sábado, 2 de octubre de 2010

Día de Mercado, de James Sturm



La historia de Día de Mercado no puede ser más sencilla, y por ende, universal. Una buena mañana, antes de la salida del sol, el artesano Mendleman, tejedor de alfombras, parte del shtetl para vender sus productos en el mercado, a unas cuantas horas de camino. Mendleman es un verdadero artista, y con cada alfombra se esfuerza por hacer algo más que un bonito trapo
para pisar; su intención es hacer auténticas obras de arte capaces de expresar la unión del hombre con Dios o la paz interior del hombre en paz con la naturaleza. En esta ocasión no le acompaña su mujer, embarazada de ocho meses, y camino del mercado Mendleman tiene malos presagios. Esos presagios se confirman cuando, junto con dos amigos que también viven de vender al comerciante Finkler los productos de exquisita calidad que ellos mismos han hecho, descubren que Finkler se ha jubilado para pasar más tiempo con sus nietos ("nunca nos dijo que tuviera nietos, nunca nos habló de su familia"). Su yerno, que ha heredado el negocio, no está por la labor de acumular tantos productos de calidad que quizá no tengan salida. En un instante, la vida de Mendleman ha dado un vuelco terrible. Malgasta en los servicios de un adivino Pierde el poco dinero que llevaba, y se ve forzado a malvender no sólo sus alfombras, sino también su mulo y su carro. Mendleman, en el auge de su creación artística y a punto de ser padre, se ve de repente cayendo al abismo.





Lo escrito hasta ahora es probablemente más extenso que todo el texto de la obra. Sturm es parco en palabras, y deja que sus dibujos, en tonos marrones, grisáceos, blanco y negro,  expresen la soledad y la miseria de sus protagonistas, y que reflejen el ambiente triste, deprimido y desesperanzado de la pequeña ciudad judía de principios del s. XX.

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