miércoles, 25 de septiembre de 2013

El libro de Davidcito


Cuando el evangelista dijo aquello tan famoso de que en el principio fue el verbo, consiguió una de las mejores primeras frases de la literatura. Y a pesar de que ese logos se preste a diferentes interpretaciones, el hecho es que, para el ser humano, en el principio de todo siempre está la lengua, con sus verbos, sus adjetivos y sus conjunciones copulativas.

Aunque sé que haberlos haylos, y seguramente a patadas, no se me ocurren ahora muchos escritores que en su obra hayan jugado con la lengua hasta el punto de crear una nueva. Tenemos a Anthony Burgess, al que luego volveremos, que mezcló el vocabulario ruso y el inglés en La naranja mecánica, su obra más conocida. Tenemos en Orwell, al que también regresaremos, el concepto de la neolengua, si bien ésta, aparte de los grandes eslóganes del tipo "la guerra es la paz" y demás, no llega a desarrollarse en 1984. Suele ser más habitual que el autor no haga sino reflejar una variante de la lengua, como podía hacer Dickens con sus cockneys o Faulkner con el inglés de los negros americanos.
Se trata de un juego, éste de inventar lenguas, que, naturalmente, tiene sus límites. Éstos los suele imponer la paciencia del lector, que no siempre está dispuesto a seguirle el juego al autor, por lo cual la creatividad en ese sentido suele ser de corto alcance. Cuando uno se pasa, corre el riesgo de que le salga Finnegan's Wake.
La gran dificultad inicial, y también, en mi opinión, uno de los grandes atractivos de The book of Dave es la lengua. Aquí tenéis una muestra del mokni, la lengua creada por Will Self :


Naturalmente, no es todo el libro así, pero sí gran parte de los diálogos. En lo que concierne al vocabulario, divertidísimo por cierto, hay un glosario al final del libro, aunque yo recomiendo ir descubriendo el significado de los términos poco a poco y por uno mismo. En cualquier caso, por muy intimidatorio que pueda resultar esta lengua a primera vista, el mokni no es más que la transcripción fonética de una variante muy extendida del inglés, hablada en el sureste de Inglaterra y llamada "estuary English". Dentro del amplio espectro que engloba este inglés de estuario, el mokni (mock + Cockney) vendría a ser una variante más bien extrema, muy parecida al inglés hablado por Ali G, aunque sin los jamaicanismos de éste.

Ali G profundizando en el feminismo: "¿Quiénes son mejores, los hombres o las mujeres?"

Divertida distopía, diatriaba paranoica, The Book of Dave es, desde el primer momento, una inmensa burla. El tono bíblico del título nos remite a El libro de Daniel, de Ezequiel o de Mormón, con la diferencia de que Dave es un diminutivo. Imaginad un libro bíblico titulado El libro de Paco, y os haréis una idea de por dónde van los tiros.

El libro avanza a lo largo de dos narraciones en capítulos alternos. Una está situada en el futuro, un futuro post-apocalíptico, en el que la ciudad de Londres, tras haber sido anegada por las aguas, ha sido reconstruida y se llama ahora New London. Los protagonistas principales de la historia, sin embargo, viven en la pequeña isla de Ham, es decir, lo que un día fue Hampstead, y se les conoce como hamsters. Tanto en Ham como en el resto del reino se profesa el culto a Dave, del que no voy a revelar los detalles, pero sí diré que estamos en una sociedad rígida, oscurantista, fanatizada y violenta, donde tiene lugar una cruenta lucha entre diversas facciones heréticas e integristas. Pese a encontrarnos en el futuro, el apocalipsis nos ha hecho retroceder varios siglos. No hay electricidad, vivimos de lo que nos da la tierra, y para recolectar huevos de gaviota, nos desplazamos de isla en isla en hidropedal.


La otra narración transcurre durante las últimas décadas del pasado siglo, y nos cuenta la historia de Dave, un taxista de Londres malcasado con Michelle, a quien no inspira más que pena y asco. Dave  considera que sus derechos sobre su hijo Carl son pisoteados desde el momento en que Michelle y él se separan, y cae en una terrible depresión. Empieza a tener serios problemas mentales, y en ese momento empieza a grabar sus desvaríos, paranoias y delirios de grandeza en unas láminas de metal con el fin de legarle su pensamiento, basado en el odio y el rencor, a su hijo. Esta parte de la historia, situada en el presente y con un lenguaje "normal" es, lógicamente, bastante más accesible que la otra. Sin embargo, los saltos adelante y atrás que da el autor se combinan de manera soberbia con la narración en el futuro para ocultar, revelar, intrigar y dejar pasmado a este lector. Y qué difícil es hacer eso a lo largo de 500 páginas.
Dave, un personaje megalómano, ridículo y bastante repulsivo, es una gran creación del autor. El lector recorre con él la ciudad en diferentes momentos de los 80, los 90 y los 00 (?), asiste a la gradual caída de este chalado a la locura más grotesca, y es testigo de cómo entre su mente paranoica, las conversaciones con los pasajeros del taxi y la fantasía del autor, se va forjando esa religión del futuro.

El libro de Davidcito (mi insatisfactoria traducción; Davidcito suena a diminutivo de niño; Dave, no) es absolutamente deslumbrante, y consigue eso que muchos autores intentan y pocos alcanzan: crear un mundo propio, un universo cerrado, complejo, surrealista a la vez que verosímil, perfectamente coherente (o casi; la verdad es que, por citar un ejemplo, la historia del matrimonio entre Dave y Michelle no llega a resultar convincente), en el que el lector, tras el arduo esfuerzo que ha supuesto entrar en él, que ha sido como abrir el inmenso portón de piedra de un templo gigantesco, se sienta ahora en una inmensa y desolada sala a dejarse llevar por la imaginación de Self, y de ahí no lo saca nadie.

Porque tan difícil como crear un universo deslumbrante, debe de ser para el escritor saber llevar a buen puerto a ese lector que a mitad del libro está ya encandilado, pero que ha realizado un esfuerzo agotador para llegar hasta allí. Así, en ese punto el lector se detiene y dice: "vale, me has dejado de piedra, cómo escribes, macho, pero ¿ahora qué? ¿Qué vas a hacer con esto?" Y Self, sin perder en ningún momento el control sobre la historia, nos sorprende todavía más y, en ocasiones, nos deja perplejos con su habilidad para hacer encajar todas las piezas. Y además, que no se me olvide, nos hace reír. En esta gigantesca burla de la religión, la ruta de un taxi, por ejemplo, se ha convertido en canto religioso; los sacerdotes se cubren de viejas matrículas de coche, a cuya interpretación se entregan los más sabios exégetas; y eso por no hablar de la forma que tienen de saludarse los hamsters.


La mayor crítica que se puede hacer a Davidcito, y que se le ha hecho, va dirigida a la que es precisamente su mayor virtud: su efectismo. Es evidente que Self se propone deslumbrar al lector, y algunos críticos le reprochan que, tras ese efectismo, el libro carece de la sustancia necesaria que recompense el esfuerzo. Suponiendo que esto último sea así, a mi juicio, un lector que ha estado enganchado y se ha divertido durante 500 páginas no necesita más recompensa ni más sustancia. Muchos autores se proponen deslumbrar y no lo consiguen, mientras otros (pienso por ejemplo en Heller con Trampa-22) han entrado en el canon gracias a libros repetitivos y muchos menos sustanciosos y divertidos que éste. No ha lugar la crítica. ¡Pum!

Huelga decir que Davidcito nos remite a algunas de las grandes distopías de la literatura. Es difícil, en primer lugar, no ver en el libro ecos de Rebelión en la granja. Es inevitable, al enfrentarse al vocabulario inventado por Self, pensar en el lenguaje creado por la violenta pandilla de La Naranja mecánica. El escenario, así como la crueldad, de esa sociedad nos puede recordar a El señor de las moscas. Pero sobre todo, y aunque no he encontrado en las reseñas de este libro ninguna referencia a El mito del eterno retorno, este libro me ha hecho pensar constantemente en esa gran obra de Mircea Eliade. En ese librito tan breve como fascinante, el genial rumano profundizaba en el significado del rito y de la ceremonia como herramienta para revivir la era mítica. Como creo que ya ha quedado claro, Self, con su retrato de una religión que ha ritualizado los actos más banales de la vida de su fundador, se pitorrea de ritos, ceremonias y demás actos vacuos sacralizados por un irreflexivo fanatismo, valga la repugnancia. También hay, es evidente, una reflexión sobre el origen y la validez moral de las doctrinas religiosas, así como un irreverente paralelismo con el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y Self, gracias al poder de la imaginación y el sentido del humor, consigue todo esto sin caer en polémicas, ofensas ni blasfemias.

El retrato más icónico de Eliade

Cualquiera que haya pasado más de dos semanas seguidas en Inglaterra conocerá a Will Self. Este interesantísimo personaje escribe desde hace años artículos para los periódicos más prestigiosos, y es invitado habitual a programas de televisión de todo tipo. Es la prueba viviente de que, cuando se tiene talento, inteligencia y coherencia, uno puede salir por la tele sin convertirse en eso que algunos tanto odiamos: un "escritor mediático". En el caso de Self, mantener la dignidad es aún más difícil, porque el tío, para ser sinceros, no cae bien. Es más, parece ser una de esas personas que cultivan su antipatía (lo cual, a su vez, hace que a mí me caiga de puta madre). Aquí lo podéis ver en una especie de duelo con Paul Merton, un presentador genial, pero tan arrogante como Self y posiblemente más ingenioso. 

 
Room 101. Los invitados confinan a la orwelliana habitación sus fobias personales

Esa habilidad para caer mal se debe, como digo, a su evidente arrogancia, que a veces lo lleva incluso a los malos modos (en un momento de la segunda parte de Room 101, el duelo con Merton echa chispas). El físico no le ayuda, y recientemente fue detenido por la policía bajo sospecha de pederastia cuando se encontraba paseando... con su hijo. Self, a quien un psicólogo informó de que tiene una personalidad esquizoide, ha vivido una vida al límite. A los nueve años, aparte de un lector voraz, era un niño inseguro y confundido, que se hacía quemaduras con cigarrillos y se cortaba con cuchillos; a los doce años estaba tan enganchado a Ballard y Philip K. Dick como a la marihuana; y a los dieciocho era ya un heroinómano hecho y derecho. En 1997, el periódico The Observer lo envió a cubrir la campaña de John Major, y poco después tuvo que despedirlo cuando lo pillaron dándose un chute en el avión del Primer Ministro. ¿No os parece sencillamente admirable?


De Self apenas se han publicado en nuestro país cuatro libros que no han tenido mucho éxito. Sigue siendo, pues, pese a los esfuerzos de Anagrama, un autor para nosotros prácticamente desconocido. No obstante, dado que su última novela, Umbrella, fue finalista del Man Booker Prize en 2012, no sería del todo descabellado que lo tradujeran. Si es así, tengo ganas de ver quién es el traductor que se atreve con The book of Dave.

martes, 10 de septiembre de 2013

Escanciando recuerdos


La época victoriana no existió. Y la Revolución Industrial fue un invento. Que lo sepáis.
Lejos por igual de Londres y del industrioso norte industrial, en los albores del siglo XX la vida para los habitantes de las colinas Cotswold no difería mucho de la vivían sus ancestros mil años antes. Los días en el pueblo de Slad no se regían por las sirenas de una fábrica ni la hora de cierre de las oficinas, sino por las supersticiones, la campana de la iglesia, la luz del sol, la oscuridad del bosque, y la vida del squire, el señorito del pueblo, cuya mansión y banquetes excitaban siempre la febril imaginación de la plebe. En aquella tierra, apenas inglesamente escarpada, el ferrocarril era un prodigio del que algunos habían oído hablar, pero nadie había visto; los vehículos a motor que empezaban a pasearse ni siquiera despertaban el suficiente interés como para que los niños corrieran tras ellos, y tan sólo una vez al año, el pueblo se subía a bordo de una charabanc y se iban todos de excursión a Weston-super-Mare.
   
El pueblecito de Slad, en Gloucestershire, a principios del siglo pasado

Como ya comentaba en mi anterior entrada, Sidra con Rosie (1959) es uno de esos libros que todo inglés conoce. En cuanto uno menciona los nombres de Stroud (una pequeña ciudad situada a tres kilómetros de Slad) o las colinas Cotswold, no hay quisqui que inmediatamente no asocie ese nombre con este maravilloso libro que, de hecho, es lectura habitual en la educación secundaria. ¿Os acordáis de Platero y yo, cuando Platero era Platero y yo era yo? Pues Sidra con Rosie vendría a jugar en el imaginario inglés un papel parecido, aunque para niños un pelín más creciditos.


 Una de las preciosas ilustraciones de John Ward para la primera edición

Curiosamente, la fama de Laurie Lee no ha llegado nunca a España. Y digo curiosamente porque muchos son los lazos que unen a Lee con nuestro país. Sin ir más lejos, nuestro autor llegó a España en plena Guerra Civil, dispuesto a luchar contra las tropas de Franco. Sin embargo, por suerte para la literatura y para el caudillo, su epilepsia, así como cierta torpeza como combatiente (nada más entrar fue arrestado por los republicanos y acusado de espionaje) no le dejaron llegar muy lejos. Pero en realidad el idilio de Lee con España había comenzado unos años antes, concretamente en 1933, año en que conoció a una señora llamada Sophie Rogers, que se había mudado a Slad desde Buenos Aires, que ya es mudarse. Dos años después de ese encuentro, Lee partía hacia Vigo y, al poco, tras atravesar una España al borde del precipicio, llegaba desde allí hasta la bella Almuñécar. En sus obras As I walked out one midsummer morning (1969) y A moment of war (1991), que completan la trilogía autobiográfica, Lee rememoraba las experiencias de aquellos dos viajes a nuestro país. Y todo había empezado, recordó siempre, con el escaso puñado de palabras en español que le había enseñado Sophie.
  
Whiteway Colony, la colonia tolstoyana de Stroud 

Y tan interesantes como la relación de Lee con nuestro país son los vínculos, más o menos tenues, más o menos fuertes, que lo unen con escritores universales o con rinconcillos cotswoldianos.
En 1931, Lee se fue a vivir a la Whiteway Colony, de nuevo cerca de Stroud (si cuando digo que las Cotswold son un tesoro...), una colonia tolstoyana fundada por un cuáquero. La comunidad de los cuáqueros, que nació en Inglaterra, si bien ha tenido siempre un carácter claramente minoritario, parece gozar de una  relativa buena salud en este rincón del mundo. El que escribe ha visitado su congregación en Nailsworth y ha apuntado en su lista de lugares por conocer esta antigua colonia tolstoyana, que todavía hoy intenta regirse por principios anarquistas un poco pasados por agua. Parece ser, no obstante, que el espíritu tolstoyano del lugar estaba desde el principio un tanto desvirtuado, y así lo confirmó el mismísimo Mahatma Gandhi en su visita de 1909.

De excursión con la charabanc

Sidra con Rosie está estructurada alrededor de diferentes aspectos y motivos de la infancia y adolescencia del autor. Los títulos de algunos de ellos son "Primera luz", "Primeros nombres", "La escuela del pueblo", "La cocina", "Los tíos" o "Madre". Esta estructura deja de lado la cronología, lo que permite a Lee saltar, por ejemplo, a los últimos años de la vida de su madre y, dos episodios más tarde, volver al momento en que ésta salvaba de la muerte a su pequeño Laurie cuando ya lo estaban velando. Estos saltos adelante y atrás son continuos, y subrayan el interés de Lee no tanto por describirnos su desarrollo como poeta ni su camino a la edad adulta, sino por hablarnos de una época que se acaba, de un mundo que languidece, de un ánimo en estado de asombro perpetuo.

Lee, ante la casa donde creció

Todos los episodios son inolvidables, pero es difícil no destacar "Muerte pública, asesinato privado", cuyo título, sí, parece desentonar un poco del resto, y, sobre todo, "Primer mordisco a la manzana", de carácter también bastante explícito. La grandeza de este libro bellísimo reside tanto en su lenguaje poético como en su irresistible tono de nostalgia. La atracción que sigue ejerciendo en miles de lectores no se debe a las hermosas descripciones de Slad, ni a los magistrales retratos de los personajes, sino, sobre todo, al sabor de la infancia perdida treinta años antes y recuperada ahora en sus páginas. Y uno que no ha leído a Proust se pregunta si eran necesarios los siete volúmenes del francés machacando la madalena, cuando Lee, en tan sólo doscientas páginas, nos hace revivir nuestros primeros dieciocho años de vida de manera tan vívida que, al cerrar el libro, el lector se sorprende del vello en sus brazos.

Las primeras páginas de Sidra con Rosie, en la voz de Kenneth Brannagh

No hay en esta botella de sidra idealización alguna de la infancia. Al igual que en tantos otros lugares del mundo, en las Cotswold un niño vivía al lado de la muerte, que es como ese vecino plasta que se presenta cuando menos te lo esperas, pero qué le vas a hacer, tampoco lo vas a echar. Uno podía morirse, uno podía matarse, a un aventurero enriquecido podían matarlo por fanfarrón y a un niño podía comérselo un cerdo. Como suele ser habitual, para que alguien escriba unas hermosas páginas en las que convierte la violencia en belleza, alguien antes tiene que haber pagado el pato. La literatura es cruel.
Los dos episodios que he destacado anteriormente han hecho que en alguna ocasión se levante más de una biempensante ceja, al considerar que los acontecimientos descritos en Sidra... no son apropiados para la juventud, que, como ya he dicho, estudia esta obra en la escuela. Como casi todas las cejas biempensantes, creo que se equivocan, pero es cierto que uno de los dos episodios nos conduce hacia un desenlace que se insinúa brutal y muy desagradable.
  

La historia que nos cuenta Sidra con Rosie nos la han contado antes muchos autores, pero pocos tan bien como Lee. Es difícil alcanzar tan gran poder de evocación con una escritura tan contenida e incluso discreta. Da la impresión de que Lee, quien, aunque la historia de la literatura lo niegue, ante todo se consideraba poeta, sabe que lo que la palabra precisa te da, te lo puede quitar un inoportuno signo de exclamación. No hay retórica, pues, en esta sidra. No hay lamento. No hay tono elegíaco por aquella vida, tantos años oculta en el valle, que despertó el día que estalló la guerra y volvió a acostarse al día siguiente, cuando sus hombres, entre ellos el padre del autor, hubieron partido a luchar. Las cosas tenían que ser así, porque así habían sido siempre.

Sin embargo, a ese sueño ya interrumpido le quedaban de hecho pocos años. Como sabemos, el mundo moderno nace cuando muere la Primera Guerra Mundial. También así en Slad, donde apenas hubo todavía tiempo para que el squire invitara a todo el pueblo a un banquete de celebración del Día de la Paz. Poco después, las hermanas de Lee encontraban marido, el autobús empezaba a acortar las distancias, el squire demostraba que también era mortal, y los pocos viejos que quedaban decidían seguirlo. Y así:

We began to shrug off the valley and look more to the world, where pleasures were more anonymous and tasty. They were coming fast, and we were ready for them.

(Empezamos a sacudirnos de encima el valle y a mirar más hacia el mundo, donde los placeres eran más anónimos y sabrosos. Se acercaban rápido, y todos estábamos listos para ellos.)


Nota: la elección del título de esta entrada ha sido una decisión muy dura. A lo largo de mi vida, he tenido más de una discusión con amigos míos, traductores reputados, diplomados y masterizados, que se empeñaban en que para "escanciar" es menester que haya un metro y medio de distancia entre botella y recipiente, o séase, que sólo se escancia la sidra y nada más. Me costó lo mío sacarlos de su error, y convencerles de que cuando se preparan el desayuno, escancian leche en un cuenco. Es más, sospecho que para sus adentros no acaban de reconocer su error. Por ello, no dejo de tener remordimientos de conciencia, cuando pienso que al relacionar el "escanciando" del título con la sidra del libro estoy contribuyendo a perpetuar el error de mis amigos y de tanta otra gente. No obstante, la imagen me ha parecido poética y en consonancia con el espíritu del libro, así que al final he decidido no dejarme influir por las posibles interpretaciones erróneas del verbo, y arrostrar las espantosas pesadillas que, a buen seguro, van a atormentar mi sueño.
Y tras esta nota tan pedante, me voy a escanciar un café.


  
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