viernes, 21 de mayo de 2010
Viaje a Rusia, De Joseph Roth
En 1926, el año en que Roth viajó a Rusia y redactó estos artículos, la Unión Soviética llevaba ya unos cuantos años convertida en La Meca de cualquier escritor, artista o pensador medianamente idealista y rebeldillo. Así como hoy en día hay personas que viajan a Cuba con el propósito confesado de convertirse en testigos de primera mano de cómo se vive allí de verdad (¡cuántas veces no oí "hay que ir ahora, antes de que se muera Castro y todo cambie"!), la Unión Soviética era EL lugar al que ir, cielo e infierno, el país de la auténtica libertad para todos, y el país de la revolución que acabó con la propiedad privada.
Joseph Roth se mostraba dispuesto a simpatizar hasta cierto punto con la revolución y, de hecho, el mayor reproche que le hace a lo largo del libro es no haber hecho sino sustituir una burguesía por otra. La burguesía judeocristiana del pequeño empresario deja sitio a la burguesía del arribista, deshumanizado campesino iconoclasta por obligación.
Desde luego, la Unión Soviética de 1926 era un lugar especial que, si bien no podía dar lugar a una gran esperanza, en nada podía anticipar los horrores que la década siguiente traería. En efecto, la NEP permitía un relativo nivel de prosperidad (abundancia, si se compara con las imminentes hambrunas), y convertía el país, cuyas ciudades Roth describe como grises, malolientes, invadidas por las moscas, en un hasta cierto punto excitante batiburrillo de personajes de todo tipo.
Una vez más, un libro de Roth acaba con más puntas dobladas que páginas tiene el libro. Cada página está plagada de memorables descripciones, de agudas reflexiones, de asumido desengaño. Desde el principio hasta el final, no tiene desperdicio. Resultan escalofriantes sus artículos sobre la educación y la cultura en general. Parece que está describiendo los sótanos de nuestro actual política educativa. O el capítulo sobre la mujer, la nueva moral sexual y la prostitución.
Leer un libro de Roth siempre me causa tristeza: significa que cada vez me quedan menos cosas suyas por leer. Y siento una casi irresistible tentación de romper mi política librera y comprarme el libro.
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