viernes, 3 de junio de 2011

La Gran Trilogía (3): Flores en la nieve

 

¿No te gusta la sopa? Pues toma dos tazas. Y si no te gustan las autobiografías, toma tres.
Porque La Gran grandísima Trilogía es, en esencia, una autobiografía multiplicada por tres. 
Contaban que cuando llegó a casa era poco más que un animal. Le habían arrancado el vestido de aldeana y habían quemado inmediatamente el refajo, la falda, la zamarra sin mangas de piel de cordero y las alpargatas. Pero con ropa de ciudad tenía un aspecto tan esperpéntico que podía asustar a cualquiera. Alguien, con burdo sarcasmo, había dicho que podía hacer abortar a las embarazadas con las que se cruzase...
Así comienza Flores en la Nieve, con la historia de Kassandra, la nodriza y niñera del autor, un ser de aspecto simiesco, salida de lo más profundo de los Cárpatos, que hablaba un batiburrillo de todas las lenguas de la zona, con un pasado de leyenda en el que había hambre, una violación, un hijo perdido, y que el padre del autor sacó de un convento donde estaba recluida. La historia de Kassandra ocupa 60 páginas bellísimas y fascinantes, que nos llevan mucho más allá del mundo perdido del Imperio Austro-húngaro, al corazón de los bosques de centroeuropa, a una tierra de lobos y urogallos, cuentos populares, brujería y, siempre, la guerra.


Flores en la Nieve está dividida en cinco partes, cada una de las cuales está dedicada a las personas que compartieron la infancia, adolescencia y primera juventud de Rezzori, a saber, la ya mencionada Kassandra; su madre, persona melancólica, siempre al borde de la histeria, y con una eterna carga de culpa por pensar que no supo demostrar su amor materno; su padre, de personalidad arrolladora, despreocupado, impulsivo, fanático de la caza y antisemita hasta la médula, al tiempo que declarado enemigo del Führer; su hermana, con la que el autor mantuvo toda la vida una relación de amor, odio y envidia, o Strausserl, la institutriz, la anciana, refinada y cultísima dama que educó a varias generaciones de la familia del autor.

El libro no tiene desperdicio. Uno tiene la sensación, al leerlo, de que lo que Rezzori nos entrega aquí no es el recuerdo hecho relato, sino al revés, el relato hecho recuerdo, tal es su fuerza de evocación. Supongo que algún filósofo habrá dicho en algún momento que vivimos en o a través de los demás, y viceversa. Somos en tanto que el otro nos recuerda, del mismo modo que aquél a quien olvidamos podría no haber existido nunca. De Kassandra, por ejemplo, debido tanto a la precipitada huida del país ante la supuesta llegada de los rusos, como a los celos de la madre por no haber sido ella la que amamantó al autor, no se conservó ni una sola foto, y sin embargo, su recuerdo es tan vívido como el de nuestros abuelos. Respecto a su hermana, muerta a los 22 años, nos cuenta Rezzori que empezó a sentir su presencia con mucha más fuerza desde el día en que murió. Quizá se sentía compensado así por aquellos cinco años que ella le llevaba y que él nunca le perdonó, años en los que él no existía, años que transcurrieron en otra casa, dieron forma a unos recuerdos ajenos, y conformaban otro mundo y otra vida, incomprensibles para el pequeño Rezzori, tanto más si tenemos en cuenta que su nacimiento coincidió con el inicio de la Primera Guerra Mundial, es decir, con el final de aquel mundo.

La Gran Trilogía no es una infancia narrada desde tres puntos de vista. Tampoco son unas memorias divididas en tres partes. Son, que quede bien claro, tres tazas de autobiografía. Eso sí, cada una de ellas personal e intransferible, de lectura independiente y, exagerando un poco, tan diferentes entre sí como podrían serlo de haber sido escritas por diferentes autores. Si en Un Armiño en Chernopol Rezzori nos ofrecía la reconstrucción mítica de su infancia y de su Chernovitz natal, ciudad que abandonó en 1936 y a la que volvió cincuenta y tres años más tarde, y en Memorias de un antisemita se entregaba a un juego que, salvando las enormes distancias y aun a riesgo de decir una soberana memez, me recuerda a la técnica fabulística de Kayser Soze en la película Sospechosos habituales, en Flores en la Nieve se adentra en una galería de recuerdos y descuelga los de aquellas personas "a través de" las cuales, como he dicho antes, vivió su infancia. Es de agradecer (y engrandecer) la ausencia total de cualquier tipo de alarde, pose o cliché por su parte. Aquí no hay melodrama. No hay cuentas que saldar ni almas que desnudar, no hay orgullo ni falsos actos de contrición, no hay sentimentalismo ni nostalgia. Sólo hay recuerdos, memoria, belleza y un fabuloso talento literario.


No entiendo cómo hay gente a la que no le gusta la sopa. O las autobiografías. ¿Cómo? ¿Que sobre gustos no hay nada escrito? De eso nada, hay escrito y mucho. De hecho, para bien o para mal, hasta la crítica más prestigiosa, sea de música, cine o literatura, se reduce en el fondo a deshojar la margarita del me gusta - no me gusta. Otra cosa es que los gustos no tengan explicación, que es lo que se dice en anglosajonia: there's no accounting for tastes. Ahí ya que sí que estoy de acuerdo... ¿pero la sopa?

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