viernes, 28 de noviembre de 2014

El hombre que amaba a los perros



La historia siempre golpea con más fuerza que el presente. Por eso la emoción que debió de sentir Sylvia Ageloff al conocer a Trotski no pudo ser tan grande como la que sentiría cualquiera que, cuarenta años más tarde, conociera a un testigo de primera mano del asesinato de León Davídovich. El presente carece de ímpetu, mientras que el pasado ha tomado una larga carrerilla antes de echársenos encima.

Se me ocurren estas cosas tan profundas tras leer esta apasionante novela de Leonardo Padura (La Habana, 1955). Una novela que, antes de que se me pase el entusiasmo -cosa que dudo- me atreveré a calificar desde este momento como magistral.

 El hombre que amaba a los perros nos cuenta tres historias, narradas en capítulos alternos, que convergen en una playa de Cuba en el año 1977. Las historias son las del exilio de Trotski, la de su asesino, Ramón Mercader, y la del narrador, Iván, un desengañado aspirante a escritor que, tras un debut prometedor, comete al imperdonable error de escribir una obra que no se ajusta a los principios de la revolución.

(Atención: esto no es un spoiler) Clímax de la novela

Uno de los numerosos retos que debió afrontar Padura al escribir esta obra debió de ser calibrar el interés que podría tener la vida del narrador al lado de figuras tan fascinantes como Trotski y Mercader, un interés que, a priori, se nos antoja inferior. Suele ocurrir con los libros narrados a dos o más voces que uno de los narradores flaquee, y que el lector desee acabar el capítulo para volver a escuchar su voz preferida. No así con esta novela, donde el autor consigue hacer del triste y desencantado narrador no sólo un personaje más que interesante, sino además integrarlo perfectamente en la idea central de la novela: el Desengaño, en el sentido más puro de la palabra.

A diferencia del tardío y amargo desengaño de Trotski y Mercader, el de Iván se nos presenta bien pronto, cuando, tras aquel desliz (que por no ser explícitamente revolucionario se convirtió en imperdonablemente antirevolucionario), es castigado con un destierro a lo cubano, es decir, a perder el tiempo en un trabajo absurdo y en la otra punta del país. El destino que le aguardaba allí era el mismo que a tantos subyugados del régimen:

-Prepárate, socio: aquí te vas a hacer un cínico o te van a hacer mierda... Bienvenido a la realidad real.

 Harte fue guardaespaldas de Trotski. Tras su muerte, éste hizo colocar esta placa, sin saber que Harte era un agente soviético que estaba ayudando a preparar su asesinato

El desengaño de Iván, acentuado por una desgracia personal, se nos presenta como un reflejo de aquel desengaño gigantesco que sacudió a varias generaciones de izquierdas aquel infausto o memorable 9 de noviembre del 89, y de todo lo que ocurrió tras la posterior caída de la Unión Soviética. La tragedia del hundimiento del mito, al que siguieron espectaculares cambios de chaqueta, suicidios y ventas de orejeras, no radicó tanto en la derrota como en la constatación de que, tras aquel muro, no había paraíso. No había siquiera un mundo alternativo. Nunca lo había habido. El muro no había hecho más que ocultar una sarta de mentiras. Y a Iván y tantos otros cubanos, no les quedó nada a lo que aferrarse.

La gloriosa Unión Soviética había lanzado ya sus estertores y sobre nosotros empezaban a caer los rayos de la crisis que devastaría el país en los años noventa.

Hasta esta novela, publicada en 2009, Padura era conocido sobre todo por sus novelas policiacas, de las que ignoro el grado de éxito que tuvieron en nuestro país. (De haberlo tenido, sería un mérito impresionante, dado el handicap que supone tener como protagonista a un detective llamado Mario Conde). En cualquier caso, el buen hacer de Padura como autor de novelas policiacas es palpable en El hombre... ¿Cómo, si no, explicar que el lector devore absorto página tras página a medida que se aproxima un desenlace inevitable, sí, dramático, sí, pero, sobre todo, universalmente conocido? Porque esas páginas, sencillamente magistrales, que preceden al momento del crimen consiguen una tensión que uno no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Pensándolo mejor, quizá lo de 'universalmente conocido' sea una exageración, como se nos indica en la propia novela, donde el narrador confiesa al misterioso individuo que se pasea por la playa que jamás ha oído el nombre de Ramón Mercader, y que de Trotski apenas tiene un vago recuerdo de lo que la ortodoxia estalinista había establecido como dogma.

Caridad del Río, la ternura hecha carne

Al tiempo que Padura nos lleva de las trincheras de la Sierra de Guadarrama, en nuestra guerra civil, a una cabaña en un bosque ruso donde preparan a futuros agentes secretos, pasando por el periplo de Trotski en su exilio, vamos conociendo a algunos personajes tan odiosos como fascinantes. Entre ellos, y en primer lugar, claro está, tenemos a la despiadada Caridad del Río, madre de Ramón y fanática estalinista, para quien la Causa justificaba cualquier sacrificio humano. La vida de esta mujer merecería una novela por sí sola, aunque lo cierto es que eso podría decirse de prácticamente todos y cada uno de los personajes que pueblan estas páginas. En todo caso, en descargo de Caridad (ironías del santoral), hay que decir, pese a que procedía de una familia más que acomodada, la vida no la trató demasiado bien. Su matrimonio con el próspero empresario Pablo Mercader constituyó una experiencia traumática que le inculcó un odio a su propia clase social que le duraría de por vida, y que la lanzó a los bajos fondos barceloneses, la convirtió en adicta a la morfina y al revolucionismo, y la llevó durante una temporada al manicomio.


Otro de estos  personajes que se nos hace odioso es el siniestro Kotov, es decir Grigoriev, mejor dicho Tom, el hombre de los mil nombres, cuya verdadera identidad era Nahum Eitington. Políglota, de carácter frío y eficiencia chequista, este agente de la NKVD fue el encargado de organizar el asesinato de Trotski. Su misión con Mercader, a quien conoció a través de Caridad, fue la de formar un agente secreto infalible, implacable, y dispuesto a sacrificar cualquier placer con tal de formar parte del glorioso engranaje del sovietismo. Padura crea un personaje apasionante, como lo son todos en esta obra, y cuando uno piensa que, pese a su carácter escurridizo y a sus pasaportes mutantes, ha llegado a conocerlo, llega el deshielo de Khruschov, nos reunimos en un largo epílogo con Mercader, Tom y sus parientas, en el gélido Moscú del 68, y nos volvemos a maravillar con la literatura hecha vida.
Trotski, con Rivera y Ageloff

Y qué decir de Diego Rivera. Nunca he sentido simpatía por el personaje, pero ante un gran artista las simpatías personales y los posibles pecadillos que pudiera cometer son bastante irrelevantes. No obstante, quizá porque recordaba con disgusto el retrato algo babeante que hizo de él Carlos Fuentes en Los años con Laura Díaz, he leído con gran placer y mala leche el nada halagador personaje que ha recreado Padura. Cuando Trotski no tenía adónde ir, pues no había país dispuesto a acoger a esa bomba de relojería, Rivera intercedió por él ante el gobierno de Lázaro Cárdenas y lo acogió generosamente en su casa. Con el tiempo, sin embargo, surgieron las tiranteces, algo que posiblemente se debió más al tamaño de los egos que al romance que tuvo León Davídovich con la señora Kahlo. En cualquier caso, la ruptura fue completa e irreversible, y los Trotski, naturalmente, acabaron por abandonar la Casa Azul del matrimonio pintor. En la nueva casa de Coyoacán, Trotski sufrió en mayo de 1940 un primer intento de asesinato, que resultó misteriosamente chapucero, y en el que se rumoreó que había participado, pistola en mano, Rivera, algo que nunca se ha confirmado.

El asesinato de Trotski es una maravillosa historia de agentes secretos que supera, por su veracidad, a cualquier obra del género, y en ella no podía faltar la mujer ingenua y romántica, utilizada, engañada, despreciada, y cuyo desengaño es posiblemente el más cruel de los muchos que hay en esta historia. Sylvia Ageloff era una trotskista de la cabeza a los pies, y también era una chica poco agraciada por la naturaleza. En París, Tom se las ingenia para presentarle a Mercader, que se hace pasar ante ella como Jacques Mornard, hijo de diplomático belga que vive de oscuros negocios. Mercader-Mornard la seduce y Sylvia se le entrega en cuerpo y alma. Entonces, y de manera agentesecretamente astuta, Mornard consigue que a través de ella Trotski le abra las puertas de su búnker mexicano. Fijaos en esta impresionante foto, donde Ageloff ino se atreve ni a mirar al hombre que la ha utilizado para asesinar al hombre que ella más admiraba en el mundo.


Sin obviar la demonización de que fue víctima Trotski por parte de Stalin, y que Padura tan bien nos explica, a nadie se le oculta que, como personaje clave en la revolución rusa (para envidia del padrecito de los peblos) León Davídovich no fue precisamente un angelito. Pero la victimización a manos de un monstruo como Iósif Vissariónovich es capaz de imbuir de dignidad a todo aquél que, en su ingenuidad, cobardía o debilidad, contribuyó a la entronización del zar rojo, llámese aquél Bujarin, Zinóviev, Kámenev o Trotski. Y hay que decir aquí que, aparte de ser una extrarodinaria novela, El hombre que amaba a los perros es una auténtica fiesta para el lector rusófilo y el interesado en la historia de las revoluciones.

Tal vez el primer error del bolchevismo, debió de pensar Liev Davídovich, fue la radical eliminación de las tendencias políticas que se le oponían: cuando esa política pasó del exterior de la sociedad al interior del Partido, el fin de la utopía había comenzado.

Aparte de su vívido retrato del triste y helado Moscú del Deshielo khrushoviano, o de esas escenas en el campo de entrenamiento para agentes secretos, Padura nos explica el porqué de la estigmatización de Trotski, nos presenta los infames juicios de la Gran Purga y el eco que tuvieron en occidente; relata el modo en que Stalin fue progresivamente estrangulando cualquier minúsculo atisbo de crítica; describe la complacencia de personajes como Malraux, Romain Rolland y Dolores Ibárruri con el estalisnismo, así como la abyección moral en la que se hundió Gorki; y por sus páginas pasan viejos conocidos de este blog como Victor Serge, personajes tan interesantes como Yakov Blumkin, o héroes trágicos como Andreu Nin.

 
 La residencia de Trotski en Büyük Ada, en Turquía

URSS aparte, la recreación de los años del destierro de Trotski, primero en Alma Atá, luego en Turquía, Noruega y finalmente México, no podrían ser más vívidos. Así, este lector se ha deleitado, por ejemplo, con la descripción de la vida de la familia Trotski en la casita junto al lago en Turquía, probablemente los años dorados de su triste exilio. En cuanto a los años mexicanos y la casa de Coyoacán, me sorprendí sobremanera al ver en internet las fotos de aquella casa hoy convertida en museo. En mi visita a México hace ya casi veinte años ni se me pasó por la cabeza ir a ver dicho museo y sin embargo, al ver ese patio, ese dormitorio, esas conejeras, habría jurado que había estado allí. Pero no. Sencillamente, conocía aquella casa como la palma de mi mano gracias al libro de Padura.

Y se acaba el tiempo, y uno se da cuenta de que todavía apenas ha hablado de Mercader. ¡Ups! Bien.

 Que no, que yo no soy Mercader

Es difícil saber hasta qué punto este catalán de familia acomodada caída en la ruina llegó a influir en el curso del siglo XX, pues nadie duda que, de no haber sido él, otro se habría cargado a Trotski. Para implacable, Stalin. Ello no obstante, y pese a la abundante documentación y las numerosas biografías y documentales que se pueden encontrar, Mercader sigue envuelto en un halo de misterio. Por eso, en una novela como ésta, donde el autor se ha documentado lo inimaginable, el resquicio a la imaginación se lo ha brindado este personaje.

Padura nos presenta un joven Mercader noble e idealista, como no podía ser de otra manera. La vida de un revolucionario condenado a matar suele tener unos comienzos de lo más dignos. Al asistir a su progresiva radicalización, es difícil no achacar ésta, en parte, a la figura de la madre, siniestra no sólo por su frialdad, sino también por esos besos ensalivados con los que acostumbra saludar a su hijo. El Mercader joven es una presa relativamente fácil de Kotov, de su madre, del espíritu del tiempo, y de África de las Heras, otro personaje demasiado increíble para ser ficticio.
 África de las Heras

Una de las tareas de todo agente secreto, sea cual sea su ideología, es la obediencia ciega. Sin embargo, en algunos casos la ceguera ocupa el lugar sustantivo, y deja a la obediencia como mero adjetivo. Pero, ¡ay!, cuando uno se tapa los ojos, sucede que a veces separa los dedos y vislumbra aquello que no quiere ver. Esa tentación de separar los dedos no dejó, sugiere Padura, de incordiar a Mercader. Así, en la farsa de los juicios de la Gran Purga, ante la confesión de Yagoda:

Jacques Mornard no pudo evitar sentirse confundido. (...) "Yagoda no confesó por voluntad propia [dijo Mercader]. Todo sonaba a teatro".

Peligrosa falta de ceguera que Tom se encargará de corregir. Y a fe que lo consigue. Cuando, tras haber cometido el asesinato de Trotski, las autoridades mexicanas enfrenten a Mornard con pruebas irrefutables de su verdadera identidad, el falso belga, como un niño al que le pillan con la boca llena de chocolate y se niega a reconocer que haya abierto la caja de bombones, seguirá insistiendo en que él no es quien todos saben que es, y así erre que erre durante sus veinte años de presidio (en los que recibió, entre otras, la visita de Sara Montiel). Los totalitarismos necesitan de la ceguera obstinada, voluntaria y colectiva para triunfar. Por eso, cuando nos quitamos la venda, el desengaño que recibimos nos golpea con la fuerza de varias generaciones.

Padura hace hincapié en el hecho de que su novela es una obra de ficción, si bien está tan documentada y está escrita de un modo tan magistral que el lector llega a creer que incluso la historia de Iván, que sin duda tiene mucho del autor, también es real. Iván, como hemos dicho, es el narrador, un hombre que, sacudido por la tragedia, recuerda, alrededor del cambio de siglo, cómo un día, allá por 1977, conoció, en una playa cubana, a un peculiar señor con un acento español un tanto extraño, que paseaba a dos preciosos borzois o galgos rusos, y que iba seguido a cierta distancia por otro hombre al que se refería como su chófer. Entabla con él algo parecido a la amistad y siguen viéndose con relativa regularidad hasta que, un buen día, el hombre de los borzois desaparece sin dejar rastro. El lector no tarda en intuir que ese misterioso hombre es Mercader, fallecido en Cuba en 1978. Y aquí, la magia de la literatura y el talento de Padura nos llevan a decirnos ¿por qué no pudo suceder así?

Tú eres el Soldado 13 y no tienes piedad, no tienes miedo, no tienes alma. Tú eres un comunista de pies a cabeza, Ramón Mercder.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

El siglo de las luces


Ciertas grandes obras de la literatura son tan grandes que no hace falta leerlas para conocer perfectamente su argumento. Sabido es, por ejemplo, que la obra magna de Proust trata de un niño al que le gustaban mucho las magdalenas. Nuestros políticos y periodistas, pese a no tener la literatura en tanta estima como el fútbol, saben muy bien que Eichman en Jerusalén no es más que un largo proemio para la frase "la banalidad del mal". La broma infinita trata de tenis y de notas al final del libro, mientras que el Decamerón es un estudio del monje desdentado.

La cultura de oídas y frases cogidas al vuelo nos lleva a formarnos imágenes tan erradas que llega a dar vergüenza admitirlas. Pero como yo hace tiempo que superé el miedo al ridículo, no tengo mayor problema en hacerlo: El siglo de las luces trata de un científico loco y romántico que, incomprendido en su Francia natal, emprende un viaje al Caribe, donde por fin gozará de libertad para poner en funcionamiento su gran invención...

... embarazoso, ¿no?

La Máquina

Recuerdo que de este clásico de Carpentier, publicado por primera vez en 1962, se habló mucho 30 años más tarde, a raíz de la película del mismo título realizada en Cuba y que cosechó varios premios internacionales. No sé por qué en aquel momento no me molesté ni en leer una ni en ver la otra, pero supongo que estaba demasiado ocupado buscando algo que hacer con mis días post-estudiantiles mientras, al mismo tiempo, me esforzaba por mantener vivo un amor a distancia. Entre eso y algún texto de contraportada leído por ahí, me había convencido de que sabía muy bien de qué trataba esta novela, algo que confirmaba cada vez que abría el libro, que llevaba más de diez años en casa. La novela empieza de esta guisa:

Esta noche he visto alzarse la Máquina nuevamente. Era, en la proa, como una puerta abierta sobre el vasto cielo que ya nos traía olores de tierra por sobre un Océano tan sosegado, tan dueño de su ritmo, que la nave, levemente llevada, parecía adormecerse en su rumbo, suspendida entre un ayer y un mañana que se trasladaran con nosotros.

Me parece un comienzo maravilloso, y por ello no dejo de preguntarme por qué tardé tanto en leerla, cuando además, en primer lugar, este libro llevaba en casa tanto tiempo y, en segundo lugar, todo lo que he leído de Carpentier siempre me ha apasionado. Supongo que soy un lector bastante errático, por no decir infiel, o incluso promiscuo. Cuando un libro me gusta mucho, evito durante un tiempo volver a leer algo del mismo autor, quizá para no estropear el buen sabor de boca, quizá para que no se mezclen en mi memoria dos historias presumiblemente parecidas. Esto puede parecer una chorrada, pero estoy convencido de que leer El siglo de las luces inmediatamente después de Los pasos perdidos puede producir una sobredosis de barroquismo caribeño.

Carpentier escribió esta novela en Venezuela, donde pasó catorce años en los que publicó nada menos que El reino de este mundo, Los pasos perdidos y la que nos ocupa. Y entre vudú, remonte de ríos y guillotinas en funcionamiento 24/7, uno es el tema que parece sobrevolar la obra carpenteriana, y éste es la nostalgia -o quizás sería más preciso decir el sueño- de la América in illo tempore. Tanto es así que uno se pregunta si la gran cuestión de fondo no será "¿cuándo se jodió América?". Pero descendamos un par de peldaños desde tales hipótesis y generalizaciones.

Primeras escenas de la película

El siglo de las luces nos sitúa en La Habana alrededor del año 1790. Un próspero comerciante acaba de fallecer, y su hijo Carlos se ve obligado a tomar las riendas de la empresa. En la casona habanera viven también Sofía, hermana de Carlos, y Esteban, un primo huérfano y asmático. Aprovechando que será el albacea de la familia quien se encargue del negocio, los tres jóvenes se entregan a una suerte de orgía intelectual en la que comparten lecturas hasta la madrugada, descubren el mundo desde la biblioteca, representan con desbordado entusiasmo obras teatrales, y exploran cada rincón de la casa, del que vuelven con mapas, relojes, brújulas y todo tipo de artefactos. Esta edénica infancia prolongada se ve sacudida por la llegada de Víctor Hugues, un comerciante marsellés de gran cultura y ansias de conocimiento. La irrupción de Hugues no supone una expulsión del paraíso, pero sí la imposición de orden y luz en las desenfrenadas noches de la casa.

Por resumir un argumento que, de hecho, es bastante sencillo, digamos que poco después llegan al Caribe los aires de la revolución francesa. Se producen revueltas de esclavos en Saint-Domingue, y tanto Víctor Hugues como su amigo y curandero mulato Ogé, por su condición de masones y partidarios de la revolución, se ven en el punto de mira de las autoridades. Entre el caos de las rebeliones y la huida de Víctor, los tres jóvenes acaban separándose, y prácticamente sin saber cómo, Esteban se ve embarcado, junto a Hugues, rumbo a Francia.

Una vez allí, ambos se entregan a la causa de la revolución, pero, mientras Esteban se dedica a la traducción de pasquines y a tareas meramente burocráticas, Víctor Hugues se convierte en un fanático decidido a aniquilar a cualquier posible enemigo de la revolución. Cumplida su misión, Hugues es enviado de vuelta al Caribe, investido de poder y con una insaciable sed de seguir la faena en la isla de Guadalupe. Y ése es el momento que se nos anunciaba en el primer párrafo de la novela, cuando, instalada sobre la proa del barco, llegan al Caribe las luces, la Enciclopedia, la Ilustración; en una palabra, la guillotina. Pero lo que eleva a niveles casi proféticos ese proemio es precisamente la omisión del término "guillotina" y la ausencia total de referentes temporales, que convierten la Máquina en la cruz, la horca, la hoguera o el pelotón de fusilamiento.

Abolición de la esclavitud

El personaje de Victor Hugues sería una creación inmortal de la literatura en lengua castellana si no fuera por el hecho de que nuestro déspota idealista existió. Desconozco hasta qué punto se trataba de un personaje conocido en Francia, pero es innegable que para los lectores hispanohablantes Carpentier hizo todo un trabajo de arqueología documental, y aunque la wikipedia francesa nos brinda bastantes datos al respecto de este señor, sólo Carpentier fue capaz de dotarlo de vida. Personaje arrollador, contradictorio y, para qué negarlo, bastante odioso, a Hugues se le encomendó la abolición de la esclavitud, que asumió con tanto entusiasmo como saña empleó después en la persecución de los supuestos liberados.

Es claro, pues, el tema de la revolución traicionada, y el paralelismo entre la revolución rusa y la francesa, con sus respectivos períodos de Terror, son más que evidentes. No deja, sin embargo, de producir cierta sorpresa que alguien tan entregado a la causa de la revolución cubana como Carpentier saliera airoso de una crítica tan feroz contra los excesos de la revolución, y de un retrato tan certero del revolucionario metamorfoseado en déspota. El caso es que en Cuba nadie se dio por aludido, y si bien podría aducirse que la novela se publicó al principio mismo de la era castrista, lo cierto es que Carpentier fue hasta el final de sus días el escritor estandarte del régimen.

Pero aparte de su vertiente de novela histórica, El siglo de las luces destaca por su cuestionamiento de la idea de que la Luz, es decir, la cultura y el racionalismo, representan nuestra mejor arma contra la barbarie humana. El símbolo de la luz, presente desde el irónico título, es constante a lo largo de la obra. La llegada de Hugues a la casa de los huérfanos, por ejemplo, saca a éstos del mundo de desorden, sombras y polvoriento saber en el que se revolcaban, y los hace abrir las ventanas y saludar al día, sin tener en cuenta lo bien que se vive a veces entre sombras y polvo. En contraste, al desarmar la guillotina, nos dice el narrador:

Había terminado la Máquina en esta isla su tremebundo quehacer. El reluciente y acerado cartabón, colgado por el Investido de Poderes en lo alto de sus montantes, regresaba a su caja. Se llevaban la Puerta Estrecha por la que tantos habían pasado de la luz a la noche sin regreso.

El papel de la luz es asimismo relevante en el cuadro Explosión en una catedral, que juega un papel central en la obra y que no sería exagerado considerar el personaje principal de la obra. Hay quien considera que su simbolismo llega al punto de que se puede identificar derecha e izquierda con Europa y América. Si eso es así, el mensaje del cuadro es muy revelador.


Y es que el tema del retorno al edén, tan evidente en Los pasos perdidos, está también presente en esta novela. Ese edén puede ser el feliz y tenebroso caos de los huérfanos, invadido e iluminado por Hugues, o puede ser, de manera más general en la obra carpentieriana, la América precolombina, cuyo esencia se perdió y algunos buscan en la frondosidad del trópico o, paradójicamente, en la magia del folklore de raíz africana. Aunque quizás la paradoja no esté en el elemento africano sino en la palabra "esencia", como sugiere este interesante fragmento de una entrevista:


Puede decirse que el estilo de la obra, como todo Carpentier, requiere un ligero esfuerzo (lo del barroquismo es ya un tópico; prefiero el término "exuberancia"), pero éste, en cualquier caso, será mucho menor de lo que una primera impresión nos puede hacer pensar. Más compleja es, desde luego, su simbología, aunque todos sabemos que los escritores utilizan los símbolos principalmente para tener entretenidos a los catedráticos de literatura. En todo caso, si a alguien una leve y más que placentera dificultad le supone un obstáculo para la lectura, mejor que lea a Coelho. Total, El siglo de las luces no es más que una novela magistral y una obra maestra de la literatura en lengua española. Y además, con aventuras, sangre, pasión y hasta piratas.

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