miércoles, 2 de febrero de 2022

Releyendo Austerlitz


Una chica que conocí me contó un día que no recordaba nada de su infancia anterior a la edad de diez o doce años. En otra conversación, me dijo que había conocido la pobreza de verdad. Venía de un país que no solemos asociar con la prosperidad de sus habitantes, por lo que no puse este dato en cuestión. Me costaba entender, sin embargo, que alguien no guarde recuerdo alguno de los años que, dicen, nos forman como persona y de los que, por lo menos yo, guardo recuerdos indelebles. Como soy un poco lento, tardé en caer en la cuenta de que se trataba de uno de esos mecanismos de defensa mediante los cuales mandamos al cuarto oscuro de la memoria aquellos recuerdos que son demasiado dolorosos para permitirles que nos acompañen.

Vivir con esa desmemoria debe de ser un estado confuso. Quizá bello también: un estado parecido al entresueño, en el que uno no sabe si está donde creía estar, si es la mañana o la tarde, si, poniéndonos cínicos, a quien abraza es su mujer o su amada, o, algo más poéticos, si vive soñando o sueña que vive.


W. G. Sebald era un maestro en ese estilo de entresueño. Como muestra, esta primera, magistral, frase de Austerlitz, que ya desde el primer momento nos sitúa en un escenario de irrealidad e indefinición.

En la segunda mitad de los años sesenta, en parte por razones de estudio, en parte por otras razones para mí mismo no totalmente claras, viajé repetidamente de Inglaterra a Bélgica, a veces para pasar sólo un día y a veces para varias semanas.

En las siguientes líneas, ese escenario de indefinición se acentúa (o se desdibuja) por la acción (u omisión) de las palabras: me parecía, la oscura nave de la estación, esa sensación de estar indispuesto, recuerdo aún mis pasos inseguros, hasta que pasamos la página sobre impronunciables nombres flamencos y pensamientos desagradables, y nos damos de bruces con los ojos de un lemur y un búho, cuya mirada fijamente penetrante el narrador compara a la de algunos pintores y filósofos que, por medio de la contemplación o del pensamiento puros, tratan de penetrar la oscuridad que nos rodea.

Y sigue, creo que me rondaba también por la cabeza la pregunta de si, al caer la verdadera noche, cuando el zoo se cerraba al público, encendían para los habitantes del Nocturama la luz eléctrica...

Yo quiero escribir como Sebald. No soy el único; también muchos escritores de verdad lo han intentado. Claro, a todo el mundo le gusta crear estilo (si es que eso es lo que hizo Sebald), y si no son capaces de ello, retorcer, llevar más lejos el estilo heredado. Pero el estilo tiene que responder a una verdad. Si lo hace, tu apellido se convierte en adjetivo: sebaldiano. Si no, mona se queda. 

Lejos de alaracas estilísticas (algo muy diferente del estilo), Sebald es discreto. Ha encontrado un camino que no sabe muy bien adónde lleva (claro que lo sabe, es un autor magistral y sus libros son obras de ingeniería sencillas y perfectas como las vías romanas, pero permitidme la imagen), y lo que más le gusta es pasearse por él arriba y abajo. Mirad si no estos párrafos iniciales:

En octubre de 1980 viajé de Inglaterra, en donde para entonces yo había vivido durante casi 25 años, en un distrito que estaba casi siempre bajo cielos grises, rumbo a Viena, con la esperanza de que un cambio de lugar me ayudaría a superar una etapa de mi vida particularmente difícil. Sin embargo, en Viena descubrí que los días me resultaban demasiado largos, ahora que no estaban ocupados por mi acostumbrada rutina de escribir y hacer trabajos de jardinería, y literalmente no sabía a dónde dirigirme. Salía temprano cada mañana y caminaba sin rumbo ni objetivo por las calles de la ciudad antigua... (el segundo de los cuatro relatos de Vértigo)

A finales de septiembre de 1970, poco después de ocupar mi cargo en Norwich, conduje hasta Hing-ham en busca de un lugar donde vivir... (De Los Emigrantes) 

En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo... (Los anillos de Saturno)

Páginas de Austerlitz

Habrá a quien le parezcan repetitivos, que es como decir que los cuentos de hadas son repetitivos porque todos empiezan con érase una vez. Pues el érase una vez de nuestro autor es un dónde y un cuándo algo vagos, seguidos de recuerdo, camino y desplazamiento en busca de no se sabe siempre muy bien qué. Y no sé vosotros, pero a mí esos inicios me parecen maravillosos. 

Es evidente que el tono de esos párrafos nos puede remitir a Proust, pero a mi juicio las similitudes entre uno y otro no van mucho más allá de largos párrafos, constantes digresiones y una escritura cálida y evocadora. Cada uno concibe tiempo e identidad de manera diferente, y basta comparar los títulos para ver qué busca cada uno en sus respectivas obras cumbre.

El despacho de Austerlitz

Pero centrémonos. ¿De qué nos habla Sebald, o, por cerrar esta sebaldiana digresión, de qué nos habla Austerlitz?

Pues de nada nuevo. De hecho, Sebald ya se había ocupado en obras anteriores de los temas alrededor de los cuales gira esta novela, a saber, la identidad, la memoria, la condición de desplazado, la sensación de no pertenencia, o lo que quedó de nuestra humanidad tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Y a ese respecto, creo haber leído por ahí que dichas obras constituyen una especie de borgiana reescritura continua del mismo texto (Borges era uno de los autores de cabecera de Sebald) que culminaron en la magistral novela que nos ocupa y que, tristemente, es la última que escribió. Personalmente, eso de la borgiana reescritura continua me parece una exageración bastante acertada. Leyendo Vértigo (1990), Los Emigrados (1992) o Los Anillos de Saturno (1994) después de haber leído Austerlitz (2001), uno no puede dejar de sentir que sus obras anteriores son un anticipo de la obra maestra que se avecina. Sin embargo, a diferencia de lo que me ha sucedido cada vez que empiezo a leer a un autor por su mejor obra, con Sebald el resto del camino no se hacía cuesta abajo. 

El Kindertransport. Niños judíos llegan a Londres en 1939

Por lo visto, el germen de Austerlitz fue un documental de la BBC sobre los Kindertransport, como se llamó al traslado a Inglaterra de niños judíos procedentes de Alemania y algunos países vecinos. El documental se centraba en el destino de dos de estas niñas, Lotte y Susi Bechhöfer, hermanas gemelas de tres años, que, al igual que Jacques Austerlitz, fueron acogidas por un pastor bautista galés y su esposa. Las hermanas Bechhöfer crecieron sin saber absolutamente nada de su pasado ni su primera infancia (no pensaríais que la historia que cuento al principio de esta entrada no venía a cuento, ¿verdad?)ni siquiera su verdadero nombre, y sólo de manera muy paulatina y debido a algunas casualidades, empezó Susi a atar cabos y descubrir sus orígenes. No fue hasta su jubilación, en 1987, cuando empezó a investigar en serio. Logró ponerse en contacto con miembros de su familia y supo del terrible destino de su madre: Auschwitz.

Susi Bechhöfer, hija de judía y oficial nazi

Si bien hay algunas diferencias fundamentales entre la historia de Austerlitz y la de Bechhöfer (la de ésta tiene elementos aún más oscuros), el párrafo anterior resume de manera bastante precisa el argumento de nuestra novela. Pero como acostumbra a suceder en la gran literatura, el argumento es lo de menos. Lo que nos maravilla de Austerlitz es otra cosa. 

No lo vio así, sin embargo, Susi Bechhöfer, quien consideró que la deuda que había contraído Sebald con ella y su trágica historia era demasiado alta para obviarla. Por ello intentó que el autor alemán reconociera su biografía como una de las fuentes del texto, a lo que el editor de Sebald respondió con aquello tan bonito que se decía antes de que llegara la hipertextualidad: es una licencia artística. No obstante, Sebald sí mantuvo contacto con Bechhöfer, pero antes de que pudiera aceptar o no cualquier tipo de reconocimiento bibliográfico, murió en accidente de coche. 

El campo de concentración Theresienstadt

Y después de tantos ámbulos, quizá alguien se estará preguntando qué hace a Austerlitz tan grande. Como si yo pudiera saberlo. Hablaba antes de la creación de un estilo tan personal que ha dado pie a su propio adjetivo. Bien, pero por muy personal e intransferible que sea, el estilo no basta como pasaporte a la gloria literaria. Tampoco la creación de eso que llaman un universo propio. Por eso, dejaré la cuestión en manos de gente que sabe más que yo de esto.

Este interesantísimo artículo, sin ir más lejos, nos da algunas de las claves de la obra de Sebald. Entre ellas, destacaré el concepto de los no-lugares, donde transcurre gran parte de Austerlitz. Los no-lugares son, por citar unos ejemplos, habitaciones de hoteles, bares, transportes colectivos, aeropuertos, salas de espera, es decir, "espacios de anonimato" por lo cuales los protagonistas transitan "de un modo impersonal, sin establecer ningún tipo de conexión afectiva, identitaria o de pertenencia". José Carlos Rodrigo Breto, autor del artículo, relaciona dichos no-lugares, pues, con "la pérdida de identidad y el desarraigo de los personajes", así como con una percepción del tiempo distinta y arbitraria (todos sabemos que el tiempo se detiene en una sala de espera).  


Se podrían decir muchas más cosas de Austerlitz. No he dicho nada, por ejemplo, del narrador ni del protagonista. También podríamos hablar del uso de las fotografías, del concepto de "arte encontrado", o incluso del diseño, con ese generoso espaciado de líneas que veo en todas las ediciones. Qué decir de todas las referencias históricas, culturales, zoológicas, filosóficas o arquitectónicas que nos ofrecen las contantes y larguísimas digresiones. Por supuesto, podríamos hablar de la vida del autor, apasionante por lo anodina que parecía, y que estuvo marcada, como para toda su generación, por la guerra. Pero como estoy seguro de que habrá una tercera lectura, quizá lo haga entonces.

W. G. Sebald (1944-2001)


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