lunes, 4 de octubre de 2010

Shoa, de Claude Lanzmann



¿Es posible, para alguien que no lo vivió, llegar a describir de manera imaginable el horror del holocausto? Las imágenes de excavadoras amontonando esqueléticos cadáveres en una fosa es algo que, para el director francés Claude Lanzmann, mediatizaría ese horror. Vendría a ser como decir "sé que el holocausto fue horroroso porque he visto imágenes de los judíos en Auschwitz". Pero la vista, en este caso, actuaría como intermediaria entre el horror y el espectador. Si sabemos que el holocausto representa el horror más absoluto es porque hay personas que lo vivieron y nos lo han contado. Por eso en Shoa no hay una sola imagen, no ya de los judíos en campos de concentración, sino tampoco del periodo nazi.
Shoa está construida exclusivamente a partir de entrevistas con personas que de alguna manera u otra, fuera como víctimas, verdugos, o testigos, se vieron envueltas en el exterminio. Y uno puede pensar que nueve horas de entrevistas puede ser tedioso. Pues se equivocaría. Shoa es un documental fascinante y de una belleza pavorosa.
Como documental sobre el holocausto, Shoa supuso, pues, una revolución. Y no exageran quienes dicen que esta es la película definitiva sobre el tema, aunque sea tan sólo por el hecho de que dentro de unos años morirá el último superviviente de los campos. A partir de ese momento, el holocausto será algo remoto, ajeno, un horro que nos llegará "mediatizado". Eso, y muchísimo más, es lo que confiere a Shoa un valor incalculable como documental: en él tenemos reunidos probablemente por única vez todo tipo de testimonios directos.
La película, cuyo rodaje llevó a Lanzmann casi una década, contiene momentos absolutamente terroríficos y espeluznantes, a la vez que de gran belleza. Desde la primera escena, en la que la víctima Simon Srebnik, el niño al que los alemanes obligaban a cantar alegres cancioncillas, pasea por un precioso prado, y recuerda cómo 30 años atrás, ahí estaba el campo de Chelmno, hasta la entrevista a Franz Suchomel, antiguo oficial nazi (a quien el director promete anonimidad y le oculta la presencia de una cámara), pasando sobre todo por las entrevistas con los campesinos polacos. 
Como digo, la película dura nueve horas, y naturalmente debió de haber docenas de horas de filmación. Pero el trabajo de edición es absolutamente prodigioso. En un momento dado, escuchamos el testimonio de Richard Glazar, uno de los judíos de clase más acomodada que viajaron cómodamente en los trenes de la muerte ignorante de su destino. Y de repente nos cuenta cómo, al atravesar los campos polacos, vio a un joven campesino que, al paso del tren, hizo el gesto de pasarse el índice de un lado a otro del cuello. Glazar, cuarenta años más tarde, parece, todavía hoy, más desconcertado por ese gesto que aterrorizado. ¿Cómo puede un ser humano tratar así a otro? E inmediatamente vemos a Lanzmann entrevistando a un desagradable campesino polaco que reconoce, entre risas, haber hecho ese gesto a la vista de los trenes. Por unos segundos creemos que el director ha encontrado a ese joven que Glazar vio. Pero la verdad es aún más espeluznante, como comprendemos al escuchar a más y más campesinos que reconocen que hacían ese gesto.

Nueve horas de absoluto genio dan para muchos momentos memorables, y sería imposible recordar aquí ni siquiera una quinta parte de ellos. Pero como muestra un botón:

Simon Srebnik regresa al pueblo que lo vio convertirse en víctima y bufón de los nazis. Lo vemos a la entrada de la iglesia, rodeado de sus antiguos vecinos. Todos ellos se acuerdan de él, "por supuesto", con gran cariño. Simon, en medio de ellos, parece feliz. Poco a poco, su sonrisa se va congelando cuando de nuevo comienza a salir a la luz los reproches, las acusaciones, y el miedo.

Abraham Bomba, cortando el pelo a un cliente a la vez que recuerda cómo le obligaron a cortar el pelo a las mujeres antes de que éstas fueran gaseadas, se derrumba al recordar el momento en que su amigo ve a su mujer y su hermana entrar en la cámara de gas.

Lanzmann nos lee la carta a un alto cargo nazi sobre cuestiones logísticas: el uso de los camiones de gas, cómo conservar mejor el material, hacer más productivos los transportes. Se trata de una carta absolutamente espeluznante. La consideración de un grupo de seres humanos como ganado, o incluso peor, nunca ha sido reflejada de manera más elocuente, científica y terrorífica.

Filip Müller, que en todo momento muestra una impresionante entereza y se revela como un narrador extraordinario, suplica a Lanzmann, con lágrimas en los ojos, que interrumpa la grabación cuando se ve obligado a recordar el momento en que el grupo de checos de Theresiendstadt iba a ser gaseado. Confiesa que en aquel momento, al ver que hombres, mujeres, niños y ancianos iban a ser gaseados, quiso despedirse de la vida, y se introdujo en la cámara de gas. 

Jan Karski, correo clandestino durante la guerra, rememora, contra su voluntad ("sé por qué hace usted esto; se trata de un documento histórico, pero en 35 años jamás he vuelto al pasado"), su actividad como mensajero entre Polonia y los aliados, y su visita al guetto de Varsovia.

Franz Suchomel, que accede a dar la entrevista bajo la condición de que no se grabe ni se mencione su nombre. No sabe que Lanzmann lo está grabando con una cámara oculta, y que tiene toda la intención de incluir su testimonio, con nombre y apellidos, en el documental. Como el resto de nazis que aparecen en él, Suchomel niega haber tenido conocimiento de los campos de exterminio hasta que llegó a Treblinka. Expresa en repetidas ocasiones el horror que le produce recordarlo y la compasión que le inspira el destino de los judíos. Uno no deja de tener la sensación de que son palabras huecas. Lanzmann intentará extraer de Suchomel, como de otros, algo, no se sabe muy bien qué. ¿Un sincero arrepentimiento? ¿Una petición de perdón? Antes de que eso pudiera producirse, nuestra mente tendría que concebir lo inconcebible: que un ser humano que perpetró semejantes atrocidades pueda seguir viviendo con esa culpa dentro. Al monstruo solo le queda esconderse de sí mismo, negar sus propios recuerdos, desdoblarse en dos: el yo de antes, y el de ahora, que jamás permitiría lo que aquél permitió.
Euna de sus últimas apariciones, vemos a un Suchomel cada vez más envalentonado entonando la canción que les obligaban a aprenderse a los judíos en Treblinka, canción que debían cantar para infundirse ánimos al ir a trabajar.

Como no podía ser de otra manera, tratándose del pueblo judío, la película ha sido y es una fuente de polémica. Se ha acusado al director de Shoa de ofrecer un retrato nada favorable del pueblo polaco, haciendo caso omiso de numerosos testimonios de su ayuda y colaboración con los judíos. Se le acusa de insistir en la pasividad y la indiferencia de los polacos ante la masacre del pueblo judío, y Lanzmann ciertamente insiste en sacar a la luz el odio ancestral que parte del pueblo polaco sentía por sus vecinos. No sólo fueron muchos, dicen esas voces, los polacos que, jugándose la vida, ayudaron al pueblo judío, sino que fueron muchos también los pueblos que hicieron la vista gorda ante el holocausto. Es fácil entender esas críticas (en sus entrevistas, Lanzmann sabe llevar al interlocutor a su terreno, a veces de forma sutil: "qué casa más bonita, ¿y qué significan esos dibujos?", otras más directo, "está usted contento de que ya no haya judíos?"), pero creo que los que la hacen pecan de un exceso de susceptibilidad. El antisemitismo ha existido siempre. Existió en Polonia, que es donde se encontraban la mayoría de los campos de concentración y exterminio, entre ellos los de de Chelmno, Sobibor, Treblinka, Auschwitz y el guetto de Varsovia. Así, Lanzmann no nos puede mostrar el antisemitismo de Rumanos, Húngaros o Rusos. Lanzmann quiso hacer un documental no solo sobre el exterminio, sino también sobre el modo en que la vida seguía para la población sometida, mientras a unos centenares de metros se quemaban cuerpos humanos en masa. Para desgracia de judíos y polacos, eso sucedió en Polonia. 
La película se cierra con el testimonio de dos supervivientes del ghetto de Varsovia. Itzhak Zuckermann, destrozado por su experiencia y por el alcohol, es incapaz de pronunciar una sola palabra. El otro, Simha Rotem, nos proporciona el testimonio que pone fin al documental, un testimonio que posiblemente representa la desolación más absoluta que puede sentir el ser humano. 

3 comentarios:

  1. Madre mia, voy a buscarlo ahora mismo. Parece realmente impresionante. No había oido hablar de esta película-documental, pero navegando por ahi tras leer tu mafnífica entrada, veo que todo el que la ha visto, se ha quedado "sonado". Voy a ponerme a ello.
    Gracias.

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  2. Lanzmann consiguió acercarnos el horror sin mostrarlo directamente, como muy bien dices en tu entrada. Yo también me quedé sonado con Soah, sobre todo con los testimonios de Suchomel. Creo haber leido en algún lugar que Lanzmann le mintió "del mismo modo que los nazis mentían a los judíos cuando los llevaban al matadero, prometiéndoles que iban a colonias especialmente diseñadas para ellos". Lo del gesto de pasarse el índice por el cuello aparece también en la película "Los unos y los otros", de Lelouch, que te recomiendo porque intuyo que te encantará. Me sobrecogió ese gesto al verlo ahí, y me sobrecogió en Soah todavía más. Oye, me está encantando tu blog. No lo conocía, así que te pido disculpas por ir saltando de un tema a otro. Veo a la derecha que leíste las "Memorias de ultratumba", de Chateaubriand. Creo que jamás he disfrutado tanto de una lectura como con la de aquellos cuatro tomos. Saludos

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  3. Gracias, Félix, me alegro de que te guste el blog. Y me alegro también, aunque suene raro, de compartir con los lectores experiencias tan estremecedoras como Shoah.
    Voy a buscar la película de Lelouch.
    Un saludo.

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