Empezamos en mitad del meollo. "El desconocido llegó a pie desde la estación de ferrocarril de Bramblehurst cierto día invernal a primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de espesos copos de nieve". Y nada sabremos de este desconocido, aparte de que es invisible, hasta prácticamente la mitad del libro.
La vida de Iping, una tranquila ciudad de provincias, se ve alterada por la llegada de dicho desconocido, un hombre envuelto hasta la cronilla en vendas, abrigo, sombrero y gafas de sol. Desagradable, arisco, maleducado y agresivo, hace bien poco por granjearse la amistad de la dueña de la pensión, que no tarda en intentar echarlo. Por si el título no lo hubiera delatado ya, el desconocido siembra el terror al revelarse como un hombre invisible (eso debe de ser una especie de oxímoron), y entonces se ve abocado a una lucha sin cuartel, contra todo y todos, por sobrevivir.
Tan importante como el desconocido, si no más, es la descripción de la vida y las relaciones sociales en Iping, donde cada uno de los personajes ocupa un lugar determinado, desde el vicario hasta el ajustador de relojes, pasando por Marvel el borracho, y resulta interesante que, junto con Griffin, el hombre invisible, es sólo Marvel el que, empujado por las circunstancias, decide rebelarse contra su puesto en la sociedad.
Y a Griffin, ¿qué le empuja a la barbarie en la que al final deviene su aventura? Sabemos poco de su vida hasta el momento, pero él mismo nos informa de que llevó a su padre al suicidio y superó con bastante facilidad los remordimientos. También nos menciona que hubo una mujer a la que amó hace diez años, y que ahora le parece "una persona muy vulgar". Hay un dato, sin embargo, que sorprende por la relevancia que se le da: Griffin es albino. Así, al igual que en El país de los ciegos, nos encontramos de nuevo con un especimen de el otro, el diferente. A diferencia de Núñez, que sabe someterse a las fuerzas externas que lo atenazan, Griffin, el albino, marcado desde la infancia, es incapaz de admitir sus errores (entiéndase, su culpa). Ello, unido a su desmedida ambición, le llevará a la locura.
Huelga decir que la invisibilidad no es la más compleja de las metáforas (como tampoco lo es la de las huellas), pero Wells sabe hacerla funcionar dándole la dosis justa de metafísica:
"Por fin sólo quedaron de mí las sombras blancas y pálidas de las uñas y la mancha marrón de algún ácido en mis dedos. Intenté ponerme de pie. Al principio me sentí tan inútil como una criatura enfajada. Tenía que valerme de miembros que no veía. Estaba muy débil y tenía mucha hambre. Anduve unos pasos y me quedé mirando a la nada que se reflejaba en el espejo..., la nada, excepto allí donde aún se veía la sombra, más borrosa que la niebla, de un pigmento, tras la retina de mis ojos."
Un libro ameno, impecablemente bien escrito, y con la sencillez y la fuerza que le devuelven a uno la placentera inquietud de sus lecturas de adolescencia.
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