sábado, 27 de septiembre de 2014

Tristeza inducida


A modo de advertencia, declaro:

- Que me he pasado los últimos veinte años esforzándome con denuedo por convertirme en un cínico redomado.
- Que, en buena medida, lo he conseguido, lo cual, viniendo de donde venía, a saber, una adolescencia enfangada en cursilería pura y dura en vano maquillada como romanticismo, no deja de tener su mérito.
- Que, como una tenia que, al dormirnos, se asoma por nuestra boca, así albergo todavía en mi interior a ese parásito de infame nombre: el sentimental.

Bien.
(Pausa para tomar aliento).

Es sabido que toda lectura está condicionada por factores que van mucho más allá de las páginas del libro. Uno de ellos, posiblemente el más obvio, es la edad: todo lector que ha leído el mismo libro en dos momentos de su vida puede constatar que la relectura nos brinda una obra diferente, y no siempre mejor.

My childhood days bring back sad reflections of happy times spent so long ago ("Carrickfergus", canción popular irlandesa)

Algunos de los libros que leemos, los recordamos años más tarde en las circunstancias precisas en que nos adentramos en sus páginas. El sillón en el que leí El castillo de los Cárpatos es diferente de la mecedora en que viví El amor en los tiempos del cólera, que a su vez no tiene nada que ver con el sofá desvencijado en el que me leí, un domingo y de un tirón, las 500 páginas de Obabakoak. Naturalmente, esto  no puede suceder con todas las lecturas, pero, si uno hace un esfuerzo, es sorprendente los detalles que puede recordar de aquellas horas que pasó con un libro. El señor de las moscas, por ejemplo, lo leí por las tardes, allá en la casa familiar de Cabo de Gata, y lo sé porque recuerdo la luz del sol que entraba por la ventana del dormitorio, mientras los mayores echaban la obligada siesta. En la misma casa, pero en la pérgola, espantando moscas, y también a la hora de la siesta, la playa y el desayuno, sufrí con Winston Smith la ineludible vigilancia del Gran Hermano.


Otras lecturas quedan para siempre asociadas a una canción, a la que en apariencia nada las une, o a un acontecimiento histórico o personal. Así, el ya mencionado Señor de las moscas me trae la música de David Bowie y su Space oddity. Supongo que descubrí ambas al mismo tiempo, y también es posible que esa novela comparta algo de la siniestra epicidad de la canción. Guerra y paz la leí en el balcón de mi piso de Barcelona, durante las últimas semanas de vida de mi padre. No la recuerdo con tristeza, sin embargo, ya que aquellas horas fueron el escaso consuelo en unas semanas tan tristes y duras para la familia.

La plaça del Diamant es una de las novelas más importantes de la literatura catalana del s. XX, y lectura canónica en la enseñanza secundaria en Cataluña. No entraré aquí a discutir si es bueno obligar a los adolescentes a conocer este tipo de obras, o si sería conveniente darles más margen de elección y algo más acorde con sus supuestos intereses. Sí sé que si me la hubieran hecho leer a mí, habría sido un auténtico desperdicio y probablemente jamás me habría vuelto a acercar a Mercè Rodoreda. Desconozco la razón de por qué no nos la hicieron leer, o quizá nos limitamos a leer algunos fragmentos, no lo recuerdo. Pero en todo caso estoy convencido de que yo no hubiera visto en esta obra más que las plúmbeas tribulaciones de una jovencita tímida y bastante sosa en una Barcelona tristona y gris, donde apenas había vida más allá del barrio.


Supongo que ha sido una suerte, pues, haber pospuesto esta canónica obra hasta el momento en que he podido hacer una lectura madura (por mi edad, más que nada). Y digo "supongo" porque, pese a haber sido incapaz de soltar el libro, no se puede decir que lo haya disfrutado, sino que, más bien al contrario, esta novela, sumada a una serie de circunstancias, unas personales y otras no tanto, me ha sumido en una enorme tristeza.

Es triste, qué duda cabe, la historia de Natalia, una chica ingenua, humilde, sin estudios, huérfana de madre, que no siente demasiado cariño por su padre y su madrastra, y que una noche conoce en una fiesta de barrio a un chico apuesto e impetuoso que se propone conquistarla. Natalia se siente atraída por él, pero es su debilidad la que marca su destino. El chico, Quimet, no sólo le anuncia que en un año serán marido y mujer, pese a que ella ya tiene novio, sino que además le ordena que deje su trabajo en una pastelería, y, lo más significativo, le da el nombre por el que a partir de entonces todos la conocerán: Colometa.

Silvia Munt y Lluís Homar como Colometa y Quimet

Tras esa noche en la Plaza del Diamante, las cosas suceden como tienen que suceder y como imaginamos que sucederán. Colometa, sin embargo, no es ni se siente víctima. Tampoco es prisionera de Quimet ni de la sociedad, pese a que, es innegable, aquél, en su frívolo egoísmo y su idealismo con orejeras, y ésta, en su fría impersonalidad, más que marcar el camino que sigue nuestra heroína, la conducen por él, correa en mano, con algún cariñoso silbido y mucho chasquido de labios. Y tampoco sería preciso decir que Colometa acepta, con mayor o menor resignación, el destino que le ha sido impuesto. En inglés existe la expresión to take things in your stride, a menudo traducida como "tomarse las cosas con calma", y cuya traducción literal, "tomar las cosas al paso", se ajusta quizá más a lo que intento decir. Pues algo así es lo que hace nuestra amiga; hablar de calma o aceptación sería, por el contrario, suponer en su actitud un rencor susceptible de convertirse en rebeldía, una rebeldía que, sencillamente, no está ahí.... hasta que estalla.

La grandeza de Rodoreda en esta novela es haber logrado mostrar la riqueza y complejidad de la mente de una persona tan sencilla como Colometa, y haberlo hecho con un monólogo interior transparente y efectivo, con el rico lenguaje de la gente humilde de antaño, con una historia intemporal sobre la búsqueda de la identidad, y con las sombras de Woolf y Joyce como silenciosos padrinos.


¿Dónde están las Colometas de hoy? Hay personas en el mundo que a veces nos parecen de relleno. No tienen opinión, no toman la iniciativa, no se quejan ni se enfadan, y jamás se rebelan. Están ahí porque siempre hay alguien que necesita una esposa, un padre o un empleado. Suponemos que tienen alma y sentimientos porque los vemos hechos a nuestra imagen y semejanza, pero no estaremos seguros de ello hasta que no los veamos correr, dolerse, mesarse los cabellos o reírse a carcajadas. Y mientras buscaba en Séneca consuelo a mi tristeza, me encontré con estas palabras, que, modestia aparte, parecían confirmar las mías:

A algunos nada les gusta como meta, pero abrazan el destino del embotado indolente, de modo que no dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas: 'Es exigua la parte de vida que vivimos'. En verdad, todo el espacio restante no es vida sino tiempo.

Quizá no era el título indicado para levantarme el ánimo. Esos estoicos.

Según doña Wiki, "los estoicos proclamaron que se puede alcanzar la libertad y la tranquilidad tan sólo siendo ajeno a las comodidades materiales, la fortuna externa, y dedicándose a una vida guiada por los principios de la razón y la virtud". No sorprende, pues, que la combinación más habitual de estoicamente acostumbren ser verbos como aguantar, resistir, soportar y esperar. La reacción de Colometa ante los acontecimientos tanto felices como trágicos de su vida parece obedecer así a la escuela fundada por Zenón de Citio, y más concretamente, a las palabras de su máximo representante, Séneca.

¿Cómo puede uno así obedecer al dios y aceptar de buen ánimo cuanto sucede, no quejándose del destino y dando una favorable interpretación a sus circunstancias, si se agita a la menor punzada de placer o dolor?

Más serio de lo que parece

Nos dicen que lo que define a un clásico es su capacidad de dirigirse a un lector a través de los siglos como si estuviera hablando ante él. En ese sentido, y en esta época rotunda y exitosamente cínica, pocas palabras tienen más validez que las del filósofo cordobés al hablar de las redes sociales:

¡A cuántos les cuesta sangre su elocuencia y preocupación cotidiana por ostentar ingenio! (...) ¡A cuántos no les queda libertad, rodeados por la multitud de su clientela!

Libertad. Colometa, insistimos, no es víctima ni prisionera. Antes al contrario, es libre. Por lo menos a la manera de los estoicos:

La libertad no la da otra cosa que la despreocupación por la suerte. Entonces surgirá ese bien que no tiene precio, la tranquilidad de la mente puesta a salvo, además de la altura de miras, el enorme gozo inmutable que viene del conocimiento de la verdad, y la afabilidad y expansión del alma, en las cuales se deleitará, no porque sean buenas, sino porque proceden de su propio bien.


My boyhood friends and my old relations have all passed on now like the melting snow

Y mientras Colometa encarnaba a un Séneca sin dinero ni elocuencia; mientras en aquella Barcelona del 37 los jóvenes se despedían de sus madres, hermanas y novias, y se preparaban para ir al frente, las televisiones de medio mundo mostraban a un hombre vestido de naranja arrodillado a los pies de un monstruo que le iba a cortar la cabeza como a un animal, ufanándose de su odio, del horror que nos iba a hacer sentir, y de la admiración y envidia de cientos, tal vez miles de locos que querrán emularlo y que intentarán empequeñecer las grandes atrocidades del s. XX. La víctima era un trabajador humanitario y padre de familia que murió el mismo día en que vi el episodio "Noches en Balligrant", de la gran serie Boardwalk Empire. Los hijos, la muerte, la infancia y los probables recuerdos de ésta en las horas, días y semanas antes de que el enmascarado levantara el cuchillo, se unieron a mi diamantina melancolía en la maravillosa y tristísima escena final de este episodio, al ritmo del clásico popular irlandés "Carrickfergus".


La versión en la serie era de Loudon Wainwright, y es la que me habría gustado poner aquí. A más de un irlandés le parece anatema que un americano entone este himno, pero a mí me emociona tanto o más que la versión de Van Morrison. Podéis difrutarla y juzgar aquí. "Carrickfergus" cuenta la eterna historia de un hombre que recuerda su infancia, sus amigos, su amor, y sus sueños. Al final de la canción se confiesa enfermo y a las puertas de la muerte, y pide a los jóvenes que lo entierren.

¡Quién estuviera
en Carrickfergus
y pasar aquellas noches 
en Balligrant!

Cruzaría
el más profundo océano,
el más profundo océano 
para encontrar a mi amada...

11 comentarios:

  1. Como soy la reina de coincidencias, estoy ahora mismo leyendo "La plaza del diamante". Muy deprimente.

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    1. Pues estoy seguro de que, pese a ser tan deprimente, la disfrutarás.

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  2. Aparte de lo acertado de tus observaciones sobre La plaça del Diamant (excelente novela; me cuesta perdonar al edil municipal que mandó erigir la horrible estatua que la conmemora en nuestra ciudad) coincido plenamente con lo de que determinadas lecturas van unidas indisolublemente al lugar o el momento en que las leímos por primera vez.

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    1. De hecho creo que ya hablamos de esto en una entrada que tú escribiste al respecto, si no recuerdo mal.
      Había visto la estatua que mencionas, pero es tan fea que ni me acerqué a ver de quién era.

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  3. A veces me cuesta separar el recuerdo de un libro del de las circunstancias en que lo leí, esto se me hace particularmente evidente en las relecturas. El otro día abrí un libro de esos del verano, "Burlando la parca" y todavía tenía arena de Cabo de Gata entre las hojas, casi lloro.
    De "La plaza del diamante" he leído comentarios elogiosos de gente que me merece el mayor respeto, como tú, así que tendré que buscarlo.
    Un abrazos
    Sonia

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    1. Arena, hojas, dedicatorias... Lo que uno se encuentra en los libros puede llegar a ser sorprendente. En uno de los libros de segunda mano que compré este verano me encontré una foto muy antigua de un matrimonio.
      Estoy seguro de que este libro no te decepcionará.
      Un abrazo.

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  4. Pues así me sentía yo también a ratos. Y la escena del salfumán es estremecedora.

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  5. Vaya camino serpenteante que has llevado hoy para sondear la tristeza y sus recovecos. Me alegro que Boardwalk Empire te sea tan sugerente; lo cierto es que es una serie que explora muy bien las miserias humanas.
    No me gustan las "colometas", o mejor dicho resistir y soportar lo que venga no va conmigo. Epicuro es mi filósofo de cabecera.
    Un abrazo.
    Carlos

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    1. Estoy en la segunda temporada de Boardwalk, y de momento la estoy disfrutando mucho, a pesar de la violencia.
      Yo quiero creer que soy epicúreo, aunque la verdad es que algunos fragmentos de Séneca me llevan a pensar que la diferencia no era tanta, o se quedaba sólo en meras palabras.
      Un abrazo.

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  6. hola, me ha encantado tu entrada. Yo casi siempre recuerdo mis lecturas tumbada en la cama, estas van variando pero siempre es lo mismo en ocasiones acompañada de una taza de te.
    Estoy de acuerdo que existen lecturas para cada época y lecturas eternas que nos hablan de cosas diferentes depende el momento, ese libro para mí es el Prinicipito, con cada lectura nueva me dice cosas diferentes, chao

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    1. Gracias, nosolo leo.
      Yo en la cama no duro mucho leyendo, aunque, ahora que lo pienso, me zampé las Memorias de ultratumba mientras convalecía de una neumonía.
      Tengo muchas lecturas pendientes, pero el gran reto pendiente es el de releer, a ver qué me dicen ahora los libros que leí hace años.
      Un saludo.

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