domingo, 21 de junio de 2015

La cavilaciones de un doctor sueco


Permitid que os presente al doctor:

Me parece que en este momento nadie en el mundo está tan solo como yo. Yo, el licenciado en medicina Tyko Gabriel Glas, que a veces ayudo a otros pero no he podido nunca ayudarme a mí mismo, y que, a los treinta años cumplidos, nunca he estado junto a una mujer.

 Si además del tono que ya se intuye en esa presentación, os digo que este pequeño gran libro está escrito en forma de diario, quizá penséis que se inscribe en un tipo de subgénero literario que podríamos llamar "literatura de locos" (os dejo que busquéis vosotros los ejemplos). Pero, al igual que suele suceder con los protagonistas de dichas obras, el doctor Glas no está loco. Es más, ni siquiera lo aparenta. De hecho, es un señor de lo más respetable y venerado, cuyos pacientes tienen en él una fe casi religiosa, fe que conduce a uno de ellos, la esposa del pastor Gregorius, a confesarle el tormento que le supone cumplir sus deberes conyugales.

Esa confesión desencadena todos los acontecimientos posteriores, pues Glas, con quijotesco afán, se propone evitarle a la señora Gregorius el suplicio de someterse a su marido. Huelga decir que esto no apunta a un final feliz.

Poster de la película Doctor Glas (1968), de Mai Zetterling

Aunque Glas, como hemos dicho, no está loco, tenemos que aceptar que ser virgen a los treinta y, pese a gozar de una estupenda salud, no tener perspectivas de dejar de serlo no puede ser muy bueno para el equilibrio mental de una persona. En el caso de nuestro protagonista, la abstinencia le ha llevado a una sacralización del sentimiento amoroso, y es que, en cierto sentido, Glas es un romántico radical, de los de o todo o nada:

Después pasó mucho tiempo antes de que yo me diera cuenta de que era un hombre y de que en el mundo hay mujeres. Pero ya estaba endurecido. Una vez por lo menos había sentido una centella de la gran llama, y estaba menos dispuesto que nunca a contentarme con sucedáneos de amor.

Esa centella de la gran llama, la única y casta experiencia del doctor con una mujer, experiencia que a posteriori se vio marcada por la tragedia, tuvo lugar en una lejana noche de San Juan de su temprana adolescencia. Pero esa añoranza de un amor puro y absoluto, con el consiguiente desprecio por todo aquello que considere impuro, se extiende más allá del amor. En primer lugar, Glas desarrolla una auténtica aversión al sexo. Hace unos días oí a mi hija, de ocho años, preguntar a su hermano, de diez, si una mujer puede elegir cuándo se queda embarazada. El mayor bajó la voz y procedió a explicarle las cosas que hacen los mayores. Al cabo de unos momentos, mi hija, con una expresión de franco repelús, se dirigió a mí para preguntarme si mamá y papá también hacemos esas cosas. Y es que el sexo, para alguien que no lo ha experimentado nunca, puede ser muy feo. Glas adopta ante el sexo una actitud parecida a la de una niña de ocho años, aunque sabe racionalizar muy bien ese asco.

¿Por qué la vida de nuestra especie tiene que conservarse, y nuestro deseo saciarse, mediante un órgano que usamos varias veces al día para evacuar impurezas? ¿No podría hacerse mediante un acto dotado de dignidad y de hermosura, a la vez que de profundo goce? Un acto que pudiera realizarse en la iglesia, a la vista de todos, igual que en la tiniebla y la soledad. O en un templo de rosas, al sol, entre canto de coros y la danza de los invitados a las nupcias.


Fotograma de la película de Zetterling

Glas ve en el sexo un instinto incontrolable que denigra y veja a la señora Gregorius, un comportamiento animal que, paradójicamente, al convertirse en tabú, es no sólo bendecido por la iglesia, sino también empleado de manera brutal por uno de sus representantes. La hipocresía de esta sociedad donde todo se justifica por la moralidad hace que Glas se cuestione sus actos pasados y justifique los futuros.

"¡Cuidado, sacerdote! He prometido a esta mujercita, a esta femenina flor de claro pelo sedoso, que la protegería de ti. Cuidado, tu vida está en mis manos, y quiero y puedo hacerte bienaventurado antes de que tú lo pidas. Cuidado, sacerdote, no me conoces, mi conciencia no se parece en nada a la tuya, mi juicio final lo dicto yo, soy de una especie de hombres que ni siquiera sospechas que exista".

A nadie le sorprenderá, pues, que la novela causara gran conmoción y escándalo en Suecia, un país que a la sazón era profundamente religioso y donde tan sólo cuatro antes se había publicado un libro como Jerusalén. Söderberg, no contento con hacer del sacerdote un personaje moralmente reprobable y físicamente repulsivo, toca además asuntos todavía hoy tan controvertidos como el aborto o la eutanasia.

Tiene que llegar, y llegará, el día en que el derecho a morir se considerará mucho más importante e inalienable que el derecho a introducir una papeleta en una urna electoral.

 Estocolmo a principios del s. XX

Hacia el comienzo de la novela, Glas recuerda a una chica que llega desesperada a su consulta suplicándole que la saque del apuro en el que su novio la ha metido. Glas se niega a ello, pero justifica su negativa no por criterios morales, sino simplemente para evitar meterse en líos. Cuando años más tarde, se encuentre de nuevo con aquella chica, hoy señora casada, y con el deforme fruto de aquel embarazo indeseado, no podrá sino reafirmarse en su recién adquirida convicción:

La moral es la opinión que tienen las otras gentes sobre lo que es justo. Pero lo que ahora se discute es mi propia opinión.

La novela bebe, por no decir se emborracha, de Nietzsche y de Dostoievski, de Zaratustra y Raskolnikov, algo que se puede ver en ese diálogo que mantienen sus dos yo, en el que ambos se han quitado el atuendo de ángel y demonio, para quedarse con el disfraz de moral y el de voluntad. La palabra moral, como nos recuerda Glas, viene del latín mos, y significa hábitos o costumbres. ¿De dónde procede, pues, esa autoridad que la moral se arroga? Por su parte, la voluntad, tanto tiempo reprimida, ¿cuánto tiempo más podrá resignarse a ser sometida? Ved cómo explica la señora Gregorius por qué accedió a casarse con el pastor.

Me encerré en mi cuarto a llorar. Siempre me había repugnado un poco, de un modo extraño, y creo que es precisamente eso lo que me decidió a consentir. Nadie me forzó, nadie me persuadió. Pero yo creía que era la voluntad de Dios. Me habían enseñado que la voluntad de Dios consiste siempre en lo más opuesto a nuestra propia voluntad.


 
En un interesantísimo artículo sobre esta obra, Margaret Atwood traza paralelismos entre la historia que nos ocupa y la estructura del romance. Así, la señora Gregorius vendría a ser la doncella secuestrada por un dragón (Atwood habla de un troll), quien a su vez está encarnado en su esposo el pastor. Lógicamente, el papel de caballero al rescate debería recaer en el propio Glas, pero, por suerte, las cosas no son tan sencillas. Puede que, por un momento, Glas se vea a sí mismo como ese héroe que va a salvar a la doncella de las garras del monstruo, pero el propio doctor no tarda en confesarnos una curiosa característica que no sabemos en qué categoría de fetichismo encaja: nuestro héroe sólo es capaz de enamorarse de mujeres que ya están enamoradas de otro. Glas se explica explica esta particularidad suya por el hecho de que el amor transforma a las mujeres y las vuelve radiantes. Renuncia, por tanto, desde el primer momento a la mujer que ama y lo hace en beneficio de otro hombre. En definitiva, mientras algunos tiran por Freud (cuya influencia en la novela es evidente) y aducen una homosexualidad reprimida o mera impotencia para explicar el personaje de Glas, el artículo de Atwood nos da una idea mucho más aproximada de la riqueza y complejidad de esta pequeña maravilla.

Doctor Glas, hierve con la pasión que rebosaba toda la literatura de finales del XIX. Pensándolo bien, quizá el término pasión pueda ser engañoso, y habría que utilizarlo en compañía de radicalismo. Ambos términos, utilizados conjuntamente, describen mejor una época-péndulo marcada en toda Europa por la atracción de los extremos, en la que conviven, por mencionar unos ejemplos, el mesianismo de Tolstoi y el nihilismo dostoievskiano; en Viena, la nostalgia épica de Joseph Roth y la descarada sexualidad de Schnitzler; y en Suecia, la ya mencionada Jerusalén y esta denuncia de la hipocresía de la moral cristiana.

 En suma, una pequeña obra maestra que se lee en una tarde, y que dura mucho más.



Queremos ser amados; a falta de eso, admirados; a falta de esto, odiados y despreciados. Queremos suscitar en los demás alguna especie de sentimiento. El alma aborrece el vacío, y quiere tener contactos a cualquier precio.

jueves, 11 de junio de 2015

Citas de Guermantes


Como en la entrada anterior me quedé con las ganas de incluir citas a porrillo, con ésta no pretendo más que saciar muy ligeramente mis ansias de releer y releer, para luego copiar y copiar, fragmentos, páginas y hasta capítulos. Os advierto, en consecuencia, que lo que encontraréis aquí no son precisamente aforismos. No soy demasiado amigo de esas perlas de ingenio condensadas, a no ser que sean de mi propia cosecha o de la de Oscar Wilde. Además, con el bueno de Marcel esa clase de condensación no es tan habitual, dado que lo suyo era justo lo contrario: si Proust encontraba una perla, la ocultaba en el centro de una madeja de lana, que se ponía entonces a devanar con esmero de artesano, recreándose ahora en el giro de la muñeca, ahora en el tacto de la lana, ahora en la etimología de devanar.

Así que vamos allá.

Proust-narrador nos habla aquí sobre el hada de los nombres.

El hada, sin embargo, se esfuma si nos acercamos a la persona real a que corresponde su nombre, porque entonces el nombre empieza a reflejar a esa persona, y ésta no contiene nada del hada; el hada puede renacer si nos alejamos de la persona, mas si permanecemos cerca de ésta, el hada se muere definitivamente y con ella el nombre, como aquella familia de Lusignan que había de extinguirse el día en que desapareciese el hada Melusina. (página 16 en la edición de Alianza)

Aquí, sobre por qué los nombres tienen esa capacidad de hacernos evocar.

Y el nombre de Guermantes de entonces es también como uno de esos globitos en que se ha encerrado oxígeno o algún otro gas: cuando llego a agujerearlo, a hacer salir de él lo que contiene, respiro el aire de Combray de aquel año, de aquel día, mezclado a un olor de espinos blancos agitados por el viento del ángulo de la plaza, precursor de la lluvia... (17)

Sobre el sueño profundo.

Se llama a esto un sueño de plomo, parece que uno mismo se haya convertido, por espacio de algunos instantes después de haber cesado un sueño así, en un simple monigote de plomo. Ya no somos personas. Entonces, ¿cómo es que al buscar uno su pensamiento, su personalidad, como quien busca un objeto perdido, acaba por recobrar su propio yo antes que otro alguno? ¿Por qué cuando empezamos a pensar de nuevo no es entonces la que encarna en nosotros otra personalidad que la anterior? No se ve qué es lo que dicta la elección y por qué, entre los millones de seres humanos que uno podría ser, va a poner precisamente la mano en aquel que era la víspera. ¿Qué es lo que nos guía cuando verdaderamente ha habido interrupción (ya haya sido completo el sueño o los sueños enteramente diferentes de nosotros)? Ha habido verdaderamente muerte. (...) La habitación, desde luego, aunque solamente la hayamos visto una vez, despierta recuerdos de que oenden otros más antiguos. (...) La resurrección en el despertar -después de ese benéfico acceso de enajenación mental que es el sueño- debe de asemejarse, enel fondo, a lo que ocurre cuando se vuelve a encontrar un nombre, un verso, un estribillo olvidados. Y acaso quepa concebir la resurrección del alma allende la muerte como un fenómeno de memoria. (116-117)

Sobre un detalle insignificante.

...añadió, sonriendo al embajador con una pusilanimidad, pero también con una ternura que le hizo alzar los párpados y descubrir los ojos, grandes como un cielo.
Me parecía haber visto aquella mirada, y, sin embargo, sólo de hoy conocía al historiador. De pronto recordé que esa misma mirada la había visto yo en los ojos de un médico brasileño que pretendía curar los ahogos como los que yo padecía con absurdas inhalaciones de esencias de plantas. (300)

Sobre la muerte.

Realmente decimos que la hora de la muerte es incierta, pero cuando lo decimos nos representamos esa hora como situada en un espacio vago y remoto; no pensamos que tenga la menor relación con la jornada comenzada ya y que pueda significar que la muerte -o su primera toma de posesión parcial de nosotros, después de la cual ya no ha de soltarnos- podrá producirse esta misma tarde, tan poco incierta, esta tarde en que el empleo de todas las horas está regulado de antemano. Tiene uno empeño en salir de paseo para alcanzar en un mes el total de aire sano ncesario ha vacilado respecto a la elección del abrigo que debe llevar, del cochero a que llamará; está uno en el coche, tiene por delante toda la jornada corta, porque quiere uno volver a tiempo para recibir a una amiga; quisiéramos que hiciese también buen tiempo a la mañana siguiente, y no se sospecha que la muerte, que caminaba en nosotros en otro plano, en medio de una impenentrable oscuridad, ha escogido precisamente este día para salir a escena, dentro de unos minutos, aproximadamente en el momento en que el coche llegue a los Campos Elíseos. (419)

Sobre el pasado.

El pasado no sólo no es fugaz, sino que no se mueve de un mismo sitio. No es sólo que meses después del comienzo de una guerra puedan actuar eficazmente sobre ella unas leyes votadas sin prisas; no es sólo que quince años después de un crimen que ha quedado sumido en la oscuridad pueda encontrar todavía un magistrado los elementos que habrán de servir para poner en claro ese crimen; al cabo de siglos y siglos, el erudito que estudia en una región apartada la toponimia, las costumbres de los habitantes, podrá captar todavía en ellas tal o cual leyenda anterior, con mucho, al cristianismo, incomprendida ya, si no es que olvidada incluso en tiempos de Heródoto, y que en la denominación dada a una peña en un rito religioso, perdura en medio del presente como una emanación más densa, inmemorial y estable. (555)

Sobre la leche hirviendo.

El que se ha quedado completamente sordo ni siquiera puede hacer calentar a su lado un cacillo con leche sin que tenga que espiar con los ojos, sobre la tapadera ladeada, el reflejo blanco, hiperbóreo, semejante al de una tempestad de nieve, y que es el signo premonitorio al cual es prudente obedecer retirando, como el Señor al detener las aguas, los enchufes eléctricos; porque ya el huevo ascendente y espasmódico de la leche que hierve lleva a cabo su crecida en algunas ebulliciones oblicuas, infla, redondea algunas velas medio zozobradas que había plegado la crema, arroja a la tempestad una de ellas, de nácar, y la interrupción de las corrientes, si se conjura a tiempo la tormenta eléctrica, hará girar todas esas velas sobre sí mismas y las lanzará a la deriva, trocadas en pétalos de magnolia. (101)

Sobre el heroísmo retrospectivo. Y no miro a nadie.

Consideraban a Dreyfus y a sus partidarios como traidores, bien que veinticinco años más tarde, como las ideas habían tenido tiempo de clasificarse y el dreyfusismo de cobrar en la historia cierta elegancia, los hijos, bolchevizantes y valseadores, de esos mismos jóvenes aristócratas habían declarado a los "intelectuales" que les interrogaban que seguramente, de haber vivido en aquel tiempo, hubiesen estado de parte de Dreyfus, sin saber a ciencia cierta mucho más de lo que había sido el affaire ... (533)

Sobre las horas perdidas.

Apenas nos aprovechamos de nuestra vida, dejamos inacabadas en los crepúsculos de estío o en las noches precoces de invierno las horas en que nos había parecido que hubiera podido, sin embargo, estar encerrado un poco de paz o de goce. Pero esas horas no están absolutamente perdidas. Cuando cantan a su vez nuevos momentos de placer que pasarían del mismo modo, tan endebles y lineales, vienen ellas a traerles el basamento, la consistencia de una rica orquestación. Se extienden así hasta una de esas felicidades tipo, que sólo se encuentran de tarde en tarde, pero que siguen existiendo... (527)

Sobre nombres, historia y memoria.

Si el nombre de duquesa de Guermantes era para mí un nombre colectivo, no era sólo en la Historia, por la suma de todas las mujeres que lo habían llevado, sino también a lo largo de mi corta juventud, que había visto ya en esta sola duquesa de Guermantes superponerse tantas mujeres diferentes, desapareciendo cada una de ellas cuando la siguiente había cobrado suficiente consistencia. Las palabras no cambian de significación, durante siglos, tanto como cambian para nosotros los nombres en el espacio de unos años. Nuestra memoria y nuestro corazón no son bastante grandes para poder ser fieles. No tenemos suficiente sitio, en nuestro pensamiento actual, para guardar los muertos al lado de los vivos. Nos vemos obligados a construir sobre lo que ha precedido y que sólo volvemos a encontrar al azar de una excavación del género que... 700

Sobre nuestra vida, hecha de esbozos.

Cuando volví a encontrarme solo en casa, acordándome de que había ido a hacer una excursión a prima tarde con Albertina, de que cenaba pasado mañana en casa de la señora de Guermantes y de que tenía que contestar a una carta de Gllberta, tres mujeres a las que había querido, me dije que neustra vida social está llena, como el estudio de un artista, de esbozos abandonados en los que por un momento habíamos creído poder plasmar nuestra necesidad de un gran amor, pero no pensé en que a veces, si el bosquejo no es demasiado antiguo,  puede ocurrir que volvamos a tomarlo y que hagamos de él una obra completamente diferente, y quizá más importante, inclusive, que la que primeramente habíamos proyectado. (518-9)

Sobre el momento en que el narrador se da cuenta de que las mujeres ven en él a un hombre.

Entonces solamente me percaté de que acababa de producirse en torno a mí (a mí, que hasta ese día -salvo la preparación en el salón de la señora de Swann -había estado acostumbrado en casa de mi madre, en Combray y en París, a los modales, protectores o a la defensiva, de hoscas burguesas que me trataban como a un chiquillo) un cambio de decoración comparable al que introduce de repente a Parsifal en medio de las muchachas-flores. Las que me rodeaban, completamente descotadas (su carne aparecía por los dos lados de una sinuosa rama de mimosa o bajo los anchos pétalos de una rosa), no me saludaron de otro modo que haciendo fluir hacia mí largas miradas acariciadoras, como si sólo la timide les hubiera impedido besarme. (562 )

Sobre qué diferentes somos de nosotros mismos.

La humanidad que frecuentamos y que tan poco se parece a nuestros sueños es, sin embargo, la misma que en las memorias, en las cartas de las gentes notables, hemos visto descrita y que hemos deseado conocer. El viejo más insignificante con quien cenamos es aquel cuya orgullosa carta al príncipe Federico Carlos hemos leído en un libro sobre la guerra del 70. Se aburre uno en la cena porque la imaginación está ausente, y si nos divertimos con un libro es porque en él nos da compañía aquélla. Pero se trata de las mismas personas. Nos gustaría haber conocido a madama de Pompadour, que tan bien protegió a las artes, y nos hubiéramos aburrido a su lado tanto como al lado de las modernas Egerias a cuya casa no nos podemos decidir a volver, de tan mediocres como son. (749)

Sobre la imposibilidad de llegar a conocer a otra persona.

Y así fue ella la primera que me dio la idea de que una persona no está, como yo había creído, clara e inmóvil ante nosotros, con sus cualidades, con sus defectos, sus proyectos, sus intenciones respecto a nosotros (como un jardín que está uno mirando, con todos sus arriates, a través de una verja), sino que es una sombra en que jamás podremos penetrar (...) una sombra en la que podemos alternativamente imaginarnos con tanta verosimilitud que brillan el odio como el amor. (89)

Sobre muchas cosas, todas tristes.

... me veía obligado a no decirle lo que pensaba de su estado, a callarle mi inquietud. No hubiera podido hablarle de ello con más confianza que a una extraña. Acababa de restituirme los pensamientos, los pesares que desde mi niñez le había confiado para siempre. Aún no se había muerto. Yo estaba solo ya. Y hasta las alusiones que mi abuela había hecho a los Guermantes, a Molière, a nuestras conversaciones en torno al cogollito, cobraban una apariencia falta de apoyo, sin causa, fantástica, porque salían de la nada de este mismo ser que acaso no existiría ya mañana, para el que ya no tendrían ningún sentido, de la nada -incapaz de concebirlas- que mi abuela sería bien pronto. (417)

Y todavía me quedarían citas para diez entradas así.

jueves, 4 de junio de 2015

El mundo de Guermantes



No se puede ser delgado y llamarse Leopoldo. Si no me creéis, pronunciad lentamente el nombre, recreaos en esas orondas oes, la primera de las cuales se alarga a lo largo de la ele hasta dejarse caer con todo su peso sobre ese do final, como si lo hiciera, agotado tras subir diez escalones, sobre un mullido sofá, y veréis que, sencillamente, todos los Leopoldos tienen problemas de sobrepeso. Naturalmente, no faltan los ejemplos en sentido contrario, es decir, nombres que es imposible imaginar asociados a un cuerpo robusto y musculoso. ¿Cómo? ¿Seguís dudando? Decidme entonces: ¿ha habido acaso, a lo largo de la historia, un solo campeón de halterofilia llamado Agapito?

El misterio de los nombres, que el narrador compara con un hada ("a veces, escondida en el fondo de su nombre, el hada se transforma al capricho de la vida de nuestra imaginación que la nutre") forma parte, como las propias hadas, de un mundo mágico donde, en el caldero de una hechicera, bullen Freud y la onomástica. Así, el nombre de Guermantes, que conserva en español la misma rimbombante sonoridad que le suponemos en francés, despierta en el narrador unas imágenes y evocaciones inconfundiblemente nobles, impregnadas del olor de los primeros recuerdos, y como ellos, borrosas.
No sé, desde luego, qué forma se recortaba ante mis ojos en este nombre de Guermantes cuando mi nodriza -que sin duda ignoraba, tanto como yo lo ignoro hoy, en honor de quién había sido compuesta- me berzaba [maravilloso e inexistente verbo] con la antigua canción: Gloria a la Marquesa de Guermantes, o cuando, años más tarde, el viejo mariscal de Guermantes, llenando de orgullo a mi niñera, se detenía en los Campos Elíseos diciendo: "¡Qué chico más guapo!", y sacaba de una bombonera de bolsillo una pastilla de chocolate.

 La condesa Greffulhe, modelo principal de Oriana de Guermantes

Nuestro narrador y su familia se han trasladado a un apartamento situado en el mismo edificio que los Guermantes. El influjo que, a través del nombre y su hada, ejerce la duquesa de Guermantes sobre nuestro héroe se traduce en una obsesión amorosa que lo lleva a seguirla y acecharla, sabedor de que la misión de entrar, como hizo con Albertina, en el "círculo", es ahora tarea doblemente difícil.
Todos los días, ahora, por cierto en el momento en que la señora de Guermantes desembocaba por lo alto de la calle, distinguía aún su elevada estatura, aquel rostro de clara mirada bajo una cabellera ligera, cosas todas por las que estaba yo allí; pero en desquite, algunos segundos más tarde, cuando, habiendo apartado los ojos en otra dirección porque pareciese que no esperaba este encuentro que había venido a buscar, los alzaba hacia la duquesa en el momento en que llegaba al mismo nivel de la calle que ella, lo que entonces veía eran unas huellas rojas, que no sabía si se debían a la acción del aire o a la caparrosa, en un semblante desagradable que, con un gesto muy seco y distante de la amabilidad de la noche de  Fedra, respondía al saludo que yo le dirigía cotidianamente con expresión de sorpresa y que no parecía agradarle.

Mi experiencia personal confirma que las mujeres encuentran siempre la manera de descubrir si cuando nos vieron paseando al perro alrededor de su casa, que está a dos horas de camino de la nuestra, se trató verdaderamente de un encuentro casual o no.

Quizá recordéis, de la entrada anterior, la cita al respecto de que "nuestro amor no lleva el nombre del ser querido". Lejos, pues, del tópico del amor que nos elige, el narrador, como hemos visto, prefiere erigirse en su propio Cupido. Así, también aquí, nuestro héroe, al que le cuesta tanto vivir sin amor como entregarse a una sola mujer y no otra, se convence a sí mismo de que la divina elegancia y el sencillo refinamiento de Oriana merecen convertirse en blanco de sus flechas. Si prestamos atención, nos daremos cuenta de que el resultado de un amor basado en estas premisas ha de ser, por fuerza, un tanto peculiar.
Así y todo, al cabo de unos días en que el recuerdo de las dos muchachitas luchó con varia suerte por el dominio de mis ideas amorosas con el de la señora de Guermantes, fue éste, como por sí mismo, el que acabó por renacer más a menudo, mientras que sus competidores se eliminaban por sí solos; sobre él fue sobre quien acabé por haber transferido, voluntariamente aún, en suma, y como por elección y por gusto, todos mis pensamientos de amor.

"Ideas amorosas", "pensamientos de amor", y una "transferencia voluntaria" de éstos últimos.  Estooo, ¿y nada de "sentimientos"? Es cierto que más adelante sí nos dice que "tiene" amor a la señora de Guermantes. Y no es menos cierto que las fantasías por las que se deja llevar entonces son, por la parte que nos toca, tan divertidas como embarazosas:
Tenía yo verdadero amor a la señora de Guermantes. La mayor dicha que hubiese podido pedir a Dios habría sido que hiciera abatirse sobre ella todas las calamidades, y que, arruinada, desacreditada, despojada de todos los privilegios que me separaban de ella, sin tener ya casa en que habitar ni gente que consintiera en saludarla, viniese a pedirme asilo (...) toda una novela puramente de aventuras, estéril y falta de verdad, en que la duquesa, reducida a la miseria, venía a implorarme a mí que, a consecuencia de circunstancias inversas, había llegado a ser rico y poderoso.

A la izquierda, el capitán Alfred Dreyfus. A la derecha, el caso Dreyfus
 
Hay quien dice que la fascinación del narrador con los nombres y la toponimia obedece a una búsqueda de un rasgo de inmortalidad en la nobleza. Para el narrador, los nombres están atados a su tierra de origen, y pudiera ser que ve en ellos el vínculo que nos une a ésta y, en consecuencia, perdurará tras nosotros. Esto me hace pensar en mi propio apellido, de origen escocés y tan inusual que lleva décadas al borde de la desaparición, y que mis profesores, engañados por su ortografía, se empeñaban en pronunciar como si fuera catalán. Pero, anécdotas aparte, recordemos que no estamos en un mundo globalizado, donde el apellido ya no nos puede indicar la nacionalidad, sino en el de Guermantes, donde lo que el apellido nos indica es la clase social.

 Dicha fascinación por los nombres, que no se manifiesta sólo en relación con los duques, es, en todo caso, constante a lo largo de la obra y empuja al narrador en esa suerte de investigación con el fin, diríase, de constatar si una mujer llamada Oriana de Guermantes es digna de los pensamientos de amor de nuestro héroe.
La señora de Guermantes se había sentado. Su nombre, como estaba acompañado de su título, añadía a su persona física su ducado, que se proyectaba en torno suyo y hacía reinar el frescor umbrío y dorado de los bosques de los Guermantes en medio del salón, en derredor del taburete en que estaba sentada ella. A mí lo único que me extrañaba era que la semejanza no fuese más legible en el rostro de la duquesa, que nada tenía de vegetal, y en el que a lo sumo las pecas de las mejillas -que parecía que hubieran debido estar blasonadas con el nombre de los Guermantes- eran efecto, pero no imagen, de largas galopadas al aire libre.

 Uno de mis grandes fracasos amorosos tenía un nombre con preciosos ecos poéticos. Terminó para mí del mismo modo que nos cuenta el narrador quinientas páginas más adelante:
Los Guermantes, después de haber defraudado a la imaginación porque se asemejaban más a sus semejantes que a su propio nombre...

(Probablemente "se parecían" habría sido más afortunado que "se asemajaban a sus semejantes")

 La constatación del falso retrato que el nombre le había llevado a formarse de los duques se refleja también en la caída final de éstos del pedestal. Los Guermantes, y en especial Oriana, son el perfecto retrato de la hipocresía, la doble moral y el filisteísmo de una clase social que se columpia en su rancio abolengo, un abolengo que el devenir del tiempo, "mil años" dice un personaje, ha denigrado y vaciado de significado. ¿Siente el narrador nostalgia del Antiguo Régimen, que no conoció? Lo dudamos, aunque no siempre es fácil conciliar sus ideas progresistas con su decepción ante la vulgaridad de la nobleza.
El duque y la duquesa de Guermantes consideraban como un deber más esencial que los -descuidados bastante a menudo, cuando menos por uno de ellos- de la caridad, de la castidad, de la piedad y de la justicia, el más inflexible de no hablar apenas a la princesa de Parma como no fuese en primera persona.

The stranger, de Orson Welles. "Karl Marx no era alemán, era judío"

En un mundo tan tranquilo y placentero como el de Guermantes, donde la mayor preocupación que uno podía tener era cómo tener entretenida a nuestra querida tras sustituirla por otra, o qué hacer si a ese molesto tío nuestro, por despecho, le daba por morirse la noche que queremos asistir a una fiesta, no resulta del todo fácil imaginar la conmoción que causó el asunto Dreyfus. Hasta ahora, tanto en Por el camino de Swann como en A la sombra de las muchachas en flor, se han hecho referencias aisladas a este caso, que efectivamente convulsionó al país y cuyas consecuencias a nivel mundial posiblemente llegan hasta hoy. Pero es en El mundo de Guermantes donde el caso del capitán Alfred Dreyfus, injustamente acusado de traición, sin llegar a cobrar protagonismo, sí es central en la obra, al introducir el telón de fondo del antisemitismo.
No va usted descaminado, si es que quiere instruirse -me dijo el señor de Charlus después de haberme hecho esas preguntas acerca de Bloch-, en tener entre sus amigos a algunos extranjeros.
Respondí que Bloch era francés.
-¡Ah! -dijo el señor de Charlus-. ¡He creído que era judío!

Como en una sociedad sacudida por una revolución, donde sólo hay dos bandos y es obligatorio tomar partido, durante un tiempo, Francia, y la parte que más nos ocupa, el mundo de Guermantes, se dividió entre dreyfusistas y antis. Unos y otros dejan de invitarse a sus fiestas, de hablarse y hasta de saludar, y se producen escenas verdaderamente infames, como la humillación pública de Bloch.

Los adioses de Bloch, desplegando apenas en el rostro de la marquesa una lánguida sonrisa, no le arrancaron una palabra, y no le tendió la mano. Esta escena puso a Bloch en el colmo del asombro, pero como era testigo de ella un círculo de personas en torno suyo, no pensó que pudiera prolongarse sin inconveniente para él y, por obligar a la marquesa, la mano que no venían a tomarle se la tendió él mismo. La señora de Villeparisis se molestó. Pero sin duda, con importarle dar una satisfacción inmediata al archivero y al clan antidreyfusista, quería, sin embargo, guardar miramientos al provenir; se contentó con bajar los párpados y entornar los ojos.
-Me parece que está dormida -dijo Bloch al archivero, que, sintiéndose sostenido por la marquesa, adoptó una expresión indignada-. ¡Adiós, señora! -gritó.
La marquesa hizo el ligero movimiento de labios de una moribunda que quisiera abrir la boca, pero cuya mirada ya no reconoce a nadie. Después se volvió, desbordante de una vida que vuelve a encontrarse, al marqués de Argencourt...

El duque de Guiche, amigo de Proust y modelo de Roberto Saint-Loup

Veíamos en Un amor de Swann cómo éste renunciaba a su clase social y se entregaba a una cocotte. Proust nos describía entonces con su pasmosa maestría la sensación de extrañeza y alienación de Swann al entrar en el mundo de Odette y el salón de los Verdurin. Una vez más, y por motivos que explicaré más abajo, no pude sentirme más identificado con las palabras del autor. Creo, además, que ésta es una sensación que, de una manera u otra, todos hemos experimentado. ¿Qué es tener relaciones con otra persona si no entrar en un mundo totalmente desconocido? Podemos haber probado ya sus labios, podemos haber ido aún más lejos y creer por ello que hemos alcanzado ese soñado estado de intimidad, pero ¿quién nos asegura que el lavabo de casa de sus padres estará limpio? Pese a estar felizmente casado, no puedo dejar de añorar esa sensación de aventura, de dejarse llevar y traer, de ser presentado a personas que nos abrazan y que tardaremos meses en saber quiénes son. También Swann disfrutaba de esa sensación que, como ya he señalado en un par de ocasiones, refleja una idea que se repite a lo largo de la obra: la atracción por una clase social sensiblemente inferior, idea que el presente volumen desarrolla todavía más en el mito de la santa-puta.

La víctima -no se me ocurre otro término- de este mito en el sentido griego y en el de fantasía o, simplemente, mentira, es en este caso Roberto Saint-Loup, amigo del narrador, entregado en cuerpo, alma y bolsillo a Raquel, una actriz con aspiraciones literarias.

No sé si se formulaba a sí mismo su convicción de que aquella mujer era de una esencia superior a todo, pero lo que sé es que (...) por ella era capaz de sufrir, de ser dichoso, acaso de matarse. (...) Si no se casaba con ella era porque un instinto práctico le hacía sentir que en el momento en que ella ya no tuviese nada que esperar de él le dejaría o, por lo menos, viviría a su antojo. (...) Claro está que la pasión genérica llamada amor debía obligarle -como hace con todos los hombres- a creer a ratos que su querida le amaba. Pero prácticamente sentía que ese amor que ella le tenía no era óbice para que si seguía con él fuese por su dinero, y que el día en que ya no tuviese que esperar nada más de él se apresuraría (víctima de las teorías de sus amigos literatos, y aun queriéndole, pensaba él) a dejarlo.

Lo de puta no viene por su afición a ser mantenida, sino porque cuando, tras una larga y apasionada descripción que hace Saint-Loup de sus celestiales virtudes, se la presenta a nuestro narrador, éste se encuentra a "Raquel-cuando-el-señor", una prostituta a la que conoció en un burdel.

Me hacía yo cargo de todo lo que una imaginación humana puede poner tras un pedacito de cara como era la de aquella mujer, con tal de que sea la imaginación la que primero la ha conocido, e inversamente en qué míseros elementos materiales y desprovistos de todo valor, inestimables, podía descomponerse lo que era el fin de tantos ensueños si, por el contrario, hubiera sido conocido eso mismo de una manera opuesta, con el conocimiento más trivial. Comprendía que lo que me había parecido que no valía veinte francos cuando me lo habían ofrecido por veinte francos en la casa de compromiso, donde no era para mí más que una mujer deseosa de ganarse esos veinte francos, puede valer más de un millón, más que la familia, más que todas las situaciones codiciadas, si se ha empezado por imaginar en ello un ser desconocido, curioso de conocer, difícil de apresar, de conservar. Sin duda era la misma cara fina y menuda la que veíamos Roberto y yo. Pero habíamos llegado a ella por los dos caminos opuestos que no se comunicarán nunca, y jamás veríamos la misma luz de esa cara.

O, en otras palabras:
...comparaba yo para mis adentros cuántas otras mujeres por las que viven, sufren y se matan los hombres, pueden ser en sí mismas o para otros lo que Raquel era para mí. La idea de que pudiera sentir nadie una curiosidad dolorosa respecto de su vida me dejaba estupefacto. Yo hubiera podido enterar a Roberto de no pocas dormidas de ella, que a mí me parecían la cosa más indifierente del mundo. A él, en cambio, ¡cómo le habrían apenado! ¡Y qué no habría dado por conocerlas, sin conseguirlo!

Y uno recuerda, con menos dolor que vergüenza, esos amargos reproches, que afortunadamente nunca salieron de mi cabeza, en que yo le decía a ella: ¡me niegas a mí, que te amo con locura, lo que sí le das a ése, que hoy te posee y mañana presume de ello en el bar!

Se eleva la nobleza

Evidentemente, el mito de la santa-puta, así como la atracción de la clase inferior, se inscriben dentro de la cuestión de pertenencia a un círculo social, cuestión que, como podéis juzgar por mi insistencia, constituye uno de los ejes centrales de este, no sé si idílico, pero sí apasionante mundo de los Guermantes.

Yo nunca me he codeado con marqueses, duques ni princesas. Y ya no recuerdo la última vez que me invitaron a un salón. No obstante, como muchos de vosotros, sé muy bien en qué consiste eso de los círculos sociales. La palabra círculo, de hecho, es engañosa, ya que sugiere la imagen de una sala donde se han formado diferentes corros en virtud de determinadas afinidades. En realidad, la gracia de estos presuntos círculos es que no están en un único salón, sino que se mueven en diferentes planos. Imaginad, pues, una especie de globos enormes volando, sea por el mundo de Guermantes, sea por vuestra ciudad. Uno puede ver que hay globos que vuelan más alto que el nuestro, mientras que otros apenas logran despegar y prácticamente se arrastran por el lodo. Vislumbramos de los primeros quizá alguna sombra, así como una que otra cabecita que se asoma y se digna a mirar con desdén hacia nuestro globo. De los segundos, los que se arrastran, podemos verlo todo, pero preferimos no mirar, no vaya a ser que se nos contagie su vulgaridad. Hay quien está muy feliz en su globo, hay quien implora que le lancen una cuerda por la que trepar hasta uno más alto, hay quien ha sido empujado fuera del suyo y ahora, como en las películas, se agarra desesperado al borde de la cesta, y hay, por último, quien, como yo, jamás se encontraría a gusto en ninguno de ellos. El círculo social más alto del que yo en mis tiempos tenía constancia era el de los pijos. Éstos llevaban ropa cara, iban a esquiar los fines de semana, y cuando se sacaban el carnet, sus papás les compraban un Golf. La mayoría de mis amigos, por el contrario, se ubicaban en lo que por aquel entonces se conocía como progres. Odiábamos la ropa de marca, que no nos podíamos permitir; algún fin de semana íbamos de camping, y heredábamos el Simca 1200 familiar. Por debajo de nosotros estaban los heavies, que vestían tejanos sucios, los fines de semana se emborrachaban con calimocho, y se colaban en el metro. (Mi gran problema, que explica por qué nunca me he sabido integrar en ningún grupito, era que me gustaba la música heavy y las niñas pijas). Podía ocurrir que una pija se liara con un greñas con camiseta de Iron Maiden, pero a la larga sabíamos que:
Dados los principios que sustentaban francamente no sólo Oriana, sino la señora de Villeparisis, a saber, que la nobleza no cuenta para nada, que es ridículo preocuparse del rango, que la riqueza no constituye la felicidad, que sólo la inteligencia, el corazón, el talento tienen importancia, los Courvoisier podían esperar que, en virtud de esta educación que había recibido de la marquesa, Oriana se casaría con cualquiera que no perteneciese al gran mundo, con un artista, un criminal reincidente, un vagabundo, un librepensador, y que entraría definitivamente en la categoría de lo que los Courvoisier llamaban "los descarriados". (...) Pero en el momento mismo en que se había tratado de encontrar un marido para Oriana, no eran ya los principios sustentados por la tía y la sobrina los que habían dirigido el sesgo de las cosas; había sido el misterioso "genio de la familia".

El Chateau de Guermantes, del que Proust sólo tomó el nombre

Sospecho que, dentro de En busca del tiempo perdido, este El mundo de Guermantes marca el momento en que algunos lectores abandonan esta fabulosa empresa lectora en la que se han embarcado. El lector apresurado, menos aún el devorador de libros, no tolera fácilmente que gran parte de estas casi 800 páginas se le vaya en fiestas y salones. En mi caso, la impaciencia me la ha causado en primer lugar el propio disfrute de la lectura, y en segundo lugar, ver el siguiente volumen, Sodoma y Gomorra, esperándome en la estantería, y yo diría que guiñándome el ojo y hasta levantándose la falda. El caso es que, una vez más, escribiendo esta entrada, me encuentro con tres fichas tan repletas de notas, signos de admiración, adjetivos como "sublime" y todos sus sinónimos, y decenas de wow, que, incapaz de reprimirme, he decidido  preparar otra entrada únicamente con algunas de las decenas de citas que quisiera incluir.

En todo caso, lector apresurado, tengo buenas noticias para ti: en El mundo de Guermantes, suceder, lo que se dice suceder, sí sucede algo. Muere alguien.

Iba a decir que se han escrito pocas páginas más bellas sobre la muerte que las que nos regala el narrador al respecto de su abuela. Pero es que los ecos de esa muerte en el siguiente volumen, en el que llevo ya días enfrascado, son, si cabe, más bellos, conmovedores y estremecedores. De momento, no obstante, os dejo con tres citas sacadas de este Guermantes.

En más de una ocasión, el narrador ha aludido a la soledad del ser humano y la imposibilidad de llegar a conocer a otra persona. Cuánto más cruel se nos antoja, por tanto, la frase que abre este fragmento:
 En las enfermedades es cuando nos damos cuenta de que no vivimos solos, sino encadenados a un ser de un reino diferente, del que nos separan abismos, que no nos conoce y del que es imposible que nos hagamos entender: nuestro cuerpo. Si nos encontramos a un bandido cualquiera en un camino, quizá lleguemos a hacerle sensible a su interés personal, ya que no a nuestra desdicha. Pero pedir clemencia a nuestro cuerpo es discurrir ante un pulpo, para el que nuestras palabras no pueden tener más sentido que el ruido del agua y con el que nos espantaría que nos condenasen a vivir.

Quizá los que habéis perdido a un ser querido tras una enfermedad, hayáis visto en dicha enfermedad a un ser malvado, que inflige dolor a su víctima de manera gratuita. Yo sí lo vi así cuando el cáncer se llevó a mi padre. Pero Proust es capaz de darle la vuelta al tópico más manido y escribir párrafos como éste:
Es raro que esas grandes enfermedades, como la que al fin acababa de herirla en pleno rostro, no elijan en mucho tiempo domicilio en el enfermo antes de matarlo, y que durante ese período no se den a conocer a él suficientemente aprisa, como un vecino o un inquilino afable y entrometido. Es un terrible conocimiento, no tanto por los sufrimientos de que es causa como por la extraña novedad de las restricciones definitivas que impone a la vida. Se ve uno morir, en ese caso, no en el instante mismo de la muerte, sino desde meses, a veces desde años antes, desde que la enfermedad ha venido espantosamente a habitar en nosotros. La enferma traba conocimiento con el extraño a quien oye ir y venir por su cerebro. No le conoce de vista, claro está, pero de los ruidos que le oye hacer regularmente deduce sus costumbres. ¿Es un malhechor? Una mañana ya no lo oye. Se ha ido. ¡Ah, si fuera para siempre! A la noche ha vuelto. ¿Qué propósitos son los suyos?

Y por último, algo tan sencillo como hermoso:
La vida, al retirarse, acababa de arrastrar consigo las desilusiones del vivir. Una sonrisa parecía posada en los labios de mi abuela. En aquel lecho fúnebre, la muerte, com el escultor de la Edad Media, la había tendido bajo la apariencia de una doncellita.

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