sábado, 12 de noviembre de 2016

Breves (o no tanto) reflexiones en torno a Ciudad en llamas



Se pongan como se pongan los puristas, románticos y algún que otro talibán de la literatura, es innegable que la lectura es una inversión. Uno invierte tiempo y, en ocasiones, esfuerzo, y espera recibir a cambio un beneficio, sea éste en forma de aprendizaje, iluminación espiritual o mero entretenimiento. En el mercado literario hay inversiones seguras, conocidas como clásicos. Las habrá mejores y peores, pero son seguras precisamente porque son clásicos... o a lo mejor es al revés, se han convertido en clásicos porque son inversiones seguras. Sea cual sea el orden de los factores, los clásicos ofrecen rentabilidad garantizada, ya que incluso en el caso de que aprendamos nada, no nos iluminen y además nos aburran, siempre obtenemos con ellos un beneficio neto: el derecho a afirmar que En busca del tiempo perdido, Guerra y Paz o El hombre sin atributos están sobrevaloradas por la crítica y son en realidad un coñazo. Intentad presumir de haberos aburrido con Dan Brown y veréis que no es lo mismo.

Ciudad a oscuras

City on fire (Ciudad en llamas), con sus novecientas y pico páginas de lectura densa, lenta y apretada, representa una enorme inversión. Por eso, lo primero que nos preguntamos es cuáles son las credenciales del autor. Porque el señor Gareth Risk Hallberg era, hasta hace cuatro días, un perfecto desconocido. Y sin embargo, se presentó con su manuscrito en una editorial, que decidió encantada publicarle de la primera hasta la última página. No sé por qué, algo me hace pensar que ese mismo editor que babea ante un manuscrito de  casi 1.000 páginas de un autor novel, premiaría con un escupitajo en la cara a cualquier otro novel que tuviera la osadía de presentarle un librito de 150. Pero seguro que son cosas mías.



Lo que los editores vieron en esta obra, entre otras cosas, es, sin duda, lo mismo que ha visto Hollywood, que ya ha le ha adelantado al señor Hallberg dos milloncetes de dólares. City on fire, en efecto, tiene todo lo que un productor americano le puede pedir a un guión. Está situada en el Nueva York de los años 70, con el juego retro que da eso, ya sabéis, camisas psicodélicas, pantalones de campana y bigotes a porrillo. Tiene una enorme galería de personajes cuyas vidas, que acabarán curzándose, recorren todo el espectro social, desde magnates dueños de imperios empresariales hasta punks que okupan pisos vacíos y ruinosos, pasando por policías, profesores, artistas y periodistas. Hay unos malos  absolutamente diabólicos: un hombre gris y asexuado cuyo único placer es el poder que ejerce sobre los demás, y un revolucionario nihilista que planea algo gordo. Tenemos también saga familiar, con traumas infantiles, venerados patriarcas, violaciones y ovejas negras como la pez. No falta, desde luego, un misterioso asesinato, o aún mejor, intento de asesinato, pues así se puede alargar convenientemente la agonía de la víctima. Y por si fuera poco, como telón de fondo nos encontramos con un acontecimiento histórico de proporciones casi apocalípticas, como fue el apagón de Nueva York de 1977.



Pero bueno, llegó la hora de dejarse de ironías e ir al grano, que, dado que estamos, cosa rara en este blog, ante una novedad literaria, supongo que es lo que alguno de vosotros quiere saber. ¿Rentabilidad garantizada, sí o no? Empecemos diciendo que 900 páginas dan para mucho. Tras un pequeño esfuerzo inicial hasta hacernos al estilo del autor, un estilo en el que Hallberg antepone el placer de leerse a sí mismo a la fluidez lectora, lo cierto es que la historia nos atrapa. O quizá no tanto la historia como la variedad de los personajes y el retrato de algunos de ellos. Tomemos como ejemplo a Mercer, el profesor de literatura afroamericano y homosexual, originario de una pequeña ciudad sureña, uno de los personajes más interesantes. Con él experimentamos la emoción del joven que llega a la capital del arte, de la libertad y la modernidad, donde tiene que alojarse en el piso de un drogata veterano de la guerra que se pasa el día ante el televisor o hurgando entre la habitación de su huésped. Poco a poco, sobre todo a raíz del viaje que hace de nuevo al sur, a pasar unos días con su familia, días que vierten mucha luz sobre el Mercer de hoy y el de mañana, nuestro personaje va hundiéndose en ese estado mental neoyorquino al que cantaba Billy Joel precisamente aquel año. El novio de este personaje, sin embargo, y pese a ser uno de los protagonistas principales, se me antoja algo más desdibujado, si bien es cierto que esa suerte de indefinición es también parte de su identidad.



Da la impresión de que Hallberg se siente más cómodo con los personajes que se encuentran en la franja medio del espectro social. Aparte del ya mencionado Mercer tenemos a Pulaski, el agente de policía que se desplaza con muletas por la polio que le atacó de niño. Está también Carmine Cicciaro, el padre de la chica víctima del tiroteo, profesional de la pirotecnia; Charlie, el niño de una respetable familia judía, adoptado, que busca respuestas en la bilia y acaba encontrándolas en la música punk, en la que le introduce Sam, la víctima, de la que acaba enamorándose; Richard Groskoph, el periodista que investiga el caso por su cuenta y que inicia una relación frustrada con Jenny, la chica de origen vietnamita que estudia arte y trabaja para Bruno, marchante de arte y antiguo profesor de William, el novio del susodicho Mercer. Aparte de esta compleja interrelación, todos ellos, si bien no son excepcionalmente originales, sí están retratados con gran talento, y el lector se deja arrastrar por ellos con mucho gusto. Cada capítulo está narrado desde el punto de vista de un  personaje, y en ocasiones, cuando se trata de uno de éstos, uno no puede dejar de pensar que darían para mucho más que para un secundario en una novela torrente.



Por otra parte, los retratos tanto de los peces gordos como de la chusma están mucho menos conseguidos. Así, casi todos los miembros de la pseudo-comuna punk tienen rostros casi intercambiables, y nunca sabemos si nos están hablando de Solomon, Sewer Girl, D.T o incluso Nicky Chaos, el fanático líder. Del mismo modo, poco sabemos de William Hamilton-Sweeney abuelo, por lo cual no podemos llegar a empatizar del todo con su hijo ni comprender del todo el rencor que le guarda. Su hija, Regan, sí es un personaje mucho más rico, así como su marido Keith, pero eso, por lo menos en mi caso, sólo acentúa la sensación de que podría habérseles sacado más jugo.



Otro de los defectos es quizá la indecisión por parte del autor a la hora de escoger al malo. Y nunca se me hubiera ocurrido que en una novela no deba haber más que un malo, al fin y al cabo, Trumps, Trumpitos, Trumpois y Trúmpez hay muchos en el mundo, ¿no? Pero mira, resulta que es así: en una novela cabe un número ilimitado de buenos, pero malos malos, de esos que parecen salidos del Averno en viaje de negocios, de ésos sólo puede haber uno. Y Hallberg ha querido meter dos. Por una parte, está Amory Gould, el hombre que todo lo controla, el hombre que reparte favores para cobrárselos treinta años más tarde, el hombre que hace de la guerra un negocio, y el hombre cuya perfidia ve todo el mundo menos su jefe, que tiene fe ciega en él. Por otra parte está Nicky Chaos, el punk nihilista que mantiene unas misteriosas relaciones con Gould. Los dos son personajes irritantes y desagradables, pero ese gusto que todos conocemos y que consiste en odiar con auténtica pasión a un malo aquí no se da, y el odio se queda en un prolongado cabreo que no sabemos si dirigir a esos malos descafeinados o al autor.



 Decía más arriba que la historia, o las historias, consiguen atraparnos y pasamos algunas horas muy buenas en su compañía. Así llegamos a la página 600 y nos decimos que se acerca el momento en que el lector empieza a dar pasitos hacia atrás con el fin de perder de vista los detalles y poder abarcar el gran mural en todo su esplendor; el momento también en que los juegos estilísticos del autor, con esas largas digresiones en forma de diarios y fanzines punk empezarán a cobrar sentido. ¿Acertamos? Con la primera predicción, sí. En efecto, el gran apagón cumple una gran función en la novela. Actúa como gran igualadora, afecta por igual a ricos y pobres, blancos y negros, barrios ricos y el Bronx, y, en consecuencia, permite que todas las historias empiecen a dar tumbos en la oscuridad unas hacia otras. En este momento, sin embargo, nos encontramos con dos problemas. Una es que esta fusión de historias es tan previsible, ha tardado tanto en llegar y en algunas ocasiones resulta tan forzada que al lector, por lo menos a este lector, que es el que cuenta, ya le importa bien poco lo que vaya a suceder. Y otro problema es que empezamos a sospechar que nuestra segunda predicción, es decir, que por fin veríamos la relevancia de las largas digresiones, diarios, artículos y fanzines, se revela falsa.



En este punto, el lector está ya agotado. No tiene la sensación de haber perdido todo el capital invertido, pero sí piensa que si hubiera vendido sus acciones a tiempo, digamos 200 páginas antes del final, la rentabilidad hubiera sido bastante mayor. Seguimos leyendo por esa ley, dicho o costumbre que todo lector conoce: "ya que he llegado hasta aquí". Y el final ratifica los motivos para la irritación. Cerramos el libro y nos invade esa sensación de venga por fin a otra cosa.



2 comentarios:

  1. Por mi parte, creo que no voy a hacer esta inversión en concreto. Novecientas páginas son muchas horas de lectura, sin duda mejor empleadas en otras obras. Gracias en cualquier caso por la advertencia. Como de costumbre, ¡magníficas las fotos que ilustran la entrada!

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  2. Quizá el tono me ha salido más negativo de lo que merece. La novela tiene muchas cosas buenas, incluso muy buenas, pero las menos logrdas llegan precisamente al final, y de ahí el no muy buen sabor de boca. En todo caso, a mi juicio, no es una obra imprescindible, ni mucho menos.

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