Creo que uno de los motivos por los que Los Soprano es una de las mejores series de la historia de la tele es... porque está muy lejos de ser perfecta. Los Soprano trata de muchas cosas: de la familia, del honor, de la lealtad, de la búsqueda de la felicidad, de la familia, de la (in)satisfacción, de la conciencia, de la lucha del individuo frente al grupo, de la familia, de la rebelión, de la amistad y, sobre todo, de la familia. Y como nada había más lejos de la intención de sus creadores que producir una serie perfecta, decidieron dar a las cosas la importancia que merecen. Lo hicieron a costa de la cohesión y de la verosimilitud.
Verbigracia: los personajes aparecen, desaparecen, surgen de la nada y regresan a ella cuando le conviene a la historia. En un episodio vemos a Tony convertido de repente en un ludópata asiduo de casinos. Del mismo modo, con tanto asesinato salvaje, resulta poco creíble que la policía sea incapaz de encontrar rastros de ADN que inculpen a cualquiera de los personajes. A más de uno esto le parecerán fallos imperdonables en una serie de tanto prestigio como esta. A mí, en cambio, me parece que en eso precisamente radica gran parte de la grandeza de Los Soprano. Hay muchas series de factura impecable, redonda en cada uno de sus aspectos, con absoluta cohesión, donde todos y cada uno de sus hilos están perfectamente trenzados, que rebosan verosimilitud... y que, por decirlo de una forma suave, no interesan ni la mitad que esta. Los guionistas de Los Soprano han sabido tensar ambas cuerdas (cohesión y verosimilitud) al límite, lo justo para crear una serie genial sin peligro de romperse por las costuras.
Y una vez dicho eso, ¿qué decir de esta(s) última(s) temporada(s) (por algún motivo que nadie llegó a comprender, decidieron dividir esta temporada final en primera y segunda parte, cuando son claramente dos temporadas diferentes)? Pues, mayormente, que en en ella viajamos del principio del fin al fin del fin.
El principio del fin: Uncle Junior, cada día más afectado por la demencia senil, le descerraja un tiro a Tony. En el primer episodio. Ahí es nada. Mientras se debate entre la vida y la muerte, Tony sueña que es un hombre de negocios, pacífico, honrado, que en un viaje de negocios por un error cambia su identidad por la de otro hombre. Cuando sale del coma, Tony ya no es el mismo. Debilitado, inseguro y... feliz y agradecido. "Every day is a gift!" Pero "la familia" empieza a cuestionar su autoridad, y Tony ve traidores por todas partes.
Por otra parte, a Vito Spatafore lo sacan del armario. Intolerable. Antes de que prácticamente todos menos Tony decidan que hay que acabar con él, Vito se escapa. Oculto en una pensión de una pequeña ciudad, empieza a construir una nueva vida y por primera vez tiene una relación sentimental abierta y sincera con otro hombre. Pero las familias, la una y "la otra", pesan demasiado, y Vito pagará su culpa a manos de Phil Leotardo.
Y así empieza la caída al abismo. Uno tras otro, irán cayendo todos. Algunos, como Chris, de manera absolutamente inesperada e impresionante. Una auténtica espiral de violencia, mientras la familia de Tony tiene que enfrentarse a la depresión y desconcierto de A.J.
En los dos últimos episodios se suceden las caídas de capitanes y capitostes. Sube la tensión, la temperatura y la bilirrubina, mientras Tony, traicionado y consciente de que se acerca el fin, se esfuerza por dejarlo todo atado y bien.
La última escena, que creo recordar batió récords de audiencia en su día, provocó más de una decepción. A mí me ha parecido de lo mejorcito de toda la serie. Ahí está todo. El origen, el final en familia, la sospecha, la incertidumbre, los diálogos tan cargados como en apariencia banales, el homenaje a El Padrino... Ese negro y ese silencio se han interpretado como la muerte desde el punto de vista de Tony. Es posible. Quizá muera, o quizá vaya a juicio. Sorprende que los fieles espectadores de la serie vieran en esta escena un final ambiguo. No hay necesidad de ser más explícito. No hay vuelta atrás. Fin del viaje. Está bien claro. Negro.
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