domingo, 17 de junio de 2012

La vida entera, de David Grossman


Es conocida la tragedia personal que golpeó a David Grossman durante la escritura de esta novela. Su hijo Uri, que estaba realizando el servicio militar, murió en la Guerra del Líbano de 2006, horas antes del alto el fuego entre Israel y Hezbollah (aquí están las palabras de Grossman apenas unos días después de esa muerte). Esta tragedia reproducía de manera cruelmente irónica la principal línea argumental de la novela que ya estaba terminando, en la que la protagonista, Ora, está convencida de que su hijo Ofer va a morir en combate.


David Grossman es uno de los más prestigiosos narradores israelíes contemporáneos, junto a Abraham B. Yehoshua, y Amos Oz. De Grossman conocía su novela Véase: Amor, un libro extraordinario para el que, sin embargo, hay que estar armado de voluntad y paciencia, y pertrechado de víveres ). La vida entera, si bien no es un libro "fácil", sí es desde luego mucho más accesible, y le permitió al autor convertir esta compleja y larga novela en un éxito mundial de ventas.
Grossman se ha declarado en más de una ocasión claramente a favor de un acuerdo con los palestinos y de la vía de los dos estados. Pero no peca del estereotípico auto-odio judío que sí caracteriza a ciertos intelectuales, y algunos no le perdonan que defienda con vehemencia la existencia del Estado de Israel.

Guerra de los Seis Días: La histórica foto de los paracaidistas junto al Muro de las Lamentaciones

Empezada la lectura, puede dar la impresión de que se trata de una especie de desorganizado torrente de monólogos, flujo de conciencia y diálogos sin guiones, una impresión que puede durar hasta el final. En ese momento, el lector piensa "a ver, ¿me he pasado una semana leyendo más de 800 páginas de lo que no es más que un desorganizado torrente verborreico? Esto no puede ser". Y volvemos sobre lo leído. Porque La vida entera es de esos libros que se quedan dando vueltas en nuestro estómago, y durante un tiempo no sabemos si lo vamos a acabar de digerir. Es un libro denso, serio, triste, abrumador y... difícil de dejar. Un libro hecho de recuerdos, de los miles de detalles aparentemente inanes que componen una vida, de diálogos, de confesiones, de miedo y superstición. Y como os habréis dado cuenta ya, no es un libro que vaya a gustar a todo el mundo.

Un joven Leonard Cohen cantando para las tropas israelíes durante la Guerra del Yom Kippur

La historia se abre en un hospital, donde no hay más que tres pacientes en cuarentena, mientras a su alrededor se libra la Guerra de los Seis Días. Los tres pacientes son Ora, Abram e Ilan, apenas unos adolescentes que inician en ese hospital, donde sólo están ellos y una enfermera, un triángulo amoroso. En el momento de la narración, años más tarde, Ora se ha separado de Ilan, con quien ha criado a dos hijos, Adam, de su marido, y Ofer, de Abram, que nunca lo ha visto.


A nadie sorprenderá que la guerra sea uno de los grandes temas del libro. La historia se mueve hacia delante y hacia atrás saltando de la Guerra de los Seis Días a la Guerra de Yom Kippur y la Segunda Intifada. Cada uno de esos tres momentos marca de alguna manera la vida de Ofer, el hijo de Ora, quien, justo cuando está apunto de licenciarse del servicio militar e irse una semana de excursión con su madre, decide alistarse voluntario para la operación Escudo Defensivo. Ora, que no se explica esa decisión, tiene la absoluta certeza de que Ofer va a morir, y teme la llegada en cualquier momento de los tres militares que le han de traer la noticia fatal. Sin embargo, tiene también la irracional convicción de que si evita ese momento, si huye, si no está presente cuando lleguen, podrá conjurar esa muerte. Emprende así el viaje que tenía planeado hacer con su hijo, un viaje "al final de la tierra" (que es el título en inglés; el original es "Una mujer huye de un mensaje" -imagino que en hebreo suena menos prosaico).


En varios momentos durante la lectura me vino a la mente la película La vergüenza, de Ingmar Bergman. Al igual que el genial director sueco, Grossman es un autor "serio" y profundo cuyas obras (por lo menos las dos que yo conozco) carecen casi por completo de toques de humor o ironía. Algo, por otra parte, bastante justificable en este caso, dadas las circunstancias que rodean a la obra. (Ello no es óbice, sin embargo, para incluir escenas un tanto surrealistas, como la de la madre que lleva a su hijo a la guerra en taxi. Con un taxista palestino, evidentemente). 

Grossman exigiendo el Primer Ministro que haga lo imposible por lograr la paz

La novela cuenta mucho más que la huida de Ora por tierras de Israel. Grossman quiso escribir un alegato antibelicista, al tiempo que expresa su preocupación por el futuro de Israel (la pregunta "¿todavía existe Israel?" aparece en boca de los personajes en más de una ocasión) Es también, desde luego, una novela sobre el amor, la familia, el miedo, y sobre lo que significa vivir en un estado casi de guerra permanenteuna guerra que puede subir o bajar de intensidad, pero que envuelve a todo el país, generación tras generación. Pero sobre todo, La vida entera destaca por sus personajes centrales, Ora y Abram. Mucho han insistido los críticos en la grandeza y complejidad de la primera, y de hecho algunos la han comparado con Ana Karenina o Madame Bovary. Estas comparaciones se pueden justificar quizá por la envergadura de la creación, más que por las similitudes entre los personajes. Ora dejó ya tiempo atrás su plenitud física, y hoy, a los cincuenta, recientemente separada, es una mujer entregada a lo que queda de la familia. Arrastra una gran culpa, que no voy a desvelar aquí (y que de hecho no se nos llega a revelar del todo), y se muestra como un personaje de resonancias míticas. El episodio en que lleva a su hijo a la guerra tiene ecos de la historia de Abraham e Isaac, y su superstición atávica parece bucear en la magia de la palabra: el poder que el acto de decir tiene sobre la vida y la muerte. Del mismo modo que está convencida de que, mientras no se le pueda comunicar la muerte del hijo, ésta no habrá ocurrido, a lo largo de su viaje al fin de la tierra, Ora va a intentar recuperar la vida de Ofer, recordar momentos, gestos, preguntas, ofensas, alegrías y humillaciones, va a intentar reconstruir la vida entera de su hijo, como forma de mantenerlo vivo. Para escucharla y ayudarla a recuperar la vida de su hijo, en el viaje la acompaña Abram, padre de ofer y un personaje igual de fascinante, si no más, quien desde la guerra de Yom Kippur, en que cayó prisionero y sufrió atroces torturas, vaga por Tel Aviv como un alma en pena. 

Galilea, el final de la tierra

Los diversos episodios que se nos relatan en el viaje son tan fascinantes como oscuros. Tenemos, entre otros muchos, una visita a un hospital clandestino, los monumentos a héroes caídos, el misterioso viajero que se encuentran en el camino o el ataque de una jauría de perros salvajes. Grossman se detiene sobre unos y cierra otros de un carpetazo. No le pone las cosas fáciles al lector, y éste se lo agradece. La vida entera es, en suma, un enorme novelón, una obra dura, que atrapa al lector y, aunque éste a veces quiere escapar (a ratos la novela se hace repetitiva y probablemente le sobran páginas), acaba rendido al talento del autor. Como las películas de Bergman.

viernes, 1 de junio de 2012

Viaje en torno de mi cráneo, de Frigyes Karinthy


La expresión "vivir para contarlo" nunca fue más oportuna que en el caso de Frigyes Karinthy.
Karinthy fue un novelista, poeta, dramaturgo, periodista y traductor húngaro que gozó de una extraordinaria fama y prestigio en su país en las primeras décadas del siglo XX, prestigio que todavía hoy conserva. En 1936 se diagnóstico él mismo, acertadamente, un tumor cerebral, y el proceso de su ingreso e intervención, que constituyen el eje de esta obra, se convirtieron en asunto de interés nacional, seguido minuto a minuto por la prensa.


Viaje en torno de mi cráneo se abre con la primera sospecha por parte del autor de que algo no funciona del todo bien cuando empieza a oír, con toda claridad, un ruido de trenes que se ponen en marcha. Lo que viene a continuación es un apabullante, apasionante, a ratos espeluznante y casi siempre divertido recorrido por el cerebro del autor, tanto en sentido figurado como literal. 
Este viaje es un libro cuyas trescientas páginas se nos hacen cortas, a pesar de que el argumento podría resumirse en apenas una línea: a un escritor de éxito le diagnostican un tumor cerebral, lo operan, se cura y escribe un libro sobre la experiencia. Con qué poco material se puede crear una obra maestra. ¿Quién quiere argumento? 

Maravillosa portada de una antigua edición

Conviene aclarar antes que nada que este libro no es un emocionante testimonio de la lucha de un hombre contra el cáncer, ni una historia ejemplar sobre cómo el ser humano es capaz de superar la más terrible adversidad. Nada más lejos. Viaje en torno de mi cráneo es un libro desolador, sin dejar de ser optimista. Vamos, una especie de Samuel Beckett para todos los públicos.

Karinthy con su gran amigo Dezso Kosztolányi

Estamos solos. Solos en el mundo y en la vida. Familia y amigos nos pueden acompañar, su presencia nos puede ofrecer un apoyo más o menos sólido y constante, pero cuando a un hombre le dicen "tienes un tumor canceroso en el cerebro"(y recordemos que estamos en 1936), no se tiene más que a sí mismo. Karinthy va a pasar por todas las etapas que cualquier persona que ha pasado por una situación parecida conoce tan bien. En primer lugar, observa cómo los demás, desde su mujer hasta sus compañeros de trabajo, pasando por los mismos médicos, se niegan a aceptar el diagnóstico que se hace el mismo autor cuando, en un centro psiquiátrico que visita con su mujer, pregunta qué le pasa a cierto enfermo y le contestan que está desahuciado a causa de un tumor cerebral.
... La expresión de la cara de aquel enfermo, cama número 3, a la derecha. ¿Quién podrá ser? ¿A quién me recuerda? ¿A quién o qué? (...) En ese mismísimo instante, como un relámpago, brota la idea: lo sé. Me ha hecho pensar en mi propia cara; mi cara pálida y distraída; mi cara tal como se refleja por las mañanas en el espejo, al afeitarme.
Doy dos pasos, me detengo otra vez... Me dirijo a mi mujer con un gesto de satisfacción, como quien se está burlando y vanagloriando, simulando ligereza:
-Aranka, yo padezco de un tumor cerebral.
-Anda, deja de decir estupideces...

Una vez rechazadas otras posibles causas de sus espantosas jaquecas, vértigo, vómitos y papilitis, los médicos certifican que se trata de un tumor del tamaño de un huevo de gallina. Karinthy no se hunde al recibir la noticia, ni tampoco siente una repentina pasión por vivir. Lo único que hace es seguir conquistando al lector con su asombrada y tranquila observación de todo lo que le rodea. Así, cuando el doctor Pötzl le confirma el terrible diagnóstico:
Creo que soy el único que se da cuenta, a pesar de mi vista deficiente, de que Pötzl aprieta los labios. No me cabe duda, ha sofocado un bostezo. Sí, ¡ha bostezado mientras leía en voz alta el resultado del examen! ¡Oh, qué próximo le sentí en aquel momento! ¡Cómo le comprendí en el acto! (...) ¡Oh, doctor, ese bostezo significó para mí mucho más que unas falsas lágrimas de cocodrilo llenas de falso patetismo, al promulgar la sentencia de Dios ante el reo que yo era!

La siguiente fase por la que ha de pasar lo sitúan entre la insignificancia y el centro del universo. Karinthy deja de ser un periodista, un padre, un esposo, un autor, y se convierte en mero paciente y terrible tabú:
Se trata de mi cerebro, siempre de mi cerebro; ni una palabra sobre mí mismo.
 (...) Lenta, oscuramente, se va formando en mí una idea que acaba por cobrar forma de convicción: todos habéis guardado un silencio reverencial antes de entrar en mi habitación, y conservaréis el mismo gran silencio cuando hayáis salido de aquí. En los recién llegados ya noto claramente que, antes de abrir la puerta, se han detenido un instante para adoptar una expresión risueña y han afinado su garganta para unas carcajadas demasiado agudas.

Pero una vez más, no tenemos aquí rencor ni comprensión, indiferencia ni interés. El autor no quiere nada de nadie, no busca comprensión, no está dando un grito pidiendo ayuda. Tan solo le invaden la extrañeza y la curiosidad. Las cosas son así. Esto es lo que me sucedió. Poco puede sorprendernos esto en Karinthy, un hombre capaz de observarse a sí mismo desapasionadamente mientras le trepanan el cráneo.  

Queda el humor. 
-Tengo un tumor muy bien desarrollado para usted, querido doctor, si le interesa... Se trata de un ejemplar magnífico, digno de un especalista y coleccionista como usted. Se lo dejaría a muy buen precio.

El humor no nos salvará, pero nos hará más llevadera la existencia. Karinthy no posa, su humor no pretende aliviar la incomodidad de quienes le rodean. Bromea porque es incapaz de no hacerlo, y porque, sencillamente, la vida es mejor con humor. Acepta lo que haya de venir, porque de nada sirve luchar. Entre la vida y la muerte, prefiere lo primero.
Haciendo abstracción de todo, sé que el no ser es un estado extraordinariamente aburrido, comparado con la variedad polifacética de la existencia.
... Estoy harto ya de toda esta historia; me aburre la enfermedad y me aburre la muerte, que nada tiene de terrible, ni de conmovedor, ni de sublime o aterrador: no es más que un aburrimiento que, como un perro cobarde, traicionero y alborotador, me sigue a cada paso.

Las páginas que dedica Karinthy a la operación son absolutamente antológicas. El autor fue plenamente consciente mientras le abrían la tapa de los sesos, hurgaban entre ellos y finalmente le extirpaban el tumor. Parece difícil narrar algo así sin caer en el morbo, y hacerlo con un humor que tiene mucho más de inocente y poético que de macabro:
En ese momento, ve el angioma. Está allí, en el interior del cráneo, como un globo rojo de tamaño regular (...) Es como un gran camafeo. El contorno, aunque sin determinación de rasgos, aparenta representar un torso femenino que sostiene en sus brazos, apretándolo con fuerza contra su cara, un regordete bebé (...) Casi es una lástima que se ponga a destruirlo. Primero lo va cauterizando por todos lados, con suma cautela, pero sin piedad.

Me doy cuenta de que he estado definiendo este libro a base de negaciones: no es un testimonio, no es un canto a la vida, no es una crítica a la hipocresía de la sociedad. Y quizá se desprenda de ello, erróneamente, que Karinthy se limita a plasmar los hechos, a dejar constancia de ellos como si fuera un mero cronista. Quiero recalcar que no es así, o no exactamente. Gran parte de la grandeza de este libro reside en el modo en que el autor se dirige a su interlocutor, en la especial relación que desde el principio establece entre los dos. Viaje en torno de mi cráneo no es un diario, Karinthy no escribe para sí mismo. Más bien nos da la sensación de dirigirse a un viejo amigo, o quizá todo lo contrario, a alguien a quien acaba de conocer y a quien revela aquello que no ha revelado nunca. El hombre cuya trepanación ha sido seguida prácticamente en directo por todo el país (todos los pormenores de la operación eran publicados puntualmente en los periódicos vespertinos de Budapest) necesita de un oído amigo. Quizá la clave está en lo que nos dice al final del prólogo:
Lo que acaba de leerse está destinado al lector inteligente: lo que sigue es para los demás, con quienes quiero ser no menos deferente. Ignoro cuál de ambos grupos es el más numeroso.
Algo debió de pasar en Hungría a finales del s. XIX, porque la generación de grandísimos escritores que parió el país no es normal. Bánffy, Kosztolányi, Krudy, Márai y, entre otros que todavía no he descubierto, Frigyes Karinthy, del que jamás había oído hablar y que me ha maravillado con esta novela. 

Karinthy murió dos años después de la operación. 

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