jueves, 16 de junio de 2016

El coleccionista


Una gran historia no hace una gran novela. Es posible que una mala historia tampoco haga una mala novela. No es del todo inverosímil, por tanto, que una buena novela tenga como armazón una historia mediocre. Por eso siempre desconfío de de los autores que aseguran que escriben porque les encanta imaginar otros mundos y otras vidas.

Quiero creer que un escritor que se precie no se va a pasar semanas, meses y años ante la pantalla en blanco para un día, simplemente, ver por escrito todo aquello que ha imaginado. Todos sabemos que hay algo más tras ese trabajo, y que semejante esfuerzo tenía otro objetivo, por mucho que a veces ni el propio autor sepa cuál era.

Naturalmente, y sin ánimo de juzgar, a muchos lectores les basta con la historia. Saber si la señorita Bennett se casa o no, si al final entierran o no a la señora Bundren, o qué será de la relación entre Lolita y Humpert Humpert puede mantenernos más o menos en vilo, si bien el propio Nabokov tendría unas palabras más severas para ese tipo de lector. Personalmente, creo que la combinación de historia apasionante + quéséyo relevante y profundo da como resultado el libro perfecto, ése que place tanto al lector pueril del que nos habla Nabokov como al pedante que te suelta "no has entendido al autor".

Poster de la adaptación que hizo William Wyler

Es fácil leer El coleccionista como un thriller psicológico, en primer lugar, supongo, porque en cierto modo lo es. La trama, aparte de sencilla, es bastante conocida. Frederick Clegg es una persona retraída que lleva una vida gris como funcionario en el ayuntamiento. No tiene otro interés que las mariposas, que colecciona con pasión. Un día, sin embargo, ve a Miranda Grey y decide que debe poseerla (y en este caso este verbo no significa exactamente lo que uno pensaría). Es en ese momento cuando se inicia la historia, y desde las primeras páginas nos familiarizamos con la teóricamente trágica infancia de Clegg, huérfano desde niño, aunque demasiado traumatizado por ello, mientras asistimos a sus planes para Miranda: secuestrarla, ocultarla en el sótano y tenerla allí para siempre.

Ésta fue la primera novela de John Fowles, y es posible que, en su ansia por llegar al quéséyo del que hablaba antes, descuidara un poquito la historia. Trama, argumento, sorpresas, todo ello se lo reservó Fowles para sus obras siguientes, entre ellas El mago y La mujer del teniente francés. En la que nos ocupa, el argumento no es más que un vehículo para llegar al meollo del asunto, y Fowles se encarga de hacer el viaje sin interrupciones ni paradas innecesarias. Para ello, se saca un as de la manga, o, dicho de manera más literaria, un prosaico deus ex machina: las quinielas. Gracias a ellas, Clegg, narrador de la primera mitad de la novela, tiene todo lo que necesita para poner en marcha su plan: dinero y una mente perturbada. Compra una casa en mitad del campo, la adapta para la estancia de su huésped, persigue a ésta hasta conocer e incluso anticipar sus movimientos, y la secuestra.

Frederick, Ferdinand, Calibán

Miranda es estudiante de arte, inteligente, bellísima y chica de buena familia. Clegg, por su parte, es normalito tirando a feúcho, y de familia de clase trabajadora. Culturalmente, además, es un auténtico filisteo, por lo que el conflicto está servido. Y es que estar encerrado en un sótano hasta el fin de tus días es una putada, pero si además tenemos que estar en compañía de alguien sin sensibilidad artística, esos años pueden hacerse muy largos.

A partir de ese momento, los lectores "de trama", por llamarlos así, se centran, supongo, en el ¿se escapará o no se escapará? ¿Se enamorará? ¿La matará él a ella o ella a él? Y con esas intriguillas, el autor tiene el suficiente oficio para mantener su interés hasta el final. Pero es el duelo entre Miranda y Frederick, y entre lo que ambos representan, el meollo al que de verdad quería llegar Fowles. Clegg se presenta a Miranda como Ferdinand, con lo que tenemos a los dos enamorados de La tempestad. Bien pronto, sin embargo, Miranda empieza a referirse a él como Calibán, que en la obra de Shakespeare era, hasta la llegada de Próspero y su hija Miranda, el infrahumano amo y señor de la isla.

El calibanismo es uno de los temas de la obra. Si habéis leído canibalismo, no vais del todo desencaminados, pues algunos expertos dicen que Shakespeare estaba jugando con dicho anagrama para describir al salvaje. Pero el calibanismo de El coleccionista no consiste en alimentarse de carne humana sino de la creatividad, la imaginación, la libertad y el placer ajenos, y recrearse en la mentira, la envidia, las ganas de hacer daño y el rencor. Así, tenemos, una evidente crítica a la mentalidad autosatisfecha del pequeñoburgués, crítica que cobra una gran dimensión política, mucho mayor quizá de lo que el propio Fowles podía imaginar.

Calibán, propiamente dicho

Por lo visto, algunos acusaron al autor de fascista, por sugerir, según ellos, que no nacemos iguales, y que siempre habrá una minoría ilustrada que estará por encima de las masas incultas y violentas. Si a eso le añadimos que la novela está protagonizada por un malo de clase baja y una víctima de familia bien, podemos imaginar que las críticas debieron de ser brutales. Vamos, que en España no habría sobrevivido. Se me ocurre, no obstante, que tales acusaciones no son más que otro ejemplo del calibanismo descrito en el párrafo anterior. De hecho, el lector puede compadecerse de la terrible situación de Miranda, pero difícilmente se identificará con un personaje tan arrogante: "Soy tan superior a él", dice en un momento dado Miranda de su captor. Del mismo modo, el lector nunca se pone en la piel de un chiflado frío, calculador e ignorante como Frederick, pero sí llega a entender, dentro de su locura, sus motivaciones. Las cosas nunca son tan sencillas como las quieren ver los calibanes, y para demostrarlo, entra en escena G.P., el bohemio, provocador y mujeriego artista por el que Miranda siente absoluta admiración.

G.P. nunca sale de las páginas del diario de Miranda, pero podemos considerarlo un personaje tan importante como los otros dos. Y es precisamente G.P., quien antaño fue comunista, el que ahora se ríe de Miranda por ser laborista. Los laboristas, dice, nos trajeron a la Nueva Gente, que es el modo en que él se refiere despectivamente a esa zafia nueva burguesía. Miranda, por su parte, piensa que el deber de toda persona digna es ser de izquierdas, para, a continuación, definirse como una de Los Pocos, esos seres justos, idealistas y creativos cuya obligación es hacer frente a la insoportable vulgaridad de la multitud. Los calibanes no tienen sentido de la ironía. Las Mirandas a veces tampoco.

La novela, en suma, pese a estar construida sobre una trama que aparentemente no tiene mucha sustancia, es estupenda y, aparte de mantener la tensión hasta el final, toca, como veis, unos temas de lo más jugosos. Y eso que nos hemos dejado por lo menos la mitad en el teclado. En su defensa ante las acusaciones de fascista, Fowles dio quizás demasiada información sobre cuál era su intención al escribir la obra (podéis leerlo aquí), pero como ésta es tan buena, siempre tiene más que ofrecer. El coleccionista se puede leer no sólo como una novela política además de un thriller psicológico, sino también como una reflexión sobre lo que significa amar a otra persona, o, mejor dicho, sobre lo que los calibanes entienden por amor. Y eso ha hecho que de repente me haya acordado de algunos (y algunas) calibanes que han pasado por mi vida... porque sí, yo también soy uno de Los Pocos.

John Fowles

Y no quiero despedirme sin lanzar una pregunta: ¿quiénes son los calibanes de la España de hoy?

jueves, 2 de junio de 2016

F de fundamentalismo


 En una de las escenas finales de Jesus Camp, vemos a Mike Papantonio hablando en directo, desde su emisora de radio, con Becky Fischer. A lo largo de la película, Papantonio, abogado y periodista, se ha revelado al espectador como un hombre profundamente cristiano, pero también como azote del fundamentalismo evangélico estadounidense. El periodista arguye que este movimiento radical está intentando acabar con uno de los pilares de la democracia, a saber, la separación entre iglesia y estado. Becky Fischer es una de estas radicales, como ella misma se define, y su evangelio está dirigido especialmente a los niños. Fischer organiza campamentos de verano para niños en los que les habla a éstos del camino que Dios ha labrado para ellos, les anima a arrepentirse en público de sus pecados y les revela la relación que existe entre Satanás y los libros de Harry Potter, entre otras lindezas.


Papantonio no le habría durado un asalto a Christopher Hitchens, que fue el verdadero azote no sólo del fundamentalismo sino de cualquier fe religiosa. Sin embargo, Hitchens sí reconocía que, dentro de lo que él considera lo absurdo de la religión, los fundamentalistas cristianos eran, al menos, absolutamente coherentes con lo que predicaban. Y no le falta razón.

-¿Cuándo se creó el Mundo?
-Hace seis mil años.
-¿Cómo explica la existencia de fósiles de dinosaurios?
-Dios puso a Adán y Eva en un edén repleto de espinosaurios y triceratops.
-Pues los científicos aseguran que esos fósiles tienen millones de años de antigüedad.
-La ciencia está al servicio del diablo.

Naturalmente, el mismo término "fundamentalismo" es ambiguo. Pensemos que una persona como Papantonio, que en EEUU pasa por liberal, esgrime ante Fischer el argumento siguiente: Dios condena el adoctrinamiento de los niños, y ha creado para los adoctrinadores un lugar especial. Y créame, no es un lugar agradable.

En ese momento ha perdido el debate. Probablemente es consciente de ello. Fischer responde con altivez "mire, yo no voy a entrar ahí". A Papantonio sólo le queda despedirse de Fischer y exclamar "qué gente, ¡es increíble!".

 Las ruinas del castillo de Alamut, cerca de la ciudad de Qazvin, Irán

El tema del fanatismo religioso ha sido tratado en literatura en bastantes ocasiones. Sin embargo, si pensamos en Gulliver o en La letra escarlata, ese fanatismo con frecuencia aparece como una fuerza opresora o como fuente de conflicto, y no tanto como motivo del sacrificio último del ser humano. Cabe imaginar, por razones que a nadie se le escapan, que este segundo tipo de fanatismo, ciego y suicida, va a ser uno de los temas esenciales en el siglo que vivimos, pero en el año 1938, la religión no figuraba entre los mayores focos de conflicto de occidente. Así, pese a que la impresionante novela de la que vamos a hablar parece ocuparse de ese fanatismo de un modo explícito, su autor no estaba en realidad hablando de religión sino de política. Alamut fue publicada en pleno apogeo de las dictaduras, y estaba sarcásticamente dedicada a Mussolini.

A pesar de haber publicado unas pocas obras más, el esloveno Vladimir Bartol es lo que en música se llama en inglés un one-hit wonder, es decir, alguien que ha triunfado con una sola canción o, en este caso, novela. Ello no obstante, la extraordinaria calidad de la novela le ha asegurado al autor un lugar en la historia de la literatura por una larga temporada.

De las muchas cosas buenas que se pueden decir de Alamut, quiero empezar por señalar que estamos ante una obra que, en buena medida, está basada en hechos reales, y que, cuando no es así, se remite a leyendas reales. La más fascinante de éstas nació de la pluma de Marco Polo, quien, al contrario de lo que nos cuenta en su conocido libro de viajes, ni visitó el castillo de Alamut ni conoció al Viejo de la Montaña, pues cuando, según su propia crónica, el inquieto veneciano se presentó en el lugar, el Viejo ya llevaba años muerto, y el castillo yacía en ruinas, arrasado por los mongoles, que no conocían la palabra "inexpugnable".

Fiesta y diversión en el campamento de verano

Pero antes de entrar en detalles, permitidme que haga las presentaciones. Aquí el castillo de Alamut, fortaleza conquistada en el año 1090, con argucias y sin violencia, por Hasan-i-Sabbah, también conocido como el Viejo de la Montaña. Aquí Hasan-i-Sabbah, reformador religioso convertido al ismailismo, una facción del islam, que se pasó parte de su vida buscando nuevos adeptos a su fe con el fin de crear una comunidad cada vez mayor y más poderosa para poder hacer frente al Imperio selyúcida, su mayor enemigo. Los miembros de la secta ismaelita fundada por Hasan-i-Sabbah pasaron a llamarse nizaríes, mientras sus detractores los llamaban Asesinos, antes de que el término adquieriera el significado que tiene hoy. Todo esto parece un poco complicado, lo sé, por lo menos a los que no estamos en absoluto familiarizados con la historia del islam, y así, en las primeras ciento y pico páginas uno se pregunta si la historia irá más allá de un retrato de esta fe en aquella época. Paciencia, lector, porque al cabo de unas pocas páginas más empieza una historia apasionante.

Cuenta el veneciano que el Viejo de la Montaña había creado en el valle de Alamut un paraíso como el que la religión nos promete si servimos bien a Dios. Allí llevaba a unos pocos de sus soldados, previamente drogados con hachís, que despertaban y se encontraban en mitad de esplendorosos jardines, exquisitos manjares y, por supuesto, bellísimas y serviles huríes que atendían sus deseos con celestial devoción. Después de pasar un día en ese edén, los Asesinos volvían a despertar en la fortaleza, con la convicción ahora de que el paraíso existe y ellos tienen un lugar asignado en él. Con semejante fe, el soldado cumpliría cualquier misión que se le encomendase y abrazaría con fervor la muerte.


Durante mucho tiempo se pensó que la palabra "asesino" procedía de "hashishin" o consumidores de hachís, algo aparentemente lógico por las razones mencionadas más arriba. Hoy, sin embargo se piensa que dicha etimología es incorrecta, aunque no se sabe con certeza su origen. En cualquier caso, las misiones que debían llevar a cabo los asesinos solían consistir en tareas de espionaje y, sobre todo, matar a califas, visires, sultanes y otros peces gordos (la palabra "assassin", en inglés, ha mantenido ese significado, pues sólo se utiliza para referirse al magnicida). Huelga decir que colarse en palacio ajeno para asesinar a un jerifalte suponía la captura y muerte del asesino, por lo que estamos hablando de los primeros terroristas suicidas de la historia. En una escena crucial de la novela, Bartol nos relata con absoluta maestría una de estas misiones suicida, mientras que en otra inolvidable escena nos muestra de manera espeluznante hasta dónde llega la fe ciega de estos fedayines.

Hassan-i-Sabbah, el Viejo de la Montaña

Mientras tanto, en Dakota del Norte, los soldados de Cristo que van al campamento de Kids On Fire School of Ministry no muestran tanto desprecio por la muerte, aunque Becky Fischer traza un inquietante paralelismo, amén de una evidente generalización, al decir que los cristianos tienen la obligación de entrenar a sus hijos ya que el enemigo (entiéndase, el islam) está entrenando a los suyos. "Quiero ver jóvenes tan comprometidos con la causa de Jesús como la juventud musulmana lo está con la suya. Quiero verlos entregar sus vidas por el evangelio, como hacen otros en Pakistán, Israel y Palestina". Ahí es nada.


Jesus Camp se centra en tres de estos jóvenes soldados: Levi, Tory y Rachael, niños de entre 8 y 10 años, inteligentes, elocuentes y, la verdad, encantadores. A Tory no le gusta Britney Spears, pues su música sólo habla de tonterías sobre chicos y chicas. Ella prefiere el heavy metal cristiano. Rachael, por su parte, va por la vida predicando la Palabra de Cristo, y la vemos en la bolera entregando a una joven información sobre el Camino de Dios. Levi sueña con llegar a ser predicador, y en el campamento tiene la oportunidad de empezar a prepararse. En otro momento de la película conoce a uno de los, a la sazón, reyes del sermón pentecostal: Ted Haggard, un personaje bastante repulsivo que no tiene palabras demasiado amables para el chaval, y al que vemos lanzando filípicas contra los homosexuales. (Lo más divertido del caso es que, al poco tiempo de estrenarse la película, se descubrió que, aparte de darle a la metanfetamina, el bueno de Haggard había tenido suficientes relaciones homosexuales como para escribir un par de volúmenes. El fanatismo a veces tiene estas paradojas).

Ted Haggard predicando el odio al homosexual, antes de que lo obligaran a salir del armario

Hay que reconocer que, pese a las lágrimas que se ven obligados a derramar de vez en cuando mientras confiesan sus terribles pecados, los tres parecen unos niños absolutamente felices, lo cual puede incomodar al espectador con ideas preconcebidas. Los directores de este extraordinario documental aseguran que su intención era retratar con absoluta objetividad este aspecto de la iglesia evangélica en el que convergen, por una parte, la fe y los intereses de los mayores y, por otra, los niños. En aras de esa objetividad, no hay una voz en off narrándonos los acontecimientos y presentándonos a los personajes, sino tan sólo unos escuetos créditos en determinados momentos. Y lo cierto es que se agradece no tener que oír la resabida voz y los topicazos del Michael Moore de turno. A diferencia de los sermones moralizantes de Moore, esta película está dirigida a personas que quieren ver, escuchar y sacar sus propias conclusiones. Y las conclusiones, por lo menos en mi caso, tienen más de interrogante que de certeza.

La certidumbre que nutre la fe de los Asesinos y los niños de Jesus Camp es un elemento fundamental para su misión en la vida. Sin embargo, el Viejo de la Montaña no tiene reparos en confesar a sus más íntimos colaboradores que la verdadera certeza que ha inspirado su cruzada particular es muy otra.

¿Sabes lo que enseña nuestra doctrina como la cumbre del conocimiento? -exclamé-. ¡Nada es verdadero, todo está permitido!

Así habla Hassan-i-Sabbah a su hijo, un vividor pendenciero del que reniega con crueldad. No debe verse en esta doctrina, sin embargo, un eco de Dostoievski. Más bien al contrario, este nihilismo, en palabras del Viejo, constituye una sofisticada e íntegra fe.

La sabiduría según la cual nada es verdadero y todo está permitido es, curiosamente, un arma de doble filo, estoy de acuerdo: el triste ejemplo de mi hijo lo muestra fehacientemente. Al que no le esté destinado desde el nacimiento no ve en ella más que un revoltijo gratuito de palabras vacías de sentido. Pero el que ha nacido para ella, encuentra una estrella maestra que lo guiará toda la vida...
A primera vista, parece inevitable, al leer Alamut, pensar en los movimientos terroristas que cada día asesinan a decenas de personas. Así lo hace la escritora Kenizé Mourad en su, por decirlo de una manera suave, prescindible epílogo. En una perla impagable, nos habla la señora de "los extremistas de cualquier calaña que se matan recíprocamente agitando la bandera de la Virgen, de Mahoma, de Krishna o de Baader-Meinhoff".

Pero Alamut es una gran novela y su mensaje va mucho más allá. Hassan-i-Sabbah es un personaje infinitamente más culto y complejo que cualquier imán radical, su filosofía es más rica de lo que su célebre cita (popularizada hoy por un juego de ordenador) nos puede dar a entender, y la tormenta espiritual por la que debe pasar Ibn Tahir, el otro personaje central de la historia, no la vería un yihadista ni en mil años que viviera.

Recreación algo fantasiosa del castillo de Alamut


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