido, podríamos abundar en las, nunca mejor dicho, ineludibles relaciones entre los personajes, así como en las desoladoras e inolvidables páginas que nos muestran a Karoo de regreso a su hogar materno. No obstante, bajo su convencional estructura de auge y caída del personaje, la novela es tan rica en ideas que reducirla a una sola de ellas, por central que sea, sería injusto.

Yo había llegado a pensar que estar sin ropa era lo mismo que estar desnudo, pero aquella noche Leila me recordó que no era lo mismo (…) Las luces del dormitorio estaban encendidas y ella, acostada en mi cama enorme.
La imagen me dejó petrificado.
Hasta entonces lo más parecido a la desnudez humana que yo había visto había sido en una película. Un documental. Mostraba a cientos y cientos de judíos desnudos, hombres, mujeres y niños, escoltados a la muerte por guardias nazis armados y pastores alemanes ladrando. Todos aquellos judíos estaban desnudos. No desvestidos. Desnudos.

No hagáis caso de los que dicen que es una novela desternillante. Es divertida a ratos, sí, y la genialidad de Tesich radica en hacer que una monumental tragedia de más de 500 páginas se lea en dos tardes. Pero, modestia aparte, Karoo es mucho más.

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