domingo, 5 de febrero de 2017

Memorias de Bergman y Berberova



Hablar de los géneros en la literatura es ante todo una cuestión de expectativas. Todos tenemos bastante claro qué le pedimos a un libro de aventuras, a un thriller o a una novela histórica. Del mismo modo, pensaría uno que al abrir un libro de memorias lo hacemos sabiendo muy bien lo que nos vamos a encontrar: recuerdos de la infancia, retratos familiares, pequeños traumas y primeras veces. Hasta que uno ha leído unos cuantos y se da cuenta de que el de las memorias es uno de los géneros más amplios y variados de la literatura.

En ocasiones, el memorante se limita a hablar de su época y las personas con las que se codeó, mientras él mismo permanece en las sombras y sigue siendo un desconocido para el lector. Eso era lo que sucedía con las por otra parte fascinantes memorias de Victor Serge, de las que hablé aquí. En otras ocasiones, el autor bucea mucho más allá de sus propios recuerdos y trepa a las ramas del árbol familiar, como hacía Amos Oz en su maravillosa y trágica Una historia de amor y oscuridad. György Faludy optaba por mostrarnos en Días felices en el infierno la vitalidad, sed de experiencias y capacidad de resistencia del individuo en una sociedad totalitaria, mientras que Arthur Koestler, en uno de los libros de memorias más grandes que he leído, se centraba tanto en su historia personal como en la de todo el siglo XX. Unas memorias totales.


 La cursiva es mía, de Nina Berberova
En tiempos de Iván el Terrible, un tal Kara Aul llegó a Moscovia, quizá por obligación, procedente de la ciudad negra tártara. Fue bautizado y no regresó al reino tártaro. Ignoro qué hicieron sus descendientes durante los doscientos años que transcurrieron hasta el día en que Catalina II donó la propiedad a Yuri. También ignoro por qué motivo recibió sus tierras, sus medallas y sus anillos de gentilhombre. Había pocos objetos en su mansión, todos databan del siglo pasado y no aparecían huellas del anterior. Por el desván, en completo desorden y cubiertos por telas de araña, rodaban antiguos miriñaques, álbumes encuadernados de terciopelo, un globo terráqueo, una colección completa de la revista El mensajero de Europa y una multitud de flores de azahar, símbolo de la pueza, que adornaban la cabeza de las novias de la nobleza el día de su boda.
En las primeras páginas de La cursiva es mía, Nina Berberova nos regala párrafos tan interesantes como éste. Esta escritora rusa nacida en 1901 no fue una autora muy prolífica, y su obra, de la que sólo he leído estas excelentes memorias, no acostumbra figurar entre la de los grandes nombres de la literatura rusa. Berberova fue, en todo caso, protagonista en primera línea y cronista excepcional del exilio ruso tras la Revolución que llevó a miles de intelectuales, nobles y militares a huir del país y recalar en Berlín y, con más frecuencia, en París. De dicho exilio ya nos habló Nabokov en Habla, memoria, donde, como solía ser el caso con el amigo de los lepidópteros, nos hablaba sobre todo de sí mismo.



Nuestra autora de hoy, sin embargo, no tenía quizá un concepto tan alto de sí misma, y por eso, sin dejar de lado el aspecto más privado de un libro de este tipo, dedicó numerosas y brillantes páginas a los círculos literarios en los albores de la Unión Soviética y a sus posteriores compañeros de exilio. Por estas páginas, pues, pasan y nos sorprenden Alexander Kerenski, Nikolai Gumiliov, Maxim Gorki, Andrei Bieli, Ivan Bunin, Nabokov y, sobre todo, Vladislav Khodasievich, a quien servidor no conocía y que, por lo visto, aparte de ser durante años el marido de Berberova, está considerado uno de los grandes de la poesía rusa del siglo XX.

Contrasta este tipo de memorias, que mantiene un atinado equilibrio entre lo personal y lo público, con Linterna mágica, el libro en el que Ingmar Bergman se desnuda y, por continuar con la metáfora, nos planta sus partes íntimas a un palmo de la cara.


Cuando vemos una película de Allen, Truffaut, Kaurismaki o Almodóvar, por mencionar sólo unos pocos, no es difícil hacerse una idea bastante aproximada de la personalidad del director. En algunos casos, naturalmente, esa personalidad se revela de manera más pronunciada que en otros, pero más allá del estilo personal de cada uno, más allá de eso que los amigos de los clichés llaman el sello o el poso vital, hay unos tics, unas obsesiones y hasta un cierto olor que nos dice mucho de la persona que ha creado esa obra. Sin embargo, obras como El séptimo sello, Persona o El silencio nos pueden sugerir, entre el sopor y el arrobo, que este sueco moreno y de rostro alargado era cualquier cosa menos un tipo alegre. Y apenas poco más. Lo que es seguro es que después de leer este libro, no se nos va a escapar un suspiro del estilo "ah, ojalá hubiera conocido a don Ingmar en persona". Al mismo Bergman, sin ir más lejos, no le gusta demasiado lo que recuerda.
No reconozco a la persona que era yo hace cuarenta años. Mi desagrado es tan grande y el mecanismo de rechazo ha funcionado con tanta eficiacia, que difícilmente puedo vislumbrar la imagen. A este respecto, las fotografías no ayudan demasiado. Solamente nos muestran una persona disfrazada, alguien bien atrincherado. Si me sentía atacado respondía mordiendo como un perro asustado. No confiaba en nadie. Estaba dominado por una sexualidad que me obligaba a incesantes infidelidades y acciones compulsivas, torturado constantemente por el deseo, el miedo, la angustia y la mala conciencia.

El pastor Edvard Vergerus, inspirado en el padre del autor

La lectura de Linterna mágica ha ido seguida de la película Fanny y Alexander, la última de sus grandes obras, que apenas recordaba ya. Quizá le habría sacado más jugo si hubiera cambiado el orden, dado que es más fácil reconocer la imagen en la página que la cita en el celuloide. No obstante, el carácter autobiográfico de la película, de todos conocido, es tan marcado que no resulta difícil rastrear los acontecimientos y personajes que inspiraron tantas escenas. En las primeras páginas, por ejemplo, nos encontramos con una de las escenas más impactantes de la película, aquélla en que el obispo, padrastro de Alexander, azota a éste sádicamente y lo humilla obligándolo a besarle la mano. Así nos habla Bergman de su propio padre:
Mi hermano lo pasó aún peor. Muchas veces mi madre se sentaba en su cama para curarle la espalda en la que los latigazos habían levantado la piel y marcado sanguinolentas estrías. Como yo aborrecía a mi hermano y temía sus violentos arrebatos de mal genio, sentía una gran satisfacción cuando lo castigaban tan severamente.
Terminada la tanda de azotes, había que besar la mano de mi padre. Inmediatamente se comunicaba el perdón y el peso del pecado caía a tierra dando paso a la liberación y a la misericordia. 
Ingmar, por los años en que intentaba reventarle la cabeza a su hermano

A juzgar por la escena en que Ingmar golpea a su hermano en la cabeza con una garrafa de cristal y éste le arrea un guantazo que le hace saltar dos dientes, podría parecer que el odio entre hermanos que menciona el autor era más pronunciado de lo habitual en familias no del todo bien avenidas. Pero en realidad ambos niños estaban unidos no sólo por lazos fraternales, sino sobre todo por el odio al padre.

Nada más diferente de la relación de Berberova con su padre, a quien adoraba y al que, tras su exilio, sólo pudo volver a ver una vez.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, [mi padre] realizó una corta carrera cinematográfica. En 1935, el realizador cinematográfico Kozíntsev se le acercó y le dijo: "Le necesitamos; necesitamos a un hombre como usted". "¿A mí?", pregntó mi padre. "No tengo experiencia ni talento". "Pero, con su barba, su cuello almidonado y su manera de andar, posee usted el estilo que necesitamos", le contestaron. "En Leningrado sólo quedan dos o tres personas de su clase. Ayer contratamos a una". Así fue como mi padre interpretó su primer papel, el de un hombre del antiguo régimen, al que liquidan al final de la película.
En 1937, en una calle sucia y maloliente próxima al bulervar Sebastopol (...) fui a dar con una reducida célula comunista que organizaba  proyecciones de películas soviéticas. (...) Me indicaron el lugar y la hora de la proyección de una de esas películas, pero me comunicaron que para poder comprar una entrada era necesario ingresar en la célula comunista y pagar la cotización anual. Lo hice en el acto. El día establecido, me encontré en una gran sala oscura, entre otros miembros de la célula que se hallaban muy exaltados.
El exilio literario ruso en Berlín, 1923. Entre ellos, Berberova, Khodasevich, Bely y Muratov

A continuación, Berberova nos describe una ridícula escena en la que un cerdo contrarrevolucionario intenta sabotear los planes de Lenin para sanear el presupuesto de Rusia. Un marinero analfabeto consigue reducirlo y arrestarlo, entre las ovaciones y los gritos de venganza por parte de los espectadores.
Ya en el exterior, le permitían detenerse un instante, en la entrada del Banco Estatal, para contemplar el canal Catalina y el horizonte de San Petersburgo encapotado por la lluvia. Su mirada recayó en mí, sentada en la sala parisina. Se lo llevaban, escoltado, y nunca más volvía  verle. ¡Qué reencuentro, tras una separación de quince años! No todo el mundo puede gozar de la felicidad proporcionada por un encuentro semejante al nuestro, antes de separarse para siempre...

 Nina Berberova y Vladislav Khodasievich

La belleza de momentos como éste abundan en La cursiva es mía. Bergman, por su parte, reserva todo lirismo para las inolvidables páginas finales, en las que hace revivir a su madre para preguntarle todo aquello que en su día no pudo o no quiso.
Tengo que preguntarle algo importante, madre. Hace años, creo que fue en el verano de 1980, yo estaba sentado en mi silla en el cuarto de trabajo de Farö, el tiempo estaba lluvioso, una de esas lluvias serenas de verano que duran todo el día y terminan por no existir. Yo leía y escuchaba la lluvia. En ese instante sentí que usted estaba cerca de mí, a mi lado, podía extender la mano y coger la suya. No fue que me hubiera quedado dormido, lo sé seguro, ni siquiera fue una experiencia extraterrenal. Sabía que usted estaba conmigo, en la habitación. ¿O fue una ilusión? No acabo de entenderlo, ¡ahora tengo que preguntarle!
Ante la respuesta negativa de su madre, un Bergman desesperado insiste:
Nos hicimos amigos, ¿no nos hicimos amigos? ¿No invalidamos el viejo reparto de papeles madre e hijo y nos hicimos amigos? ¿Hablamos con sinceridad y confianza? ¿No fue así? ¿Llegué a entender su vida, estuve siquiera cerca de entenderla? ¿O no fue más que una ilusión lo de nuestra amistad? No, no crea que estoy embrollándome, aplastado por los reproches que me hago a mí mismo...

La linterna mágica, en Fanny y Alexander

No obstante, como digo, estas emotivas páginas contrastan fuertemente con todo el resto, donde Bergman nos demuestra su talento para la infidelidad y donde, a primera vista, el amor no juega un papel demasiado importante. Ved lo que nos dice acerca del escándalo fiscal en el que estuvo implicado y al que dedica unas cuantas páginas. Habla el hombre de familia:
No sé cómo reaccionaron mis otros hijos, teníamos poco contacto, por no decir ninguno. La mayoría pertenecía además a grupos izquierdistas y, por lo que después he podido saber, pensaron que su padre se lo tenía bien merecido.
Claro que tampoco puede decirse que Berberova derrochara un apasionado amor por la familia, por lo menos en su juventud.
En aquella época, yo quería a muchas personas y me gustaban muchas cosas, pero también era capaz de sentir odio. Detestaba, en particular, todo cuanto oliera a "nido", a espíritu familiar, a maternidad. Calentarse junto a alguien, acurrucarse contra él, buscar refugio se me antojaba repugnante y humillante.
Como si se tratara de una película llena de escenas desagradables, en ocasiones al lector de Linterna mágica le cuesta no apartar con asco la vista de la página, como cuando el autor nos describe en detalle su primera paja, nos narra cómo se quedó una noche encerrado en el depósito de cadáveres, donde yacía el cuerpo de una hermosa joven, o nos cuenta que un día se cagó en la cama, episodio que relata, por cierto, con gran maestría. El libro lo saqué de la biblio, pero no pude reprimirme de escribir en el margen ¡aaajjjj! (En lápiz, por supuesto).


 La danza de la muerte, escena de El séptimo sello. Bergman nos cuenta una divertida anécdota

Podría decirse que en Bergman el dolor nace de su propia experiencia familiar, religiosa y personal, mientras que Berberova, que se nos antoja una persona más capaz de saborear el placer, fue víctima de su tiempo. No se extiende mucho la autora sobre la Revolución, pero da la impresión de ser una de tantos millones que vieron traicionada su esperanza en un futuro mejor para Rusia. 
Nadia trabaja ahora en la Checa -dijo tranquilamente mirándome con simpatía- Se pasea con una cazadora de cuero y lleva revólver. El otro día me la encontré por la calle y me dijo que había que fusilar a la gente como yo, y eso es precisamente lo que se empeñan en hacer.
Más tarde, una Berberova indignada nos habla de la monstruosidad en que acabó convertida la Revolución, y cruza los dedos ante la fundada sospecha de un futuro de negacionismo y apología de aquellos crímenes.
Durante los años comprendidos entre 1950 y 1960, en la Unión Soviética se tenía la costumbre de escribir que los emigrados "tenían miedo" de las masas y que el concepto de pueblo revolucionario les hacía temblar. No creo que Bunin, Záitsev, Tsvetáieva, Rémizov y Jodásievich temieran a las masas. En cambio, sí tenían miedo, y no sin razón, de los burócratas de la vida literaria. Esos servidores del régimen, que también hacían las veces de críticos literarios, se apoderaron poco a poco de Tierra virgen roja, convirtieron Na Postu en una herramienta de propaganda, contribuyeron a la clausura de LEF ("Frente de izquierda"), el periódico de Maiakovski; enviaron a Pilniak a presidio y provocaron su muerte, arruinaron la vida de Voronski, mataron a Mandelstam, a Kliúiev, a Bábel y a muchos otros y acabaron por perecer en las purgas estalinistas. Hay que confiar en que nadie les rehabilite.
Pero ni las penurias, ni la guerra, ni la soledad e incomprensión por parte de una intelectualidad que apoyaba a Stalin consiguieron acabar con el sentimiento vital  de esta pequeña y frágil mujer.


 Andrei Bely, momentos antes de uno de sus ataques

 No obstante, como he señalado más arriba, es la descripción del París del exilio ruso  y los retratos de sus protagonistas lo que da su verdadero valor a estas memorias. Las pinceladas que nos proporciona en ocasiones corroboran lo que ya sabíamos, como la tosquedad de Gorki, mientras que en otras ocasiones nos sorprenden, como al hablar de la grosería de Bunin. Entre estas sorpresas destaca Andréi Bely, autor de Petersburgo, considerada una de las obras maestras del siglo XX, y uno de los personajes más grotescos que se pasean por estas páginas.
De repente, en su imaginación excitada por el vino, todos los comensales se convirtieron en un círculo de enemigos que esperaban su muerte, no creían en su santidad y acogían su sacrificio con sonrisas irónicas. Si histeria iba en aumento. (...) Le condujeron hasta la puerta. Quise estrecharle la mano para decirle, soimplemente, que, en mi opinión, era y seguiría siendo uno de los grandes escritores de nuestra época y que guardaría el recuerdo de nuestros encuentros como un tesoro. Al ver i intención de acercarme a él, Bely fue presa de una agitación violenta, echó la cabeza haca atrás y se dispuso a saltar como una pantera...
 

Ambos libros confluyen en un momento, y es el auge del nazismo, con el que tuvieron una relación radicalmente opuesta. Berberova vivió en persona la entrada del ejército alemán en París, y vio cómo la segunda esposa de Khodasievich era arrestada y deportada.
Los hombres ya habían sido detenidos en otoño, pero hasta entonces l situación no había afectado a las mujeres. Olga solía decir que no se llevarían a las mujeres ni a los ancianos. Detenían a todo elmundo, a jóvenes y a viejos, con o sin estrella.
El relato que sigue, con Berberova corriendo de un lado a otro para intentar ayudar a Olga, es estremecedor, y termina con la conversación que mantiene con un oficial de las SS.
¿Es una mujer casada?
-No, viuda.
-¿Era judío el marido?
-No, ario.
-¿Hay documentos?
-Sí, sería fácil demostrarlo.
-Pero, ¿ella es judía?
-Se convirtió al cristianismo.
-No es un problema de religión, sino de raza.
-¿Qué significa eso?
-Significa que esa mujer puede volver a casarse y abrazar de nuevo la fe judaica.
-Tiene cincuenta años.
Aquí, reflexionó un instante.
-No -dijo-, imposible hacer nada. Si su marido aún viviera, sería distinto.
Posteriormente, en el capítulo "El cuaderno negro", su diario escrito durante la guerra, Berberova nos narra el interrogatorio al que fue sometida por la sección rusa de la Gestapo, y de nuevo tenemos un impagable retrato de la emigración rusa.
Tengo cuidado con los rusos de París. Son gente de extrema derecha,oscuros patanes,de edad avanzada, que forman la verdadera "generación olvidada" de la emigración. Entre ellos hay antiguos funcionarios de "la corte de Su Majestad Imperial" y del ministerio del Interior,ex miembros de la Unión del Pueblo Ruso, ex gobernadores que lograron salvarse de la Revolución, antiguos cuadros políticos de organizaciones paramilitares y bandas armadas. Ahora era "su turno", no el nuestro.
Más adelante, en un París liberado, Berberova es testigo de la humillación pública de una joven acusada de haber sido amante de un alemán.


 Todos hemos visto las fotos, pero el vídeo es impactante

Suecia no participó en la guerra, pero el nazismo si tocó muy de cerca a nuestro amigo, que a los dieciséis años se fue de intercambio a Alemania, a casa de un pastor protestante, padre de nueve hijos salidos de un catálogo del nacionalsocialismo.
En Weimar se iba a celebrar el día del Partido con un desfile gigantesco encabezado por Hitler. En la rectoría reinaba una actividad febril lavando y planchando camisas, sacando brillo a botas y correajes. (...) Llegamos a Weimar a las doce de la mañana. el desfile y el discurso de Hitler empezaban a  las tres. La ciudad era un hervidero de excitación festiva, la gente, endomingada o de uniforme, paseaba por las calles. (...) Súbitamente se hizo el silencio, sólo se oía el chapoteo de la lluvia sobre los adoquines y las balaustradas. El Führer estaba hablando. (...) Al terminar el discurso todos lanzaron su Heil, la tormenta cesó y la cálida luz se abrió paso entre  formaciones de nubes de un negro azulado.
(...) Yo no había visto jamás nada parecido a este estallido de fuerza incontenible. Grité como todos, alcé la mano como todos, rugí como todos, amé como todos.
 Nazis en Suecia, a principios de los 40

Podríamos acharcarlo a de juventud, no sería el primero. Pero a Bergman no le duele la confesión:
Durante muchos años estuve de parte de Hitler, alegrándome de sus éxitos y lamentando sus derrotas.
Claro que tampoco era el único entre los suecos.
Mi hermano fue uno de los fundadores y organizadores del partido nacionalsocialista sueco, mi padre votó varias veces por los nacionalsocialistas. Nuestro profesor de historia era un entusiasta de "la vieja Alemania", el profesor de gimnasia asistía todos los veranos a los encuentros de oficiales que se celebraban en Baviera, algunos de los pastores de la parroquia eran criptonazis, los amigos de la familia manifestaban gran simpatía por "la nueva Alemania".
Ve uno algunas cosas de otra forma, ¿no?

En fin, cotilleos, historia, traiciones, literatura, trapos sucios, amores, cine, violaciones, vendettas, pasión, guerra, confesiones, curiosidades, miserias. Si leer un libro de memorias es todo eso, imaginad leer dos.


Os dejo con una cita muy proustiana de Berberova.
¿Qué me atraía de la poesía exactamente en aquella época? (...) Quien, en su juventud, no haya experimentado dolorosamente la necesidad de descubrir el sentido eterno de la medida y de la belleza, permanecerá para siempre insensible a esa llamada.
Ese sentimiento no es el fruto de un proceso lógico. Su origen se halla en los repliegues más secretos y profundos del corazón humano, lejos de la agitación siniestra o irrisoria que nos rodea. Una loca noche de embriaguez está a mil leguas del amor, de la pena y de la desolación que conforman la esencia de la vida nocturna. La eternidad puede revelársenos en el estribo de un autobús. Podemos entrever la visión fulgurante de la fragilidad de las cosas en la taquilla del correo o descubrir el carácter efímero de nuestra vida al mirar un calendario en la sala de espera de un consultorio.

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